Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 9 «Palabra de padre»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 9 «Palabra de padre»

IX

Palabra de padre

Busco las palabras. Hija mía: las busco. Las interrogo. Son exuberantes, pálidas, húmedas, sagradas y todas claman al Hombre en sus dominios. La muerte, sin embargo, más allá de esas fronteras, se amarra a sus crucifixiones y derrama sus martirios ola tras ola; olas de tierra, de cenizas, de lápidas, de cuchillos, de golpes de brutas dentelladas.

Miro tu porvenir y desde ahí te observo. Te miro y te acaricio tan sólo con mirarte; de amor como una flor que cruza su perfume de polen te descifro y te rozo con mi tristeza sin querer darle un nombre a esta ausencia palpitante que se agranda de silencios y susurros. Un capullo negro llevo entre mis manos y una larga intemperie surge como un ronco quejido y me desconsuela sin remedio hasta las lágrimas.

Tiemblo al mirarte a la altura de este otoño por la misma calle por la que la cavidad de la noche se hizo luna y al amparo de su luz caminamos los tres asiendo los racimos del viento que dispersaban sus perfumes más allá de nuestra laguna. Veo a tu madre precipitada en un manantial de frío, pero en el nido de tus pupilas la muerte poderosa perece sus abismos de oscuridad y desaciertos, y me salva en la desembocadura del martirio oscuro, inacabable.

Me niego a perpetuar una herida de muerte aquí en mi corazón. En él sólo quiero su amor y los recuerdos de cada uno de los momentos que pasé entre sus cálidos brazos y sus manos de pétalos. Quiero tu amor de hija, sanando esta ausencia que me desespera.

Mi corazón hecho de polvo, de piedra, de gusano, de arruga, de sangre espesa y del temblor invisible de una lágrima reservada en la intimidad de los suplicios, late por ella y por vos, hija mía.

Estamos solos, ¡solos! Apresuradamente solos, desesperadamente solos, desnudos de amparos y cubiertos de espinas, y miro tus manos y mis manos, tu vacío y mi vacío y la lámpara de tu ilusión, la vasija de tus sueños y la piedra de mi rostro, y hundo mis manos en la arcilla noble de esta pena de ásperos contornos que me invita a besar los minúsculos instantes que quedaron como pequeñas herencias entre nosotros dos.

Mis ojos están vacíos de lágrimas, las entregué de rodillas en el idioma del milagro imposible. Besé su sangre como si fuera néctar y desafíe al destino hasta que fui vencido. Sólo me quedan espinas que llorar, relámpagos negros, lutos del tamaño de un puño.

Te miro desde el patrimonio de mi pena hasta la desembocadura del dolor, de esta herida que no cesa. Solo me atrevo de rodillas a sospecharte así, pequeña de piafantes bríos. Yo, herido los lagrimales ciegos, buscando esa palabra que te explique del reino de la muerte, del reino de los cielos, ese bastión maltrecho de la misericordia, y cuando creo que encuentro esa voz en manantial, sin gritos ni estridencias, las palabras desaparecen como hojas del secreto de una sustancia glacial, un sobresalto de piedra imperturbable.

Te amo, hija mía. Con ese amor te rozo apenas con mis muertes vestidas con las ásperas vestiduras de la ausencia definitiva, por protegerte de ese frío imposible que llega como de un agujero enarbolado y por el que la nada se derrama hacia el olvido definitivo de todo lo que tuvimos y ya no poseeremos hasta el fin de nuestros días.

Sufro de amor, sufro de secretos, sufro sin consuelo y desespero como una estatua de sal, cuarzo nocturno, perdido en el vacío de un misterio imposible, así desesperado en el pedazo roto de una vida que nos dejó con la boca vacía. Cuando llegue te abrazaré sorprendido y agotaremos nuestros dolores en las mutuas caricias hasta el tibio reposo entre unas flores de pájaros que vuelan hacia un tiempo distinto de esperanzas.

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