Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 10 «La pregunta»

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La pregunta


Miguel despertó cuando sintió los suaves golpecitos que el chofer daba sobre su brazo entumecido. Escuchó la voz del hombre llamándolo para que despertara del pesado sueño que lo ganó desde que puso en marcha el motor del automóvil. No habría circulado ni unos pocos metros que Miguel entró en un sueño tan profundo que hasta parecía, por momentos, posponer su respiración por largos intervalos.
Entreabrió los ojos para mirar por un tiempo que pareció eterno la puertita de la modesta casa. Sacudió su cabeza como si quisiera deshacerse de un mal presentimiento, de cierta zozobra que lo angustiaba.
Sintió latir el corazón de Amanda que esperaba silenciosa el arribo de su padre estacionada detrás de la puerta desde hacía largas horas en paciente espera. Amanda latía no solo su corazón. Hasta su sombra se había espesado durante esas largas horas en que esperó la llegada de Anita y su hermano, como le habían prometido meses atrás que ocurriría, casi riendo entre palabras y bromas de amor. La última imagen de su madre fue aquella en el auto negro, saludándola a través de la ventanilla del asiento trasero. Se quedó con esa sonrisa maternal y la delicada mano de Anita que se agitaba de un lado al otro en señal de despedida.
Bajó del automóvil sumamente contrariado. Creyó que tenía todas las palabras en la boca. Sus labios se movían como si entonara una canción sabida por anticipado. Las palabras tenían vida propia y se ubicaban en el lugar preciso de la boca, esperando salir a acariciar a la niña. ¿Las soñó a todas ellas durante el tiempo que duró su viaje? Era posible. Estaba seguro de que podría explicar las cosas de un modo claro y para nada hiriente. Aunque, con franqueza, aún ni él mismo se podía dar una explicación satisfactoria.
Caminó vacilante la corta distancia que separaba al automóvil de la casa. Se detuvo al frente de la puerta, aguardando que se agotara ese leve temblor que invadió sus piernas repentinamente. No estaba seguro si lo que escuchaba provenía del interior de la casita o de su cabeza. “¿Dónde está mi mamá?” Oyó la pregunta repetida tres veces y luego la otra, también tres veces, con voz inquisidora que no sonaba como salida de la garganta de su niña: “¿Dónde está mi hermano?” Volteó para comprobar si el chofer también escuchaba esas mismas preguntas que venían a su encuentro y lo paralizaban, pero el hombre fumaba distraído, mirando hacia el fondo del horizonte a través de la calle de tierra, tal vez buscando una explicación a tanta soledad suburbana.
Cuando creyó que esos sonidos desaparecían, avanzó hasta quedar a pocos centímetros de la puerta. Apoyó su mano en el picaporte y se dispuso a entrar sin golpear como era su costumbre. Pero fue Amanda la que abrió la puerta y apareció a su frente, tan pequeña y luminosa como siempre. Miguel sintió perder la compostura. Una fatiga arrogante le transfirió un temblor que se alojó en sus rodillas que vacilaron incapaces de sostener el peso del resto del cuerpo sobre ellas. Sus hombros se vencieron y dejó caer los brazos en indudable señal de abatimiento.
Se podría decir que se arrodilló ante su hija, pero en verdad cayó postrado. Amanda lo abrazó con eucarística ternura. Dejó que la cabeza de su padre, que parecía inmensa, se apoyara en su pequeño pecho. Miguel lloró como no lo había hecho en toda su vida, sin pronunciar ni una palabra. Los sustantivos, los adjetivos, los verbos, las proposiciones, los adverbios, todos se marchitaron en ese instante, como equivocadas flores resecadas por el leve roce de una brasa negra.
Amanda guardó un silencio inolvidable, mientras pasaba su delicada manito por la cara del padre y humedeciendo con sus lágrimas sus dedos. 


Amanda quiso hablar, pero no pudo. 

Amanda quiso llorar, pero no pudo. 

Amanda quiso gritar, pero no pudo. 

Amanda quiso correr, pero no pudo. 

Solo pudo sostener el consuelo entre sus brazos delgados como estambres y sus manos diminutas.
Carmen y Francisco salieron por la puerta del fondo y lloraron abrazados a la sombra de un árbol pelado por el otoño. El coro de unas aves enmudeció de golpe. El viento cesó en sus giros bandoleros y una copa de noche pareció descender sobre esa porción del pueblo, mientras una raya roja desesperaba en el fondo de la legua un horizonte que se moría, en dirección a una noche salida del subsuelo gangrenoso del lodo de una cicatriz en la laguna.
¿Fue en ese momento que Amanda comprendió que había perdido todo en ese abrazo que resultó tanto de desconsuelo como de despedida? Años después, mientras enjuagaba con agua limpia las manos del General, creyó entender el significado de ese suceso que, a pesar de estar tan lejano en el tiempo, le dejó una mortificante intriga hasta ese presente en la inmensa mansión que se disecaba al rayo del sol sobre los huesos dolientes de los sepultados vivos por sus infinitas rebeliones.
Nada del General le recordaba a su madre, tampoco nada de Doña Encarnación, ni siquiera se identificaba con esa otra niña amarrada por tres babas de diablo. Pero a veces, un suspiro, un sonido monocorde del pecho de “La Reliquia”, que sonaba tan rugoso como metálico, la retrotraía a ese abrazo del padre que respiraba jadeando un dolor que sonaba a barro, a greda amarga, y que la dejó tan solitaria y tan vacía sin poder comprender con exactitud ese sentimiento de ausencia poderoso, que solo muchos años después –tal vez en la soledad de su habitación, contemplando el pálido cielorraso pintado a la cal hacía ya muchos años–, pudo descifrar para explicarse las consecuencias del amargo suceso de ese amor maternal perdido tempranamente. Hubo una mezcla de dolor mortuorio y de traición madurada a los empujones y que explicó el abandono posterior de todos los afectos que sintió potentes justo hasta ese preciso momento.
En la madurez, sosteniendo con sus manos callosas la rugosa y huesuda del ilustre, pudo descifrar ese pensamiento que conquistó su mente mientras consolaba al padre arrodillado, pero que no pudo entonces manifestar ni siquiera en una simple idea. “¿Qué será de mí si ya no estás a mi lado?” La muerte de Anita definió para siempre el destino de Amanda. A partir de entonces, solo la soledad y el silencio serían los arquitectos de su vida.

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