Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 2.3 «La máquina de Dios»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 2.3 «La máquina de Dios»

III

La máquina de Dios


“¡Esta es la máquina de la música! ¡La máquina de Dios!” Gritó el cura concertista alzando sus manos hacia el cielorraso decorado con unos querubines regordetes pintados con acuarelas. Los serafines reían casi provocativos y todos parecían mirar a los tubos más largos que se estiraban sin detenerse rumbo al cielo de la armonía, tratando de imaginar que se incubaba en esos interiores oscuros y misteriosos de los que brotaban a chorros unas canciones majestuosas que los embriagaban como si bebieran el néctar de la felicidad.

Los tubos eran de diferentes tamaños, los había pequeños, de la envergadura de una oruga, los había gigantes de la magnitud de la esperanza. Tubos maravillosos, rodando a rienda suelta en sus interiores un bajo continuo que se imponía riguroso a medida que ascendía llevado por los aires extraordinarios que un motor a lo lejos insuflaba incansable.

Debajo de la línea de los tubos, los teclados repetían una y otra vez sus marfiles blancos y sus marfiles negros de secretos tales cafés de elefantes de Tailandia; del goteo musical de los marfiles bicolores nacía una danza que bailaba con decisión propia, haciendo en ellos cabriolas entre las negras y corcheas que el cura cantaba con sus dedos finos desde el pentagrama borroneado hasta las teclas, para derramar caprichoso unas escalas y otros tantos arpegios hasta unos pedales que sonaban con voz ruda y grave, profunda, salida de un lugar indescriptible de las entrañas mismas de la majestuosa máquina de la música.

El cura era largo como el largo de los tubos mayores, flaco, casi esquelético, hiperactivo y sonriente, como si todo lo que se le dijera u ocurriera le cayera bien. Sus dientes eran blancos como las teclas de su máquina y brillaban al sonreír con ese gesto extraño que dibujaba en los labios carnosos. Solo se enfadaba si alguna atolondrada desafinaba por no prestar atención a las indicaciones del maestro, y se enfurecía si repetía el error por andar papando moscas en vez de concentrarse en el oratorio.

Su cabello era casi blanco, aunque todavía quedaban algunos mechones que denunciaban su rubiés adolescente que lució con elegancia hasta entrado ya en años. Descendiente de alemanes, de seguro cultivó su cuerpo con atlética pasión, pero para entonces, delgadez y canas en la cabeza eran su distintivo.

El cabello caía hacia la frente amplia bordada de unas cejas también blancas que se movían con independencia del rostro, que mostraba un pellejo apelmazado que descendía hacia el mentón y más allá, pero que no llegaba nunca a definirse como una verdadera papada. Caía con exagerada lentitud hacia la nuez de adán, como si la piel se chorreara lentamente desde las mejillas enjutas hacia el pescuezo que adquiría, a medida que sonaba su música, un tono púrpura tempestuoso, exuberante, por el fluir torrentoso de su sangre europea, y que se difuminaba en toda la piel hasta desvanecerse a la altura de las pantorrillas que, por el contrario, parecían exangües.

El cogote enrojecido, se hacía cada vez más largon poniendo a prueba una anatomía elástica como el caucho, e invadido de tortuosas arrugas y unos pelos de barba agudos como alfileres (que no llegaba a afeitar de distraído), se tornaba cada vez más rojizo cuanto más le exigiese la partitura que se hallaba ejecutando.

Ser eximio ejecutante era una tarea extraordinaria que comprometía hasta el último de sus tejidos. Pero nunca achacó a Bach ninguna de las metamorfosis extravagantes que padecía su humanidad en cada concierto, las vivía como la justa expiación de pecados, tal vez cometidos en la loca adolescencia que vivió en París, mientras disputaban su fe las mujeres parisinas quienes, durante un buen período, ganaron la batalla frente a los sagrados Evangelios.

El tórax era demasiado largo, algo desproporcionado, y lo desgarbaba a su voluntad, exhibiendo sus costillas de manera insolente; hacia cada lado los hombros como desfiladeros de unas clavículas afiladas que sobresalían de la sotana a pesar de que el hombre reprendía a sus ropas todo el tiempo, obligándolas a acomodarse para lucir esas hombreras que las monjas le confeccionaron para hacerle pasar por un hombre algo más robusto. Pecho hundido, de palomo, hacia adelante el esternón que amenazaba intransigente con salirse de madre si se lo provocaba desafinando una u otra vez a pesar de sus recomendaciones. Un gorjeo pastoso parecía salir de su garganta, acompañando la amenaza del hueso a las pupilas infractoras, quienes disfrutaban desquiciar al maestro.

Caderas chatas, hacia adelante dos cavidades que denunciaban su delgadez irremediable. Y luego las largas piernas que se acomodaban a la cadera por unas articulaciones como de piedra, rígidas y crujientes, que hacían creer a la audiencia cuando la había, que iba a quebrarse como una simple paja débil y larga cuando se sentara en el viejo taburete de color caoba.

Pero lo más extraordinario de su fisonomía eran sus manos de dedos largos, finitos, huesudos, de yemas redondeadas como verdaderas gemas y que hacían sonar el órgano de la iglesia con voz propia, rescatándola de un cautiverio inexplicable, de una caverna extraña donde se mantuvo ahogada la música solo por humillarla y que él liberaba provisto de una magia inigualable que concentraba en esos dedos juncosos.

Para asombro de la niña y la monja jorobada, alzaba repetidamente sus dos manos en dirección al cielorraso y gritaba una oración en latín que nunca la muchacha recordaría ni con todo el empeño que pusiese.

Era un verdadero conjuro, palabras fuego, palabras nubes, palabras vientos, palabras bestias, invocación planetaria, colérico y áspero sermón a ciclónicas notas que esperaban aunar sus consonancias para entregarle al invocador un sentido acabado de armonía y contrapuntos. Bach en su espesura, inagotable.

Amanda se sintió insignificante ante esa parafernalia de tubos, llaves, teclas, pedales y ceremonioso aire circulando por cada tubo en cada oportunidad que el cura concertista lo exigía. Y más aún ante esa música inexplicable que la atravesaba en cada poro de la piel y embestía sus tejidos con sus voces divinas. Se sintió incapaz de toda música ante ese hombre espantapájaros que gritaba esas palabras peregrinas como poseído, de pie ante la inmensidad de los tubos, como si en la propia máquina de música hallaría la respuesta a todos sus reclamos. Pensó “aquí se acabó todo”, y lo repitió para despejar cualquier duda: “aquí se acabó todo”. Sin siquiera emprender la batalla, se dio por derrotada.

Se convenció de que su capitulación fue lograda precisamente por esa máquina extraordinaria, sin siquiera convocar a una nota, a un do, o un re bemol, o un sol sostenido en las latitudes de la mañana musical allí bien alta, donde se hacía imponente. “La máquina de la música” se erguía monumental para aplastar como a una mosca contra la campana de vidrio las ilusiones musicales de Amanda.

Pero el cura llamó su atención con unos golpecitos de su delgado dedo índice para indicarle que otro instrumento la esperaba a la vera del gigante. Un enano de teclas amarillas y robustez graciosa. “Este es para usted, niña”, y la empujó con suavidad para presentarle a aquel otro, un armonio pequeño, gruñón, algo catarroso, que aun en su pequeñez parecía grande para tan pequeña persona.

El sacerdote la ayudó a subir al taburete y mientras él daba aire por un fuelle que fatigaba asmático, le indicaba inquietante que hundiera las teclas blancas para que el instrumento hablara por su voz.

Amanda vaciló por unos minutos que los querubines consideraron demasiados largos. Ellos mismos estaban decididos a reprenderla si no cumplía la orden del cura concertista. Dudó, dudó y dudó, y finalmente eligió una sola tecla al azar y esforzándose tanto como cuando fastidiaba a Miguel con sus tres preguntas una detrás de la otra, la hundió sin despejar del todo sus temores. El armonio habló arenoso, eclesiástico, estableciendo ese grito como un espacioso instante de pureza. Luego sonaron otras teclas y hasta el cura concertista se asombró del prodigio de esa niña que repitió, sin mediar estudio alguno, frases musicales que él había ejecutado hacía unos momentos. Se hizo un eco del tamaño de un aljófar que brilló por un instante en la cavidad secular de la iglesia. Amanda, de haber podido, hubiera llorado de emoción.

Una tribu de sentimientos hizo ronda alrededor de la aprendiz. Llegaban desde lugares desconocidos de su propio cuerpo. Bailaron como murmullos de sombras montados sobre un color salido de entre las angustias de una luz que extravió el sentido de su naturaleza dentro de la ceremoniosa iglesia. Extraños los cuchicheos, aquellos que brotaban de la garganta del armonio, sonaban como pequeños aullidos de unas cuerdas demasiado laxas y sus soniditos hasta pudieron pasar por unas palabras dichas con el extraordinario entusiasmo de unos emblemas agitados con el solo fin de convocar a otros sentimientos que, tal vez, permanecían ignorados en algún repliegue del tiempo que se avecinaba.

La convocatoria de esa tribu encontró eco en otras de otras emociones diseminadas por los profetas de los misterios que, desde un rincón algo lejano, contemplaban a Amanda con absoluta complacencia. Llegaron para desalojar a los desiertos que, como hallazgos de polvos de cenizas, llenaban los espacios de la pequeña recluida y que eran muchos y muy variados. Desiertos de arenas de palabras, de polen de pieles, de terrosos humores, de una geografía de abandonos. Y en el naufragio de la soledad a la que la niña se vio arrojada con todas sus fatigas cuando murió su Anita, esas tribus de sentimientos trocaron los desiertos ásperos por unos bosques ciliados, llenos de pámpanos de luces, sarmientos verdes de vides verdes, que hasta podían haber crecido sin fin si ella hubiera tenido algunas lágrimas con los que regarlos durante sus eléctricos sueños llenos de recuerdos maternales. Pero Amanda dejó las lágrimas hacía rato, así como los gestos sospechosos, los ademanes rudos de la indisciplina propia de su edad, y también dejó unas oraciones que olvidó premeditadamente, junto con esos rumores oscuros del tamaño de un puño desesperado que golpeaba su pequeño pecho al tiempo que repetía orgánico “por tu culpa, por tu culpa, por tu grandísima culpa”, y le achacaba esa culpa bíblica por ese estado de encierro al que estaba sometida sin mediar ni la más pequeña explicación.

En la inmensidad del colegio de las monjas, estaba ella y la jorobadita que dio el mal paso murmurando una marchita que Amanda procuraba recordar pese a las prohibiciones; el cura concertista que le enseñó todo lo que pudo, y a veces la música de Bach que llegaba enamorada en una crencha engrasada que posaba ese instante fetiche a la vera de un pecado venial y que le decía, en un lunfardo extraordinario, que Dios no tenía nada que recriminarle, y que siguiera allí, acariciando la música con sus pequeñas manos, que la música retribuiría sus caricias, algo que Amanda deseaba más que nada. Caricias, solo caricias reclamaba, como cualquier alma en pena exige desesperadamente.

Amanda consagró muchas horas al estudio de la música. Desde el mediodía hasta la hora de la cena. La Madre Superiora soportó su entusiasmo hasta con indulgencia. Tarareó el solfeo, dedujo la armonía, conversó el contrapunto. Así fue durante algunos años, tiempo en que se fue transformando; su mutación fue extraordinaria.

El cura protector fue su maestro, y estaba tan agraciado con las habilidades de la muchacha que insinuó a la vieja monja considerar la posibilidad de que fuera becada para enviarla a Francia, de la que conservaba el mejor de los recuerdos –dijo a la monja sin siquiera sonrojarse–, a estudiar con algún gran maestro europeo. Él mismo se ocuparía de conseguir un mecenas generoso. ¿El beneficio? A la vuelta sería una artista renombrada y el colegio luciría su prestigio como una propia presea.

Pero, explicó la monja, su voluntad no podía imponerse a la del padre, quien a pesar de lo poco que la visitaba semana a semana, mes a mes, era quien decidía a voluntad el destino de la niña.

Esas largas ausencias paternas disgustaban sin disimulo a la monja, pero siempre se guardó del reproche porque sabía bien con quien trataba. Intentaría sugerirle la propuesta, pero no arriesgaba el éxito de su pedido, peor aún, sospechó que más temprano que tarde ese extraordinario atributo artístico sería reemplazado por obligaciones muy diferentes a las que el cura imaginaba para su pupila. Nunca la monja creyó que Amanda encontraría en su familia esa porción de amor indispensable para entregarla al arte sin exigirle nada a cambio.

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