Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 2.11 «Se acabó»

XI

Se acabó


“Si no me sacas de acá, voy a odiarte hasta que me muera.”

La vio demasiado delgada, algo raquítica, la juzgó enfermiza. Pero su mirada contradecía esa sensación de despojo que Miguel consideraba al verla caminar hacia él por la enorme galería que precedía al patio del colegio.

Amanda se detuvo a un par de metros, quizás menos, para observarlo. Lo miró con detenimiento y luego se aproximó unos pasos más, pero guardó distancia.

Miguel estaba francamente desconcertado por el espacio que mediaba entre él y su hija. Estaba claro que ella le impedía de ese modo que él la abrazara. Es que Amanda en ese momento lo que menos deseaba era que ninguna persona, incluso el propio Miguel, la estrechara entre sus brazos.

Traía consigo sobre sus flacuchos hombros, esos cinco acordes finales de la “Patética”, y encaramados sobre ellos, flameando como hebras de viento, las palabras del cura concertista que la invitó a penetrar a través de sus compases la esencia de la sonata, para llegar a comprender las desventuras del sordo (y por qué no, las propias), quien lleno de temores y angustias produjo la más maravillosa música del mundo. Ir al atributo de las cosas era lo que le propuso el maestro en aquella extraña conversación. Y era lo que ella había resuelto hacer.

Estaba aún insegura de sí, pero sabía que así y solo así alcanzaría la condición de la décima musa que el cura invocaba y con la que comparaba tal vez para entusiasmarla; esa mujer, esencia de paloma y trueno, de rimas perfectas y amorosas, de la que no tenía la más mínima referencia ni la certeza de su real existencia.

Pero si en algo había concluido cuando sonó el último acorde del anteúltimo compás necesario, cuando terminó de repasar el enigmático discurso del maestro, es que debía salir de su reclusión dispuesta a enfrentar todas las trampas contra su fe, como le dijo el maestro, y a proyectarse en los enamoramientos que la aguardaban con sigilo, sin temor, sin desconfianzas, amores que esperaban emboscados entre las cuerdas de un piano vertical y los acuosos recintos de una laguna suburbana. Después la vida propondría los caminos.

Recuperó entre el último eco de la música y esos escasos metros que la separaban de su padre, el hedor de la tierra en los dominios del agua, la morada de las aves sobre los altos árboles del villorrio, el sonido de los sapos camuflados de verde entre los pastizales.

Miguel no tardó en captar que su hija ya no pertenecía a ese lugar y que aún sumergida en las solemnidades de las alturas de los muros del internado, estaba viva en otro lado, lejos de allí, en otra geografía menos solemne, pero más vital, donde creció entre láminas de cielo, saludos del viento, lágrimas de estrellas, brumas de tormentas.

En la misma mirada desafiante de Anita, Amanda sostenía su reclamo urgente, y para que no quedaran dudas de a dónde se dirigían sus pasos con o sin la aprobación paterna, su rostro adquirió todas las formas, todos los gestos demandantes de su madre en clara señal de independencia, como cuando aquella se proponía una empresa que estaba dispuesta llevar hasta su final incluso con la desaprobación de su esposo, mientras diseccionaba catedrales de ecuaciones que no conducían a ningún sitio preciso.

El cambio era notable. La monja no le había mentido.

Las cejas, la nariz, la boca, el rostro afinado, las formas del perfume, el vapor del aliento. Su cabello caía como secretos hilos más allá de la redondez de los hombros que insinuaban los huesos sin afearla. Estaba bella a pesar de su delgadez.

Sintió deseos de llorar, pero hubiera sido imprudente, Amanda no lo hubiera tolerado; le puso el pecho cuando era apenas una niña pequeña y como todo consuelo terminó allí encerrada, por varios años. Todavía conservaba en la palma de su mano aquellas voces roncas que escuchó años atrás en una habitación pituca pero ajena, cuando era todavía una niña muy pequeña, y que sonaron a cascabeles de piedras rodando cuesta abajo hacia el abismo de un acantilado, en el que ella esperó inerme el impacto de esos negros cantos rodados que la arrojaron lejos de todo amor. Mejor era que guardara las lágrimas para una mejor ocasión, de lo contario daría media vuelta y se recluiría en su “habitación del piano” y allí planificaría su fuga.

—¿Cómo estás, hija? –preguntó con una voz casi imperceptible, expectante de la respuesta.

Amanda había adquirido en ese instante el comportamiento de un gato enojado. El lomo alzado, el morro tenso, la lengua reseca. Las huellas de un reproche descubrieron sus voces: “palabra en la palabra, silencio en el silencio, dolor en el dolor, ¿dónde estuviste padre todos estos años?” Miguel se aproximó el secreto de esos gestos. El tiempo de las dudas llegaba a su final.

—Si no me sacas de acá, voy a odiarte hasta que me muera. Voy a odiarte por toda mi vida. –Dijo Amanda con una voz que sonó tan gutural que parecía llegar desde el substrato profundo de sus secretas células.

Si había algo que Miguel no esperaba era esa furibunda exigencia. La monja le advirtió que no podía precisarle hasta dónde el espíritu de la joven había mutado. En todos esos años nunca Amanda le dio una orden a su padre, y esa vez fue todo lo contundente que podía esperarse de una muchacha harta del monjerío y sus rezos hipócritas a un Dios iracundo e injusto con su madre, con ella y con su hermano.

Miguel solo atinó a llevar sus manos a los bolsillos y bajar la cabeza para fijar la vista en la línea de las baldosas que se alejaban raudamente hacia el fondo de la galería con extraordinaria precisión. Trataba de pensar una salida a aquella exigencia, pero la intensidad de la mirada de su hija era tal que la respuesta incorrecta hubiera provocado una exaltación impredecible. Pensó en los reproches de Eriseta, su madre, la abuela que siempre parecía reclamar su libra de carne, y comprendió que no tenía alternativa, que ya no había espacio para ambigüedad alguna. O su madre y sus caprichosas exigencias sobre la consanguineidad, o Amanda y sus reclamos. Se dio por vencido y aceptó el porvenir tal y como se le presentaba. Después la vida dispondría los caminos.

Luego de un tiempo que fue breve, pero que se hizo intenso dijo “prepará tus cosas que nos vamos”. Amanda sonrió como no lo hizo en años. Volvió sobre sus pasos y corrió hacia la habitación común de las pupilas. En el trayecto se pellizcó varias veces tratando de asegurarse de que no se trataba de un ardid del sueño que le jugaba una mala pasada solo por fastidiarla.

Al verla, sus compañeras no precisaron ninguna explicación. Todas, con el correr del tiempo, habían aprendido a reconocer la felicidad de la que lograba marcharse de ese encierro asfixiante, una felicidad que iluminaba los rostros con una luz trascendente, distinta. Y Amanda, en ese momento, era verdaderamente feliz y estaba iluminada como nunca antes.

Mientras amontonaba en su valijita las pocas ropas que tenía, solo pensó en la jorobadita a quien no veía desde hacía meses. ¿La autorizarían a verla, a poder despedirse con un cálido abrazo, con besos amorosos, de esa que había sido algo madre, algo hermana, y la compinche de versos y metidas de pata? Ella misma le rogaría de rodillas a la Madre Superiora para que se lo permitiera.

Besó a todas y cada una de sus condiscípulas, se despidió entre mares de lágrimas y caricias fraternales. Bajó las escaleras como una brisa fresca y buscó a Miguel en el despacho de la Madre Superiora. Llamó varias veces a la puerta para poder entrar. Desde adentro, la voz de la monja sonó iracunda. Le gritó “espere afuera, alumna”. Y allí quedó, esperando.

Miguel salió con rostro grave de esa última conversación con la Superiora. Qué se dijeron, Amanda nunca lo supo, él prefirió no hablar del asunto. ¿Podría despedirse de la jorobadita? Le dijo que ni lo soñara, que cualquier pedido suyo sería rechazado. La monja se consideraba traicionada, por el padre, al que despreció por pusilánime, por la hija de la crencha engrasada y su abandono en el momento en que rescataron el viejo piano para ella.

Jamás volvería saber de aquella monjita confidente. Y eso fue otro dolor que agregó a las cuentas de su rosario. ¿Sería la Madre Superiora de aquellos inquisidores de los que le habló el cura concertista? ¿Sería de aquellos que, camuflados en ropas extravagantes, en máscaras de rostros humanos que pretendían sonrisas complacientes, pero escondían las peores arrogancias, solo eran portadores del desamor?

Debió resignarse, no tenía forma de socavar los muros del claustro en que la Hermana del poemario prohibido estaba encerrada. Mientras se dirigía al automóvil detrás de Miguel al que seguía de cerca, volteó para mirar al colegio en el que pasó largos años de su infancia y parte de su adolescencia. Y no vio nada más que muros extraordinarios. Subió al automóvil del padre y se acomodó en el asiento trasero. A través del vidrio de la luneta trasera del auto, Amanda pudo observar desde una perspectiva única el edificio del internado que se le presentó como un descascarado caserón en un páramo yermo, ardiente y desolado. Nunca lo había percibido de ese modo. Era la última vez que lo miraba. La última y para siempre.

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