Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 12 «Humo y rouge»

XII

Humo y rouge


Amada avanzó por el recibidor como si conociera de memoria la casa. Su andar demostraba la decisión de alguien que iba en busca de su tesoro. Sus pasos cortos recordaban ese andar tan felino de su madre. Y aunque sus caderas eran aún pequeñas, ya mostraban las mismas cadencias que las de Anita.

Atravesó la entrada que daba al amplio living en el que su abuela organizaba unas tertulias con el pretexto de un té canasta donde se intercambiaban chismes e información. El salón parecía innecesariamente grande y vacío, pasos aún perdidos andaban con sigilo de un lado al otro chocando las paredes en su anhelo por huir de ese claustro. Hasta cierto ascetismo parecía imponerse sobre todos los enseres, opacándolos y dándoles un aspecto casi religioso.

El piso brillaba con extraordinario fulgor y su espejado encubría unas vetas largas de variados tonos marrones que iban desde uno claro casi como el del cedro a otro oscuro como la caoba. Una escasa luz que se reflejaba en el encerado revelaba las dimensiones de la habitación y descubría el delicado mobiliario dispuesto con cuidada simetría.

Al avanzar, Amanda observó a su izquierda unos enormes retratos de personas desconocidas que la seguían con su severa mirada a medida que caminaba hacia el extremo opuesto del salón. Ella fue indiferente a esos ojos intransigentes, de severa contemplación y caminó sin detenerse; tal vez si le hubieran hablado, habría reparado en ellos o considerado detener su andar. Pero solo eran ojos pintados en rostros de tonos polvorientos y labios demacrados, ropas extrañas y manos sin energía.

Algo más lejos de los retratos, una vitrina se alzaba sobre cuatro enanas y macizas patas, como si fueran las cuatro patas de un elefante de color caoba. Estaba llena de diminutas copas de fino cristal que reflejaban la misma tenue luz que iluminaba ceremonialmente el salón, haciendo pequeños arcos iris que se tocaban entre sí lanzando luminiscencias en todas direcciones. Un estante más abajo, unas tazas de dibujos azules estaban dispuestas en círculo, dentro del cual estaban la tetera de regular tamaño, una lecherita con una tapita dorada y una azucarera que imitaba a una bailarina que alzaba sus brazos como suplicando una caricia.

Una mano (tal vez la misma que abrió la puerta cancel, tal vez otra) detuvo su marcha tocándola con delicadeza. Amanda obedeció esa señal, no venía dispuesta a desobedecer, sino a encontrar a su hermano que, sin proponérselo, era un modo singular de encontrar a su propia madre.

Era una mano de ademán eclesiástico, algo temblorosa, sin dudas, pero al mismo tiempo firme, que la llevó hasta una habitación que estaba adornada con motivos infantiles. No pudo reconocer esos dedos largos y flacos que terminaban en unas pulcras uñas redondeadas con exactitud. No era la mano de su abuela, mano arrugada de dedos algo rechonchos que terminaban en uñas pintadas de color rojo rabioso.

Allí se quedó mirando a su alrededor, describiendo un círculo mágico protector con su mirada que adquirió de repente la dureza y el brillo del silicio, pero sin perder esa oscuridad metafísica que la caracterizaba. Amanda no encontraba nada familiar en ese cuarto y ni siquiera los adornos infantiles le parecían verdaderos. Su color, su tamaño, su disposición ponían en evidencia la falsedad propia de alguien que no entendía nada de niños o, peor aún, que los detestaba. Esa falsificación no la inquietaba, solo la convencía aún más de que hacía mucho tiempo que ningún niño había corrido por esos pasillos ni subido a las camas o a las sillas.

Esperó sin inquietarse que su padre viniera por ella o que fuera ese el lugar y el momento en que conocería a su hermano. Pero quien apareció como salida de una especie de armario negro fue su abuela Eriseta. Ella le indicó que la siguiera con un movimiento de su mano, por ese extraño agujero que parecía la boca de un túnel sin final. Atravesó detrás de ella ese largo corredor apenas iluminado por una luz que llegaba desde una distancia difícil de considerar. Ingresaron juntas a una amplia habitación de color celeste de cuyo techo colgaban tules al tono. En medio, apenas iluminada por una tenue luz que salía de entre las gasas celestiales, la misma que alumbraba el túnel que acababa de atravesar siguiendo a su abuela, una cuna dejaba ver a un bebé pequeño, que movía sus manitos como queriendo asir las sombras que se dibujaban por el movimiento de las telas que pendían del techo. Amanda se llenó de ternura y su boca entreabierta decía del suspenso amoroso en que quedó sumida. Dudó sobre qué debía hacer y decir. Solo atinó a mirar a la abuela preguntando con su mirada si ese ser pequeño era su hermano. Eriseta respondió afirmativamente, moviendo de arriba abajo su cabeza, que por única vez adquirió una forma más redonda sin esas erupciones de color púrpura que le brotaban cuando se enfadaba por alguna causa con Miguel. Amanda hasta percibió algo de emoción en la actitud de Eriseta. Fue una sensación que tampoco olvidó a pesar del paso de los años. Le preguntó si se animaba a tenerlo entre sus brazos; la voz de Eriseta no sonaba como una ruda corneta. Amanda sonrió satisfecha y dijo que si de una manera casi imperceptible, temerosa de asustar al bebé que se movía como una espiga tocada por una suave brisa.

La mujer trajo de un rincón una amplia silla tapizada en gobelino de dibujos de flores de lis. La ayudó a sentarse (la silla era algo alta para la niña), y la acomodó hacia atrás, para que su pequeña espalda tocara el amplio respaldo.

Es seguro que hasta en el último día de su vida Amanda haya recordado esa sensación extraordinaria de tener a su hermano en brazos y sentir el roce de tan pequeños dedos en su fina piel de infanta. Podría haber llorado. Pero no pudo. Como le ocurrió en el momento en que su padre la dijo “mamá murió en el parto”. Aquellas lágrimas habrían sido de dolor, pero estas deberían ser de alegría. Así que deben haberse cristalizado en algún lugar de su humanidad, tal vez hecho rubíes, si eran lágrimas rojas, tal vez esmeraldas, si eran verdes, tal vez trasparentes, si eran puras lágrimas de rocío. Las lágrimas así conservadas nunca se echan a perder. Se mantienen frescas en racimos y hasta pueden dar una sensación de azahares que alivian las nostalgias y calman los estados nerviosos de aquellos que lloran hacia la intimidad de sus tejidos. Serían las lágrimas que por fin brotarían la noche de la conversación de la luna que tronaba a su frente.

Ese instante con su hermano fue demasiado breve, del tamaño de una semilla de tiempo, así de pequeño, un diminuto momento del tamaño de un grano de polen de primavera tocando su piel. Debió preguntar por su nombre, pero, así como no pudo llorar, tampoco pudo decir ninguna palabra. Supo que se llamaba Jorge cuando oyó que así lo llamó Eriseta, durante una discusión que sostuvo con Miguel, a la mañana siguiente de la llegada a esa casa, mientras Asmodeo M.[1], el abuelo materno, fumaba su enorme habano echando humo en todas direcciones y carraspeaba preguntando si podría llevarse a la niña para criarla mientras un hilito de baba marrón caía por la comisura de sus labios.

Amanda no recordaba cuándo se durmió. Despertó en una cama que no era la suya, mucho más amplia, entre unas sábanas rosadas con perfume a azahares en una habitación de color morado. A una distancia no mayor a un metro de esa cama, una pequeña valija de cuero parecía esperar que ella la tomara para partir a un viaje. A lo lejos se escuchaban unas voces roncas que luchaban entre sí cada vez con más fuerza. Amanda tuvo miedo en ese momento; las voces sonaban a cascabeles de piedras rodando cuesta abajo hacia el abismo de un acantilado en el que ella esperaba inerme el impacto de esos negros cantos rodados.

Creyó que debería tomar a su hermano y marcharse a lo de Carmen y Francisco, quienes los cuidarían como nadie podría hacerlo. Ni siquiera Miguel, quien adquiría a medida que pasaba el tiempo ese aspecto de forastero que equivocó el camino. Pero no había modo de regresar al apacible villorrio suburbano. Quedó ensimismada y expectante de que los gritos llegaran de una buena vez hasta el borde de su cama, inconclusos, hechos ovillos de desdicha.

Y así fue. Irrumpieron como un tufo de sombra entre cicatrices de palabras intransigentes. Muchas sílabas interrumpidas, algo de un humo rancio y un rouge rojo, aceitoso e impertinente, que le advertía de su inminente partida. Allí estaba la pequeña valija esperando que su también pequeña mano la asiera para siempre y la llevara con ella al lugar de todas las soledades. ¡Si Amanda pudiera llorar! ¡Si Amanda pudiera gritar! Lloraría y sus lágrimas le dirían ¡corre! Gritaría con todas sus fuerzas y su voz le diría ¡corre Amanda! ¡Corre!

Pero no tuvo ni lágrimas ni gritos. Fue solo oídos. Escuchó hasta la substancia de esos rencores que lo último que le dijeron fue “la tirás a un orfanato para sacártela de encima”. Luego de esas palabras se hizo un silencio extraordinario que envolvió a Amanda en un escalofrío de desamor inolvidable.


[1] La “M” correspondería a Moshé, nombre que ocultaba porque temía ser confundido con judíos. Era un antisemita furibundo, admirador de los pogromos contra los judíos.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS