Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 13 «Asmodeo M.)

XIII

Asmodeo M.


Miguel, salvo lacónicas respuestas que no superaban las tres o cuatro palabras, se mantuvo en silencio mientras Eriseta le hablaba espantando unas pequeñas mosquitas salidas no se sabía de dónde y que se enredaban en su cabello. Los insectos parecían aturdidos, pero aun así sabían esquivar los manotazos que la mujer les lanzaba para espantarlos. Creyó al verlas zumbando anárquicas alrededor de la testa de su madre, que bien podrían ser sus propias ideas que salían hacia afuera por los conductos auditivos para poner en evidencia la catadura de sus más íntimos pensamientos. Sospechó de qué tipo y qué tamaño serían esos dípteros si representaran sus verdaderos sentimientos.
Protestaba por asuntos que Miguel tenía olvidados, pero que ella se preocupaba de rescatar para engordar sus reproches con todo tipo de argumentos y sucesos más o menos ciertos. Rascaba el fondo de la memoria para hallar lo que fuera en la historia familiar y que le permitiera seguir hablando sin interrupciones. Pero en lo que puso mayor énfasis fue en recriminarle haber faltado el juramento que le hizo a su padre moribundo.
Miguel estaba inexpresivo y hasta atontado por las quejas, tan aturdido como las asombrosas mosquitas que salían de la cabeza de su madre para girar alrededor de ella como los planetas giran alrededor del sol.
De ese juramento él abominaba secretamente; solo fue de compromiso ante un hombre moribundo que, entre jadeos terminales y lágrimas de sangre, jeringas, escupideras y olores inolvidables, le rogaba que jamás se involucrara con ideas anárquicas y disociadoras. Fue un discurso descoordinado, maldiciones repetidas sin sentido, irrepetibles invocaciones a la supuesta fe a la que se debían. Una mención sobre las bondades de Torquemada, una invocación al Pardo Meneses, referencias a una “democracia” selectiva, convocatorias a un Dios iracundo por sobre todas las cosas, y algunas apelaciones más que ya ni recordada. Todo ese discurso del moribundo, en definitiva, no era más que un reproche agónico contra su mujer, Anita, de la que ventiló su prontuario, apenas se enteró de la relación que unía a la mujer con su hijo.
Miguel recordaba muy bien ese día en que su padre agitaba una carpeta amarilla que llevaba estampado el nombre de su amada, como una bandera de peligro y advertía de todos los infortunios “que una vulgar calentura” traerían a toda una familia que se había ganado una buena posición y las más significativas consideraciones en las altas esferas de la sociedad porteña.
Si se le hubiese dejado hablar en ese momento (y hubiese tenido el coraje necesario), y si se hubiese atrevido hacerlo en el instante de los reproches maternos, habría dicho que juró en falso, que era un perfecto perjuro y hubiera asumido tal condición hasta con satisfacción.
Ante la impostación de Dios de su padre moribundo, bien podría haber actuado como un legítimo energúmeno y disfrutado de las mieles de la rebeldía. Sin embargo, reducido a una vulgar traición familiar, recurrió al silencio aleve y la mentira indiscreta para redimirse sin comprender que la escasa valentía no soporta jamás el capricho de los que creen que portan la voz de Dios y la luz de la verdad definitiva.
Persistentes las diminutas moscas a esa altura de la perorata dejaron su vuelo anárquico y empezaron a danzar armoniosas un Deuteronomio alrededor de la mujer que seguía lanzando palabras como piedras a la perversa infiel de los versículos. Miguel se tapaba la cara con las manos y con los antebrazos cubría su pecho, igual que aquel que se protege de la lapidación de los fanáticos.
Le dijo a su hijo con una voz extraída de una apoteosis de reproches que ya no podría vivir más en el suburbio aquel, lejos de todo, privado de las comodidades más elementales. La palabra “suburbio” le generaba rencores y desafíos y verdaderos deseos de exorcizar ese mal enquistado en una modesta casita de madera canadiense, envuelta en los vahos de la humedad de una laguna a menos de unos trescientos metros, surgida a la intemperie por arbitrio de la lluvia estacional.
Ese, según la amonestadora madre, no fue nunca un verdadero hogar, solo una simulación nacida en el capricho de una muchacha de ojos negros y labios húmedos que desbordó los sentimientos de un hombre desacostumbrado a manipular el amor verdadero.
El auténtico hogar, le espetó, era la casa familiar, en la que vivieron todas las generaciones, casi desde el nacimiento de la refundada Buenos Aires, bajo la advocación de la Virgen de los marineros y a pesar de la sífilis y el escorbuto.
Esa casa materna, legada por antepasados que tuvieron su gloria en el secreto de Estado, era para Eriseta como la ciudadela que el señor, su Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, le dio para una vida a su servicio, cuidando no solo el altar divino, sino el de la Patria, que debería ser su imitación y semejanza, y el de la Familia, la institución que estaba destinada a ser la íntima reserva de la identidad nacional de la que ella era una inclaudicable defensora.
Por una abrupta decisión del destino, los tiempos habían cambiado; lo que ayer parecía lejano mientras la intrusa gobernara los sentimientos de su hijo, se hacía posible por su temprana muerte. Por esa circunstancia inesperada había llegado su hora para enderezar lo torcido y mejorar lo correcto.
Dios, en su infinita sabiduría, pensaba convencida, fue el que deshizo los enredos de su hijo con esa muchacha, y aunque en más de una oportunidad se dejó tentar por la idea de que fuera la voluntad humana la que torciera el rumbo de los acontecimientos, aceptó por recomendación de su confesor dejar en las divinas manos la solución última. Si Anita murió, como al final ocurrió lo que tanto había deseado, había que buscar la explicación más segura en esa misteriosa decisión divina.
Ella estaba realmente serena, sabía que todo estaba dicho de antemano, escrito en letras de molde sobre la piedra sagrada surgida del éxodo por el desierto. No era un vano presentimiento el que la preparaba para el desenlace tal como ocurrió. Ni se trataba de una corazonada nacida del fervor. Tanto hombre o una mujer que hiciere lo malo ante los ojos del señor su Dios, la Patria o la Familia –y entonces alzaba su dedo índice señalando el nombre de Anita como un sacrilegio delimitado en cinco letras–, violando los pactos sagrados con esa santísima trinidad y que sirviese a otros dioses, adorándolos, o adorando al sol en su magnificencia en las mañanas planetarias, o a la solitaria alhaja de la luna izada en la noche como una fruta plateada, o a cualquiera de las huestes terrenales que avanzaban entre flamígeras banderas como fantasmas por el mundo deshaciendo cadenas y enterrando dominios, estaban condenados y solo se trataba de esperar que las cosas ocurrieran como estaba antedicho.
Y como fuera dicho, y como fuera mandado, por atentar contra la casa de Israel, que en definitiva era su propia casa, porque su casa era como la propia casa de Israel, saldría de sus vidas para siempre esa mujer que cometió malas acciones. Y usando la palabra como puños de piedras, apedreaba su recuerdo hasta que desapareciera definitivamente, a pesar de que Miguel se cubriera la cara con las manos y el pecho con sus antebrazos.
Agazapada en los reproches, dijo que la aventura de la vida suburbana en ese lugar tan apartado de Buenos Aires había llegado a su fin. Con menos apasionamiento, acaramelando su voz, le reclamó a Miguel que considerara el futuro del niño. Él ya no podría criarlo y debería dejarlo al cuidado de una nurse de confianza que la propia Agencia podía proponer, y de ella, que sería la celosa custodia de la crianza.
Con respecto a él mismo, su carrera de funcionario no podía quedar sujeta al capricho de sostener la educación de la criatura y el de una casa en la que ni agua corriente había. Le recordó casi a los gritos que había aceptado de mala gana aquella “aventura” (como llamó a la mudanza a la recoleta vivienda de madera canadiense), porque Anita lo dominaba con su fuerte carácter.
Mientras fue soltero, ese dominio le perteneció a Eriseta. Ninguno de sus hijos se atrevió a contradecir sus decisiones, y en esos asuntos su esposo no se entrometió nunca. Era una especie de trato, ella no mangoneaba en los asuntos de Estado que requerían la intervención de su marido, y él dejaba en manos de la esposa todo lo que tuviera que ver con la familia.
La educación, la religión, el porvenir y hasta los matrimonios, salvo en el caso de Miguel, habían contado con la aprobación de la mujer. Nada de eso se pudo hacer sin su expreso consentimiento. Hasta que llegó Anita y trastocó los valores tradicionales de la familia. Pero muerta Anita, el escaso ánimo de Miguel para encarar dificultades, incluso las más previsibles, facilitarían los propósitos maternos de retomar el control de la vida de su hijo.
Le dijo que la prudencia lo convencería de retornar a la vivienda familiar y sostener allí su verdadera familia, la que estaba unida por la sangre y no por un antojo, priorizando al bebé recién nacido y también a él mismo; que no debía despilfarrar su tiempo, su dinero y su futuro, atrás del recuerdo de una esposa muerta y de una niña que no era suya, quien, para su tranquilidad, quedaría al cuidado de las monjas de reclusión, nada mejor que las severas hijas de Dios para hacerla una devota y provechosa cristiana.
Eriseta se comprometió a garantizar el pago de la cuota mensual por la compra de la casita y a enviar a empleados suyos a mantener en condiciones la vivienda.
Miguel le aseguró que los vecinos, y no solo Carmen y Francisco, sino aquellas alemanas de gesto adusto y actitud espartana, se comprometieron a cuidar la casa y a ponerlo al tanto de cualquier contingencia. Ella encomendó a un alcahuete suyo entrevistar a la vecindad que recibió al enviado como un mensajero del diablo.
De todos modos, como así expresaron los vecinos, el villorrio era tan tranquilo que nada hacía sospechar algún inconveniente indeseable. No tenía más de qué preocuparse. Con respecto al dinero, sonrió amarga Eriseta, nunca le faltaría como no le había faltado hasta entonces.
Anita siempre sospechó que su esposo recibía dinero de la madre, parte de la fortuna paterna que legó a su muerte a los hijos y la esposa, en proporciones que solo la mujer sabía. No se trataba de una suma menor.
Atender el pago de la casa, garantizar la subsistencia del matrimonio y la pequeña hija, teniendo presente que la familia se agrandaría en breve, llevaron a Miguel a solicitar, en secreto, ayuda económica. Anita nunca se le hubiese permitido. Era orgullosa y obstinada, y estaba dispuesta a trabajar horas extras para sostener la casa si era necesario. Afirmaba que los dos salarios eran suficientes para vivir sin abundancia, pero sin escasez. Miguel acompañaba de palabra esa convicción de su esposa, pero recurría a la herencia que cuidaba su madre para aligerar la carga de sus obligaciones. Solía guardar esos pesos extras que Eriseta le giraba todos los meses para hacer frente a alguna contingencia familiar y darse algún gusto extra que movía a la sospecha de la esposa.
La diatriba se interrumpió cuando el timbre sonó repetidas veces. La mujer presintió que ese imprevisto venía en socorro de decisiones que había resuelto tomar en la intimidad de sus reflexiones. Una circunstancia inesperada que resultaría en su beneficio.
Miguel, que se sintió raramente liberado del discurso en el preciso instante en que vibró la campanilla, supo de inmediato que se trataba de su suegro, que acababa de llegar de improviso.
La llegada del padre de Anita la recibió como una mala noticia. A la arenga materna debía sumarle entonces las procacidades de ese hombre. El infortunio se mostró perverso con el viudo. Soportaba el acoso de su madre y la presencia de su suegro.
La mucama hizo pasar al visitante al amplio salón comedor y le indicó que esperara allí hasta que llegaran “los señores”. Asmodeo M. apoyó una pequeña valija forrada en tela azul y rio cínico de manera ostensible, mientras repetía burlón las palabras de la joven mucama. “Los señores, los señores”, dijo (y pasó su lengua por los labios en obsceno gesto mientras miraba procaz el trasero de la joven sirvienta), y por lo bajo largó “alcahueta”, como quien lanza una pedrada de rastrón, para dar justo en los tobillos donde duele durante días, insulto que la muchacha escuchó, pero que no estaba en sus posibilidades responder. De haberlo hecho, seguramente, Eriseta la hubiera despedido porque era una ley inquebrantable que los sirvientes jamás debían responder a los insultos de sus patrones ni de allegados a ellos, aunque fueran de ese obeso rufián que olía a la quema de una parva de hojas y bosta de vaca, y frotaba sus labios con una lúbrica lenguota.
Vestía un traje marrón, tan ajustado que parecían a punto de estallar sus costuras. Asmodeo M. tenía la costumbre de abrochar el saco, que se abría mostrando parte de la corbata y la camisa, porque apenas si soportaba la presión que el abultado abdomen hacía sobre los botones y ojales que imitaban enormes bocotas deformadas.
La camisa habría sido blanca en alguna oportunidad, pero estaba amarilla de los repetidos lavados a las que había sido sometida sin ver la luz del sol desde su confección. Asmodeo M. detestaba las mañanas y más aún el sol. Se levantaba ya pasado el mediodía, a veces hasta después de las tres de la tarde y se quedaba recluido hasta que el sol se ponía. Salía de juerga antes de empezar la noche y regresaba a su casa bien entrada la madrugada.
El cuello se veía roído en su borde por el roce con los rollos que bajaban de la nuca y se estrechaban en fraternal abrazo con la papada que ocultaba el cuello corto y ancho que sostenía su cabeza. Una barba pinchuda y de varios días afeaba aún más su presencia. La calva lucía lustrosa y rara vez se peinaba con algún criterio. A veces los cabellos se desparramaban por la pelada, otras parecían electrizados, nunca más o menos bien orientados. Dos anchas cejas se estiraban como una única línea peluda sobre su ancha narizota, de la que sobresalían largos vellos más negros y pinchudos que la propia barba. Los ojos eran pequeños y estaban apretados entre la frente y las gordas mejillas. Eran oscuros, pero no de la hondura de Anita, y resultaban promiscuos, incluso a quien los viera sin prestarles demasiada atención.
Los labios eran gruesos, lujuriosos, húmedos por una lengua que pasaba una y otra vez sobre ellos mojándolos con una espesa saliva, en un gesto que solía irritar a cualquiera que apreciara ese comportamiento. La corbata lucía manchas de todos los colores y tamaños, pero predominaban las marrones, grotescos estampados de la baba tabacada que caía sobre ella producto de llevar siempre aferrado entre sus labios el largo y grueso habano de tabaco cubano que era el de su preferencia.
Los puños de la camisa, gastados y sucios del roce, sobresalían de las mangas del saco. Como los brazos debían estar siempre apoyados sobre la barriga, las mangas habían adquirido una forma curva y descubrían la camisa muy por encima de los puños. Eso sí, dos mancuernas doradas cerraban los puños. Una rara indiscreción en medio de una desprolijidad y suciedad proverbial.
Debajo del vientre enorme, los pantalones luchaban por mantenerse más o menos a la altura de la ingle sin descubrir nada de su intimidad. Un cinto del ancho de una mano se esforzaba hasta más no poder por cumplir su trabajo, atenazado a una hebilla dorada que no escatimaba sus brillos, denunciando la larga bragueta que las más de las veces dejaba ver algunos botones desabrochados. Su obesidad le dificultaba llegar con alguna comodidad a esa zona de su cuerpo. Los pantalones caían sobre los zapatos como de golpe, arrastrados por las botamangas gruesas y mal cocidas por él mismo, con largas puntadas de un hilo negro como exagerados guiones.
De pie, en ese extremo del salón que permanecía a media luz porque no se habían abierto las persianas de las ventanas, Asmodeo M. parecía más extraño de lo que era. Su figura estaba en completa disociación con ese ambiente pulcro y recatado, y nadie lo habría asociado a Anita, que era delgada, bella y luminosa. Tanto Miguel como Eriseta se preguntaron más de una vez si ese hombre era realmente el padre de esa bella criatura. Tal vez en su juventud, especulaban, habría lucido otro aspecto, bien alineado, prolijo, con cierto encanto varonil. Pero tanta deformidad no abrigaba certezas de aquellos años mozos en que había nacido Anita.
Madre e hijo llegaron luego de unos instantes advertidos de su presencia por la mucama, quien manifestó con discreción la procacidad del visitante. Lo hizo para advertirlos del personaje a quien desconocía. Miguel alcanzó a oír que Asmodeo M. rumiaba burlón unas palabras sin comprender su significado. “Los señores, los señores”, creyó entender, pero le restó importancia. Sobre la cabeza del muchacho aún revoloteaban unas palabrotas que su madre lanzó al enterarse de la mala noticia de la llegada del hombre, ese que la interrumpía cuando, creía ella, estaba a punto de doblegar la voluntad de su hijo.
Repudiaba su presencia. “¿Quién pudo llamar Moshé a ese cerdo?”, preguntó a media voz, aunque no esperaba ninguna respuesta. Miguel se encogió de hombros, indiferente, no le interesaba explicar que él nombre bíblico no hacía a la persona, solo se trataba de un nombre. Se lo veía decrépito y cansado, a ella, en cambio, más altanera que de costumbre.
Se acercaron al hombre con desgano, tratando de que él captara que no era bienvenido a la casa. Esas sombras como mosquitas que perseguían la cabeza de Eriseta, desaparecieron al instante de enfrentar al visitante, tal vez por un sincero temor a ser devoradas por esa boca de tonos marrones del tabaco.
Asmodeo no era muy perceptivo, no porque fuera algo estúpido, sino porque era demasiado holgazán. Pero los gestos de desagrado de sus anfitriones no daban lugar a confusión. Los saludó casi con displicencia, devolviendo la escasa cortesía con que era recibido. A su yerno con una palmada en el hombro al tiempo que le dijo “todo pasa”, lo que provocó un acceso de furia que Miguel contuvo con esfuerzo; a Eriseta apenas con un ademán. La mujer ni respondió el saludo, si fuera por ella no le hubiese permitido la entrada y lo habría despachado sin explicaciones.
Miguel lo invitó a sentarse; Asmodeo aceptó porque se sentía muy cansado. El sillón crujió al depositar su pesado cuerpo sobre el asiento. Eriseta sufrió al escuchar el quejido del mueble y estuvo a punto de pedirle que se alzara para aliviarlo del tormento. Pero levantarse de su asiento a Asmodeo le hubiese costado tanto como subir una cuesta empinada. La obesidad mórbida hacía lentos y torpes sus movimientos, y respiraba con dificultad porque padecía una obstrucción pulmonar crónica por sus hábitos de fumador. Desalineado, despeinado, con la barba sin rasurar por días y su ropa manchada, brindaba un espectáculo del que la pareja anfitriona no podía sustraerse. Y ese perfume que emanaba de las porosidades de la piel, abiertas como ventosas oscuras por toda la dermis sometida a un estiramiento inapelable por el exceso de peso, les llegaba a sus delicadas narices confundiendo sus sentidos. Hedía a tabaco, el que consumía desde la primera adolescencia, apenas salido de la infancia, a los doce o trece años, cuando comenzó a fumar unos cigarritos que le robaba a su padre.
El hombre, que no estuvo presente ni en el sepelio ni en el entierro, quiso justificar su ausencia por razones que ni Miguel ni Eriseta alcanzaron a comprender y que, por otra parte, no les interesaba en lo más mínimo.
Sus palabras luchaban por filtrarse de la boca, disputando con el cigarro un lugar por donde salir al exterior para ser captadas con alguna posibilidad de entendimiento. Sin embargo, resultaban tan pastosas como la saliva que dibujaba una marca marrón incesante desde el borde extremo de los labios hasta el mentón rechoncho y barbado que se incrustaba en la papada magnífica como un anatómico error del tamaño de una piedra de regular tamaño.
No demostraba estar consternado por la pérdida de su única hija. Miguel quería convencerse de que en alguna capa de toda esa voluminosa humanidad algún sentimiento de dolor debía albergar. Imposible saberlo. Salvo la repetición monótona de “todo pasa, todo pasa”, no expresaba ninguna emoción por la pérdida. “Todo pasa, todo pasa”, y nada más. A las cansadas, luego de repetir esa frase que exasperaba a Miguel, dijo “yo también soy viudo y sobreviví”.
Era difícil para los dueños de casa decir qué sentimientos podía experimentar ese hombre no solo en esa circunstancia, sino en cualquier otra. Su comportamiento no permitía deducir si disfrutaba de algún sentimiento verdadero, no importaba si se trataba de dolor o alegría.
No se lo podía asociar al amor, ni a la desazón que produce una pérdida temprana y mucho más si es la de un hijo, de quien se espera sobreviva a los padres. Todo en él inducía al rechazo y no invitaba a suponer que pudiera albergar alguna emoción siquiera menor.
Pero su rostro era lo más desconcertante, siempre mostrando ese gesto desvergonzado, parecía una máscara de cera, un rostro artificial en sus colores, en su textura, en el detalle de su fisonomía, despeinado de modo ridículo y una pinchuda barba de púas negras que cerraba el entorno de la cara como un trazo grotesco hecho con un carbón. Y ese rictus imposible de no apreciar, una mueca involuntaria, espasmo extraño que iba desde lo obsceno a lo ridículo y que solía desubicar a sus interlocutores que no podían comprender si el hombre los trataba con alguna seriedad o solo se burlaba de ellos para pasar el rato.
Eriseta realmente lo detestaba, de solo verlo se inflamaba contra Anita, a la que le achacaba la responsabilidad de haber introducido a “semejante tipo”, en la distinguida familia, exagerando la nota porque su presencia solo era ocasional y hasta se podían contar con los dedos de una mano.
Anita tenía una relación muy lejana y muy poco amorosa con su padre, del que casi nunca hablaba, salvo para berrear contra ese humo del cigarro que se le hacía, de solo mencionarlo, revulsivo. Cuando recordaba el olor de los cigarros, a Anita el rostro se le desfiguraba, adquiriendo un aspecto mortuorio, oscuro, consumido, contrastando con su habitual belleza y luminosidad que era su aspecto distintivo. No permitía que nadie fumara en su presencia, salvo a Miguel, ¡y esa era una verdadera prueba de amor de la que Miguel nunca estuvo enterado! Solo a él se lo permitía, pero nunca en la habitación matrimonial, prohibición que él aceptó sin reparos.
Asmodeo M. acomodado en el sillón, logró sentirse aliviado del trajín del viaje. A pesar de que su respiración sonaba como un viejo fuelle descangallado, no dejó de fumar ese oscuro cigarro de aspecto de rama negra que en su extremo mostraba su ardiente braza y tosía un catarro tan negro como el cigarro que fumaba.
Eriseta no dejó de observar nunca al hombre reposando sus adiposidades que caían a un lado y otro del sillón. Mientras le acercó un delicado cenicero de cristal de Murano, volvió una y otra vez a preguntarse por la discrepancia que había entre el sagrado nombre de Asmodeo M. y ese adefesio catarroso que se saliva sin reparar ni siquiera en ello.
Como pudo se repuso a la presencia de ese hombre que abominaba e ignorándolo, retomó su diatriba contra Miguel. Estaba tan ofuscada que no advertía las señas que su hijo le hacía indicando lo inconveniente que resultaba hablar de cualquier asunto frente a ese hombre.
Tal vez a Eriseta ni le interesara esa falta de intimidad, porque su arrebato superaba largamente cualquier actitud de prudencia. Asmodeo disfrutaba la escena. Adoraba ser espectador de trifulcas familiares, de desavenencias matrimoniales (las que más apreciaba porque siempre giraban alrededor de infidelidades y asuntos patrimoniales). Reía sosteniendo el habano en su boca, chupándolo con fuerza mientras jugosas gotas de saliva caían hasta su corbata que mostraba esos emplastes como lunares que se multiplicaban con la caída de los gotones marrones que pendían de sus labios.
Sus ojitos libidinosos corrían de aquí para allá atendiendo a las palabras que rodaban de la boca de la mujer contra Miguel. Hasta descubría cómo de esa boca de labios pintarrajeados de un rojo rabioso, surgían las palabras como negros cantos rodados, lapidaciones de rencores y reproches lanzados como cuervos picudos que golpeaban en la cara de su hijo que ya no atinaba a cubrirla con sus manos ni proteger su pecho con los antebrazos. Las palabras, entonces sí, tenían el exacto efecto de una pedrada sobre la cabeza, y cada vez que una de ellas impactaba en su humanidad, Miguel dibujaba una mueca de dolor que era claramente perceptible.
A Asmodeo M. lo divertía la escena que él interrumpía rítmicamente insistiendo que podía ocuparse de la crianza de la niña que estaba tan bonita que le recordaba a su propia hija cuando era pequeña. Mientras preguntaba por Amanda, subía y bajaba su dentadura postiza en un juego que provocaba asombro y repugnancia en Eriseta. Ya no se trataba solo de esas gotas de saliva tabacada que caían sobre la ropa. Estaba ese juego cínico, fumando primero, lanzando bocanadas de humo que impregnaban con su olor la habitación, reclamando por la propiedad de Amanda y sacando e introduciendo en su boca la prótesis dental.
A la enésima vez que reclamó la propiedad de Amanda para sí, Eriseta abandonó las palabras dirigidas a su hijo y estalló contra su consuegro. En ese punto Miguel se retiró sin decir una palabra.
A pesar de quedar a solas con el hombre que detestaba, aprobó la decisión de su hijo. Tal vez él le dio la oportunidad de deshacerse de Asmodeo para siempre, algo que deseaba, pero que no se animaba a concretar. Nada lo unía a él y mucho menos el recuerdo de Anita y la presencia de Amanda.
— ¿A qué vino buen señor? –Eriseta lo interrogó con voz enérgica. A Asmodeo, el sonido de corneta de la voz de la mujer, sonido que rebotaba contra los muebles haciendo disonancias tan ridículas como extrañas. Por un instante, las mosquitas parecieron regresar a girar describiendo esa órbita elipsoidal, pero fue un amague que quedó solo en eso.
—A dar mi pésame por la muerte de mi hija y a visitar a mi nietita.
—¿Usted nos va a dar el pésame por la muerte de su hija? Creí que debería ser al revés, que yo debía darle el pésame, no usted a mí.
—Me da lo mismo… –respondió encogiéndose de hombros–, el orden de los factores no altera el producto. ¿Se dice así?
Si Miguel hubiese estado presente seguramente lo hubiese golpeado. Eriseta lo miró de tal manera que quedó paralizado, la burla hasta ella le sonó desagradable. Asmodeo M. no disimuló su incomodidad, sospechaba que la conversación iba por mal camino. “Lo que empieza torcido, termina torcido”, especuló para sí.
—¿Y la niña? ¿Puede verla? Me recuerda a su madre cuando era pequeña –sacaba la dentadura y la volvía a introducir–. Anita era hermosa de chiquita. –Repasaba los labios con la lengua–. De adolescente ¡uf! Ni se imagina. Como su madre que también era muy linda. Sí, muy lindas, las dos, como la nena.
—¿No sabe que ha nacido su nieto? –Eriseta interrumpió el ridículo comentario del gordinflón que insistía jugar con su dentadura mientras el cigarro se consumía entre sus dedos.
—Ah… sí, sí. Me enteré de que Anita estaba embarazada. Supongo que debe estar bien cuidado en sus manos.
—¿Eso es todo? ¿Tiene un nieto recién nacido y no está inquieto por conocerlo? ¿Qué clase de abuelo es usted?
—Poco comprometido. No me meto donde no me llaman. Cada vez que le dije a mi hija de verla me rechazó como a un perro con sarna. –Por primera vez Eriseta aplaudió una decisión de su nuera muerta.
—¿No le interesa saber ni siquiera cuál es su nombre?
—¡Pero por favor! ¡Qué más da! Un nombre es nada más que un nombre.
—No comprendo. ¿A usted no le interesa saber ni siquiera el nombre de su nieto recién nacido?
—Si insiste, señora. Dígamelo, veo que para usted es algo importante. Dígame cómo se llama el niño –sonrió con aplomo y repitió su pregunta.
—Jorge. Ese es su nombre. Jorge. –Respondió entre enfurecida y asombrada.
—Lindo nombre, Jorge. Está de moda. Qué raro que no lleva el nombre del padre. –Eriseta se sintió tocada por esa irónica reflexión del visitante–. En mi familia era costumbre bautizar al primer varón con el nombre del padre. Continuidad de la estirpe, decían.
Miguel, desde el cuarto en que estaba reposando, escuchó el nombre de Jorge sin inmutarse. Era el que su madre eligió y con el que lo inscribió en el Registro Civil y con el que habría de bautizarlo. No le importó en lo más mínimo el deseo de su hijo de llamarlo con el nombre que Anita había elegido para él. Ícaro, en ese instante, se volvió un recuerdo extraño; sin emprender ningún vuelo, sus alas se quemaron incendiadas por las amonestaciones de Eriseta y por la complacencia del propio Miguel. Desanimado y vacilante, terminó por aceptar la imposición materna. Otra vez, pensaría en alguna oportunidad, la comodidad venció a la justicia.
—Mi hijo decidió llamarlo Jorge, y yo respeto su decisión. –Mintió impasible.
—Sobre gustos… –dijo Asmodeo M. con picardía– ¿Y la nena? –insistió con su pregunta –. ¿Por dónde anda? ¿Puedo verla? ¿Puedo acariciarla?
—Parece que con la nena no tiene problema en ser entrometido.
—No, no, para nada –rio tontamente–. Es mi preferida, de todas las nenas de la familia es mi preferida. Es que me recuerda tanto a la madre, mi hija, Anita, que también fue mi preferida. Yo podría criarla como la crie a ella, porque yo la crie, ¿sabe?, muy bien la crie y le di los mejores tratos.
Hoy vivo solo, demasiado solo, soy un pobre viudo solitario. Me vendría muy bien que una nena así me acompañara en estos años de soledad de anciano. Tengo dinero, además. ¡Me sobra el dinero! Nada le va a faltar, y lo que menos le ha de falta es mi amor de abuelo. –Llevó el cigarro a la boca y lanzó una larga columna de humo gris que salió de su boca–. Aliviaría al padre de sus obligaciones. Tengo dinero, no sé si se los dije que me sobra el dinero. –Apenas terminó de hablar, extrajo nuevamente la dentadura cuando Eriseta lo estaba observando. La guardó indiferente, y se rio de la mujer con una mueca.
—Ya dijo varias veces que le sobra el dinero. Parece que vino a una subasta de niñas. –El comentario de Eriseta provocó una risa siniestra en Asmodeo. Si estuviera a su alcance comprarla ya lo hubiera hecho sin dilaciones.
—Me gusta usted porque entiende la esencia de las cosas –respondió rascándose la pelada–. La gente que entiende la esencia de las cosas sabe llegar rápido a un arreglo provechoso para cada parte. ¿No le parece?
—Con ver el horizonte, muchas veces, me basta para saber de qué se trata un asunto.
—Por ahí, como no es de su sangre, pensé que sería conveniente que yo me ocupe de su crianza, porque es hija de mi hija, usted me entiende. Y yo ya crie a una, por lo que bien puedo criar a otra.
—Lleva el apellido de mi hijo, con eso es suficiente. Nadie en esta familia va a renunciar a una obligación como esa. –Eriseta vaciló cuando el hombre mencionó la cuestión de la consanguineidad.
—¡Apellidos! ¡Apellidos! No sirven de nada, con todo respeto, señora –Asmodeo alzó sus manos para disculparse también con el gesto–. Yo le garantizo que no habrá reclamos sobre la herencia paterna, estoy dispuesto a ponerlo por escrito. Y si ustedes prefieren, hasta puede renunciar al apellido como garantía.
Le repito, por si no me entendió, que lleva el apellido de mi hijo, y que con eso es suficiente para que cumplamos nuestras obligaciones cristianas. La niña irá a un convento de clausura. Nadie podrá criarla mejor que las Hermanitas de esa institución de Dios.
Eriseta enunció la sentencia con la misma frialdad con la que un jurado condena a un fulano a la pena de muerte.
—Con respecto a su propuesta sobre reclamaciones por la herencia de su padre, no está en discusión ese asunto. Es un absurdo su propuesta. La niña lleva el apellido de mi hijo, que es el de mi esposo y que es el de todos sus antepasados –mintió a pesar del disgusto que sentía de solo escuchar la pronunciación del apellido “Da Silva”–. Con respecto a la cuestión de la herencia, en la familia siempre nos manejamos con la sabia sentencia que nos transmitió el Mateo sobre la cuestión de los tributos, “Den a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César”. Cada uno tendrá lo que merezca.
—Mi propuesta solo era de buena voluntad, señora. Tómela como le parezca, yo con el Mateo no me meto, ¡y eso que soy Asmodeo! Yo solo quería ahorrarles inconvenientes –frotó sus dedos en señal de dinero–. ¿Y dónde queda ese orfanato? –Con malicia Asmodeo habló del pupilaje como de un internado para huérfanos–. ¿Podré visitarla donde esas monjas? ¿Llevarla conmigo a casa un fin de semana? Me recuerda tanto a su madre, mi hija, Anita, que era tan linda, mi preferida entre todas las mujeres de la familia. La amé más que a su propia madre.
—No, de ningún modo. No podrá visitarla y mucho menos llevarla con usted. Su régimen de visitas está acotado a su padre y a mí. Solo su padre puede retirarla de la Institución. Ni siquiera yo tendré esa autorización, imposición del claustro.
—¿Y qué razón habría para prohibirme ver a mi nieta?
—Es lo mejor para ella. ¿Necesita que se la explique? –Eriseta habló en tono amenazante.
—¡Por favor, señora! Me trata como a alguien que no es de fiar. ¿Qué mal podría acarrear a la niña que yo la viera una o dos veces por año? ¡Qué poca voluntad tiene usted en sostener la familia! –Eriseta estaba desencajada al escuchar en boca de ese hombre la palabra familia.
—¿Qué familia? –Preguntó casi histérica.
—La nuestra. Somos familia, señora, ¡somos familia! –Asmodeo habló con un tono tan burlón que empujó a Eriseta casi hasta el insulto–. Usted, yo, Miguel, Amanda, y el niño Miguel, el recién nacido. ¡Somos familia! ¡Somos familia! Me veo obligado a preguntar ¿hay familia? ¿Hay familia? ¿No serán ustedes como esos malditos comunistas que quieren disolver la familia? –La comparación con los “malditos comunistas” sacó de quicio a la mujer.
—¡Por favor! ¡Comparar mi familia con las hordas comunistas! ¡Qué ridículo se ha vuelto usted! Aquí siempre hubo familia. ¡Siempre habrá familia! Claro que hay familia, familia cristiana, ¡verdadera familia cristiana!, pero usted no es parte de ella ni lo será jamás. Sépalo. Y de paso no le cambie el nombre al niño, se llama Jorge, ¡Jorge! Apréndaselo, si puede.
—Jorge, Miguel, fulano, da lo mismo. Pero lo que no me da lo mismo es que quiera alejarme por capricho de Amanda. Soy su único pariente por el lado de su difunta madre. Ella sí es de mi sangre, no como ustedes.
—¡A mí su sangre me importa un reverendo carajo! –gritó Eriseta desconcertando a Asmodeo–. Le repito, por si no me comprendió: Amanda lleva el apellido de mi hijo y por eso es parte de esta familia, y usted no es ni será nunca parte de ella. No se acerque ni a Miguel ni a Amanda. Grábeselo en esa cabezota roñosa que tiene.
—¡Cómo perdiste la compostura, vieja! Ahora hablás como una atorranta cualquiera. Tengo influencias para hacer cambiar tu capricho de madama de burdel. No me provoqués.
—¿Usted tiene influencias? No me haga reír, gordito. Si quisiera usted estaría boyando en el río a merced de los bagres que comen cualquier porquería.
—¡Vieja desgraciada! ¿Me amenazás con matarme? ¡Qué hija de puta resultaste!
—Mucho más de lo que usted supone. Aproveche a insultarme porque será la última vez que nos verá. Y le advierto que si intenta de algún modo alterar la paz de esta familia, entonces sabrá lo que es una verdadera vieja hija de puta. Todas las putas de burdel que conoció en su podrida vida, al lado mío, serán como la Virgen María.
—No esperé nunca este mal trato, yo que adoro a mi nietita tan rosadita, suave, que tanto me recuerda a mi amada hijita muerta, tan joven, mi preferida, tan linda, cuando todavía tenía tanto que entregar, tanto que disfrutar ¡qué injusto es Dios con nosotros! ¡Yo que la quería tanto!
Eriseta tomó esas palabras de Asmodeo como una burla para mortificar a Miguel, quien, estaba segura, estaría escuchando la conversación.
—¡Déjeme ver a mi nieta una vez más! Acariciarla un poco, llevarme el recuerdo de su tersura, el perfume de su pielcita… ¡No seas jodida!, ¿querés? ¿Querés que te lo pida de rodillas? La veo, duermo esta noche aquí y mañana me voy y me pierdo para siempre.
—En esta casa no hay lugar para usted. Y quiero que le quede claro una cosa, usted no se va a arrimar a la niña ni a un metro de distancia, no va a tocar su piel ni oler ni siquiera sus pedos hediondos. Le aseguro que no verá a la niña ¡nunca más! ¡Nunca más! Y si intenta burlar mi orden le voy a hacer arrancar los ojos para que cumpla con lo que acabo de decirle. No joda conmigo o lo voy a ser despellejar lentamente, y con toda esa gordura, ¡ni se imagina lo que van a tardar en desollarlo! ¡Tiénteme y verá de lo que soy capaz! Mi paciencia tiene un límite muy corto. –La mujer aspiró profundamente el aire para terminar sus palabras con energía–. Esta conversación termina aquí y esperó nunca más saber de usted. Buenas tardes y hasta nunca.
—¡Señora! ¡Me estás echando! ¡Vieja hija de puta!
—No le quepa ninguna duda si es que le cabe algo entre toda esa grasa.
—¡Vieja de mierda!
—Pero de mierda buena, no como la suya. Agarre su asquerosa valijita y márchese, no vuelva más o haré que lo saquen a patadas de mi casa.
—¡Quiero hablar con Miguel! –exigió Asmodeo como último recurso.
—Miguel no tiene nada que hablar con usted, déjelo en paz, ¡déjelo en paz!
—¡Pupila! ¡Monjas de clausura! ¡Vieja hija de puta! ¡Te sacás la nena de encima regalándola a unas monjas resentidas! –Eriseta ni se inmutó al escuchar los insultos de Asmodeo–. Te quedás con el boludo de tu hijito y el hijo de él, y a la nena que no es de tu sangre la tirás a un orfanato para sacártela de encima. ¡Dios los va a castigar por egoístas! ¡Son peor que los judíos! ¡Comunistas de mierda!
Desde su cama, Amanda escuchaba el choque de palabras, aunque no comprendía su exacto significado. En cambio, Miguel oía perfectamente. La niña estaba en una habitación bastante alejada del gran comedor donde discutían Eriseta con un hombre a quien no conocía. A Miguel lo separaba apenas una delgada pared de quince.
Amanda escuchaba esa voz enérgica que luchaba contra otra ronca y tuvo miedo como nunca antes. “¡Si mamá estuviera a mi lado!”, pensó angustiada. Si Anita estuviera con ella no sentiría temor alguno, si Miguel la abrazara, tampoco. Pero Miguel estaba ausente.
Las voces rodaban frenéticas como piedras sombrías hasta los pies de la niña que las recogía como flores del mal. Pero entre esos pétalos sedientos había algo hediondo que la descomponía. Mugre como niebla sepultada, derrotas del amor, coágulos de una cólera perdida en su triste destino.
La palabra orfanato sonó como una furia lanzada para sofocarla. A la puerta del convento comprendería el verdadero significado de esa palabra.
Asmodeo alzó la voz hasta donde su enfermedad se lo permitía para repetir provocativo, gesticulando como un muñeco desmañado, ante la indiferente mirada de Eriseta.
—¡Pupila! ¡Monjas de clausura! ¡Vieja hija de puta! –Gritó con lo último que le quedaba de aire en los pulmones resecos– ¡Te sacás la nena de encima! ¡Te sacás la nena de encima porque no es de tu sangre! ¡La tirás a un asilo para sacártela de encima! ¡Y ustedes se llaman cristianos! ¡Yo soy un verdadero cristiano tratando de darle amor a mi nietita! ¡Ustedes son peor que los judíos!
—¡No vuelvas a decirme judía! Lavate la boca viejo asqueroso antes de hablar de nosotros. ¿Judíos? ¿Comunistas? ¿Vos vas a ser un buen cristiano? ¿O pensás que yo no sé quién sos vos? ¡Viejo degenerado hijo de remil putas!
Miguel escuchó atónito esas palabras de su madre. ¿Qué sabía ella de ese hombre a quien detestaba desde el mismo momento que lo conoció? Nunca quiso hablar de ese incidente con Asmodeo, prefirió el silencio a la turbia verdad.
—¿Qué querés insinuar con eso, vieja de mierda?
Asmodeo estaba lívido y desencajado al escuchar las últimas palabras de Eriseta. “Este es nuestro secreto, calla para siempre, calla”, sonó en su memoria embistiendo una derrota desde el fondo de secretos de familia.
—Yo no insinuó nada, gordo de-ge-ne-ra-do, –Eriseta hizo sonar las sílabas para que a Asmodeo no le quedara ninguna duda de que ella sí sabía de “este es nuestro secreto, calla para siempre, calla”–. Yo sé más de lo que se imagina, y por su bien es mejor que no me haga hablar. –Asmodeo M. supo que la mujer hablaba con propiedad.
—¡Quiero hablar con Miguel! ¡Ahora! –Fue solo una bravuconada para simular que no estaba derrotado.
—Usted no va a hablar con ninguna otra persona en esta casa. –Dando unos pasos hacia adelante quedó a corta distancia del hombre–. Cuidé a mis hijos desde que nacieron, mire si le voy a entregar uno de ellos a usted, pedazo de porquería. ¡Váyase antes que lo haga meter en cana! Inmundo, mugriento. ¿Con quién se cree que está hablando?
Asmodeo pareció que volvería a reclamar, pero calló sumiso, el dedo acusador de la mujer lo hizo desistir de su intención.
—Retírese ahora mismo –la mujer ordenó y él cumplió sin protestar.
Con dificultad se incorporó del sillón en el que estaba sentado hasta ese momento. En la habitación contigua Miguel se alegró de que Asmodeo se fuera y esperaba que cumpliera la orden de su madre de no regresar jamás. En una habitación más alejada, Amanda, envuelta en su silencio, empezó una larga y singular metamorfosis.
Eriseta sonó una campanilla que atrajo a un mayordomo hasta el comedor. Era corpulento, de aspecto rudo. El hombre miró con atención a la patrona esperando una orden de ella. Los ojos de la mujer le señalaron al visitante. El lacayo se acercó a Asmodeo y en voz baja lo invitó a salir de la casa. Asmodeo no opuso resistencia. Tomó su pequeña valija forrada de azul y sin saludar se dirigió hacia la salida. Un halo extraño lo seguía de cerca, como un perro sarnoso, las llagas expuestas y su hediondo perfume. Detrás, el mayordomo, vigilaba su lenta marcha y podía escuchar el fuelle de sus pulmones que amenazaban colapsar en cualquier momento. El sirviente escuchó con claridad que el viejo Asmodeo dijo amenazante:
—Esto no va a terminar así, vieja hija de puta. ¡Esto no va a terminar así! –Gritó amenazante. El mayordomo lo empujó con cierta violencia para que apurar el paso. Abandonó la casa y nunca más se supo nada de él.
Eriseta salió del comedor y pasó a la habitación donde Miguel reposaba en un sillón ubicado en una esquina del ambiente. La penumbra acentuaba su aspecto demacrado y no permitía distinguir si sus ojos estaban abiertos. Se detuvo y lo miró expectante, Miguel alzó una mano para demostrarle que estaba aún despierto y que solo reposaba solitario. Ella sonrió satisfecha. Había cortado de un solo golpe el nudo gordiano que ataba a su hijo a la historia de Anita. Debía solo esperar que Amanda ingresara pupila al convento de las monjas de reclusión. Entonces todas las cosas recuperarían su verdadera naturaleza y bajo su dominio recobraría la paz de la familia.

¿Un retrato de Amanda Da Silva en el momento de tomar su primera comunión?

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