Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 2.2 «Juan Sebastían»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 2.2 «Juan Sebastían»

II

Juan Sebastián


Amanda se encontró con Bach por accidente, luego del bochinche de cantos y pisadas en la Plaza de Mayo. Fue tan casual para ella como ese escandalete político que se armó al grito inconfundible de “Peerón, Peerón”, y que desquició a las monjas menos a la jorobadita.

La música, que había adquirido la fisonomía del alemán, la tocó por encima del hombro llamándola con un dedo índice que hasta parecía robusto visto desde la pequeñez de la niña. Le hubiera preguntado cosas infantiles solo por comprometerla con sus curiosidades. ¿Pero estarían en condiciones de comprenderse las dos, así, de repente, sin haberse estrechado nunca siquiera en un paternal abrazo musical? Amanda sospechaba de su propia imprudencia. Pero la música de Bach parecía tan indulgente como el aspecto gentil del hombrón aquel con su larga peluca blanca.

Al mirar en sus ojos, sin saber si ella la miraba o no (porque la música movía los ojos de un lado al otro buscando una explicación a ese misterio), y al comprender su misma inquietud (aunque no podía ni siquiera expresarlo correctamente), supo que había sonidos que mejor se queden así, sorprendentes, inexplicables, como la imagen extraordinaria del músico reflejada sobre un vitral multicolor. Surgen incluso de un encuentro extraño como ese, el de Bach y una niña pupila acompañada de la joroba de una monja que no dejaba de sonreír poseída de una complicidad manifiesta. Pasan y nos miran desde la altura de sus armonías perfectas y nos invitan a considerar de otra forma el suceso de las músicas que no definen si son terrenales o del mundo de los mejores espíritus. A veces preguntan por nuestras debilidades, por nuestras penas oscuras y lamentos constantes, por nuestras efímeras alegrías. Saben, y cómo saben, de nuestra condición humana limitada, mientras ellos disfrutan que estarán para siempre, orbitando eternizados entre ondas gravitatorias y maravillas electromagnéticas, definiéndose una y otra vez en su propia eternidad, porque sin la música no puede existir el universo. Ambos se corresponden y así se comportan dueños de una perpetuidad a salvo de todo.

Amanda celebró el encuentro. Fue la jorobadita que la llevó una tarde sin autorización a escuchar al cura párroco, un concertista bien conceptuado por entonces, que ejecutaba un órgano de dimensiones ciclópeas. Tubos, llaves, pedales, teclas, envolvían al hombre de cuyas manos salían en racimos, manchas negras que se colgaban a su arbitrio de un pentagrama fantástico. Fugas, tocatas, passacaglias, preludios, llamaban a Amanda desde sus enigmáticas claves y la niña les devolvía la gentileza, captando al instante su esencia fascinante.

Oyó que la monjita le dijo algo así como “¿te gusta lo que escuchás?” Y al momento se encontró junto al sacerdote quien le enseñó las primeras verdades sobre el arte de la fuga, el clave bien atemperado, las pasiones de Juan y Mateo.

Nunca respondió la pregunta de la jorobadita, tampoco fue necesario. Ella se encargaría que Bach no copara solo la parada. El tango orillero se lo arrimó otra tarde cuando se hacía ostensible la presencia del río a pocos cientos de metros del colegio. Su olor a barro era como la hostia de la melancolía. Y si Bach fue el momento de la voz de Dios, Carlos de la Púa, el del arreo portentoso de la porteñidad hecha lunfardo para siempre, en dirección a un Buenos Aires que mostraba su esencia sin escrúpulos. Con el tango arrabalero que se bailó entre hombres, muy hombres, vino el piano que llegó para quedarse hasta que lo echaron una mañana en un carrito de unos crotos que no cabían de la felicidad por la ganga que una vieja copetuda les ofertó sin rebusques.

Bach fue recomendado por la Madre Superiora, las cualidades de la niña no la sorprendieron. Supo siempre que en el brillo de esos ojos negros el misterio de su inteligencia se fundía con una belleza que superaba lo mundano. En esa hondura estaba Anita, aunque Amanda ni siquiera lo sospechara.

Pero el poeta se hizo clandestino cuando, arrojado al destierro fuera del convento, fue a dar a un nocturno callejón de obscenidades eternas, el desván de las emociones, de túnicas vibrantes entre espasmos pélvicos, donde las monjas uncían arrepentimientos y noches afiebradas en oraciones irrepetibles entre sus cálidas humanidades desertadas. Las humedades del sexo no hallaban consuelos ni en las invocaciones a ángeles y ni en todas las Marías que lubricaban sus ojos con lágrimas de sangre. Todas, menos la jorobada, que sabía tanto del arrumaco brutal como de la eclesiástica palabra de bienaventuranza. Quien anduvo en la calle, nunca pierde su perspectiva.

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