Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.7 «El colegio Normal»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.7 «El colegio Normal»

VII

El colegio Normal


Todos los días, tanto de ida en sentido a la gran avenida, como de regreso hacia las cercanías de la laguna, Ramón llevaba a Amanda en su pequeño colectivo verdirrojo. Al colegio de ida por la mañana, de regreso a la casa pasado un tanto el mediodía.

Cada mañana estacionaba en la puerta misma de la escuela donde esperaba que ella ingresara sin inconvenientes. Al mediodía, la descendía en la esquina de la casita y esperaba que ella lo saludara desde la entrada del jardín. Luego se marchaba tranquilo.

El colegio Normal fue un trámite sencillo. Las materias de estudio no tenían secretos para Amanda. Es que las monjas la habían adelantado mucho en sus estudios y, además, su condición de internada y el relativo abandono de parte de su padre, le otorgó tantas horas vacías que las llenó en gran medida con el estudio de la música, pero también con la lectura diaria. Historia, novelas, cuentos, poesías (no solo el exquisito lunfardo de su admirado De la Púa), completaron su formación sin que eso fuera nunca debidamente apreciado por sus celosas tutoras de hábitos negros y cofias blancas. Así que de ese tiempo no solo le quedó el maíz entre las rodillas, no solo la desdicha de esos pequeños garfios incrustados para martirizarla en el nombre de Dios padre todopoderoso, o la ausencia penitenciaria de la jorobadita castigada por mover las caderas cantando “Peerón, Peerón” por los interminables pasillos del colegio abrazada a una crencha inesperada, provocando la ira del obispo.

Le quedó el alfabeto, la palabra, la lectura, el idioma; los números complejos, los cálculos extraordinarios siguiendo a Anita por los augurios de la matemática; los sonidos y el silencio; la máscara del teatro subida a unos sagaces coturnos de elevación sublime; los libros reunidos en los territorios de las bibliotecas; los misterios de las sonatas del sordo andando al galope por un bosque de espinas bajo la blanca aparición de una luna salida de los extremos de las soledades nocturnas. Con esos conocimientos blindó su carácter, desató sus nervios del frenético nudo de la duda, desafió los momentos y quedó preparada para responder a dónde deseaba marchar cuando le tocara hablar del porvenir de cara a esos burócratas que se frotaban las manos, satisfechos de su maravilloso hallazgo.

Tantas y brutales exigencias que padeció en los años del internado, hicieron de ese año un atajo tranquilo hacia un destino que entonces no suponía de ninguna manera. Se cuidó siempre de no ser arrogante con sus compañeras, una virtud que le enseñó el cura concertista; prefirió pasar más de una vez por ignorante, lo que en cierta forma la divirtió de una manera extraña pero satisfactoria.

Pero se sintió atormentada por la mediocridad de su profesora de música. No pudo evitarlo. No le molestaban demasiado las divagaciones de la profesora de historia contra la tiranía del que andaba en una motocicleta cargado de miles de pares de zapatos y corbatas inútiles, mientras una mujer, en realidad una niña, acariciaba obscena su viuda ingle con impúdico erotismo cortesano. Era alguien de quien bien poco sabía, salvo que su apellido provocaba el rítmico bamboleo del cuerpo de la jorobadita desde el día del tumulto de los caminantes suburbanos, y de las lágrimas irreparables de cuando gritó “¡murió Evita!” desde una ventana de los dominios donde purgaba sus penas con reclusión eterna.

Ni los espantajos de los que adoraban la bomba atómica frente a los peligros del comunismo mundial que se esparcía como un veneno rojo por los proletariados de la tierra. Con la palabra comunismo volvía Anita gritando “¡viva el tío Pepe!” y su mención del romántico anarquista que mató por amor. Miguel nunca le quiso explicar qué eran los anarquistas y mucho menos los comunistas.

Tampoco las imprecisiones de su profesora de matemática al discutir con unos cálculos que se empecinaban en desorientar a la clase entera, la que quedaba sumida en la perplejidad de una incógnita numérica incomprensible. O el canto azuzado por los más recalcitrantes que a la marchita de un cantor de tango le oponían la de los estudiantes, al grito de “¡alcemos la bandera que ilustraron los próceres de ayer!”, e imaginaban vengativos una lluvia de muerte cayendo desde unas máquinas que atronaban los cielos de la Plaza de Mayo con sus martirios a cuestas.

Con esa profesora de música el piano se quejaba desde sus cuerdas destempladas ante ella, pánico del sonido amargo, fríos sonidos de cenizas naufragando en la inarmonía.

Corcheas arañadas, fusas y semifusas disecadas, redondas mordidas por cien dientes. La música herida sonaba calavérica y Amanda la contemplaba en sus fragmentos diseminados por las gradas. Hizo un esfuerzo por respetar lo que había jurado después que Eriseta vendiera el piano para que ella no pudiera continuar sus estudios.

Amanda padeció el infortunio de la profesora hasta con cierta hidalguía. No hizo ni el menor comentario sobre sus conocimientos musicales, a pesar de que el director del establecimiento buscaba con desesperación que alguna alumna tuviera los suficientes talentos como para proponerle competir con la docente que dictaba la materia a todas las estudiantes, del primero al último año, haciendo que las muchachas renegaran de la música para todas sus vidas. A no dudar de que estuvo tentada de hacer conocer al director sus aptitudes musicales en más de una oportunidad. Era un sentimiento poderoso que surgía al escuchar cómo erraba a las teclas la profesora lastimando a la música hasta dejarla en un estado próximo a la agonía, a la aniquilación de la armonía, en una patética inversión del proceso creativo. Fue entonces que consideró si en realidad no era su obligación salvar al arte de semejante desgracia. Pero se abstuvo porque había jurado que no volvería a vincularse a la música, ni siquiera en la forma más elemental, y ella nunca juraba en vano.

Cuando Amanda la conoció, su profesora era una mediocre mujer entrada en años que lo único a lo que aspiraba era a perpetuarse en su cargo, todo lo que su salud y la tolerancia institucional se lo permitiera. Por alguna razón que las niñas desconocían, nadie se atrevía a reemplazarla en su puesto; la sola posibilidad desataba en la dirección una trifulca de la que el director nunca salía bien parado.

Ella odiaba a la música, aunque no tanto como a sus estudiantes; odiaba dictar clases a esas manadas de adolescentes que la miraban desde la desfachatez de sus años adolescentes, listas a hablar de sus menarcas, las más jóvenes, y de los besos urdidos las mayores ante la mirada asombrosa de las niñas menores, que imaginaban lenguas y labios y salivas sublimes. Todas renegaban murmurando atrocidades de aquella vieja profesora de ojos desorbitados, con algo de vaca perruna, en la que ninguna muchacha aspiraba a reflejarse.

La mujer padeció un raro delirio y había sido objeto de sesudos estudios y largos tratamientos de parte de un contingente compuesto tanto por médicos como por curanderos. Extensas licencias la retiraron por un buen período de sus obligaciones en el trabajo, pero se sospechaba que todos los procedimientos habían resultado inútiles, tanto los que fueron recomendados por los doctores de blancos guardapolvos, así como los trabajos realizados por los curanderos convocados para la cura milagrosa. Ante ella, la ciencia y la magia sucumbieron sin poder entregar siquiera una modesta respuesta.

A Amanda le llegó el comentario de varias alumnas que conocían a la mujer desde el primero de sus años cursados, que padeció una rara fiebre durante largos meses. Pero no fue una fiebre cualquiera, de ninguna manera. Sobrevino luego de una amarga discusión con el director, quien, supuestamente, le reprochó su escaso entusiasmo para alentar a las niñas al arte de los sonidos. Pero algunas alumnas decían que la verdadera causa de la enfermedad que padeció la mujer no tuvo nada que ver con una disputa sobre la pobre pedagogía de la profesora para impartir su materia, sino al fin de un amorío clandestino entre el director (quien se habría enamorado de una muchacha mucho más joven), y la mujer, quien no soportó el abandono.

La fiebre llegó con espesas alucinaciones y por su causa decía palabras que, suponían, nunca se hubiera atrevido a pronunciar, de estar sana y en completo dominio de su voluntad. Era una fiebre que cargaba gusanos, alaciaba la sangre hasta laminarla en una frágil cinta violeta llena de agónicos coágulos de rabias. Y la fiebre inspiraba furibundas filípicas no contra el supuesto amante, sino contra las jóvenes a las que prostituía en las diatribas que salían de su boca como espumas carnívoras, maldiciones que anunciaban tinieblas desnudas entre sombras de sangres y aguas de tormentos, donde sumergiría a las púberes muchachas para hacerlas padecer por una eternidad las mordeduras vitales de encarnizados perros de piedra y agua que les arrancarían sus frágiles sexos a dentelladas, mientras una picuda ave tuerta desmenuzaría sin fin los juveniles senos en apenas hebras de piel y sangre. Ni Prometeo encadenado sufrió siquiera parecido castigo como el que prometía a todas las niñas que abrumaban sus días de docencia y que le habrían arrebatado el amor gracias a sus frescas vaginas y erectos pezones.

Decían que, en las noches más patéticas, gritaba enardecida llamando prostitutas a todas las alumnas y describiendo increíbles bacanales a las que las muchachas concurrían desnudas, llenas de cínico libido, mientras se burlaban de su frustrado amorío, de su impuesto celibato, de sus senos derramados sin ternura sobre su abultado vientre que caía hacia las arrugas de una ingle de frutos resecados por el odio. De esas abominaciones extraordinarias los psiquiatras tomaron minuciosas notas tratando de descifrar el delirio.

La fiebre se fue así como llegó, pero sin que se disipara su odio contra sus alumnas; muy por el contrario, parecía haberse perfeccionado en esos meses de locura.

Volvió al colegio, volvió una tarde, ante el asombro del hombre que no la esperaba, y las decepciones de todas las alumnas que se vieron obligadas a volver a las aburridas clases de su profesora a sabiendas de que la vieja les deseaba las más horribles desgracias.

Cuando Amanda ingresó a ese colegio, hacia un buen tiempo que habían ocurrido esos sucesos que tuvieron como protagonista a la vieja profesora. Solo conoció los chismes sobre ella y padeció su odio por la música, pero fue indiferente a las maldiciones por su femenina juventud que la mujer murmuraba cuando pasaba a su lado. Esas murmuraciones resultaban insignificantes ante el recuerdo de los pequeños maíces incrustándose lentamente en las infantiles rodillas.

Por lo demás, el tiempo en el colegio fue un buen tiempo. Hizo amistad con varias alumnas, disfrutó hablar francés con su profesora, y con extremo cuidado ayudó a las que pudo con los ejercicios de matemática, física o química que se presentaban a veces como jeroglíficos inexpugnables para muchas de las muchachas que solo esperaban terminar sus obligados estudios y encontrar un esposo que valiera la pena. Amanda, por el contrario, sospechaba un amor a la vuelta de la esquina, pero nunca anhelando el matrimonio. “Yo no me casaré jamás, lo juro”, vaticinó una tarde mientras descansaba a la orilla de su amada laguna. Y como ya fue escrito, ella nunca juraba porque sí.

Miguel llegaba a visitarla todas las tardes. A veces lo hacía acompañado de Jorge. Venía desde la ciudad en su cuidado auto negro importado. Ramón lo veía llegar sentado al volante de su pequeño colectivo bicolor. Los pasajeros seguían con la mirada el paso del lujoso auto, solo por apreciar su diseño y su lustre perfecto en el que se reflejaban hasta los rostros de los curiosos del pueblo.

A nadie ya sorprendía su presencia, el paso del auto se hizo rutina por lo menos en esos primeros meses que siguieron al regreso de Amanda al villorrio.

En cada oportunidad que llegaba a visitar a su hermana, Jorge maldecía su aborrecible destino de cadete militar. “No quiero ser cadete, no quiero tocar el piano”, repetía cargado de reproches. Miguel insistía con las ventajas que ofrecían cualquiera de las dos profesiones para su futuro. Podría llegar a ser un gran militar o un afamado músico, aunque él se inclinaba más por lo primero que por lo segundo. “El uniforme militar trae poder”, le decía exultante, pero “el de músico solo adulones y un séquito considerable de arribistas y maricas”. Un juicio de valor del que nunca pudo explicar los fundamentos.

Con su hermana repasó el plan de fuga que lo salvaría de su ingreso a la escuela de la milicia; Amanda intentó convencerlo de lo errado que estaba. A Jorge el error no lo asustaba, por el contrario, lo entusiasmaba y divertía. Y cuando la hermana insistía con su crítica a la idea de la fuga, él argüía tajante “vos te escapaste de la casa”, a lo que inexorablemente ella respondía “esa no era mi casa”. Y allí terminaba la discusión.

No sabía si se iba a fugar solo o con algunos otros compinches, también disconformes con los destinos que sus padres les auguraban. Pero todos esos cómplices parecían más temerosos de las consecuencias que resueltos a la aventura. Eran muchachitos que imaginaban extraordinarias correrías por exóticas tierras donde el sol no se ponía nunca y la luna estaba al alcance de la mano.

Marcharían siempre en dirección norte, se prometían; hacia Tucumán o Salta, ciudades que imaginaban aún encendidas en los fervores de la patria naciente; o incluso mucho más lejos, hacia la Puna, hacia Humahuaca, tierra de misterios para ellos. Todo era posible en su imaginación, aunque no tenían ni la más remota idea de qué podrían encontrar en esas regiones o como sobrevivirían siendo tan jóvenes e inexpertos.

Pero si sus condiscípulos se retractaban y lo abandonaban, todavía podría refugiarse entre las sábanas de la cama de la hija de la profesora de geografía, la muchacha aquella tan liberal a pesar de su corta edad, que disfrutaba del secreto amorío clandestino con el joven alumno de su madre, cargado de pura testosterona, la que pugnaba por salir en olas de jadeos y suspiros. Ella, aseguraba el joven amante, estaba dispuesta a albergarlo con la anuencia de su propia madre y esconderlo en su caliente cama, abrazados los dos, como cuidándose uno al otro.

Fue un momento crucial para Jorge. Su cuerpo creció de golpe, casi hasta el metro ochenta, en pocos meses. Ensanchó la espalda y deformó aún más su pecho de paloma, que sobresalía llamativamente hacia adelante. Era un adolescente que apuraba su paso hacia la juventud explícita. Todo en la vida de Jorge fue un apuro premeditado, incluso su temprana muerte.

El amorío con la niña se transformó en escándalo porque los amantes hablaron de más. La versión del romance llegó a oídos de las autoridades del colegio en el que Jorge estudiaba y la madre de la joven amada, trabajaba.

Fue el propio Miguel quien impidió que el asunto se ventilara en los tribunales como era voluntad de las autoridades del establecimiento.

Querían a toda costa deslindar responsabilidades a través de una resolución judicial. En un largo documento que le entregaron sostenían estar decididos a impedir que “el sagrado nombre de nuestra institución quedara mancillado o se los vinculara con actos indecorosos, reñidos con la moral, promovidos y/o consentidos por una profesora que ha demostrado su poco apego a las reglas de la vida cristiana, alentando la promiscuidad entre jóvenes que apenas han salido de su infancia.” Y agregaban en la catilinaria: “Nuestra voluntad es que el sagrado nombre de nuestra institución quede sin mácula alguna, y mantenga su bien ganado prestigio educativo como formador de noveles valores al servicio de los distintos estamos de la sociedad, y de sus reconocidas virtudes académicas consideradas ejemplares en todos los ámbitos públicos y privados vinculados a la magna tarea de la educación de los jóvenes”.

Miguel puso paños fríos en la medida de sus posibilidades. Argumentó ante las autoridades del colegio que no deseaba que ningún escándalo amenazara el futuro de su hijo. Y que tampoco le parecía aceptable que se ventilara el nombre de una muchacha solo un poco mayor que Jorge, y que había resultado algo tempranamente enamoradiza.

Impuso persuasivo su criterio de que resultaba muy poco inteligente que, por unas cuantas relaciones sexuales con la hija de una mujer a la que solo se la podía acusar de ser poco celosa del cuidado de un par de adolescentes, se llegara a un escándalo que sería la comidilla de todos los cagatintas de tribunales. Si querían proteger el nombre de su institución, les aseguró, el elegido no parecía el mejor camino. “Prudencia y silencio”, les dijo apelando a un histrionismo que desconocía. Y agregó citando a un filósofo inexistente:

“Solo aquel que habla de menos y en vos baja, puede pasar el infortunio sin ser sorprendido por una nueva desgracia.”

Las autoridades consideraron atendibles las razones de Miguel. Pero ellos insistían que resultaba muy difícil de explicar “y tolerar” el comportamiento de la profesora de geografía al llevar un muchacho a su propia casa sin que eso estuviera en conocimiento de la familia del joven, y que, para peor, ese fue el lugar donde se habían producido “lamentables sucesos ligados a actividades sexuales indebidas, que hacían sospechar del verdadero comportamiento de la señora profesora”. Su expulsión estaba decidida y lo harían dejando constancia de los lamentables sucesos.

Miguel comprendió la angustia que provocaba en los directivos el comportamiento descuidado de la profesora. Pero siguiendo su razonamiento, insistió en lo inconveniente de dejar por escrito cuestiones de la intimidad de dos adolescentes a quienes los esperaba, seguramente, un futuro promisorio. Propuso fuera exonerada por alguna razón menos escandalosa. Podía tratarse de incumplimiento de tareas, ausencias reiteradas, o algo por el estilo.

Acordaron, luego de una intensa discusión, que lo más prudente era que “Honores y Valores” –como titularon otra catilinaria sobre el escandalete– no se mancharan por unos cuantos polvos juveniles.

Los funcionarios, sabiendo con quien trataban, accedieron a todos los consejos del padre de su alumno, y coincidieron finalmente en no permitir que el affaire trascendiera más allá de los que ya estaban al tanto del amorío ese.

La profesora fue expulsada del colegio “por incumplimiento de las labores docentes asignadas en su contrata”, y de ella no se volvió ni a mencionar su nombre, el que fue borrado de todos los registros.

Tuvieron en cuenta que Miguel les dijo confidente en la última conversación que sostuvieron antes de que Jorge se marchara a la Escuela Militar “no me disgusta que mi hijo se comporte como un joven macho cabrío”, una comparación que no fue del agrado de las autoridades, aunque la escucharon con disimulo.

Mucha reprimenda, les dijo, podía afectar su masculinidad, algo que le resultaba verdaderamente preocupante, teniendo en cuenta que el muchacho había crecido de golpe en todos los sentidos y que ese crecimiento desmedido había acelerado su sexualidad repentinamente.

Su comportamiento, ponía de manifiesto que se completaba su hombría, que era lo que esperaba de su único hijo varón. Era una conducta esperable ante tal trasformación, y, en definitiva, el affaire con la muchacha ponía en valor a su propio hijo, quien, siendo aún un imberbe inexperto, había logrado seducir a una señorita de la que todos asumían su belleza.

Cuando mencionaba lo sucedido a ciertas amistades masculinas, lo felicitaban exaltando la precocidad del muchacho, algo siempre bien visto entre hombres. “¡Hijo e’tigre!”, lo adulaban y él se inflaba de orgullo.

El incidente amoroso de Jorge fue el mejor pretexto que Miguel encontró para justificar su decisión de enviarlo a estudiar en la Escuela Militar. Allí, en condición de pupilo, le enseñarían el valor de la disciplina, el rigor del estudio, el concepto de sacrificio. Y si además tocaba el piano, como quería su abuela, mucho mejor.

Amanda trató de interceder por Jorge, quien, cada vez que la visitaba, le reclamaba que lo ayudara a impedir que los encerraran en la institución militar. Pero pasados algunas semanas las visitas paternas empezaron a espaciarse y, en la mayoría de ellas, Jorge ya no era de la partida.

Amanda se convenció de que era cierto aquello de que los hombres siempre repiten sus conductas. Recordó su reclusión y ahora asistía la de su hermano. Decidió intervenir por una última vez para disuadir a Miguel sobre su error, pero no sería ella la que hablaría del dolor que su hermano llevaba en el corazón por la muerte de Anita, como un tumor maligno.

Se preocupó en advertirle a Miguel que el muchacho no deseaba por ninguna razón ser enviado a ese instituto militar. Le dijo, disimulando las palabras de su hermano, que ella estaba segura, aunque no tenía pruebas, que Jorge, finalmente, terminaría fugándose de la Escuela. O que tendría un comportamiento tan indisciplinado, que obligaría a su expulsión sin pena ni gloria.

Miguel no dio valor a esas palabras, estaba seguro de que una vez dentro de la Escuela, Jorge modificaría sus conductas “y estaría a la altura de lo que se esperaba de él”. En lo único que Amanda coincidió esa vez con su padre, fue que, en efecto, Jorge estaría a la altura de lo que se esperaba de él. De ello, Amanda, no tenía la menor duda. Los hechos le darían la razón, aunque ella, por entonces ya recluida en la casona, ya no conocería los sucesos en los que se vieron envueltos su padre y su hermano.

Las tardes que Miguel no la visitaba, las aprovechaba para refugiarse en inmediaciones de la laguna, donde leía o simplemente pasaba el rato viendo la tarde desvanecerse como un pequeño sol fantasmal, atravesando el horizonte de lado a lado, entre unas olas de nubes que describían una huella efímera, una iluminada sustancia cargada de minúsculas gotas de rocío. Estaba decidiendo su futuro cuando este se presentó ante ella de manera extraordinaria.

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