Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, tercera parte, cap. 3.1 «¡Corre, Amanda! ¡Corre!»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, tercera parte, cap. 3.1 «¡Corre, Amanda! ¡Corre!»

Tercera parte

Pasión y muerte de Amanda Da Silva

Pasión, cap. I

I

¡Corre, Amanda! ¡Corre!


—Amada, ¿hiciste lo que te ordené? –le preguntó Eriseta, mirando por encima de un mantel que desplegó para observalo meticulosamente. Buscaba decidir si estaba limpio como ella esperaba. Las manchas de vino tinto solían ser rebeldes por naturaleza. Miguel tenía la “maldita costumbre”, de dejar caer la última gota desde el pico de la botella al servirse y manchar sistemáticamente todos los manteles.

—Si –lacónica, Amanda respondió indiferente.

—¿Sí qué? –enérgica y disgustada, Eriseta reclamó una aclaración. Con la misma indiferencia, Amanda corrigió su respuesta.

—Sí, abuela. –La voz más apagada que en la primera oportunidad, sonó en los arenosos tonos lúgubres de un fagot atormentado.

—Así no, m´hijita. Decí fuerte ¡sí, abuela!, con ganas, con energía. Como un soldado. Parece que en el colegio no te enseñaron cómo dirigirte a tus mayores.

—No soy soldado, abuela. Soy Amanda.

—No me gusta que me contestés, ya te dije que dejés esa costumbre de contestarme cuando te digo algo. ¡Amanda! ¡Amanda! Todo el tiempo tengo que corregirte. ¡Amanda! hacé esto, ¡Amanda! no digas eso. ¡Amanda! ¡Amanda! Se oye por toda la casa, cómo si tu nombre representara algo en esta casa.

Amanda, la que debe ser amada, la que es digna de amor, pensó para sí la muchacha, luego suspiró resignada. Giró para salir de la cocina-comedor y dirigirse al amplio living donde la esperaba el piano dispuesto a sonar como no lo había hecho en ninguna oportunidad anterior. Apenas un valsecito, una canzonetta añorando la lejana patria, pero nunca, hasta entonces, había sonado Bach como Amanda lo ejecutaba con rara maestría. Eriseta dedujo la dirección en la que se dirigía su nieta y decidió abortar el intento de fuga de la joven pianista.

—No terminamos, señorita, todavía. –Amanda se detuvo al instante paralizada por la advertencia–. Tengo otro trabajito para vos. En esta casa no mantenemos vagos, y menos, vagas. ¡Qué horror! ¡Vagas! ¡Musiqueras! ¡Pianistas! ¿Dónde se ha visto? ¿Para qué sirven las pianistas?

—Para tocar el piano, abuela, para qué otra cosa vamos a servir.

La muchacha no pudo disimular su fastidio. Jamás se le ocurrió que alguien pudiera renegar de la música. Preguntar para qué sirve la música le parecía hasta absurdo. Y preguntar suelta de cuerpo para qué sirve un pianista le parecía aún más.

Si el cura concertista la hubiese escuchado la habría puesto de patitas en la calle. Por mucho menos enfrentó a la Madre Superiora, a la que tuvo cortita hasta que la liberó su sorpresiva muerte.

La música daba razón al mundo, decía él, filosofando mientras sus dedos recorrían el teclado casi con independencia de su voluntad. Afirmaba que sus manos ya no lo respetaban, que ejecutaban la música por decisión propia, sin esperar que su sistema nervioso les acercara las órdenes musicales de su cerebro.

En verdad, los cuestionamientos de Eriseta no se dirigían contra la música, la que, por otra parte, no le producía ningún sentimiento. Era absolutamente indiferente al arte.

Sus controversias eran sobre Amada, sobre su educación, sobre su destino. ¿Concertista? ¿Para qué querría la familia tener en su seno a una concertista? Las mujeres no habían nacido para tocar el piano. ¿Qué profesión era esa? ¿Cómo se ganaría la vida? ¿En burdeles de mala muerte, tocando músicas baratas para que prostitutas aún más baratas atendieran a borrachines y pervertidos?

Ser esposa, madre, cuidar la educación de los hijos, atender al esposo, dirigir la casa, esa era una misión para una mujer. ¡Con la música a otra parte!

Después de discutir con Miguel a puertas cerrada, cuando lo vio entrar llevando de la mano a Amanda, a quien no vio durante esos años, decidió que sería ella la que impondría las condiciones en que la muchacha permanecería en su casona. Se quedaría allí, no podía impedirlo, pero bajo sus términos, de otro modo, no lo toleraría.

Se atribuyó la potestad de disciplinarla para transformarla en una muchacha dócil y apetecible para algún muchacho rico que necesitara una bonita y hacendosa esposa que atendiera su casa, sus hijos, su esperma, y lo dejara librado de toda responsabilidad doméstica.

Conocía varios de esos mequetrefes de alcurnia, hijos de familias importantes, jóvenes tan inútiles como ricos, listos para desabrochar sus braguetas y abrir sus bolsillos para que cualquier “mujerzuela” metiera sus manos acariciando tanto a los billetes como a sus penes, en ese orden. ¡Dinero! La piedra filosofal, el secreto de la vida. ¡Dinero! ¡El Dios moderno!

¡Sexo con prostitutas! La quimera de esos muchachotes desprejuiciados. Vaginas lúbricas, bocas húmedas, lenguas serpentinas, sudores afrodisíacos como elixires irresistibles ofrecidos al menudeo, arrebatos que hacían burbujear como el champagne francés, la sangre corriendo por las arterias dilatadas y calientes. ¡Siempre tirar manteca al techo! ¡Vida! ¡Vida!

Cada tanto “une touche” de la mejor droga, ardiendo las narices, babeando las bocas. Luego dormir a pata suelta entre cuerpos desnudos, enroscados, confundidos unos con otros, sin que cupiera la posibilidad de que cada cual recobrara sus propias manos, sus propios brazos, sus propias piernas. Un raro aquelarre de lúbricos cuerpos fatigados.

Todos esos jóvenes, sostenía Eriseta, era buenos partidos para el negocio del matrimonio, porque, después de todo, el matrimonio era eso, un negocio. Si bueno o malo, dependía de cada una.

Acertar con la elección era el gran secreto, tal como cualquier inversión. El acierto significaba recompensa. Vida cómoda, amplias casas, mucamas suficientes. Nurses pacientes, entrenadas para engatusar bebés que llorisqueaban por las frágiles tetas de sus madres. Lenta pero segura acumulación de capital, malversando la cuota mensual para amasar una pequeña fortuna a espalda del esposo. Sexo poco y formal (lo justo e indispensable para procrear la especie); soportar algunos cuernos (nada extraordinario). Eso sí, nada de infidelidades que podían arruinar años de cuidadosa especulación. Y si ocurrían, debían ser realizadas con el secreto más absoluto. Ninguna confidente, porque no hay confidencias que puedan sobrevivir secretas.

Le enseñaría a Amanda que los hombres nunca son garantía de discreción, les gustaba demasiado aladear de sus hazañas con otras mujeres, nunca de la propia, a la que presentaban frígida e insulsa.

Los hombres, le explicaría, siempre eran de cuidar, porque por separado eran corderos asustadizos, incapaces de valerse por sí mismos, inútiles probados incluso para la más insignificante labor doméstica. Pero cuando lograban reunirse en noches de parrandas, se movían en manada, se olían los traseros unos a otros como los mismos perros y competían por el tamaño de las mentiras de sus gloriosos penes.

La diferencia entre las distintas clases sociales, decía Eriseta, eran los beneficios pecuniarios, lo demás, era intrascendente, minucias de la vida conyugal. ¿Y el amor? Una pregunta que alguien más de una vez le hizo. Entonces movía la cabeza de un lado al otro en señal de desaprobación. ¿El amor? ¡El amor! Y reía ridiculizando a su interlocutor. ¿El amor? ¡Qué pregunta más tonta!

Ella elegiría al pretendiente justo para Amanda. Conocía a todos esos por los que cualquier chica de barrio “se orinaría encima” de solo pensar tenerlo entre sus piernas, solo después de tener bien aferrada en una mano la libreta de casamiento.

Así se presentaba el porvenir, y esperaba que a Amanda le entrara en la cabeza, lo que ella consideraba una sólida sabiduría femenina. Si lo que especulaba para su nieta se completaba, habría derrotado definitivamente al fantasma de Anita, la que le costó a su hijo una gruesa marca roja en el margen izquierdo de su excelente legajo.

Eriseta había quedado oculta tras el mantel. Lo alzó por encima de su cabeza y observaba unas pequeñas manchas de vino que habían quedado a pesar de que fue lavado por una de sus mucamas, que lo frotó con denuedo contra la tabla de lavar y con jabón blanco Federal. No estaba para nada satisfecha. Esa sería una buena tarea para Amanda; aprender a quitar hasta la última suciedad de la mantelería era una habilidad que pocas de sus mucamas demostraban y esperaba que Amanda realizará como ella lo deseaba. Mano de obra joven, barata, ya que a Amanda no tenía que pagarle, y maleable a voluntad.

—Vení para acá Amanda, que quiero que veas algo.

La muchacha caminó hasta donde estaba su abuela enarbolando el mantel como una bandera de la domesticación. Caminó con resignación, abúlica y empezando a sentir ese fastidio que se le presentaba como una picazón que comenzaba por el rostro y luego se diseminaba por todo su cuerpo. Solo deseaba poder rascarse sin detenerse, a sus anchas, como hacían los perros atestados de pulgas.

—¿Ves esta mancha? –preguntó señalando con la punta de su nariz un pequeño lunar color borravino.

—Si.

—¿Si, qué?

—Si, abuela.

—¿Vos no prestás atención a lo que te enseño?

—Si, abuela.

—No parece. ¿Viste lo que te señalé? ¿Lo viste?

—Si abuela.

—Y las otras que están próximas a esa mancha, ¿las viste también?

—Sí, abuela, las vi.

—Quiero que las limpies a todas, que no quede ni una sola, Quiero un mantel impecable. Allá afuera está la pileta, la tabla de lavar y el jabón blanco. ¡A frotar! ¡A frotar! ¡Y que no quede ni una mancha! ¿Entendiste?

—Sí.

—¡Sí, abuela! ¡Por favor! ¿Cuántas veces te lo voy a tener que repetir?

—Pero ya está lavado, abuela.

—¡Está mal lavado!

—Está lavado abuela, es un mantel, solo vos te fijas en esas manchitas insignificantes. Papá esta noche lo vuelve a chorrear con el vino.

—¡No me discuta, mocosa! ¡No me discuta! ¡No quiero ver ni una mancha! ¡Ni una sola! No me interesa cuán chiquita es. No quiero manchas. ¡Quiero que quede inmaculado como si fuera el manto de la Virgen María! ¿Entendido?

—Sí, abuela.

—¡Cómo un soldado, cómo un soldado! Con toda la voz decí: ¡sí, abuela! ¡Bien fuerte! ¡Sí, abuela!

—No soy un soldado, abuela, soy Amanda. Soy Amanda. Sería bueno que lo comprendieras. –Y pensó para sí misma, nuevamente, “la que debe ser amada”.

Todos los días, a toda hora se oía la vos de mando de Eriseta.

¡Hay que lavar la ropa!

Y Amada lavaba la ropa.

¡Hay que colgar la ropa!

Y Amada colgaba la ropa.

¡Hay que comprar el pan!

Y Amanda compraba el pan.

¡Hay que comprar la leche!

Y Amanda compraba la leche.

¡Hay que lavar más ropa!

Y Amanda lavaba más ropa.

¡Hay que hacer los mandados!

Y Amanda hacía los mandados.

¡Hay que planchar la ropa!

Y Amanda planchaba la ropa.

¡Hay que tender las camas!

Y Amanda tendía las camas.

¡Hay que!

¡Hay que!

¡Hay que!

Así todo el día, y cada vez que ella pretendía sentarse al piano.

Al principio ese destrato lo tomó hasta con humor y como un desafío interesante, y evitó todo comentario con su padre, para quien la convivencia marchaba a las maravillas en ese reencuentro del grupo familiar luego de varios años de estar separados tras la muerte de Anita. Además, hablar con Miguel era inútil, él no discutiría esos asuntos con su madre.

Las tareas que le imponía caprichosamente su abuela las comparó con las que debe afrontar un atleta en una carrera con obstáculos. Ella debía demostrar que era capaz de superar cualquier desafío y alcanzar la meta de sus ambiciones musicales, no ya con el solo talento natural del que disfrutaba, sino con el esfuerzo constante.

Se concentró en leer las partituras, como le había enseñado su maestro, y ese ejercicio repetido le permitía recordar las composiciones sin dificultad. Llegaba al piano con toda la composición ya aprendida. Pero, como si un ojo de Eriseta le siguiera a todas partes para vigilarla, aunque estuviera a kilómetros de distancia, cada vez que se sentaba al piano, sonaba desde los cuatro puntos cardinales su nombre adosado a una tarea o una obligación. “¡Amanda” … y luego “hay que…” 


Con el correr de los días y las semanas, las exigencias fueron en aumento y se volvieron insoportables. Por todos los pasillos y recodos de la casa solo se oía algún murmullo de Jorge desde una habitación lejana, tosiendo, jadeando, enfermizo, fatigando un asma que le diagnosticaron unos curanderos ataviados de médicos (que portaban unos extraños aparatos en sus manos), y la voz de Eriseta repitiendo incansable

¡Hay que!

¡Hay que!

¡Hay que!

Un día, difícil saber cuál, Amanda se notó rebelde como no se había sentido hasta entonces. Dejó la tarea que estaba realizando por orden de su abuela y se dirigió a toda prisa hacia el piano. Esa vez tocaría todo lo que quisiera, escalas ascendentes, escalas descendentes, acordes mayores, acordes menores, arpegios desde los tonos graves a los agudos y desde los agudos a los más graves. No prestaría atención a ningún reto, no permitiría ninguna interrupción, Bach no merecía esa falta de respeto. Y si Eriseta la retaba chillando con esa voz de corneta que proponía cada vez que la maltrataba, tocaría más fuerte y más rápido y más fuerte, hasta aturdirla. Y cantaría, ¡sí, cantaría! ¿Por qué no? Si ella cantaba y lo hacía muy bien. Cantaría tan alto y tan fuerte que hasta podría hacer estallar la fina cristalería que a poca distancia del piano reposaba protegida en una vitrina de estilo francés.

Estaba realmente dispuesta a desafiar a Eriseta. Pero al llegar al amplio living comedor no encontró al piano donde estuvo siempre, algo hacia la derecha, visto de frente, esperando apacible que alguien lo tocara. No estaba ni allí ni en otro lugar. El piano había desaparecido. Se dibujaba su silueta en la pared dónde estuvo apoyado, como una marca siniestra, un retrato espantado de lo que fue, pero ya no era más.

Balbuceó unas palabras que ni ella misma comprendió.

Descifró la mirada de su abuela espiándola desde una distancia prudente y su sonrisa perversa que caía de los labios viscosos pintados de rojo furioso de un rouge insoportable.

—Abuela, ¿dónde está el piano? –preguntó encolerizada, aunque logrando contener su furia.

—Lo vendimos, ¿para qué queremos piano en esta casa?

—¿Lo que…?

—Lo-ven-di-mos. ¿Querés que te lo repita? Lo-ven-di-mos… Pasó un ropavejero que quería regalarle un piano a su hijo y se lo vendimos por unos pesos. El hombre se fue feliz, radiante, nunca contó con una suerte semejante. El tipo me dijo antes de irse mientras me besaba las manos: “ahora sí tendré un hijo concertista”. Qué bueno es hacer feliz a la gente. ¿No te parece, querida? ¿Algo más querés preguntarme?

Esa noche ni comió. Pudo preguntarle a Miguel por qué vendieron el piano, pero temía más la respuesta de su padre que permanecer ignorante.

Especulaba en cómo podría arrimarse a Jorge para acariciarlo y suavizar la fatiga de su asma, arrojando a la basura esas medicinas espantosas, de olores nauseabundos, de colores repugnantes, con las que lo abrumaban días tras días, hora tras hora, inmovilizado en una cama por semanas, como un lisiado incapacitado de valerse completamente por sí mismo. Y ese tormento que le aplicaban día por medio, con un pequeño martillo neumático que un curandero con ropa de médico introducía en su nariz para machacarle el cerebro, desvirtuar las órbitas de sus ojos, inflamar los cornetes hasta dejarlo incapaz de respirar por su pequeña nariz. Tomaría a Jorge de las manos y saldría con él corriendo hacia cualquier lugar posible.

Divagaba en su ira sobre todos esos asuntos, cuando una voz de aroma luminoso convocó a Amanda a un instante de sosiego. No podía decir si solo era un delirio aparecido entre las amenazas de una fiebre que brotaba en el disgusto de ese odioso momento. O tal vez solo fuera una secreta ensoñación.

Le preguntó “¿ese es el porvenir que esperás?”, pero la voz se corrigió al instante y dijo “¿ese es el porvenir que deseás?”. La muchacha vaciló. ¿Y si no ese, cuál? ¿Palpitar la música? ¿Aullar la palabra? ¿Acechar el amor? ¿Quién decide el destino de una simple muchacha que perdió a su madre sin mediar ni siquiera un adiós?

La voz le propuso que descifrara la cuna intrusada desde que murió Anita, y luego que sintiera el aroma rancio de ese porvenir al que se aventuraba.

La voz sonaba como una copa llena, como un misterio de sal marina, como la reunión de las semillas de una aurora. Que no se llamara a engaño, le dijo. Y repitió desde el imperio de su misterio, que los corazones de piedra ya habían decidido su futuro.

No sería concertista, no estudiaría música. No precisaba explicarle ese asunto, podía palparlo con las yemas de sus dedos. Por ello vendieron el piano.

La cuestión de la música ni siquiera entraba en consideración. Para los corazones de piedra solo se trataba de un desvarío contagioso de un cura que murió sin siquiera darse cuenta. La Madre Superiora les propuso un exorcismo para erradicar los desvaríos. Era un signo alentador de sanación, desaparecer el instrumento de la perversión. Los corazones de piedra aprobaron la sentencia que se ejecutó entre los suspensos de la mañana temprana.

La voz le dijo que debería repasar Nessun Dorma. Si hubiese comprendido el poema, tal vez hubiese logrado vencer. Porque para vencer, nadie debía dormir, porque el momento trascendente era el justamente el alba.

Luego le dijo que no la dejarían ser Amanda. ¿La que merecía ser amada? ¿La que era digna del amor? Para los corazones de piedra eso era una mera ilusión. No querían hablar de otro delirio, porque después de todo, un nombre podía ser solo eso, un nombre. Pero a ella no la dejarían ser Amanda; podría ser fulana o mengana, zutana o perengana, pero nunca Amanda.

Nada de amor, ¿para qué le serviría? ¿Quién, en el mundo moderno se preocupaba del amor? El amor era una distracción del carácter. Los corazones de piedra hablaron del asunto de la décima musa, y en su destino hallaron más justificativos que los que esgrimieron al principio de sus deliberaciones. La musa terminó abdicando sus amores. Uno por uno, hasta quedar despojada de todos ellos.

Finalmente, la obligarían a olvidar a Anita, su madre, (la peor de todas). Escondieron su prontuario en un oscuro sótano para no humillar a la familia. Negociaron que quedaría como un ingrato recuerdo en la más completa clandestinidad.

Ni Amanda, ni Amor, ni Anita. Las tres “A” prohibidas.

Otra vez el número tres, el número trágico.

La voz insistió con ese asunto del número tres:

Tres veces negó Pedro antes que cantara el gallo.

Tres llamados del destino.

Tres preguntas sin respuesta.

Tres veces tres.

Treinta y tres, la edad de la muerta.

Y al final soltó una pregunta que dejó a Amanda sin aliento: “¿A qué edad murió tu madre, Amanda?” No podía responder porque no lo sabía.

La voz volvió con sus augurios. Con tono ceremonial, sonando como en la cámara dorada donde se atesoran solo palabras bien escogidas, le dijo que, de permanecer allí, disciplinada, solo sería esposa atenta y sumergida en un hipócrita sopor de aburrimiento, representando un enamoramiento ficticio, una forma de servidumbre adocenada.

Que unos niños sin rostro correrán a su alrededor fatigando sus días.

Que su vientre se hinchará, sus piernas se deformarán, sus manos dolerán artríticas. Su espalda se vencerá por el peso de una máscara cruda que llevará a cuestas para siempre para simular sonrisas. Tres veces por noche llorará sin ningún consuelo. Que Bach la odiará para siempre y el cura loco, ese concertista que le entregó la llave de la música, la abominará su abandono.

La voz se extinguió corrida por unos perros de colmillos que chorreaban sangres, que ladraron tres veces “¡hay qué!”, “¡hay qué!”, “¡hay qué!” y que espantaron a la voz de las verdades. Pero la voz dijo lo suyo, y lo dicho, dicho estaba.

¿Creerle a ella o atender los ladridos de esos lebreles sangrientos que babeaban un fermento viejo como el pecado original de la traición de Adán contra Eva?

Despertó en esa cama que no era la suya, entre las mismas sábanas rosadas con perfume a azahares de la habitación pintada de color morado. A una distancia no mayor a un metro de esa cama, aún permanecía expectante la pequeña valija de cuero que parecía seguir esperando que ella la tomara para partir a un viaje del que no volverían jamás.

A lo lejos se repetían unas voces roncas llegadas de un pasado algo lejano, voces que ya no luchaban entre sí como entonces. Amanda, en esa oportunidad no tuvo miedo.

Las voces no habían perdido su raro sonido a cascabeles de piedras rodando cuesta abajo, hacia el abismo de un acantilado en el que esperaba inerme el impacto de esos mismos negros cantos rodados que ya la habían goleado con fuerza. Pero estas, eran voces sosegadas, puestas de rodillas, corroídas por insectos que bebían sus jugos vitales y las dejaban tan enfermizas como inútiles. Eran voces sectarias que renunciaron al amor hacía ya demasiado tiempo. Los corazones de piedra latían en estado terminal.

Se recriminó no haber tomado a su hermano entonces y haberse marchado con él, a lo de Carmen y Francisco, a lo de las alemanas, a las encrucijadas de las espumas de la laguna, donde los sapos añoraban sus juegos entre tribus verdes de pastos salidos de la tierra, luego de una lluvia de raíces precipitada en la noche de misteriosa luna. Cualquiera fuera, los cuidaría bondadosos. En el villorrio de su nacimiento, solo había lugar para la bienaventuranza.

No tenía esperanzas en su padre, Miguel había mutado con el paso del tiempo, ya no era el que la acarició tantas veces bajo el alero pequeño de la casita de madera. ¿Aún lo amaba? ¡Y cuanto! Pero había adquirido ese aspecto de forastero que equivocó el camino definitivamente.

Ella se impuso el desafío de regresar al apacible caserío suburbano.

Allí estaba la pequeña valija esperando que la asiera para siempre y la llevara con ella al lugar donde fracasaban todas las soledades. Le decía “¡corre, Amanda! ¡Corre!”

“¿Y mi hermano?”, preguntó ella esperando una respuesta que la satisficiera. La valija repitió sin dudar un instante: “¡corre, Amanda! ¡Corre!” Y agregó un consuelo: “¡Ya volverás por él cuando sea el tiempo de la cosecha!”

Escuchó por última vez la substancia de todos esos rencores que la acechaban desde hacía años y que permanecían embotados en la habitación pintada de color morado, tomó la pequeña valija forrada de azul y escapó por la puerta de entrada, la que nunca tenía echada la llave porque nadie, hasta entonces, se había atrevido a abandonar los dominios de la familia de la abuela Eriseta.

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