Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap 3.6 «Hija de santa»

VI

Hija de santa


A partir de su estancia en la casita del suburbio, su estado de ánimo cambió por completo. Estaba serena y despejada. No escuchaba la voz de la abuela Eriseta maldiciendo sus días, ni veía esas moscas zumbonas orbitando misteriosas alrededor de la cabeza de la vieja mujer, hasta refugiarse de golpe entre los cilíndricos ruleros que organizaban una especie de peinado con la forma de un pan dulce algo improvisado. Mucho más atrás en la memoria, la Madre Superiora era un lejano humo apartado de la luz, que aullaba una ceniza en las postrimerías de un cielo cuajado de alegrías muertas.

A medida que los días pasaban fue recuperando el recuerdo de momentos de su infancia que parecían sepultados bajo gruesas capas de una nostalgia que, como un pernicioso quiste en el espíritu, su internado le dejó luego de años de encierro. Rescató de entre sus cosas de la infancia, juegos, ropas, secretos escondidos en un precioso neceser que Anita le obsequió a los cinco años, la fragancia de las caricias maternas donde parecían haberse perpetuado esperando su regreso.

Dormir fue soñar noche tras noche, soñar los rincones domésticos en los que voces familiares amarraban todavía palabras nostálgicas y acogedoras, y llamaban por su nombre las dichas de esa infancia. Alhajas de amor, joyas en rito placentero, todo era caricia entonces palpitando las sonrisas que quedaron pendientes. Hasta despertar cambió de pronto, como si abrir los ojos al alba fuera propio de un ave que emigra a la luz en un solo vuelo un tanto somnolienta.

Los perfumes cambiaron sus sustancias, y dejaron salir del substrato profundo de su alquimia secreta, el revuelo de los olores que cruzaban de un lado al otro como mensajeros de un tiempo en el que se podía cantar, se podía correr y se podía arder de vida temblando como una gota de lluvia entre las hojas. Todo eso le devolvió alegría.

Amanda dejó de percibir desde entonces el rancio olor penetrante de las mentiras repetidas como sacras verdades, de madrugada y de rodillas sobre las filosas púas de un felpudo anaranjado urdido en un maíz dispuesto por manos expertas para que sus heridas fueran cada vez más penetrantes. Sangre y dolor para arrancar un arrepentimiento mentido. ¡Sangre y dolor! Para llegar a un Dios que desconocía por completo. ¡Sangre y dolor! Era la eucaristía. O la muerte en pequeñas agonías repetidas día tras día, hasta deshacer las alas de las mariposas que habitaban en los cuerpos gentiles de las muchachas frescas, listas a volar en una menarca que temblaba el cuerpo con sus rojas incógnitas. Ella salvó las suyas, refugiadas en la catedral musical del viejo Bach, de la mano del cura concertista.

También el hediondo perfume de la estudiada hipocresía bajo la cruz de una santidad falsificada entre chiches y abalorios de unas monjas enanas balbuceando en latín oraciones apócrifas, parecidas a los eunucos bufones saltimbanquis que se afanaban en divertir a su rey a costa de sus propias humillaciones.

Ni la herida constante del escalpelo filoso de las imposiciones y los repudios oscuros como arañas filudas de la abuela Eriseta, quien preparó contra Amanda la traición definitiva invocando la sangre. “No eres sangre de mi sangre” fue el conjuro. “No eres sangre de mi sangre”, el maleficio oscuro lanzado al corazón de Miguel siempre proclive a la pobreza de espíritu y a la traición emboscada en una canónica sonrisa torva presentada como fruto apetecible.

Las mañanas se hicieron músicas salidas de las aves con las que despertaba rodeada de emociones. Podía escuchar el lejano silbido de un viento que en los fondos de los caminos se hacía presente para inquietar a los árboles erguidos como poderosos estambres hacia un cielo distinto. La laguna aún rumoreaba la estrategia nocturna de sus pequeñas olas, mientras el sol salía como una brasa sin fatigas cargado del crepúsculo matutino.

Podía verlo entusiasmada si lo deseaba, asomada a una ventana que daba al florido jardín que cuidaron las alemanas con esmero. Sol coloreado de rojos y naranjas y amarillos y manchas como redondos lunares, que lo pintaban diferente al mustio del internado (siempre apretujado entre paredes altas), y al de la casona de la abuela Eriseta (siempre ocultado tras las altas celosías de hierro).

Era más sol abierto de par en par sus luminiscencias; era más sol abierto para exhibir exuberante sus entrañas doradas; una moneda etrusca fundiéndose en la sagrada fusión del hidrógeno al helio; una fruta de fuego; una araña dorada camuflada entre las ramas de los altos árboles; los rayos extendidos como puros metales iridiscentes que se elevaban para calentar los leves escalofríos de los primeros estertores del alba que rozaban la pálida piel de la delgada muchacha. Como hacía años no le ocurría, Amanda se sentía más próxima a un estado de amor que el de la desesperanza.

No podía decirse que tuviera paz, porque seguramente no volvió a tenerla en toda su vida desde que murió Anita. La paz, para ella, era un furtivo sentimiento efímero, un acontecimiento desvinculado de la lucha por su libertad. Pero se sintió satisfecha de haber torcido el rumbo de una vida sometida a la rutina torpe de una especie de sierva dócil al capricho de quienes no la amaban, lavando manchas insignificantes, planchando arrugas intrascendentes, alabando el brillo de unos pisos que no se podían pisar porque se los tomaba como verdaderas porciones del sagrado cielo bajado a la tierra a fuerza de lampazo. O que se transformara en una frívola espectadora, muñeca de cera, ajorca de lágrimas de un patético matrimonio basado en la costumbre de no amarse y ser solo el uterino receptáculo de un esperma que nadaba sin entusiasmo rumbo a un óvulo desesperanzado, con el solo propósito de reproducir la especie.

Ella necesitaba amar, palpitando las pieles, aunque fuera una vez, con todo el cuerpo, enigma de los sexos en secreto. Pero amar de verdad, bajo las estrelladas constelaciones, hasta extenderse deslumbrante en el otro, hasta ser bebida de amor con su elegido. Dejar de ser doncella de una luz entre los abrazos de un león de la noche. Rumor confuso de un temblor en los cuerpos, un golpe azul en medio de la noche ardida de caricias.

No tendría hijos, lo juró reflexiva cierta noche mientras repasaba su propia infancia mirando la simetría del machihembrado del techo, hurgando los detalles de cada acontecimiento, diseccionándolos con el bisturí de su sagaz inteligencia. “No tendré hijos, lo juro”, se dijo convincente y vaya si cumplió con lo que se prometió. “Yo nunca juro en vano”, habría respondido si alguien le hubiese preguntado por ese juramento. En la cápsula de un tiempo suspendido cumplió su juramento solo acosada por el crujir de una articulación artrítica que arrastraba sus babas de diablo por las habitaciones contiguas persiguiendo a una niña que apenas podía balbucear su espanto.

En las mañanas, desde su llegada, desayunaba bajo la atenta mirada de las dos alemanas que no podían dejar de sonreír al verla comer con ganas. “¡Come, come!” Decían a coro las hermanas. Era el breve momento en que no disputaban entre ellas por nada. “¡Come, come!” era más un ruego que una orden.


Amanda sabía que el tazón de café con leche endulzado a su gusto, venía acompañado de varias rodajas redondas y crocantes de pan casero (que tanto le recordaba al que amasaba Anita todas las mañanas), la manteca fresca que el tambero vecino traía junto a su vieja y fatigada vaca que pareció reconocer a Amanda y sus juegos a la vera de la laguna a pesar de los años, por lo que hizo sonar su cencerro como si fuera el homenaje de un campanario colgado del pescuezo del animal, al retorno de la hija pródiga. Unas fetas de tocino frito que solo en esa casa se podía disfrutar, completaban la comida de cada mañana.

—¡Come, come! –exclamaba Gertrudis.

—¡Come, come! ––repetía la hermana.

Las alemanas estaban obsesionadas por engordarla.

—Flaca, muy flaca. Flaca, muy flaca. –Insistía Gertrudis mientras la hermana asentía con secos y cortos movimientos de la cabeza, y mostraba su dedo meñique para explicar la delgadez de la muchacha.

—Flaca, muy flaca. Flaca, muy flaca. Se la ha de llevar el viento si sopla fuerte.

Amanda se imaginaba a sí misma volando por el villorrio ante la desesperación de las dos hermanas incapaces de alcanzarla en su magistral vuelo.

Los cuidados de las mujeres no la fastidiaban; ellas no se comportaban como vigilantes, sino como cariñosas tías. Las hermanas resultaron amorosas, contrariando la opinión que el villorrio tenía de ellas, de verlas siempre con gesto adusto y actitud casi marcial, limpiando para sacarle brillo hasta los hollines que la carbonera rociaba sobre todas las casitas como una equívoca bendición de polvo de cenizas negras.

Si Amanda deseaba pasear, podía ir en sentido contrario a la laguna, hacia la gran avenida. En la esquina de la casita esperaba el colectivo “10” que hacía el trayecto en esa dirección y a la vuelta llegaba hasta las inmediaciones de los cuarteles del ejército. Era el mismo que tomaría todas las mañanas para ir al colegio Normal para terminar el quinto año de estudio.

Amanda notó al ascender al colectivo en su primer viaje que el chofer la miraba extrañado, como si hubiera sido sorprendido por el aspecto de la muchacha. Sostuvo su mirada escrutadora mientras ella pidió su boleto y hasta que se sentó en uno de los últimos asientos. Sintió esos ojos cargados sobre sus hombros como si dos pesadas manos la retuvieran en su marcha hacia el fondo del colectivo. Se dijo para sí que, seguramente, la observó de ese modo porque le resultaba una desconocida de raro aspecto. Después de todo, era una muchacha tan joven y delgada, tan bella y solitaria, que cualquier lugareño se extrañaría de su presencia.

Algo de eso le ocurrió a ella misma al ver sentado a ese hombrón, casi un gigante, en ese pequeño asiento que parecía iba a perecer aplastado en cualquier momento, sosteniendo al corpulento hombre aferrado con sus manotas al minúsculo volante.

En ese villorrio, como en cualquier otro, los extraños siempre fueron observados meticulosamente, como si la simple observación pudiera descifrar el verdadero espíritu del desconocido. Allí todos se conocían hasta por sus sombras, y los viajeros se repetían a diario, tanto de ida como de regreso, a la mañana o a la tarde.


Cuando viajó por segunda vez, el hombre le habló sorprendiéndola.

—Buen día jovencita. Suba tranquila que hay lugar para todos en este colectivo. –Le dijo amable el chofer con su acento español.

—Buen día, señor. –Amanda trató de ser cortés disimulando su sorpresa por la expresión de la mirada del hombre y la cadencia de su hablar.

El viaje era un suceso familiar, una tertulia sobre ruedas. La gente se saludaba y comentaba asuntos de sus vidas como si fueran en realidad todos parientes de una sola familia. Si alguien pedía que el colectivo esperara porque algún pasajero distraído había olvidado algo, el chofer esperaba el tiempo que fuera necesario. No había apuro, entonces; el tiempo transcurría de otro modo.

A la mañana temprano, en el trayecto de ida, solían llegar los obreros rurales desde el fondo de los cuarteles, cargados de verduras que llevaban para sus casas o para vender a precio muy bajo al vecindario. La provisión siempre resultaba barata y abundante. Entonces el colectivo se llenaba de perfumes, de verduras y hortalizas. Las viejas vichaban la calidad de los repollos, la frescura de las lechugas, el rojo de los tomates y especulaban sus menús con el que atender el hambre de la parentela.

Al regreso, en el atardecer, desde la ancha avenida, retornaban los empleados que trabajaban en los comercios de la zona. Los menos, en las oficinas de correo y la compañía de electricidad.

El chofer, de nombre Ramón, era un hombre de mediana edad, de quien Gertrudis le aseguró, había perdido toda su familia en la guerra civil española, algunos muertos en batalla, otros fusilados por los franquistas cuando avanzaron sobre las posiciones republicanas derrotándolas. Se libró de caer prisionero y morir fusilado porque fue rescatado por un grupo de guerrilleros que pasaba de un lado al otro de la frontera entre España y Francia, salvando a los fugados de la venganza de los fascistas.

De allí lo habrían despachado a América, más precisamente a Buenos Aires, donde la comunidad republicana era muy numerosa y la solidaridad con los combatientes de la República tenía muchos adeptos. Asistido por el Socorro Rojo, pasó sus primeras semanas en Buenos Aires y por pedido suyo lo radicaron en un lugar alejado de la ciudad, donde hubiera tierra para sembrar y criar algunos animales como deseaba.

Vivía algo más allá de los límites del villorrio lindando con los cuarteles, donde fijó su residencia. Allí levantó una modesta casilla cerca de una ranchada de provincianos que estaban afincados desde hacía algunos años, y luego de un tiempo no muy largo se juntó con una paisana de apellido Mamani, a la que todos llamaban “La Mamaní” y de la que nadie conocía el nombre. Era una ruda obrera rural, una morocha de fuertes espaldas y manos poderosas, alta, esbelta, de bello rostro muy curtido por el sol, de ojos pequeños de pupilas negras, labios finos y siempre apretujados, tupido y largo cabello renegrido, de caminar nervioso y de pasos cortos, algo encorvada decían por sus trabajos en la frutilla desde la infancia; seguramente una norteña llegada a Buenos Aires en busca de mejor vida.

Su familia, todos campesinos conchabados también en las quintas, residía mucho más lejos del villorrio, a varios kilómetros de la laguna. Tenían una ranchada bastante numerosa de la que se podía observar a la distancia una bandada de purretes que iban y venían sin detenerse ni por un instante, y que solían tomarse a golpes de puño hasta que intervenía algún mayor que ponía orden a puro rebencazos.

Cada tanto, los niños se dividían en dos bandos mixtos y se tomaban a las trompadas en una verdadera batalla campal que culminaba cuando el rebenque de cuero duro y grueso que usaba el más viejo de todos los hombres, zanjaba las disputas. A la noche, en una especie de ritual, los niños se disponían en dos filas, una de mujeres y otra de varones, ambas de menor a mayor, describiendo una interminable fila ascendente, y eran revisados por los mayores. A las niñas las revisaban las viejas, a los varones los viejos. Nunca supo Amanda a qué se debía ese rito, aunque se convenció de que se cercioraban que no les faltara ningún niño y que a ninguno de ellos les faltara un diente o les sobrara un chichón.

Otra parte de la familia de “La Mamaní”, de la que poco se hablaba, parientes lejanos, había sido masacrada en “Rincón Bomba”, asunto del que preferían no hablar por temor a ser deportados y muertos como ocurrió con esos parientes.

Amanda sintió verdadera curiosidad por aquella historia del “Rincón Bomba” del que la mismísima “La Mamaní” le habló en una oportunidad, e indagó durante algún tiempo sobre el asunto. Algo les mencionó a las alemanas que no comprendieron ni jota del asunto del que le hablaba la muchacha. Sus ideas de los rincones y las bombas eran bien diferentes al comentario de Amanda. La guerra para ellas caía desde el cielo en forma de bombas y no había rincón donde refugiarse cuando llegaba la lluvia de fuego con su devastación. Luego de la lluvia de fuego venían los soldados, y había que correr con todas las fuerzas para no caer entre sus manos. De la muchacha que era atrapada, ninguna envidaría su suerte.

Del chofer se decía que de la matanza de la familia se salvó un hijo que entregó para su crianza a una familia campesina para ponerlo a salvo de la persecución de los franquistas, del que nada decía, tal vez porque ni siquiera podía imaginar cómo era ese muchacho que no veía desde hacía años.

Lo poco que se sabía de él era su nombre y eso porque “La Mamaní” lo había mencionado en una oportunidad. Apenas modulando sus labios dijo al salir de la misa “el Ramón espera al Manuel como al sol en cada mañana”. Luego calló a pesar de que las viejas la abrumaron de preguntas a las que la mujer ignoró inconmovible, poniendo esa cara de “no sé de qué me hablan”, con la que solía esquivar cualquier asunto del que no deseaba hablar. Si las viejas se ponían pesadas, solo respondía “ajá, ajá” ¸ y se marchaba con sus pasitos cortos. Allí terminaba el diálogo.

Lo demás que se rumoreaba eran chismes inventados por las viejas solo por pasar el rato y sin ninguna maldad, y eran en su mayoría especulaciones sin asidero sobre el aspecto del muchacho, el tamaño de su cuerpo, la belleza de su rostro –porque Ramón a pesar de su tamaño era bien parecido y las viejas lo mencionaban con picardía– y las razones por las que había decidido marcharse definitivamente de su tierra natal para reencontrarse con ese pariente de aspecto ciclópeo, y aventurarse a un lejano país en los confines del fin del mundo, allí donde América del Sur se sumergía en el Atlántico en dirección a la Antártida, y del que se decía que la comida brotaba de la tierra como un milagro extraordinario.

Ramón era verdaderamente corpulento, de muy amplias espaldas y grueso cuello con forma y aspecto de madera. El asiento donde se acomodaba para manejar el colectivo le quedaba decididamente pequeño, y resultaba muy difícil comprender cómo hacia el hombre para sentarse en él. El tamaño del volante era el común de todos los colectivos, pero en sus manotas apenas parecía un pequeño aro temeroso de ser aplastados por sus enormes dedos que se aferraban con fuerza.

En las pocas ocasiones en que coincidían todos los vecinos, en general la festividad de Santa Rosa con su veranito a cuestas, las viejas chismosas rondaban alrededor de “La Mamaní” y la codeaban confidentes, riendo como pequeñas hienas desdentadas. Preguntaban sibilinas si todo lo del hombre era tan grande como se suponía. De “La Mamaní” nunca se podía saber si se sonrojaba, y guardaba un silencio que, en vez de protegerla, la deschavaba. Las viejas reían abriendo sus bocazas por las que asomaban esas rojas y pastosas lenguas, en medio de unos pocos y podridos dientes. Confirmaban sus creencias de que el “gallego”, como le decían, conservaba las divinas proporciones en toda la anatomía de su cuerpo.

El hombre siempre estuvo al margen de esas alcahueterías de las que nunca “La Mamaní” le hizo comentario alguno. Temía que su esposo se enfadara con ella. Hombre de pocas palabras, era muy reservado, y no se dejaba oír con facilidad. Su saludo a cada pasajero que ascendía al pequeño colectivo verdirrojo, era casi imperceptible, y hablaba sin mover mucho los labios, masticando las palabras como si se tratara del bollo de hoja de coca que llevaba siempre de lado izquierdo de su boca y que le deformaba la cara con un grueso bulto en la mejilla. Era un hábito que había adquirido de la esposa, quien pasaba las horas mascando las hojas de coca que le hacían llegar en una encomienda desde el norte, disimulada en atados de ropa multicolor que la mujer lucía en alguna festividad religiosa.

Ramón mascaba y mascaba incansable el bollo de las hojas de coca hechas una pasta, y de ese modo, parecía ocultar sus palabras para que pasaran desapercibidas. Tal vez la vida en la clandestinidad le forjó aquel hábito silencioso. Cada tanto asomaba su cabezota por la ventanilla, y escupía una saliva verde y negra que la tierra de la calle absorbía velozmente. Los pasajeros disimulaban con generosidad el sonoro escupitajo del chofer, mirando en sentido contrario, tolerando, aunque confusos, ese raro hábito que el español había adquirido de “La Mamaní”, contradiciendo todas las apuestas.

Una mañana, respondiendo a la seña que Amanda le hizo para que se detuviera, estacionó el colectivo en la esquina aquella para que ascendiera la muchacha. Apagó el motor y sin mediar ningún comentario, se quedó mirando a Amanda con mayor insistencia que lo habitual. La muchacha, sorprendida y algo incómoda, sintió extraña esa observación casi meticulosa que el hombre hacía de su rostro. Con sus ojos marrones, bajo el imperio de sus gruesas cejas, recorría la fisonomía del rostro de la muchacha, rescatando cada detalle.

Pero no solo él estaba atento al aspecto de la joven. Los demás vecinos que viajaban en esa oportunidad también miraban a Amanda con curiosidad y hacían gestos para hacer notar que sabían de quién se trataba. Ellos se bamboleaban chocando sus hombros y mascando unas pequeñas semillas que Amanda no podía identificar desde su posición. El piso del colectivo estaba algo sucio de las cascarillas de esas pepitas que los viajeros escupían con ganas. Parece que una vieja dijo mientras se deshacía de una cáscara, “es ella, es ella”, pero otros más discretos la hicieron callar, esperando qué fuera el chofer quien les despejara las dudas a todos ellos. De todo lo que habían hablado hasta detenerse en esa esquina, el único en condiciones de preguntar era el chofer.

—Buen día, niña. ¿Usted es hija de la santa? –le dijo con voz clara y serena y a pesar del bollo de hojas de coca en su boca. Su voz varonil, definida y sosegada, resultó rara en él, que siempre murmuraba como si se propusiera no incomodar a su interlocutor o tratando de pasar desapercibido.

—¿La santa? –Amanda quedó confundida por la pregunta. Trató de asociarse de algún modo a algún estado de la santidad, pero no lo logró.

—La santa, sí, la santa. –Aseveró Ramón sin dudar y gesticulando con cierta ampulosidad–. La mujer que murió para dar vida a su hijo varón. –La muchacha abrió sus ojos que parecieron más negros y más grandes que de costumbre. Comprendió que hablaba de Anita, su madre.

—¿Anita, mi mamá? ¿A ella se refiere?

—¡Claro! ¿A quién otra me iba a referir? ¡Con que usted es la hija de la santa! ¡Anita se llamaba! ¡Por supuesto! ¡Anita! –Y miró a sus acompañantes que a coro repitieron “¡Anita! ¡Anita!”. Amanda escuchó con sorpresa la repetición del nombre de su madre.

—Me pareció que usted era la hija de la santa mujer cuando la vi la primera vez, aunque yo, en verdad, no la conocía y nunca la hubiera reconocido. Pero tanto me hablaron de usted, tanto me repitieron del color de sus ojos, de lo profundo de su mirada, que comprendí de inmediato al verla de quien se trataba.

Mi esposa me lo aseguró, pero quería confirmarlo de su boca. Por si no lo sabe, “La Mamaní” es mi esposa, trabaja por allá en las quintas –y señaló con su enorme dedo pulgar en dirección al fondo de la legua–, y conoció a su madre, aunque no lo crea. Me dijo que usted es el vivo retrato de ella, y, además, me dijo que su mirada era muy especial, como la suya. Amanda no recordaba tanta intensidad en los ojos de Anita. Sí, el amor que le entregaban cada vez que posaba sus ojos en ella.

—¿Por qué dicen que mi mamá fue santa? –“¿Santa?” Se preguntaba la muchacha y repetía para sí “¿santa?”. Amanda, en su recuerdo infantil, no lograba asimilar la imagen de su madre a esos íconos de colores opacos y rostros cejijuntos de los santos que en las iglesias pueblan pequeños altares distribuidos a lo largo de los amplios pasillos donde están los confesionarios y por los que deambulan penitentes en busca de consuelos.

—¿Cómo por qué? –extrañado Ramón se alzó de hombros sorprendido–. ¡Me extraña su pregunta! Porque murió en el parto para salvar a su hermano y eso la hizo santa. ¿Hay amor más grande que el de una madre que muere para dar vida a su hijo? ¡No! ¡Claro que no lo hay! –“No, claro que no lo hay” repitieron como orando los viajeros–. Y aquí se la venera como corresponde. Por allí derecho está el altarcillo.

El hombre señaló hacia un lugar que la muchacha no pudo identificar con claridad. Amanda ignoraba el asunto de la santificación del martirio de su madre–. ¿Las alemanas no se lo comentaron? –Preguntó malicioso Ramón.

—No, nunca lo comentaron.

—Cabezas huecas, solo piensan en limpiar y se olvidan de las cosas importantes. Y su padre –continuó–, ¿también murió? ¿Murió de pena? Y del muchacho, ¿qué fue?

—Papá no murió –le aclaró Amanda– vive con su madre en la ciudad, en una casa muy grande y muy linda. Mi hermano está con él.

—Entonces, ¿cómo es que su padre la ha dejado sola en este pueblo pequeño y pobre? ¿La abandonó? –Ramón estaba realmente intrigado de ese asunto.

—Mi papá viene todos casi todos los días a verme, no me ha dejado sola y nunca me habría abandonado –mintió piadosa.

—Pues yo creo que usted está sola y apenas es una niña. –Afirmó enfático el hombre.

—No soy una niña, aunque lo parezca. Me basto a mí misma. Y me ayudan los vecinos. Usted se equivoca conmigo.

—Puede ser. Lo dice el refrán: “El que tiene boca se equivoca”. ¿Y quién es su padre? ¿Le conozco? –preguntó Ramón mientras repasaba en su memoria a todos sus conocidos del villorrio, incluidos los que vivían rodeando los cuarteles.

—Llega de tarde en su auto, tal vez lo haya visto. –Los viajeros se inquietaron de repente y mascaban con más ansias las semillas escupiendo sus cáscaras por las ventanillas.

—¿Es el hombre del coche negro? –“¡El hombre del coche negro!”, soltaron los pasajeros al unísono–. ¿Ese suntuoso auto extranjero? ¿El que viene de la ciudad a la tardecita y al rato se marcha en la dirección que vino? ¿Ese es su padre? –sorprendido, Ramón, abrió los ojos tan grandes como la boca.

—El mismo, ese mismo.

—Coche de lujo, pues. Su padre ha de ser rico. –Los pasajeros asintieron moviendo sus cabezas de arriba abajo todos al mismo tiempo. “¡Muy rico!”, exclamaron a coro mientras imaginaban una montaña de dinero.

—No es de él el automóvil, es de su madre.

—¿Su madre? ¡Su abuela! ¡Esa sí que ha de ser rica! ¿Y cómo es que no vive con su padre, con su abuela y con su hermano? –Preguntó el hombre intrigado por esa separación para él inexplicable, justo él que si algo ansiaba era tener consigo a su muchacho y para siempre.

—Mi papá me quiere, pero no sabe qué hacer conmigo desde que murió mamá. –Explicó Amanda. Los viajeros se miraron confundidos y murmuraron “no sabe qué hacer con ella desde que murió la santa”–. Mi hermano me ama, pero él será cadete de la Escuela Militar y tocará el piano –todos se codearon entusiasmados con lo que oían del muchachito–, así que tiene que estar donde mejor lo puedan ayudar para ser un gran militar y un gran músico, aunque a él no le interesa ni una cosa ni la otra. Él no quiere ser militar y no quiere tocar el piano. Solo quiere tener muchas novias. –Sonaron varias risotadas, en especial de los hombres más viejos que rieron pícaros.

—Dios le da pan al que no tiene dientes. –Dijo Ramón, mientras movía la cabezota.

—Es algo enfermito, no puede vivir aquí porque enfermaría mucho más. –“¡Pobre, pobre enfermito!, se lamentaron a coro los demás.

—¿Y qué enfermedad tiene el muchacho? –Ramón quiso saber cuál era la afección que lo aquejaba.

—Es asmático.

—¿Asmático? ¡Qué desgracia! ¿Qué tremenda desgracia! –y exhaló con fuerza el aire como si él mismo se hubiese sentido afectado por el asma–. ¿Y su abuela?

—Mi abuela me odia. Siempre me odió.

—¡Pero niña! –exclamó estupefacto Ramón–. ¡Cómo va a decir eso!

“¡La abuela la odia! ¡La abuela la odia!”, repitieron los viajeros conmovidos por esas palabras.

—Las abuelas nunca odian a sus nietos. Eso no es posible, va contra la naturaleza de las cosas. ¡Las abuelas aman a sus nietas! Odiar es un sentimiento que nunca una abuela tiene para con sus nietos. Se puede enojar y hasta surtir de coscorrones, llenarlos de cardenales, incluso darles unos buenos lonjazos con el cinto, si la falta lo amerita. Pero odiar, jamás. ¡Jamás! –Ramón desdijo a Amanda convencido que la muchacha estaba equivocada.

—Por ahí no soy su nieta, por eso me odia. ¿Usted qué sabe? –Amanda respondió arqueando la espalda, adquiriendo la forma de un gato siamés preparado a lanzar un zarpazo.

—Ah… eso es verdad. Como usted dice: yo no sé nada. –Aceptó Ramón ese razonamiento.

Todos los pasajeros, asintieron moviendo sus cabezas de arriba abajo y rezongando “no sabe nada, no sabe nada”.

—Pero si usted no es su nieta, y si ella no es su abuela, entonces tampoco es hija de su padre. ¿Me comprende? ¿Ha pensado usted en lo que dice o habla por hablar?

—¡Por supuesto que lo he pensado! No soy tonta. Por ahí ese no es mi padre, y su madre, entonces, no es mi abuela. ¿Quién lo sabe? ¿Usted puede decírmelo?

—No, claro que no. ¿Cómo podría yo decirle de semejante asunto? La única que lo sabía a ciencia cierta era su madre, la santa Anita, pero ella está muerta y no va a decirnos ni “a”.

Uno de los pasajeros, tal vez el más viejo, llamó la atención de Ramón, interrumpiendo la conversación. Agitó su mano derecha procurando que el hombre atendiera su reclamo.

—¿Qué le ocurre Don Pedro? ¿Anda necesitado de orinar?

—¡No, hombre! ¿No debería usted echar a andar esta catramina?

—¡Pero señor! Estamos tratando un asunto de familia que es cosa seria y usted me viene con apuro cuando no tiene ni necesidad de orinar.

—¡Pero hombre! Si quisiera mear ya habría bajado he ido detrás de esos matorrales de la carbonera. ¿No ve usted aquel gentío?

—¿A dónde? –preguntó Ramón intrigado.—Allá a lo lejos, el tumulto que viene en esta dirección. –Don Pedro señaló hacia el horizonte de la calle donde se veía un grupo de personas que saltaban y parecían gritar desde esa distancia. Ramón puso en marcha el colectivo y lo echó a andar a paso de hombre. El grupete, a lo lejos, se detuvo expectante.

—¿Quiere que le diga una cosa, niña?

—Diga lo que quiera.

—Su asunto de familia es muy complicado. Pero no creo una palabra de lo que dice de su abuela. Para mí usted ha equivocado el disparo, o como dicen aquí los señores que nos están escuchando, ha usted meado fuera del tarro. ¿Y qué meada! ¡Furibunda! –Todos, como de costumbre, asintieron moviendo sus cabezas al unísono de arriba abajo. Todos menos uno, quien dio crédito a lo afirmado por Amanda.

—Crea en lo que usted quiera. No cambiará las cosas. Los asuntos de mi familia son difíciles de explicar.

—Todos los asuntos de familia son difíciles de explicar. Si lo sabré yo. –Respondió Ramón y se llamó a silencio. Los vecinos aprobaron sonrientes que el colectivo empezara a moverse a mayor velocidad. Nadie quería una trifulca con los que vivían al sur de las vías que podían ponerse pendencieros si llegaban a creer que el chofer no quería llevarlos por considerarlos de menor condición social. Amanda permaneció al lado del chofer esperando que le cobrara su boleto.

— ¿Y ahora qué le ocurre? Ya sabemos quién es usted. ¡Vaya a sentarse! ¿Qué espera?

—Quiero pagar mi boleto, como cualquier hijo de vecino.

—¡Por favor! ¡Pase! ¡Pase! Usted no es como cualquier hijo de vecino, usted es la hija de Anita, ¿cómo va a pagar boleto? ¿Podría yo cobrarle boleto? –“¡No, no!”, exclamaron los viajeros–. A las hijas de santas no se les cobra el viaje, aunque hablen mal de sus abuelas. “La Mamaní” no me lo perdonaría. Y cuando “La Mamaní” se enoja, ¡vaya si es jodida la mujer esa!

Los demás pasajeros aprobaron sonriendo la decisión del hombrón. ¡Cómo iba a cobrarle el boleto a la hija de aquella mujer que murió para salvar a su hijo! El asunto de la abuela era harina de otro costal y sobre ese punto no tomaron partido salvo uno.

—¿Qué saben ustedes de esa mujer de la que nos habló la muchacha? Murmuró cuidadoso. Las viejas con las que hablaba debieron reconocer que no sabían nada y empezaron a mascar sus semillas con más energía mientras escupían las cáscaras lo más lejos posible–. ¡Hay cada vieja hija de puta!agregó en voz baja creyendo que Amanda no lo oiría. Pero lo oyó y le devolvió una sonrisa mirándolo a los ojos. El hombre se sintió gratificado.

—No lo hubiera dicho mejor. –Y lo palmeó en un hombro en cariñoso gesto.

Cuando Amanda caminó por el pasillo para sentarse en alguno de los últimos asientos, varios la acariciaron al pasar como si el simple roce con la muchacha pudiera tener un efecto milagroso. –“Bendita tú eres entre todas las mujeres”, rezaron dos viejas que se persignaron luego de acariciar el antebrazo de Amanda. Al rato de continuar la marcha, Ramón observó a la muchacha por el espejo que estaba a su frente.

—¿Su nombre es Amanda? –Preguntó seguro. Ella asintió con la cabeza.


—Amanda, sepa que aquí todos la cuidamos. ¿Me entendió?

—Entendí, señor. Perfectamente.

—Y dígaselo a su padre cuando la venga a visitar –Amanda asintió nuevamente–. Si algún bribón la llegara a molestar no dude en decirme, yo le romperé los huesos con solo ponerle un dedo encima.

Ella no dudó un instante en la capacidad de esas manos para romper los huesos que se propusiera. Eran tan grandes que se tenía la sensación que podía aplastar una sandía con ellas como si apenas se tratara de un pomelo.

—Espero que nunca sea necesario –respondió Amanda con una voz que se aterciopeló deliberadamente–. Gertrudis me cuida con “Elga”. ¿Ustedes conocen a Elga? –preguntó con malicia.

—¡Quién no conoce a “Elga”! –exclamaron todos a coro.

—¡“Elga”! ¡“Elga”! ¡La gran “Elga”! Si “Elga” la cuida, no tiene nada que temer. Pero si “Elga” no llega a estar, estarán estas manos –y soltó el volante para mostrarlas–. A nadie le conviene meterse con Amanda, la hija de Anita, la santa, porque anda siempre rondando la criteriosa “Elga”, la que no fallará nunca. Trece perdigones en cada cartucho del mejor acero alemán. Una preciosura”. Diría Gertrudis, presentando a su “amiga”. Y si no, yo le pondré la mano encima.


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