Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap 2.10 «Como la décima musa»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap 2.10 «Como la décima musa»

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Como la décima musa


Fue una monja, la informante de la Agencia en la que confiaba Miguel, la que lo puso al tanto de los progresos de su hija. Era una petisa que, vista desde cierta distancia, parecía enana, algo cabezona, de manos y dedos regordetes, una de las que siempre rondaban a la Madre Superiora como rémoras dedicadas a cuidar la higiene espiritual de la directora, como aquellas hacen prendidas a los exuberantes tiburones que merodean los mares del mundo.

Iba y venía con su pequeña monja compinche, de una habitación que permanecía cerrada y a la que, salvo ellas y la Superiora, nadie tenía acceso. Era de donde solían sacar una tarima que usaba la directora para dirigirse al alumnado en ocasiones extraordinarias.

De lo que allí se guardaba corrían innumerables versiones, y hasta había quienes aseguraban que en ese lugar misterioso fueron recluidas monjas atrevidas que habían tenido relaciones sexuales con curas calenturientos y que, mientras a ellos les mandaron penitencias menores en una alegre propiedad campestre del Arzobispado –para que se repusieran del pecado carnal y retomaran el camino probo y piadoso de los siervos del Señor–, a ellas les tocó el claustro definitivo donde habían muerto disecadas, reducidas a pecaminosas y desfloradas momias de hábitos negros. Suspensos en el aire, aseguraban las más crédulas, sus jadeos aún se oían lúbricos en las noches calientes del verano porteño, cuando sonaban las voces sacerdotales recitando versos prohibidos de los muchos legados por los Borgia.

Lo primero que la monja informante le transmitió a Miguel fue una advertencia: la niña ya no era una niña, había adquirido un aspecto femenino y grácil y hasta la fisonomía del rostro le había cambiado. No podía asegurarle hasta dónde también había cambiado su carácter, pero lo que estaba en condiciones de asegurarle era que esos cambios no concernían solo al cuerpo, sino que comprometían hasta la propia alma de la muchacha. Se la notaba adusta, replegada y silenciosa. Estaba demasiado delgada, comía poco y lo poco que comía las más de las veces lo vomitaba.

Estaba dedicada por completo al estudio de la música y que, en ello, hasta la muerte del cura concertista, ocupó la mayor parte de su tiempo, aunque nunca descuidó las demás asignaturas. Era una alumna muy aplicada que sorprendió a todos cuando habló hasta con cierta gracia en francés con una monja francesa que se había radicado en el país por razones nunca debidamente explicitadas. No era que conocía el idioma a la perfección, pero dejó claro que con algo de dedicación lo hablaría sin inconvenientes. De su conocimiento de inglés nadie supo por entonces.

En el arte de la música había adquirido un dominio extraordinario. En el “Clave bien atemperado” había centrado sus preocupaciones, y, como le enseñó su viejo maestro, primero dedicaba largas horas a leerlo como si se tratara de un poema de Schiller o del Dante, degustando compás a compás la obra del amigo Bach.

La Madre Superiora, llevada por sus instintos, dio por terminado el incidente aquel de la crencha engrasada y pasó a tratar a Amanda hasta con algún aprecio, aunque no fuera más que una impostura. El cambio fue tan notable que, hasta las monjas más despistadas, que eran las que estaban abocadas a la limpieza de todos los claustros, lo notaron.

Amanda sospechó de aquella conmutación y desconfió con razón. De ser una apóstata, casi una perversión entre las infantas, pasó a ser sino una mimada, alguien por quien la mujer mostraba celo y preocupación. A cambio, cuando sus obligaciones se lo permitían, reclamaba de la muchacha algunas de sus interpretaciones, las más de las veces obras del viejo Bach quien no abandonó nunca a su joven organista. A cambio, la Madre Superiora hizo rescatar un piano de ese misterioso recinto del que las monjas enanas extraían todo tipo de cosas.

Ordenó trasladar el instrumento a una habitación algo apartada una tarde en que las internas estaban dedicadas al estudio del catecismo. De todos modos, el extraordinario oído de Amanda le permitió escuchar un suave vibrar de unas cuerdas, lo que despertó su curiosidad. Estaba segura de que se trataba de un piano, pero no sospecha para nada su destino.

La tarea de la mudanza fue confiada a unas monjas musculosas, dos alemanas que hablaban con dificultad el castellano. Tenían una fuerza descomunal y lo que más impresionaba a las otras monjitas, era el tamaño de sus manos y el grosor exagerado de sus dedos. Apenas con un chasquido rompían el cogote de las gallinas cuando el menú proponía puchero.

Romper el pescuezo a las gallinas era como un pasatiempo para las dos alemanas que hasta competían por ver quién mataba más y más rápido a las aves que, contra lo que podía suponerse, marchaban como hipnotizadas hasta ponerse al lado de cada una de las mujeronas y esperaban el turno de su ejecución con una calma pasmosa, que asustaba a las cocineras que siempre trataban de esquivar a las mujeres.

Todas llevaban grabadas las miradas ausentes de las pobres gallinas, quienes advertían, sin proponérselo, de los reparos con que había que tratar a aquellos dos mastodontes. Saludarlas, solo de lejos; darles la mano, jamás, y esconder el pescuezo todo lo que se podía, hasta pegar el mentón al pecho para esconderlo casi por completo.

Habían llegado ya mayores de Alemania después de la guerra, y nadie sabía muy bien cómo terminaron recluidas en el convento. El comentario que corría sobre ellas era que en realidad eran soldados, seguramente comandos de la Wehrmacht o de las tropas de asalto de las SS.

Tal vez fueran mujeres de lo que algunas dudaban, aunque nadie se hubiera atrevido a sondear sus entrepiernas por temores comprensibles. Pero, aunque lo fueran, tenían que haber sido soldados y de los más bravos, tal vez de alguna unidad de las dedicadas al exterminio de judíos y comunistas, los más odiados.

Pero nada de eso nunca se comprobó, y cuando llegaban estos rumores a oídos de la Madre Superiora, ella contradecía la versión diciendo que, por el contrario, por su condición de campesinas, habían estado totalmente apartadas de los avatares de la guerra. El Führer las quería produciendo para alimentar a sus tropas en el este, donde caían bajo la ofensiva rusa después de la derrota de Stalingrado, y el oeste, donde luego del triunfo de Stalin, las tropas aliadas retomaron su avance hacia Alemania. Necesitaba tanto armas como comida y esas mujeronas sabían de producir alimentos y no de municiones y mucho menos de estrategia militar. Cómo habían alcanzado la investidura de sus hábitos, era algo de lo que solo sabía el arzobispo.

En el colegio hacían las tareas que el común de la gente consideraba eran propias de hombres. Cuando alguien se los hacía notar, las alemanas exhibían sus bíceps y reían a carcajadas. Se palmeaban a dúo en perfecta sincronización los duros glúteos y los voluminosos muslos que sonaban macizos, describiendo un caprichoso ejercicio de gimnasia acrobática. Para demostrar la certeza de aquella aseveración levantaban algún peso extraordinario, podía ser dos bolsas de papas de 50 kilogramos cada una al mismo tiempo, o una en cada mano hasta alzarlas por encima de sus cabezas, o una de las interminables mesas de dura madera donde unas veinte internas comían cómodamente cuatro veces al día.

A Amanda les hizo recordar a sus vecinas, salvo por la diferencia de tamaño; aquellas eran pequeñas, aunque robustas, y estas eran verdaderas gigantes de rubias cabelleras. Las vecinas nunca hicieron muestra de una fuerza extraordinaria, pero sí de una obsesión por la limpieza; limpiaban y limpiaban con desusado esmero la casa y hasta lustraban con kerosene la vereda, la única que relucía en todo el villorrio y que mereció el comentario de vecinos de otros parajes que oyeron hablar del asunto de una vereda espejada en un chalet de maravillas, donde vivían dos gnomos gruñones que hablaban una lengua incomprensible.

Cuando el piano estuvo dispuesto en la habitación que la Superiora seleccionó para ello y que hizo limpiar por las dos monjas enanas, llamó a un feligrés del que sabía su condición de afinador e hizo poner en condiciones el piano.

El hombre, un gordo risueño de mofletes rojos como la punta de su narizota, tomó con caritativo esmero el pedido porque consideraba que era una especie de distinción que la monja le hacía en tributo a su fe cristiana. Nada más lejos de la verdad. Se lo solicitó porque sabía que no debería pagarle ni un centavo por sus servicios. El hombre lo tomaría como una nueva y generosa contribución al fondo de la caridad de la Iglesia, a donde aportaba regularmente más que importantes sumas de dinero.

Cada tanto, mientras afinaba con absoluta concentración observado por la Madre Superiora, repetía que hasta del propio teatro Colón era convocado para la afinación del piano del célebre coliseo de la música.

Cuando el hombre hubo terminado su trabajo, las monjas enanas lustraron sus maderas hasta hacerlas brillar como nunca antes lo habían hecho, y la limpieza de los marfiles fue tan minuciosa que hasta parecían nuevos. Culminados los trabajos de reparación, mandó a las dos monjas enanas a buscar a Amanda y las cuatro mujeres juntas se dirigieron a la “habitación del piano”, como se la llamó desde entonces. Cuando Amanda lo vio se sintió conmocionada. Temió preguntar por qué había sido convocada y llevada hasta allí, distrayéndola de su obligada lectura del catecismo.

—Recuperamos este piano para usted, Amanda –la Madre Superiora le dijo sin dirigirle la mirada, despreocupada de la interrupción de la hora de estudios teológicos.

—¿Para mí? –la pregunta de Amanda sonó intensa, tanto como la duda que la ganaba sobre aquella repentina generosidad de la monja.

—Vendrá un nuevo organista, y lo mejor es que usted dedique sus esfuerzos al piano, porque este hombre ya nos dijo que no permite que ninguna otra persona ocupe su lugar. Parece que su predecesor, a su maestro me refiero –Amanda asintió con un leve movimiento de su cabeza–, le habló maravillas de usted, las que al nuevo profesor le parecieron desproporcionadas. Le habló como si usted fuera una niña prodigio, una revelación de Dios al alcance de la mano, recluida en este colegio. Pero sucede que no logró convencerlo de sus virtudes de novel concertista. Creo que, si el mismísimo Bach se lo hubiera dicho, tampoco lo habría aceptado. La envidia puede hacer muy descreída a la gente. Él no la va a dejar ejecutar ninguna obra en el órgano del atrio de la Iglesia.

La muchacha seguía la explicación de la Superiora sin realizar ni el menor gesto, lo que desorientaba a la mujer que esperaba una acalorada reacción o al menos un rezongo y algunas lágrimas. Desconocía que Amanda había dejado de llorar hacía años y toda esa perorata no lo movía ni al odio ni al desencanto, y mucho menos al llanto.

—No estamos en condiciones de permitir una rivalidad entre un profesor designado por el señor arzobispo y una pupila –siguió la Madre Superiora con su explicación–, aunque nuestra alumna promete ser una eximia concertista, lo que significaría mucho para el prestigio de esta casa de Dios. La solución más ecuánime que encontramos y de acuerdo con lo indicado por su Ilustrísima, es dejarle la condición de único organista al nuevo maestro y a usted ofrecerle este piano que es propiedad de la institución y que nadie ha usado en años.

Amanda podía haber preguntado muchas cosas, pero en esos años de internado aprendió que no resultaba útil ninguna pregunta sobre decisiones que ya fueron tomadas por otros.

Sus sentimientos eran encontrados. Por un lado, estaba sinceramente decepcionada. Un arribista recién llegado le prohibía ejecutar el órgano con el que había aprendido todo de su viejo maestro. Por otro, el piano relucía invitándola a acariciarlo. El ambiente era amplio y confortable, y la acústica, si bien no se podía comparar con la de la iglesia, era lo bastante buena como para resultar adecuada.

Se sentó al piano y ejecutó una breve gavota de Bach. Luego, sorprendiendo al reducido auditorio, el primer movimiento de la sonata número ocho, la “Patética” de Beethoven, en do menor, una tonalidad con la que Amanda se identificaba en sus horas de angustia.

Su partitura fue un regalo del cura concertista, quien la llevaba con él desde su juventud a dónde fuera y la cuidaba como un verdadero tesoro. Le dijo en más de una ocasión que se trataba de un obsequio de un viejo de apellido Williams.

Como él le aconsejó muchas veces, leyó y releyó la sonata, pero en esa oportunidad y solo para esa partitura, le indicó que no lo hiciera como a un poema. Le dijo con palabras que parecían salir de los mismos tubos de su máquina de Dios, al modo de un bajo continuo que diseminaba sus verdades como semillas, que debía hacerlo como si estuviera leyendo un texto misterioso, una incógnita del pensamiento, uno que, aun sin poder reconocerlo todavía por su juventud, la decidiera a enfrentar las verdaderas trampas a la fe que seres clandestinos le impondrían para someter su espíritu a la traición y la felonía. Amanda, con sinceridad, sospechó que su maestro deliraba por alguna circunstancia que ella desconocía. Las alucinaciones no eran ajenas al cura concertista, las padecía a menudo llevado por las propias músicas que ejecutaba sin descanso.

En oportunidad de ejecutar la Toccata, adagio y fuga en Do mayor, recordó Amanda en ese preciso instante, tuvo un suceso místico que lo hizo jurar que había sido visitado por el Ángel de la música, motivo de su amorosa adoración, y que se angustió vivamente durante horas porque no había sabido celebrar adecuadamente el advenimiento de ese ser extraordinario.

Durante varios días el hombre volvió sobre sus argumentos. Le reclamaba ejecutar la sonata “Patética” con la íntima convicción de que devolvería la fuerza de la fe a sus ocasionales oyentes, para que recuperaran el aliento divino y no se sintieran jamás abandonados a su suerte y dispuestos a renunciar a todo lo que aspiraban, incluso lo más preciado. Su música debía ser la derrota de la trampa nefasta del desamor, debía ser el triunfo del amor verdadero, el de la sacrificada Liu, quien murió por amor ante la gélida mirada del poder imperial. Ella debía transformarse en el sostén de un estandarte victorioso, sublimado en algo de cielo y algo de nube. Una premonición que Amanda no alcanzó en ese momento a descifrar.

Le preguntó al maestro cómo llegaría ella a tal estado de ánimo, a tal fuerza de carácter para salir victoriosa de tantos dilemas. El cura concertista le dijo esperanzado que solo llegaría a esa condición extraordinaria si sabía captar la esencia de todo lo patético, por lo que atravesó su autor cuando compuso la sonata para un príncipe del que nunca recordaba el nombre. La clave era captar la esencia de las cosas y no quedarse solo en la superficie.

El extraño discurso del maestro le agregó incertidumbres a las que ya padecía a pesar de su corta edad. Y mucho más la confundió luego, cuando le exigió con vehemencia aprehender la espiritualidad y la fortaleza de la décima musa, con quien ocasionalmente la comparaba. Ella no podía reconocer en ningún nombre de mujer, en ninguna historia extraordinaria que hubiera aprendido en esos años, a quien se refería.

Fue ese mismo día que poseído y en estado de alteración manifiesto, le advirtió con una solemnidad que no era frecuenta en él, que solía ser un hombre de trato amable y llano, que se precaviera de cualquiera, no importaba el aspecto, que se presentara ante ella aprovechando las angustias de sus pérdidas y abandonos, y le ofreciera una misión extraordinaria, una acción única e irreproducible. Pero que, si no estaba en sus posibilidades evitar ese encuentro, porque hay situaciones que las personas no pueden ni conciben cómo evitar, debería saber que su vida cambiaría para siempre, que iría a un lugar del que no volvería jamás, donde sería al mismo tiempo prisionera y libertadora, y que sus carceleros procurarían obligarla a renunciar a toda forma del amor, incluso esa que era su magnífico arte. Si ella lograba vencer el conjuro del desamor en cualquier de sus formas y en especial la más alevosa, la de la traición artera, de ese modo y solo de ese modo, llegaría por fin y para siempre a ser quién debería ser.

La advirtió de que la misma desgracia que padeció aquella musa de la que le hablaba, que fue obligada a abjurar de sí misma, padecería ella. Era bueno que lo supiera: los inquisidores podían cambiar de ropaje y hasta podrían ocultar sus verdaderos rostros tras humanitarias máscaras, pero nunca abandonarían sus amargas y crueles decisiones. Ellos no solo aspiraban a que la condenada confesara sus supuestos pecados y renunciara a su fe, sino a que fuera ella misma quien repudiara sus propios actos y reclamara para sí el peor de los castigos. La perseguirían hasta el fin de sus días y que solo en una luna tronante de magnífica luz brillante, encontraría la paz y el sosiego que anhelaría de por vida. Tras el paso de esa luna, sobrevendría al alba su último triunfo y podría exclamar su imperecedera victoria.

Y escribiendo con su dedo en el aire, recitó “Vuelve a ti misma los ojos y hallarás, en ti y en ellos, no solo el amor posible …” Luego de eso se llamó a un riguroso silencio el que no abandonó durante días.

Tal vez al sonar los últimos cinco compases de esa sonata que el cura concertista le reclamó que debía comprender como un texto extraordinario, al ejecutar esos cinco acordes finales que se elevaban en torre hacia el cielo de los encantamientos, Amanda tomó la decisión que cambiaría para siempre su destino, cuando una de las monjas enana le dijo que se arreglara la ropa y el peinado, ya que no tardaría mucho en llegar su padre a visitarla.

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