Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, segunda parte, cap. 1 «Peerón, Peerón»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, segunda parte, cap. 1 «Peerón, Peerón»

Esta foto se ha difundido como perteneciente a la comunión de Amanda Da Silva. La niña posa en un púlpito o balcón de la iglesia que habría pertenecido al Colegio donde estuvo pupila durante varios años. No se ha podido determinar su autenticidad.

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Segunda parte

I

¡Peerón! ¡Peerón!


El timbre sonaba sin interrupción llamando a formación. Chirriaba frenético mientras unas chispitas blancas saltaban iluminando el bronce de la enorme campanilla que parecía hincharse de los sonidos agudos que el martillo hacía brotar a puro golpe. Las voces de la pueblada llegaban desde el exterior con un entusiasmo que desconcertaba. La muchedumbre dejaba una estela de palabras suburbanas y proletarias que se mezclaban con las pisadas que se atropellaban por llegar primero hasta la plaza de la Victoria. Pocas veces se atrevían a pasar los límites hacia la ciudad capital, pero ese día todas las rutas estaban colapsadas por el gentío que no cesaba de sumarse a la caravana.

Las monjas oían las palabras y también el rozar de las suelas rudas en el adoquinado lustroso, y por ello tapaban sus oídos con tanta fuerza que hasta parecía que podían lastimar los pabellones de sus orejas. Estaban rojas de cierta ira ciudadana por la incursión de los recién llegados del conurbano. Salvo la jorobadita, todas parecían angustiadas. Ella en cambio, saltaba de alegría como si el espíritu de Eufrósine la poseyera. Amanda la observaba despabilada. ¡Esa jorobadita siempre daba la nota!

Todas llevaban sus típicos atuendos negros y blancos que se agitaban como espectros de banderas al viento entre el griterío y el desorden que ellas mismas generaban. Se movían como aves iracundas en medio de una desorientación que nadie sabía por qué se producía. Gritaban ¡y cómo gritaban!, tanto como graznaba el mismísimo timbre con su hinchada campanilla de bronce martirizada por los golpes del martillo; pero ellas lo hacían con mayor espanto que aquel que no tenía pecado que expirar salvo alguna disonancia producto de una desavenencia de las moléculas de su metal y que, solo en ocasiones excepcionales como esa, podía escupir unas esquirlas de luz saltimbanquis que brotaban de los extremos de unos cables envueltos en una tela de color indefinido. En cambio, ellas, escupían abominaciones que a medida que se llenaban del aire templado de las cercanas orillas del Río de la Plata y el murmullo proletario que crecía de a ratos entre cantos y risotadas (en una marejada de entusiasmo y esperanzas), se hacían espesas y llenas de vitalidad, alimentadas con las nuevas maldiciones que otras tantas monjas decían por aquí y por allá sin ningún miramiento. Y todas procuraban disimular sus palabrotas apretando los labios y murmurando los insultos con intención de no ser oídas por las niñas. Trataban de aplastarlas bajo la lengua viscosa y que impregnadas de su ácida saliva fueran compactadas por los dientes, para que, francamente disminuidas, no parecieran lo que realmente eran. Luego, entre verbos, adjetivos y sustantivos que elegían al azar y que mezclaban adrede con el solo fin de emboscar los agravios, procuraban ser tomadas como simples repetidoras de inofensivas palabras. Buscaban ser pudorosas, o al menos parecerlo, con sus insultos, entre tanto bochinche.

Pero las niñas escuchaban todo, nada escapaba a la capacidad de sus oídos infantiles. Incluso entre los chirridos del timbre y el griterío de la muchedumbre estudiantil y el revoloteo de esas monjas agriadas, extraían del menjunje sonoro como por arte de magia, las palabrotas y las echaban a rodar con extraordinario encanto como cantos rodados. “La monja aquella dijo carajo”. “¿Cuál? ¿Cuál?” preguntaban extasiadas tratando de individualizar a la malhablada y comentar luego encantadas y liberadas de toda amenaza. La señalaban con sus pequeños dedos, amonestándolas risueñas algo que se podía disfrutar en muy contadas ocasiones.

Que una monja gritara “¡carajo!” en medio de una batahola inesperada en el patio central del colegio de pupilas, era un evento extraordinario, un verdadero milagro surgido indiferente al comentario de Dios.

—¡La gordita está puteando! –denunciaba una petisa de trenzas casi rojas.

—¿Qué gordita? ¿Esa que es alta o la otra bajita?

—¡La gordita! ¡La gordita! ¡La gordita dijo la puta que lo parió!

Las niñas a coro se preguntaban unas a otras y todas al mismo tiempo, extrañadas y confundidas: “¿la puta que lo parió? Conmovidas repreguntaron: “¿dijo: la puta que lo parió?”, palabras mitológicas como ningunas, que solo se solían farfullar en algún rincón lo bastante alejado de los controles monásticos que las monjas ejercían con envidiable eficacia.

Pero que una monja soltara la lengua contra una madre que cargara el mote de “puta”, nunca se había escuchado. La “puta”, o “la reputa” o “la reputísima madre que lo parió” era el ángelus de las puteadas y en boca de una monja nunca se la había oído. Era una experiencia inigualable. ¡Dios sea loado! Suspiraban las muchachas conmovidas por esa puteada inspiradora y se persignaban no de espanto sino de alegría. Nada las amenazaba esa tarde en transformarlas en tristes estatuas de sal por descubrir las abominaciones que las monjas hacían por un evento que escapa al conocimiento de las alumnas.

Las monacales maldiciones adquirían hasta vida propia a medida que crecía el aquelarre provocado por unas cuantas insensatas monjas perturbadas por el acontecimiento político tan inesperado como populoso. Cruzaban con ínfulas desesperantes de un lado al otro del enorme patio central al que daban las galerías de todo el colegio y que describían una letra “u” de perfectos ángulos rectos; y mientras rodaban entre las piernas de las niñas, hacían cabriolas indecorosas que exageraban sus burlas con el solo fin de desquiciar a las monjas que desesperaban por esas apariciones que ellas mismas habían provocado. Las finas ornamentaciones todas en cemento que dibujaban escenas bíblicas y hasta las doce estaciones del Vía Crucis, incurrían en bíblicos errores producto de la parafernalia de alumnas y monjas, y perdían su aspecto litúrgico y recatado que tanto habían cuidado los artistas albañiles cuando la construcción.

Cada tanto, desorientada, alguna de las palabrotas iba a dar en los zapatones de la Madre Superiora, que se santiguaba repetidas veces para exorcizar la maledicencia de las palabras que subían del suelo trepando por el hábito hasta la pechera blanca, que tenía una cruz bordada con hilo dorado y que lucía magnífica en relieve y colores sacros.

El desconcierto aumentaba a medida que el griterío se hacía ensordecedor, el timbre desvariaba y las monjas eructaban los insultos como nunca antes habían hecho. Estaban verdaderamente espantadas exigiendo que todas las niñas se acomodaran en el patio central del colegio, mientras desde los alrededores miles de pisadas seguían llegando desde distancias enormes y oliendo a polvo, sudor y revoloteando como raras aves desde la Plaza de Mayo.

Eran sufridas pisadas de kilómetros de distancias, henchidas de dolores, pero satisfechas. En una fuente redonda como un anillo, se refrescaban con el agua que brotaba desde su interior por unos tubos como flautas que sabían hacer danzar los chorritos con una elegancia que encantaba a los manifestantes, muchos de los cuales, era su primera vez en ese extraño paisaje citadino.

Las filas de alumnas se iban rellenando a medida que todos los cursos llegaban al patio. Por las bocinas empezó a escucharse una oración repetida sin descanso. A pesar del bochinche se podía asegurar que era un Ave María cantado con voz de soprano. Amanda, que estaba realmente desorientada, pensó que todo aquello no era, sino parte del rito de la misa en la que nunca participaba por sus repetidos desmayos por hambre, y que de ese modo anárquico les tocaba el rezo del rosario, por esa única vez y a una hora para ella desacostumbrada.

Hasta entonces, Amanda consideraba que la intensidad litúrgica de la misa de la mañana se medía por la sucesión de desmayos tempraneros, y al mediodía por el susurro agónico de estómagos que reclamaban una hogaza de pan, un pedazo de carne, con sus indiscretos jugos gástricos que se hacían oír incluso contra la voluntad de sus dueñas. Pero hasta entonces, la tarde siempre fue obviada para el rezo y solo a la noche, antes de la cena y antes de dormir, se repetía unas oraciones que Amanda decía sin reparar en su contenido ni en su sentido religioso.

Luego sonó una música sacra, irrumpió de un órgano sonando monumental, una melodía que casi ninguna de las niñas podía identificar. Negras, corcheas, redondas, fusas, gritaban reclamando a Dios algo que no se podía deducir. Pero sonaban tan decididas y con tanto descaro sincopado, que la música pareció adquirir voluntad propia entre el griterío de afuera y el de adentro y se irguió hasta tocar la cúpula de la parroquia que daba a los fondos del colegio.

El ruido de la púa de cactus se exageraba por las inmensas cornetas metálicas que chillaban crujientes como las mismísimas trompetas de Jericó sonando ante las bíblicas murallas. Subida a una tarima de madera que dos monjas enanas arrimaron desde una habitación que no solía abrirse muy a menudo, una monja gritó desde el fondo de su garganta, que a su orden todas debían taparse los oídos y murmurar sin interrupción como un zumbido místico el Padre Nuestro. Recomendó no anticiparse a su orden, pero cuando ella se lo indicara, todas, pero todas las niñas, debían cubrir con sus manitas los pabellones de sus orejas y decir al unísono “padre nuestro que estás en los cielos”, y repetir la oración una y otra vez, una y otra vez, hasta diezmar todo otro ruido que quisiera establecer su supremacía sobre la oración que Mateo y Lucas estamparon en sus evangelios hacía más de un milenio.

Pero tanto esfuerzo resultó infructuoso. El Padrenuestro dejó su lugar a un “¡Dios te salve María!” Si el Hijo de Dios no podía con ello, tal vez la Madre, lo pudiera. “Dios te salve María”. ¡Dios la salve!

Sin embargo, entre el bochinche, se escuchaba un grito que llegaba desde todas direcciones, impertinente, caprichoso, reclamante. Y lo hacía cada vez con mayor frecuencia. Amanda hubiera jurado que las invisibles voces repetían ese nombre que vio estampado en la pared en uno de los viajes en el auto de la abuela Eriseta. ¿Ese nombre era Perón? Se preguntó. Recordó su esfuerzo por deletrear esa nueva palabra que Miguel le explicó era un apellido. “P”, “e”, “r”, “o”, “n”. Su padre, aquella vez, la corrigió al momento, le dijo como al pasar “la ‘o’ acentuada. Ó”. Y Amanda repitió obediente: “P”, “e”, “r”, “ó”, “n”. ¿Pero ese nombre que escuchaba, realmente era Perón? Trató de identificarlo a pesar del bullicio del patio del colegio, que había menguado en algo, tal vez producto de una temprana fatiga provocada por la histeria general.

Peerón. Peerón. Peerón. Se oía cada vez con mayor claridad. Amanda sonrió satisfecha por su acierto. El sonido de esas escasas dos sílabas estimulaban a algunas monjas a más intensas recomendaciones, entre histriónicos gestos que pretendían inducir a las infantas a la obediencia. Salvo la jorobadita, que empezó a moverse acompasando con sus contorsiones esas dos sílabas que se vinculaban de manera perfecta una con la otra.

Dios te salve María, exclamaban exorcizando el nombre ese. ¡Dios te salve!

Peerón, Peerón, Peerón, se oía contrapuesto al rezo.

Llena eres de gracia, ¡llena eres de gracia! ¡Siempre! ¡Siempre!

Peerón, Peerón, Peerón.

El Señor es contigo, y contigo y contigo, el Señor es con todos. (¿También con Perón?, se preguntaba Amanda desde su pura inocencia).

Peerón, Peerón, Peerón.

Bendita Tú eres entre todas las mujeres,

Peerón, Peerón, Peerón.

Y bendito es el fruto de tu vientre.

Peerón, Peerón, Peerón.

Santa María, Madre de Dios,

Peerón, Peerón, Peerón.

Ruega por nosotros pecadores, ¡ruega! ¡Ruega por nosotros! (¿Y por Perón?, se preguntó la monjita que no dejaba de bailar al son del sonido de las sílabas rítmicas del apellido del nuevo líder).

Peerón, Peerón, Peerón.

Ahora y en la hora de nuestra muerte.

Peerón, Peerón, Peerón.

Amén.

Peerón, Peerón, Peerón.

Amanda estaba segura que la monjita jorobada no rezaba, repetía “Peerón, Peerón, Peerón”, pero, aunque se lo hubiera preguntado, lo hubiera negado como tiempo después negaría tres veces cuando la pescaron con los poemas de Carlos de la Púa.

La Madre Superiora, que tomó el lugar en la tarima de las monjas enanas, les dijo a las niñas formadas en el patio que sus familias las retirarían, apenas se hicieran presentes en el colegio, llamadas de urgencia. Salvo un puñado de ellas que no podían ser retiradas por ningún familiar (porque no estaban o porque no querían hacerlo), todas se irían a sus casas con la expectativa de que las cosas no se complicaran más de la cuenta. Dijo los nombres de las que permanecerían en el establecimiento. Amanda Da Silva fue la primera en nombrar. El orden alfabético en los nombres la dejaba siempre primera en la línea de largada de las malas noticias. “Amanda Da Silva” sonó como nunca. Y ni el “Peerón, Peerón, Peerón” de la abigarrada multitud afuera, impidió que se oyera con absoluta claridad. Amanda se resignó, y la monjita jorobada que seguía murmurando, los labios apretados, “Peerón, Peerón, Peerón” (aunque lo hubiera negado de habérsele preguntado), se acercó por detrás y acarició su cabeza con ternura. Ese mimo siempre la reconfortaba y aunque mucho hubiera deseado que su padre llegara para rescatarla, el consuelo resultaba gratificante. Otras ni esas caricias recibían en compensación por el abandono.

Hasta altas horas de la noche, Amanda oyó sonar ese nombre repetido por la multitud de manera incansable. Luego, las voces y sus pisadas se desparramaron en todas direcciones. Oyó un último gritó que llegó desde lejos, desde la amplia avenida: “puto y ladrón lo queremos a Perón”. Un musculoso joven que llevaba un overol azul, vociferó desafiante mientras reía desfachatado frente a unos pitucos maniquíes de una casa de ropa fina, que lo miraban indiferentes, rodeados de unas estrafalarias robe de chambre de seda natural. Pero esa noche, Amanda, no se atrevió a preguntar qué significaban esas palabras que retumbaron por las rectas galerías del colegio de monjas y que hablaban de un cariño a pesar de todo. Lo mismo que ella sentía todavía por Miguel, a pesar de todo.

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