Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 2.8 «¿El Señor es contigo?»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 2.8 «¿El Señor es contigo?»

VIII

¿El Señor es contigo?


De la lágrima a la lágrima, del dolor al dolor, de la vida a la muerte.

Las calles sonaban de lágrimas; a la intemperie los ojos convertidos en huecos vacíos de luz y de esperanzas miraban sin poder creer lo que veían. Los altares como erupciones asustadas brotaban rabiosos por doquier para llorar la amargura de esa impensada muerte.

“¡Ha muerto Evita!”, gritó la jorobadita que tenía prohibido hablar en ese claustro de oscuridades, desde una ventana que daba al patio central del colegio. Amanda vio salir de la boca de la Hermana esas tres palabras como tres rudos piedrazos, golpes como del odio de Dios, así de fuertes.

“Ha muerto Evita”, tres sencillas palabras. Tres, el número trágico. Tres golpes del destino. Tres veces te negará Pedro antes que cante el gallo. Tres preguntas sin respuesta. Tres veces tres. Treinta y tres, la edad de la muerta. “Como la de Cristo”, se dijo como al pasar, sin que sirviera de consuelo.

Las flores como meteoros de infinitos colores lucían a lo largo y a lo ancho de las calles vaciando de grises la ciudad de las lágrimas.

Sonaban los llantos en las cuatro latitudes. Amanda no se resistió a aquel murmullo luctuoso que subía por las avenidas y llegaba al colegio trepando las paredes, humana turbulencia de congojas sinceras. Lágrimas de rudos proletarios: roca y diamante, metal y espuma.

Vio a la monjita llorar sin remedio mientras otra vieja rezaba una oración indescifrable y besaba una estampita prodigiosa con una siempre rubia y sonriente santa iluminada.

De la lágrima a la lágrima, del dolor al dolor, de la vida a la muerte.

Alguien sonó una música fúnebre, una escalada de espinas entre el trueno enrarecido de los fúnebres sones. Fueron violines en cautiverio los que despedían la brevedad de esa primavera de los desposeídos. Se dijo sin voz, sin paz, hundiendo apenas la lengua en las palabras: “Llena eras de gracia. ¿El Señor es contigo?”

“Han muerto todos los jazmines”, se oyó gritar desde la amargura de ese campanario en sombras, un recinto agotado de flores y estandartes.

“Han muerto todos los rosales”, y no una muerte sino todas, juntas, en ese justo momento, en racimos de muertes.

No habrá más primaveras, lloraron espantados.

La muchedumbre rezaba palpitando un océano de lágrimas bajo el desvelo de una lluvia de fríos y lamentos; eran los mismos seres que llegaron entonces a lomo de pisadas, de gastados zapatos, de kilómetros de caminata de los suburbios lejanos, donde ella misma había nacido, y se lavaron las patas en la redonda fuente de la histórica plaza. Miraban absortos el tamaño descomunal de esa desgracia tan recién llegados desde los barrios como entonces. Repetían tres veces como sonámbulos

“Ha muerto Evita.”

“Ha muerto Evita.”

“Ha muerto Evita.”

Y cada uno se interrogaba entre sus angustias tres veces: “¿qué será de mí si ya no estás a mi lado?

(Por un corredor estrecho y desconocido, el monstruo de mortajas afilaba sus puñales, al tiempo que sonreía “¡Viva el cáncer!”, y esperaba agazapado el momento seguro para lanzar sus crímenes desde el mismísimo cielo y extenuar la sangre de los esperanzados bajo un racimo de bombas increíbles.

La muerte llegaría entonces volando en sus alas coléricas, en sus vientos de ira, en sus odios mortales.)

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