Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 2.4 «La crencha engrasada»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 2.4 «La crencha engrasada»

IV

La crencha engrasada


En una interminable galería al fondo del colegio, donde pocas veces los colores de la luz del día lograban penetrar sus sombras, algo más de una docena de alumnas estaban reunidas alrededor de Amanda.

Era zona de confidencias, donde las muchachas se congregaban para despachar a gustos sus chismes y rezongos, lejos de los rigores de las monjas del claustro. Allí los secretos se valían de la inmensidad del corredor para exponerse en toda su naturaleza. Ilusiones de amores, secreciones extraordinarias, sublimaciones encantadoras, anatomías prohibidas, espectros de pecados del vientre a la entrepierna.

Pero en esa oportunidad no se trataba de ninguna de las tribulaciones de esas mujercitas. No había calor que sublimara el cuerpo, ni sudor inexplicable que angustiara el instante, ni brotaba una lúbrica humedad que electrizaba.

Había algo de prohibido en los gestos de Amanda, eso era indudable. Y se podía apreciar, incluso a la distancia, que una substancia desfachatada ganaba las expectativas de las espectadoras y las hacía cómplices de aquella conversación clandestina. Amanda gesticulaba con un entusiasmo contagioso. Sus manos revoloteaban de un lado al otro y describían con sus firuletes personas que las muchachas jamás creyeron existieran. Era como el advenimiento de una mitología inescrupulosa, semidioses rufianes del escruche y la lanza, excretados de la rutina doméstica del común de la gente, donde no tenían cabida.

De las palabras de Amanda surgió una Eva envuelta en una piel de serpiente que aún destilaba un amargo veneno por sus largos colmillos; y al tiempo que ofrecía a las muchachas morder una manzana de cáscaras de sangre, exhibía una pequeña costilla modelada en el barro de la orilla del río (donde los cuchilleros dirimían sus cuitas a puro tajo), y a la que el soplo de un cafisho malavenido le dio vida porque se le dio la gana, si es que eso que le infundió se podía llamar vida. Alguna suspiró hasta envidiosa y hubiese mordido la fruta sin arrepentimiento.

Brillaban los ojos de las pupilas hasta con desparpajo, y de sus frescas boquitas salían atropellados onomatopéyicos que dedicaban sus sonoridades a celebrar el relato de la recitadora.

Ensimismadas en sus divagaciones, ninguna pudo apreciar que una de las celadoras las observaba a buena distancia. Las controlaba con sus ojos, saboreaba sus humores con la punta de su lengua, captaba sus expectativas con las yemas de sus dedos raquíticos, y entre sus uñas mordidas se acumulaba una mugrecita reveladora. Descifró en un instante, aferrada a un escapulario que llevaba como protector, que todos esos suspiros y contorciones que embargaban a las niñas como poseídas no podían deberse a Bach y sus pasiones, a Schubert y su Ave María, a Beethoven y su sordera.

El sospechoso vaho de la orilla del río salido del discurso de Amanda y que inundó su olfato, confirmó sus sospechas. Convulsionó del vientre a la cabeza con un leve temblor, tal vez eléctrico, salido de una zona inexplorada de su propio cuerpo. Entrecerró los ojos y adivinó las formas de senos y caderas, de espaldas y de glúteos, de sexos y de lenguas, y sonrió complacida, castañeteando sus dientes en un nervioso tic que las niñas habrían podido oír si no hubieran estado embriagadas por el relato ese.

No dedujo a la Eva sierva del cafisho roñoso, porque para ello debía también morder la manzana de cáscara de sangre y dejarse arropar por la caliente piel de la mítica serpiente. Del Edén a su Adán la separaba la breve distancia de una leve mordida. Pero ella no estaba para esa clase de amores. Y cuando se despejó de toda sensación extraña, se dirigió como flotando al despacho de la Madre Superiora (sin hacer ni el menor ruido), a ponerla al tanto de aquel suceso pecaminoso al que un grupo de niñas asistía llevadas de las narices por esa Amanda de ojos negros, labios frescos y corazón demasiado agitado para su tierna edad.

A pesar de la hora temprana, la galería de las confesiones se hizo más oscura. Amanda recitaba ajena a todo otro suceso que sus versos. Su vocecita sonaba cristalina, desde el suburbio de un lunfardo que ninguna de las niñas conocía. Solo ella sabía el significado de todos esos vocablos misteriosos que sonaban a prohibido en todas sus sílabas.

—Ahora –dijo alzando la voz con ínfulas–, “La canción de la mugre”.
— ¿La canción de la mugre? –preguntaron a coro las pupilas. “¿La canción de la mugre?”, se preguntó la Madre Superiora, quien llegó arrastrada por la novicia alcahueta.

—Sí, sí, “La canción de la mugre” –confirmó Amanda– así se llama. –Y recitó a quemarropa.

“Mi macho es ese que ves, ¡pinta brava!

de andar candombe y de mirar tristón.

Su pañuelo oriyero lo deschava

y lo vende su funyi compadrón.”


La monja se cubrió la cara con las manos. Suspiró un “¡Ay, Dios mío!”, y siguió atenta el recitado tanto, o más, que el puñado de reclusas embobadas que reían curiosas de esos versos roñosos. Se preguntó a dónde había dejado Amanda a Bach, sin sospechar que sonreía subido a bóveda del techo sin hacer ningún ruido, congraciado con la fragancia del tango rioplatense que brotaba de los versos que Amanda recitaba.

“Milonguero, haragán y prepotente,” –alardeó exagerando la palabra “prepotente” hasta hacerla sonar como el golpe de un martillo furioso en el yunque del herrero “Penacho” que ejercía su arte a escasos metros del colegio,

“mancusa al vesre y pasa a lo bacán.

Las horas las divide entre el farniente,

la timba, la gayola y el gotán.”

Y siguió sin dejarse distraer:

“Ortivan los otarios de yuguiyo
que me insulta, me casca y cafichea.
¡Mejor! De ellos me tira su bolsiyo,
y de mi macho, todo lo que sea.”

Todas trataban de comprender esas oraciones extrañas. ¿Yuguiyo? ¿Cafichea? ¿Qué significaban esas palabras que sonaban a gruñidos de animales toscos?

“Remanyado canchero en la avería,
su vida de malevo es un prontuario.
Él me enseñó las dulces pijerías
para engrupir debute a los otarios.

El precio de mi cuerpo en los amores
le da chele en su vicio, el escolazo,
y aplaca como nada los furores
que me anuncia casi siempre el cachetazo.

¡Ese es mi hombre! Canallesco, inmundo,
es mi vida, mi morfi, mi pasión.
No lo cambio por todo lo del mundo…

Sus biabas me las pide el corazón.”

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