Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 11 «Una muerte y después»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 11 «Una muerte y después»

XI

Una muerte y después


La tarde se erizaba de cirros a los lejos. Las turbulencias de la luz del sol entre esas pequeñas nubes que entretejían magníficos velos, dibujaban unas luces variopintas que parecían decididas a lanzarse al centro de la laguna para iluminar el agua que removía unas olitas que estiraban su cabellera espumosa como un follaje blanco. El viento húmedo volaba bajito, resbalando entre los pastos que se abrían paso por los matorrales amarillos que insistían en amarrarlos con sus raíces rastreras y que silabeaban unas flores pequeñas cuyas fragancias se hacían sentir incluso a cierta distancia. El villorrio parecía más solitario que de costumbre.
Largo fue el tiempo que Miguel estuvo arrodillado, llorando, abrazado a su hija. Amanda lo acarició mientras él, hincado, desahogaba su pena. Se incorporó, como pudo, casi sin fuerzas. Quería irse del pueblo hacia cualquier lugar, no importaba donde. Pero huir no era una opción que tuviera al alcance de su mano.
La cercanía del hogar familiar lo perturbaba profundamente y no podía controlar esa sensación de ausencia. Ni siquiera era capaz de mirar hacia su propia casa, veía a Anita acercarse por la calle de tierra en dirección a lo de Carmen y Francisco. Esa alucinación nacida del dolor lo desesperaba.
Amanda, como si tuviera la fuerza necesaria, lo ayudó a incorporarse y se mantuvo a su lado; cada tanto se abrazaba a su fornida pierna con todas sus fuerzas, dando la sensación que temía que el hombre huyera corriendo de la casa aquella. Tal vez adivinaba la intención de su padre de escapar del villorrio sin destino conocido.
Miguel, en silencio, sin decir palabra alguna, instintivamente acariciaba sus cabellos con suavidad. Los vecinos, también permanecieron silenciosos. Se esforzaron por consolarlo con palmaditas amorosas en la espalda. A cada una de ellas, Miguel respondía con una sonrisa ajena, torciendo la boca de tal modo que parecía una ridícula mueca y no un gesto de agradecimiento.
No se trataba de una actitud displicente, por el contrario, parecía más bien desorientado, sin saber qué hacer ni qué decir. Oía el sonido de las palabras de consuelo de la pareja que llegaban a su mente como simples monosílabas espesas, inconexas, lentificadas por su paso a través de un túnel de dolor que le impedía comprender cabalmente lo que le decían. Si se le hubiesen pedido que las repitiera en ese mismo momento no lo hubiera podido hacer. En cambio, Amanda, seguía con atención la escena y recordaría por siempre esas frases amorosas de los vecinos, así como la congoja de su padre. Durante años, ni siquiera pudo sentir rencor contra ese hombre. Solo cuando recibió el papelito que el suboficial “Pérez” le entregó el día de su partida de la casona, aquella con las respuestas que esperaban sus tres preguntas, las tres preguntas que hizo el día de su arribo a la mansión y que le dieron en el momento último sentido a muchos sucesos que no podía comprender, pudo maldecirlo liberando su alma de ese razonable odio.
Miguel trataba de disimular su estado de ánimo, pero un sopor enigmático lo envolvía y no le permitía despejar su mente. Las ideas se le agolpaban sin orden y sin sentido alguno, su memoria se había anarquizado repentinamente.
Los golpes del corazón retumbaban en su tórax y expulsaban como verdaderos pistones la sangre que dilatada subía por su cuello hasta su cerebro, por las arterias carótidas a las que sentía tan redondas como calientes. Movía la cabeza en todas direcciones tratando de acomodar ese atropello de añoranzas de las que apenas podía tomar conciencia. Recordaba momentos con Anita, las caminatas por la calle Florida hacia la terminal del ferrocarril en Retiro; las exigencias de su padre y el juramento que le reclamó en el lecho de muerte; los cálidos abrazos en las noches serenas, los besos deliciosos, la humedad de las bocas; los berrinches de Amanda; las ecuaciones matemáticas; los sueños de aventuras comunes; el agua rodando por los caños impulsada por la bomba manual de pozo hacia el tanque en el techo y el ruido de la lluvia cayendo sobre sus chapas; los reproches de Eriseta con su voz de corneta; la escarcha sobre el pasto blanqueando el paisaje; la primera noche de amor abrazados con pasión; la última de los suspiros jadeando la hemorragia incesante y aturdidos por los gritos de médicos y enfermeros que corrían desesperados hacia ningún lado mientras la muerte llegaba como un ave cruel que succionaba a través de su útero los últimos gramos de vida que le quedaban.
En un acto reflejo, mecánico, tomó de la mano a la niña más por saber si seguía allí, a su lado, que para contenerla. Palpó su manita y ella la sujetó con toda su infantil fuerza.
La niña, a pesar de sus pocos años, parecía más serena y calmada que su padre. Lo miraba de a ratos sin dejar de aferrarse a su mano; unas pocas veces volteó para mirar su casa, que parecía más oscura que de costumbre y vacía como nunca antes la había notado.
Luego, moviendo con lentitud su cabeza, dirigía la mirada tanto a Carmen como a Francisco, quienes esquivaban esos ojos negros que les recordaba los de la propia Anita. Mientras el rostro del hombre demostraba una pena profunda, Amanda no dejaba traslucir ni el menor de sus sentimientos. Parecía extraña a esa escena que insinuaba una despedida para siempre. Tal vez no tuviera lugar para más dolores esa tarde en el pueblo.
El llamado del chofer devolvió a Miguel a la realidad.
—Señor –se escuchó la solemne voz del hombre que sonó sin fuerza–, es mejor irnos antes de que se haga tarde. La señora Eriseta no quería que lleguen de noche–. Miguel asintió con un leve cabezazo.
Alzó a Amanda quien rodeó su cuello con sus bracitos y Carmen y Francisco se despidieron con lágrimas en los ojos. El matrimonio sospechó que no volvería a ver a la niña. Ya adolescente y a fuerza de un capricho, Amanda regresó durante una breve estancia al villorrio, pero el matrimonio amigo había partido a su patria luego de la muerte de su hija. Por entonces, el barrio se había extendido hacia los cuatro puntos cardinales. Todavía la laguna comandaba en el centro del pueblo que se resistía a perder su apariencia campestre, pero ya sonaban como metrónomos huraños los secos ecos de los roncos sonidos de las máquinas de algunos talleres que precedieron a la fábrica textil que le cambió la vida a toda la zona.
Muchos nuevos vecinos llegaron al pueblo y expandieron las fronteras hacia la General Paz y hacia la avenida De los Constituyentes en dirección a los cuarteles del ejército (bastante más alejados), bordeando las más de las veces las vías del ferrocarril que iba y venía desde Retiro hacia los suburbios bonaerenses. “El Secreto”, en la esquina del andén, fue el refugio obligado de malandras y borrachines que malgastaban sus días entre cañas y copetines de mala muerte, donde se escuchaban tangos salidos a 78 revoluciones por minuto, de un gramófono Columbia que giraba un poco a expensas de un batería y otro poco por la combustión de los vahos calientes del alcohol que destilaban los parroquianos semidormidos por la borrachera.
Allí Amanda, una noche atrevida, la noche de la pena y la melancolía, la noche del amor sublime, cantó para una audiencia que creyó despertar de un letargo de años, cuando oyó esa voz angelical salida de entre los misterios de la noche, entonando como la mismísima Merello “Se dice de mí”, y juraron convencidos que la magia de esa voz los transportó realmente al “Mercado de Abasto”, donde la morocha lució sus encantos ante de transformarse para siempre en la Marturano.
Cuidar la casa de Anita, como pasó a ser conocida, se transformó en una obligación de todos los residentes. Había algo de santuario en esa casita de madera. Si el progreso no se hubiera interpuesto entre el pasado y el futuro, no hubiera pasado mucho tiempo en que se hubiera transformado en una santa como tantas otras difuntas.
La historia contaba de una joven y bella mujer, delgada, delicada como un mimbre, graciosa, muerta al nacer su hijo. “Dio la vida para que él viviera”, repetían las comadres. El sacrificio supremo de una mujer por su hijo: morir para que él fuera el testimonio vivo de su amor maternal, porque las viejas decían que “el amor de Dios se refleja siempre en el amor de la madre”. Y si Dos hizo el sacrificio supremo, como no lo haría una madre por su hijo. Y luego describían al niño, al que no conocieron ni siquiera en fotos, como un ser casi angelical, digno hijo de aquella martirizada madre que murió para que él viviera. Decían que tuvo una hermana tan hermosa como él, que se alejó llevada por la tristeza a un recóndito lugar del país del que nadie nunca supo dónde quedaba.
El relato conmovía a quien lo escuchara y cada comadre se ocupaba de llevarlo a otros lugares en los que la historia se modificaba hasta confundirse con las divinidades más maravillosas de la mitología pueblerina bonaerense. Atender esa casa se volvió casi un asunto religioso, asunto de verdaderos milagros y de un ritual que no se podía abandonar por ninguna circunstancia ni siquiera extraordinaria.
Quienes más se sintieron en la obligación de cuidar la propiedad, a la que Miguel visitaba cada vez de manera más espaciada, fueron esas dos alemanas que habían hecho brillar hasta la tosca vereda de ladrillos y que habían transformado en un verdadero vergel tanto su propio jardín como el terreno que separaba a la casita de Anita de la propia, y el jardín a la entrada de la casita canadiense. Sin embargo, ellas estaban muy lejos de las supersticiones pueblerinas.
Si se les preguntaba por qué cuidaban con tanto esmero una vivienda que no era la suya, no lo explicaban por razones de ocultismo o magia blanca. Simplemente, respondían que las alentaba un extraordinario sentido del deber traído de su tierra natal, y que incorporaron el cuidado de la casa, así como de su jardín, al conjunto de reglas que establecieron para mantener un orden riguroso de sus obligaciones cotidianas.
Los rigores de la disciplina lo recibieron de su padre, un prusiano de tamaño ciclópeo que se dedicó a las tareas del campo produciendo él solo más que todos sus coterráneos, por lo que su fama llegó hasta los oídos del Kaiser. Estas afirmaciones, los vecinos las tomaban hasta con sorna, porque ignoraban quien sería ese personaje del que las alemanas hablaban con tanta admiración y respecto.
Todo lo hacían cumpliendo con extraordinaria puntualidad los horarios determinados para cada tarea. “Fünf Minuten vor der Zeit ist die deutsche Pünktlichkeit” (1), repetían a sus vecinos cuando inquirían sobre esa obsesión con los horarios, “ist die deutsche Pünktlichkeit”, “ist die deutsche Pünktlichkeit” (2), repetían y luego balbuceaban en un argentino confuso algo sobre la puntualidad que la mayoría de los parroquianos no alcanza a entender.
En esa última visita infantil, Amanda no pudo ver a las alemanas de la esquina. La hubiera sorprendido sus formas, sus palabras entreveradas, sus atuendos casi miserables, no porque carecieran de dinero, sino porque esa forma de vestir reflejaba su estado espiritual de total ascetismo y rigurosa disciplina.
Tal vez un encuentro con ellas le hubiera dado a la niña una oportunidad para salir de ese estado de abatimiento que siguió a la despedida de los vecinos bolivianos. Amanda, en silencio, fue presa de una especia de apatía que fue una forma de dolor por un nuevo abandono. Pero esa abulia no se manifestaba en su rostro que permaneció impasible, sin un gesto o una mueca de incomodidad o pena. Tampoco en su cuerpo que permaneció rígido, suspendido en una delicada posición entre el ir y el venir como flotando. Pero sí se imprimió en su corazón, estampando un dolor desconocido. Miguel nunca atendió a esos sentimientos que habían invadido a Amanda en ese justo momento, solo preocupado de su propia turbación.
A pesar del silencio y el estado inanimado en que parecían haber quedado padre e hija, hasta el chofer se sintió afectado por una melancolía trascendente que envolvía la cápsula interior del automóvil, obligándolo a abrir la ventanilla de su lado en procura del aire que le falta por ese estado emocional que nunca había sentido ni siquiera cuando la muerte de sus propios padres no hacía demasiado tiempo.
El viaje desde el suburbio hasta la casona de la abuela Eriseta tuvo algo de enigmático para los tres. Ocurrió, sin dudas, pero les pareció que en realidad nunca abandonaron el villorrio, como si el automóvil no se hubiera desplazado en ningún sentido, y que esa inmovilidad se disimuló en una sucesión de fotografías a color de un paisaje entre suburbano y citadino que bien podría haber sido el de regreso al palacete de Eriseta o cualquier otro, desconocido de arboledas y construcciones a cada lado de calles y avenidas. Y el silencio que se escuchó durante ese tiempo fue notorio, más que de costumbre, porque a diferencia del sonoro dominio de unas palabras más o menos exactas, el olor de ese mutismo, su condensación, pesaban como una magnífica desgracia y hacían que la ausencia de todo susurro, de todo rumor, fuera mucho más contundente que el simple sonido de la angustia. Los tres se mantuvieron en silencio todo ese tiempo, en especial Amanda, quien lo hizo desde el momento en que Miguel se arrodilló ante ella para llorar desconsolado, abrazándola. Salvo unas pocas palabras que bisbiseó con su blanca vocecita infantil, se mantuvo muda, completamente muda, acentuando el lúgubre aspecto que la había envuelto.
La noche empezaba a derramarse y agregaba un toque de oscuridad que opacaba esas imágenes hasta ir haciéndoles perder sus diferentes tonalidades.
Había algo en Amanda que descolocaba a Miguel. Era una sensación aún imprecisa que se originaba en esa calma imposible para una niña de esa edad que acababa de perder a su mamá. Su silencio y parsimonia y hasta aparente desinterés por lo que estaba ocurriendo inducía a equivocarse en cuanto a sus sentimientos. Esa impresión era realmente inexacta. Amanda trataba de captar la esencia de todo lo que le estaba pasando, pero ella, más que nadie, comprendía que todo el sentido de las cosas se había trastocado violentamente.
Tenía una amorosa madre y ya no la tenía más. Esperaba a un hermano del que sospechaba la alejarían sin remedio. Su casa ya no era su casa y hasta ese hombre que era su padre empezaba a adquirir un aspecto extraño, como si a medida que transcurrían las horas se fuera transformando en un forastero y no en quien había sido hasta entonces. El viaje mismo en ese auto negro, enorme, adquiría una dimensión extraña mientras el paisaje mentía sus colores y se volvía más y más oscuro a medida que avanzaban por la ciudad rumbo al palacete de la familia paterna.
El paso de los años no pudo nunca disipar esa sensación tan rudimentaria de dolor que le quedó impregnada en su piel desde el momento en que ese hombre apoyó la cabeza en su pecho. Ya vieja, solía llevar sus manos y apoyarlas a la altura del corazón, y sentir idénticos latidos como aquellos que sonaron apagados mientras el llanto de Miguel surgía del secreto reducto de sus sentimientos. Pero no se trató solo del dolor del padre llorando contra la humanidad de apenas una niña, lo que Amanda arrastró durante mucho tiempo. Hubo una sensación de desierto, un estado solitario, una humanidad vacante, algo inhóspito y yermo. Tal vez por eso no resistió ser reducida al pupilaje en el colegio de aquellas monjas que parecían volar llevadas por sus negros hábitos mientras sostenían sus vientres abultados como si fueran extrañas aves de una indescriptible Providencia.
Cuando arribaron, la noche se precipitó como la sombra de una reverencia del universo. Hacia las vías del Sarmiento, algo de una substancia del cielo de la tarde todavía tributaba unas luminiscencias que rodaban por los rieles en dirección de Este a Oeste. Amanda se tomó de la mano de su padre. Estaba fría y extraña. Miró la puerta de entrada del palacete como si fuera la boca de un animal fantástico dispuesto a devorarla en un bocado. A su espalda, una procesión de vientitos empujaba los plátanos tentándolos a un baile entre la hojarasca quemada por un frío de cenizas que sonaba como los ladridos de unos perros que se lamían de hambre los hocicos.
Alzó la vista para comprender la dimensión de la escalera de mármol que la llevaría hasta el primer piso, donde un recibidor adornado con cuernos de animales y escudos misteriosos se podía apreciar en la antesala de ese lugar extraño. Miguel le dio un empujoncito suave en un hombro y luego abrió la puerta que no tenía echada la llave. Sonaron las bisagras como si se abriera un cofre herrumbrado, una especie de catarro ferroso que cruzó el aire como un rugido sordo de metales. La luz del zaguán caía como un polvo amarillo.
Subió algo desanimada, y solo el deseo de conocer a su hermano disipaba las dudas que aquel lugar le producía. Cuando alcanzó la puerta cancel, una mano clandestina la abrió e invitó a la niña a entrar en aquella habitación. Para entonces, Miguel había adquirido un aspecto más desdichado. No se oía ningún sonido dentro de esa habitación y un perfume oxidado llenaba el aire del rumor de unas antiguas crinolinas que alguna mujerona calzó para una ocasión extraordinaria, allá lejos y hacía tiempo.
Amanda estaba atenta pero no tenía miedo, sintió por primera vez ese arrullo del perfume de cereales (que se repetiría solo en situaciones extraordinarias), una cálida luz de eclipse que la envolvía, como si la sustancia de Anita estuviera presente, custodiando sus pasos en aquel lugar que se presentaba como una encrucijada de silencios.

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1) La
puntualidad alemana se adelanta cinco minutos

2) Es la puntualidad alemana.

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