Autobiografía en secreto de Amanda Da silva, cap. 3.5 «Por tu culpa, pendejo»

Autobiografía en secreto de Amanda Da silva, cap. 3.5 «Por tu culpa, pendejo»

V

Por tu culpa, pendejo


Miguel no dejaba de sorprenderse cada vez que la visitaba. Y Jorge, que solía acompañarlo de vez en cuando, se hizo confidente de su hermana. A diferencia de Amanda, él no pudo, hasta entonces, escapar de ese anillo de acero que forjaba su abuela cada día y en el que sometía a sus designios hasta el propio Miguel. De Jorge ya estaba decidido el destino: sería cadete de la Escuela Militar. No solo eso, de acuerdo a lo que dispuso su abuela Eriseta, estudiaría el piano, porque no había nada más irresistible para el ascenso social que un cadete de la escuela militar que además supiera tocara el piano.

—¿Y vos querés ser cadete de la escuela militar y tocar el piano? –le preguntó Amanda una tarde en que los dos estaban sentados a la orilla de la laguna mirando el reflejo de un sol que entibiaba el agua.

—¡Ni en pedo! –dijo terminante Jorge.

—¿Y entonces?

—Me voy a escapar de la Escuela Militar. ¿Vos no te escapaste de casa?

—No era mi casa.

—Cierto. Pero yo me voy a escapar de la escuela militar como vos te escapaste de casa. Y cuando no me vean, les voy a mear el piano. ¡Phhhhhhssssssss! Bien meado. Y luego corro, hasta que me pierdan.

Yo quiero andar por el mundo, ir de aquí para allá. Tener muchas minitas, con perdón de la palabra. Estoy podrido de estar encerrado. A los seis años me pasé un año metido en la cama. ¡Un año! Como si fuera un paralítico. No me dejaban levantar ni para ir a mear. ¿Te das cuenta?

—Te vi un par de veces ese año.

—Sí, recuerdo. Poco, ¿no es cierto?

—Muy poco. No fue culpa mía. –Amanda pasó su mano por la cabeza de Jorge.

—Lo sé. El quetejedi ni aparecía, ¿verdad?

—Poco y nada.

—En cambio, a mí me ataron a la cama para que no me pudiera levantar. Y ahora me quieren hacer militar. Yo no quiero ser militar. ¿Por qué voy a ser militar? Yo no quiero tocar el piano. ¿Para qué quiero tocar el piano? A mí no me gusta tocar el piano, a mí no me gusta ser militar.

“Carrera march-cuerpo a tierra-carrera march–cuerpo a tierra”. ¿Con el asma que tengo? ¿Te imaginás? Me muero el primer día. ¡Dejame de joder! Me mandan a la Escuela Miliar y me muero de asma. Mirá el cuerpo que tengo –le dijo mientras desabotonaba su camisa para dejar el pecho al aire– ¡parezco una paloma! 

Eso sí, por suerte no me cuelgan más ese bicho canasto de porquería que me mandaba poner una curandera a la que me llevaba la abuela. Todos en el barrio se cagaban de risa de mí cuando me veían. “¡Bicho canasto!” me gritaban cuando me veían. “Chupame el bicho”, me gritaban. Y ahora me quieren mandar a la Escuela Militar.

—¿Un bicho canasto?

—Sí, un bicho canasto…

—¡Qué asco! –Amanda no podía salir de su asombro–. ¿Y para qué un bicho canasto?

—Y yo qué sé. Todo el día. Colgado del cogote. Yo quería jugar al fútbol con los demás chicos, pero no, el bicho canasto no me lo recomendaba. Y los pibes cuando me veían con el bicho colgando me escupían, me puteaban, me decían de todo.

Una vez por semana la abuela me llevaba de la curandera, porque la tipa decía que tenía que saber qué le decía el bicho canasto.

Ella le hablaba a la abuela como si fuera una doctora, y la abuela ponía cara de idiota, como si en vez de estar con una curandera estaba, no sé, con la Virgen María. Viste que la abuela siempre tiene cara de culo, pero ahí, tenía cara de idiota. Y la bruta de la curandera le decía: “el bicho canasto me habla, me dice cómo va lo de la asma”. ¿Escuchaste? Decía: “lo de la asma”. Así como lo oís. Y la abuela la escuchaba como si fuera un ángel que bajó del cielo.

Yo quería que el bicho le dijera algo bueno, que le dijera, por ejemplo: “este pibe ya está curado “de la asma” doña, déjelo ir a jugar al futbol, no le rompa más las pelotas”. Pero a mí me tocó el más hijo de puta de todos los bichos canasto del mundo. ¡Cómo iba a decir algo a favor mío!

La tipa hacía que miraba el bicho, en realidad miraba el canasto, porque el bicho, para mí, estaba bien muerto ahí dentro, porque apenas me lo colgaban, yo lo bañaba en acaroína y andaba por todos lados con ese olor a desinfectante que espantaba a la gente. La tipa decía “todavía no ha podido chuparle la asma al muchacho. Hay que esperar a que chupe toda la asma para que esté curado.” ¿Chupar “la asma”? ¿Cómo me iba a chupar “la asma” un bicho canasto? Por eso los del barrio me gritaban “¡chupame el bicho!” y yo me tenía que aguantar las cargadas porque si no, encima, me cagaban a trompadas.

—No lo puedo creer.

—Creeme. Y eso que vos nunca supiste lo de las inyecciones de pis.

—¿Inyecciones de qué…?

—De pis.

—¿De pis? ¿Cómo de pis? No se pueden hacer inyecciones de pis. –Amanda imaginaba la orina fluyendo por la delgada aguja de una enorme jeringa desfachatada.

—A mí me obligaban a juntar el meo de todo un día.

—¿Para qué?

—Decían que para hacer unas inyecciones que me iban a curar el asma.

—¿Cómo te iban a curar el asma con pis?

—Yo qué sé. Un invento de médico del que decían que era un genio.

—¿Un genio? ¿Y juntaba pis para hacer inyecciones?

—Para mí, cuando la abuela le llevaba el frasco de meo, el tipo lo tiraba por el inodoro. ¡Mirá si iba a hacer inyecciones con el pis! Seguro me inyectó agua, ese hijo de puta. ¡Treinta inyecciones me dieron! Me las aplicaron todas en el mismo lugar, en el mismo agujerito, en el mismo brazo. Me tenían que dar como cien y un día me escapé por el hospital y nadie me podía agarrar. Pateé médicos, enfermeras, camilleros y policías. No, a los policías los mordí y les gritaba que estaba rabioso. Y los maricones se escondían para que no los mordiera. Y después corrí y corrí y corrí. Y la abuela atrás, revoleando las tetas me gritaba “¡No corrás Jorgito que te va a hacer mal! ¡No corrás querido!

—¿Y el asma? ¿No te agarró fatiga?

—¡Qué mierda! Corrí como nunca, como un paralítico que no caminó durante un año y de repente descubre que puede caminar.

—No te puedo creer.

—Y después de inyectarme meo durante treinta sesiones, ahora me quieren mandar a la escuela militar a tocar el piano.

—¿Y papá qué dice?

—¿Del meo?

—No sé, de todo, del bicho, de las inyecciones, de la Escuela Militar, de algo…

—Del bicho ni me habla. Qué me va a decir. ¿Me va a preguntar cómo ando del bicho? ¿Si el bicho me dijo algo? Papá es loco, pero no es boludo. Para que a él no le rompa las pelotas, le deja a la abuela hacer conmigo lo que ella quiere.

De las inyecciones, mejor ni hablar. “¡Hay que confiar en la ciencia!” “¡Hay que confiar en la ciencia!” Y me dejaba hablando solo como si fuera un retardado, meando en un frasco grande como una cacerola.

Pero la idea de la Escuela Militar fue de él. ¡Esa fue de él! Yo lo sé. Me habló como si estudiar la carrera militar era lo mejor que me podía pasar. Me quería hacer creer que podía ser como San Martín. ¡Yo, como San Martín! ¡Se volvió loco! ¡Se volvió loco, hermana! ¿Te das cuenta hermanita? ¿Te das cuenta de que el tipo se volvió loco? –Amanda aprobaba sus palabras con unos suaves movimientos de su cabeza.

—Yo no puedo ser como San Martín. ¿Cómo voy a ser como San Martín? Mirame bien. ¿A vos te parece que yo puedo ser como San Martín? –Amanda frunció el ceño, pero prefirió no decir nada sobre ese asunto que sonaba tan ridículo–. Porque, te explico, San Martín también era asmático, no sé si sabías, igual que yo, y así y todo cruzó los Andes. Y liberó a Argentina, Chile y Perú, y eso que era asmático. Así que, como también soy asmático, podría liberar de nuevo a la Argentina, Chile y Perú. Y por ahí otros países. Total, que problema hay. En vez de ir montado en un burro, iría montado en un bicho canasto, me chuparía unos tragos de buen meo americano y sería el nuevo libertador de América. ¡Qué tal! Una vez le pregunté a papá si le había visto el bicho canasto a San Martín, pero no le gustó el chiste. No quise ni hablar de las inyecciones de meo porque pensé que me iba a dar un sopapo.

Pero lo del piano es una idea de la abuela, como lo del bicho canasto. ¿Se lo habrá recomendado la curandera? Por ahí quería saber si el bicho canasto era sordo, como Beethoven. Yo soy asmático como San Martín, y el bicho canasto sordo como Beethoven. ¡Qué yunta! ¿No? No sé qué quilombo hubo con un piano una vez y ahora me quieren enchufar a toda costa uno a mí que, además de asmático, como el padre de la patria, soy tan sordo como el bicho canasto y Beethoven juntos.

Yo no quiero tocar el piano. No me gusta tocar el piano.

Yo no quiero ser militar. No me gusta ser militar.

Un día de estos hago como vos, me tomo el raje y me voy por el mundo.

¿Sabés una cosa, hermanita?

—No, qué.

—Lo que a mí me hace falta, es amor, ¡amor! Pero amor de verdad, alguien que me trate bien, que me acaricie por todos lados, así, vez, así y así, –Jorge se acariciaba su cabeza, sus hombros, su entrepierna–. Que me bese de lengua. ¿No te parece?

—¿Qué te bese de lengua? –Amanda estaba algo sorprendida por el reclamo–. ¿No sos un poco chiquito para pensar en eso?

—Lo mismo me dijo la hija de la profesora de geografía cuando la besaba. ¡Qué linda lengua tiene la hija de la profe!

—¡Jorge, no seas asqueroso!

—¡Vamos! ¡Vamos! Seguro vos no tenés lengua.

—Basta.

—¿Vos te vas a quedar para vestir santos?

—Problema mío. –Respondió Amanda.

—¿Y entonces?

—Y entonces nada.

Jorge y Amanda quedaron en silencio. No era eso lo que él quería decirle.

—Te juro que no los aguanto más. Me tienen las pelotas llenas. Me quiero ir a la mierda y que no me encuentren nunca más.

—Yo te entiendo.

—¿Por qué mierda se murió mamá?

—Yo qué sé. Fue nuestra desgracia. 

—¡Tu mamá murió en el parto! ¡Tu mamá murió en el parto! Es todo lo que me dijo papá cuándo le pregunté cómo murió. –Amanda recordó esas palabras que Miguel le dijo arrodillado frente a ella, a la puerta de la casa de Carmen y Francisco–. Y encima la abuela parece que lo disfruta. ¿Podés creerme? ¡Parece que le causa gracia! –Amanda bajó la vista para no delatar sus sentimientos.

—¿Te das cuenta lo que significa eso? “Tu mamá murió en el parto”. Es como si me dijera: “Tu mamá se murió por tu culpa, ¡pendejo de mierda!”. Cada vez que pienso en eso me siento el más hijo de puta del mundo. ¡Por tu culpa, pendejo! ¡Por tu maldita culpa! Yo no pedí nacer, mirá si vos a pedir que mamá se muera para que yo nazca. ¿Sabés lo que es llevar eso acá dentro? –El muchacho se tocó el pecho, del lado del corazón.

“Por tu culpa, pendejo”, cuatro perros que mordían los garrones del muchacho desde que pudo comprender el lenguaje de las desgracias. Cuatro perros negros, cuzcos malignos, seguidores a todas partes donde iba y alguien le preguntaba por la madre. Cuatro dentelladas en los nervios del alma, donde más duelen. Y llevaba tantas cicatrices de esas mordeduras que ya no las podía contar.

— Y tu madre, ¿cómo no está con vos ahora? –no faltaba quien preguntara comedido.
— Mi madre ha muerto en el parto –Jorge respondía y ya la angustia le ganaba la voz.
— Qué mala suerte, morirse en el parto… –con suerte allí quedaba el asunto. La desgracia parecía llevar por nombre “Jorge”, aunque debió ser otro y Eriseta no lo permitió por puro desdén.

“Por tu culpa, pendejo”, “Por tu culpa, pendejo”, “Por tu grandísima tu culpa, pendejo”, y Eriseta sonriendo desde la altura de su soberbia y su malicia. Pocas oraciones le causaban a la mujerona tanto placer como aquella compuesta apenas por cinco palabras: “Tu mamá murió en el parto”.

Mordisqueando las palabras, para sí repetía con entusiasmo: “se fue con su pajarito Ícaro al cielo de los incrédulos, donde un dios justiciero derritió para siempre sus insignificantes plumas y cayó-cayó a un abismo de cenizas del que no podrá salir jamás-jamás. Adiós Anita. Solo falta arreglar los asuntos con esa muchachita de nombre falso”.

Era imposible que Jorge no comprendiese la satisfacción de su abuela en cada oportunidad que se repetía “tu mamá murió en el parto”.

Esa tarde-noche junto a su hermana lloró como lloran los hijos cuando lloran a las madres muertas, abrazados los dos, ausencia y tristeza y un dolor imposible. Aunque no pudieran percibirlo, el cielo pálido en crepúsculo descendía como un súbito racimo y dejaba la pequeña casita de madera canadiense, envuelta en un oscuro vestido como una sutil mortaja azul, silenciando el canto de las aves en los árboles y el susurro del viento entre las hojas.

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