Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.9 «16 de junio de 1955»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.9 «16 de junio de 1955»

IX

16 de junio de 1955


Justo ese día el obispo permitió que la jorobadita dejara su encierro y hasta propuso que se le diera el día libre para que pudiera andar por las cercanías del convento, recorriendo las inmediaciones de la Plaza de Mayo. Llamó él en persona para hacer saber su determinación.
La Madre Superiora recibió la noticia y aunque no compartía su decisión (ella era proclive a mantener el encierro), no hizo ningún comentario en contrario. Sabía muy bien como era el ordenamiento vertical de la jerarquía eclesiástica y no iba a ser ella quien infringiera las viejas normas establecidas desde que Pedro construyó la iglesia.
—He leído el legajo de la monja de la joroba –oyó la Superiora por el auricular del teléfono de su despacho que le decía el obispo–, el que me hace llegar cada año. Entiendo que la Hermana ya ha cumplido su penitencia.
—Si su Ilustrísima así lo estima, no seré yo quien contradiga su apreciación.
—No se trata de una apreciación, mi querida Hermana, se trata de que el período estipulado por usted misma para que la muchacha cumpliera la penitencia se ha extinguido hace ya un buen tiempo, y no creo que esté en su ánimo extenderlo sin justificativo.
—Monseñor, le ruego, me disculpe por no haber tenido en cuenta la expiración de la penitencia.
—No se disculpe, sé de su buen sentido de la justicia. No se puede estar en todos los detalles. Sí, lo sabré yo.
—Le agradezco su consideración. Haré cumplir su recomendación Ilustrísima sin pérdida de tiempo. –La Madre Superiora trató de ser condescendiente.
—Quiero, además, pedirle un gesto de misericordia –imploró el sacerdote acaramelando su voz como en el confesionario.
—Seré indulgente en todo lo que su Ilustrísima me reclame.
—No es gran cosa, se lo aseguro.
—Lo escucho, Ilustrísima.
—Dele licencia en el día de hoy, que vaya a pasear por los alrededores de la Plaza de Mayo, allí el cielo siempre se aprecia diferente cada día. La hora del mediodía encuentra al sol en su cenit y suele resultar una pócima encantadora para alguien que ha padecido un encierro tan prolongado. Todo llega a su fin, Dios mediante.
—Lo que usted ordene, Ilustrísima.
—Le agradezco su gesto misericordioso. Será recompensado, se lo aseguro.
—Que Dios lo bendiga, señor Obispo.
—Y a usted también Hermana. Recuerde, téngalo presente ahora y en la hora de nuestra muerte: “Cristo Vence”, “Cristo Vence”. Amén.
—Siempre, Ilustrísima, siempre lo tengo presente en todos mis actos. “Cristo Vence”, “Cristo Vence”. Amén.
—Una cosa más mi querida Madre. –El obispo bajó el tono de su voz como si tratara que nadie más que la Superiora escuchara sus palabras.
—Le sugiero que usted y sus apreciadas colaboradoras no salgan bajo ningún pretexto del convento.
—¿Algo de qué preocuparnos? –preguntó la monja intrigada.
—No, claro que no. ¿De qué habría que preocuparse? Pero hoy recibí el pedido de unas bendiciones que me inspiraron un místico presentimiento difícil de explicarlo por teléfono. Tómelo como la sugerencia de un viejo pastor atento a las conveniencias de su amado rebaño.
—Lo que usted diga, Ilustrísima. Salvo la jorobada, nadie tendrá permiso para abandonar la Institución como me lo sugiere.
—¿Tolerará usted una nueva pregunta mía?
—¡Ilustrísima! ¡Cómo no habría yo de escuchar complacida cualquier inquietud que usted tenga y a la que espero pueda darle respuesta!
—¿Cómo se llama la Hermana de la joroba? –La Madre Superiora vaciló por un instante.
—No tengo presente su nombre, Ilustrísima. Si usted lo desea, revisaré el legajo y luego le haré saber sus datos filiatorios. Aquí todos la llamamos por su joroba. –Respondió y al instante comprendió que dijo algo inconveniente.
—¿Le han puesto nombre a la joroba? ¡Qué curioso! ¿Y cuál es ese nombre? ¿Podré saberlo? Usted nunca lo confió en sus informes. –La Madre Superiora no supo cómo responder esa pregunta. –El obispo bisbiseó unas palabras esperando la respuesta. Luego de una breve espera, convino que la Madre Superiora no le diría el apodo con el que llamaban a la jorobadita.
—Comprendo su silencio, Hermana. Que Dios la bendiga.
—A usted, Ilustrísima.
La Superiora mandó llamar a las dos monjas enanas que escuchaban tras la puerta del despacho la conversación con el obispo. Refunfuñaban anticipándose a la orden.
Ellas eran quienes guardaban celosamente las llaves del claustro, y fue a quienes les ordenó dirigirse donde estaba la castigada a informarle de su nueva condición. Luego debían acompañarla a una habitación donde quedaría alojada hasta que ella considerara en que calabozo la acomodaría y cuáles serían sus nuevas tareas.
Las monjas enanas caminaron sin prisa hasta el claustro, dándose manotazos en la cabeza una a la otra, como si fueran dos niñas traviesas, exclamando “¡Cristo vence! ¡Cristo vence!”, y riendo a carcajadas por los largos pasillos. Luego de abrir la puerta con una llave enorme y algo oxidada, llamaron a la monjita por su apodo. La muchacha llegó caminando con cierta dificultad. Estaba algo demacrada y bastante más delgada, lo que pronunciaba su pequeña giba nacida de una escoliosis demasiado temprana.
Sin mediar ninguna explicación le dijeron que debía tomar sus pertenencias y dirigirse al despacho de la Madre Superiora. La jorobadita las miró extrañada y creyó que era una broma de las dos bufonas que merodeaban alcahuetas la sombra de la Madre Superiora.
—Tu penitencia ha terminado y podrás volver a tener tu catre. El Obispo ha llamado en persona para perdonar tu castigo. La clemencia de su Ilustrísima es tanta que hasta ha sugerido que salgas a mirar el cielo en la Plaza de Mayo y disfrutes del día que está bastante asoleado.
La Hermana giró sobre sus pasos y como si hubiera recuperado en parte su antigua vitalidad, se dirigió al calabozo donde guardaba en un atadito sus pocas pertenencias y volvió con tanta prisa como se había marchado. Las tres caminaron en dirección al despacho de la Madre Superiora, al llegar, una enana golpeó con fuerza la puerta y exclamó “¡permiso, Madre! Aquí venimos de cumplir su recado”
—¿La Hermana está con ustedes? –Preguntó la Superiora mirando por encima de sus anteojos de lectura hacia la puerta de entrada.
—Y con su espíritu, Madre, y con su espíritu. –Repitieron a coro las enanas.
—Díganle que pase. –Respondió secamente y esperó expectante el ingreso de la perdonada.
La jorobadita entró temerosa a la inmaculada oficina de la directora. La Madre Superiora al verla se puso de pie y caminó hasta ella con una amplia sonrisa que deformaba su cara. La tomó de las manos y le habló de la fe en Dios, en la Virgen, en el Espíritu Santo y de cómo la expiación de los pecados mejoraba a las personas en su misión de servir a Dios por sobre todas las cosas.
—Siervas somos de Dios y a él servimos. –Recitó de compromiso la Superiora.
La jorobadita asintió con leves movimientos de su cabeza, pero solo por cortesía. Estaba muy confundida como para reflexionar sobre la fe y la misión que decían Dios les encomendó de alguna manera.
Luego le preguntó si deseaba realizar un llamado, uno solo por su puesto, el justo y necesario. Y la informó que, por pedido de Su Ilustrísima, el señor obispo, tenía permiso para salir ese día de paseo hasta la Plaza de Mayo, con el particular pedido de Monseñor de observar el cielo con atención. Era un día tan bello que daba por descontado que le sería provechoso.
La jorobadita festejó los dos permisos. Llamó a Amanda, de quien no había podido despedirse cuando ella abandonó el internado. Deseaba comunicarle la nueva buena. Estaba realmente feliz, luego de tantos años de encierro monacal.
No fue su compinche la que recibió el llamado, nadie sabía dónde se había metido la muchacha esa fresca mañana de paños azules en los campos donde los pastos se perseguían unos a otros, y unas telarañas urdidas en la noche llagaban el paisaje con sus patudas arañas agazapadas y expectantes. Fue una mujer de acento alemán quien le dijo que su nombre era Gertrudis, y que ella le transmitiría con exactitud su mensaje a la muchacha. Y así lo hizo.
Amanda celebró la buena nueva, justo ese día de junio, algo frío.
La jorobadita la invitó a mirar el cielo de la Plaza de Mayo, con ella, a las 12:30 en punto, en un banco a la vera de la orgullosa y vieja Pirámide de Mayo, del lado donde se hallaba fijada la placa de bronce que recordaba a Pereyra Lucena y Manuel Artigas.
Amanda deseaba más que nada volver a abrazar a aquella monjita cómplice de la crencha engrasada. Deseaba hablarle de ese amor inesperado, que llegó como un hechizo desde un lugar insospechado del paisaje y reposó a su lado tocando sus delicados dedos con sus fuertes dedos campesinos. Tan solo eso quería decirle mientras mirarían el cielo diferente de la Plaza de Mayo. Algo tan simple como las simples oraciones que las mañanas de castigos, repitieron juntas, arrodilladas ante el maíz todopoderoso, obligadas a venerar sus puntitas filudas, tiempos en los que pronunciar el nombre de un dolor podía resultar pecaminoso.
A esa hora, casi el mediodía, pocos eran los pasajeros que gastaban sus tiempos en dirigirse a la ciudad. Por el contrario, muchos se aprestaban a retornar a sus hogares, la mayoría empleados y otros tantos paseantes que admiraban la Pirámide de Mayo, venerándola como a una verdadera madre. Al frente, en un extremo de la plaza, el General Belgrano insistía en alzar la bandera de la patria, señalando un futuro por el que todavía había que pelear y mucho. Y a la izquierda, mirando en dirección al río, la Catedral guardaba los restos del Libertador, en una augusta capilla que sobresalía de los límites de la construcción religiosa.
El tren llegó puntual a la estación como de costumbre, y fue exacto el tiempo que tardó en arribar a la terminal, como lo habían prometido a los gritos los guardas ferroviarios.
En la propia terminal ferroviaria ya se escuchaba de lejos el rumor de una espada de pólvora y el espectro de una espoleta infame. Era el maleficio de los mercaderes de la muerte que alistaban sus fuegos como unos cascabeles infernales. Pero ¿quién comprendería esos sonidos de ataúdes sonando una procesión de sangres de inocentes?
Eran las 12:40. Amanda y la jorobadita se habían abrazado hasta el cansancio, y llenado de besos y caricias los rostros. Luego, sentadas en el banco que daba a la placa de bronce de Lucena y Artigas, miraron al cielo que justamente sonaba diferente al de los demás días. Ellas oyeron en dirección al río el sonido mecánico de los pájaros de acero cargados con sus crímenes en los abultados vientres. Los oyeron sobrevolar la plaza para reglar el tiro sin siquiera sospecharlo. Y ellas que miraron abstraídas como si solo se tratara de una pintura amena, de unos pájaros blancos con sus plumas de fuego en un vuelo nupcial lleno de vida.
Abajo, fueron muchos los que alzaron hacia el cielo sus ojos asombrados y creyeron que saludaban el regalo de un desfile. Agitaban las manos en inocente saludo a la inesperada muerte.
Los niños, de las manos de sus madres, más entusiastas que cualquier otro, celebraban el momento del vuelo de esas aves panzudas que hacían cabriolas en el aire como maravillosos acróbatas circenses. Prometían sus regalos descuartizadores, pero ellos no lo sabían.
Nadie les anunció la sentencia, la gente de a pie quedó como suspendida, mientras las aves siniestras desperdigaban sus bombas por toda la geografía de la Plaza.
Un trolebús explotó como una granada ardiente. Tembló como la llamarada de un garrote. Se abrió como una fruta demasiado madura. De su interior morado, quemadas por la pólvora, quedaron las cicatrices de sus desprevenidos pasajeros. En ese trolebús viajaban muchos niños a su temprana muerte.
La muchedumbre observó los fragmentos de los niños cayendo como una fosforescencia roja; al instante sintió entre sus propios cuerpos seccionados el beso calcinante arrojado desde la rabiosa altura de la muerte. Luego, lluvia de hogueras, acertijo de llamas que tardaron un suspiro en incinerar la esperanza. El llanto gobernó la plaza junto a los aullidos de los cadáveres diseminados.
Era el día del reino tenebroso de un ¡Cristo vence! Irreconocible, bajo la “V” de la victoria. Un Cristo de rencores que no ofrendaba hostias sino esquirlas.
Los brazos caían amputados y saltaban las piernas en busca de sus pies destrozados. Rodaron las cabezas seccionadas y tras ellas los ojos desbocados corrieron en busca de sus vaciadas cuencas. Las lenguas diseminaron sus lamentos de bocas que sangraban los gritos desde las gargantas ahogadas en el implacable martirio. La vida fue arrasada con un fuego iracundo.
Nadie lo vio, pero se supo esa misma tarde, que el obispo a lo lejos bendijo los golpes del fuego alabando el exterminio de los mestizos salidos de las cisternas obscuras del suburbio bonaerense, donde anidaban los proletarios con sus numerosas proles. Ese día Dios no estuvo del lado de los desamparados.
“¡Muerte al tirano¡¡Muerte al tirano!”, dicen que graznaban los pájaros mientras algunos de ellos huían allende el Río de la Plata tras sus racimos de bombas sobre la devastada humanidad de los paseantes, de los trabajadores, de los distraídos.
Tal vez fue la propia jorobadita la que entendió el lenguaje de los golpes del metal contra las calles poco antes de que su monacal cabeza rodara en dirección al río. Fue la misma cabeza que Amanda recogió en su regazo y acarició el estambre roto de su cuello y la besó en las sangres que aún goteaban los lamentos rojos que se desvanecían al calor del incendio del inagotable fósforo.
Una vieja mujer recolectaba vísceras, brazos, cabezas, humanidades todas, trozos de sueños, fragmentos de amores y les rezaba un padre nuestro por consuelo.
Luego llegó la metralla –tableteaba iracunda desde una nube negra– y la vieja cayó de bruces contra el piso, besando los adoquines rojos.

El plomo candente describió como cien llagas en la fachada de algunos edificios; eran hoyos de muerte estampados en los mármoles oscuros.
Amanda sintió el vuelo de las balas por detrás de su espalda, a la altura de sus vértebras. Pero no se movió temerosa de lastimar la amada cabeza de su amada compañera. La acurrucó entre sus brazos y le cantó una canción de cuna que tuvo toda su infancia en la punta de la lengua.
La muerte volvió sobre sus propios pasos y se lanzó en otra ronda de matanza desde las negras bocas de las ametralladoras pesadas. Caía en picada en dirección al suelo buscando las frágiles humanidades de los que no pudieron abandonar la Plaza. En su caída sonaba una increíble pronunciación de aullidos, un silbido que se aplastaba en sangres y tejidos y huesos machacados. Un canon de horrores repetía unos nombres que hasta costaba pronunciar de corrido.
Luego se hizo el silencio, de repente, inesperado como llegó antes la muerte. Se dividió en lamentos en los cuatro puntos cardinales de la Plaza de Mayo. Al frente, la casa de gobierno destruida. Sonaron las sirenas y los odios se alzaron enarbolando sus furias de venganza.
Una mano sin porvenir rozó el hombro de Amanda y le pidió la cabeza que aún sostenía en su regazo. El humo repetía en gris todavía el estruendo de las explosiones y pequeños incendios rodaban de aquí para allá disecando las sangres.

Amanda quiso hablar, pero no pudo.
Amanda quiso llorar, pero no pudo.
Amanda quiso gritar, pero no pudo.
Amanda quiso correr, pero no pudo.

Solo pudo sostener el consuelo entre sus brazos delgados como estambres y sus manos todavía pequeñas.
La entregó a esas manos sin porvenir la cabeza como un precioso y delicado coral rojo. Besó los labios tatuados de sangre de la monja muerta, beso la mancha salada de su muerte, como se besa a una sagrada bandera. Le quedó bajo la lengua sin tiempo y para siempre, ese sabor de sangriento terciopelo púrpura.
Alguien la subió a un camión de bomberos y la abrigó con una manta gris como la tarde. Recogió sus piernas y apoyó su cabeza sobre las rodillas. Viajó sin saber el destino.
Nunca supo si se quedó dormida. Llovía torrencialmente. La misma mano sin porvenir rozó nuevamente su hombro y le pidió que descendiera. Alguien le preguntó su nombre y le prometió que estaría a salvo hasta que llegara su padre para recogerla.
Luego llegó la noche envuelta en una muchedumbre de iracundas sombras.

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