Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 8 «Ocaso de un adiós»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 8 «Ocaso de un adiós»

VIII

Ocaso de un adiós


La ceremonia fúnebre fue breve. Íntima y recatada. Ocaso de un adiós sin ninguna palabra de los pocos asistentes que acompañaron a Miguel en el sepelio. Beso arterial del amante esposo sobre la frente helada. Los labios de la muerta, como los párpados, vencidos, apretujados de muerte en el suspiro último, cerrados en la eternidad de esa sangre coagulada como una cáscara roja. Las iniciales de la muerte inscripta en la empuñadura de un féretro que imitaba el sombrío color del légamo que en láminas iba formando un crepúsculo definitivo a ese amor que parecía para siempre, pero duró un suspiro entre reproches familiares.
Los jefes se excusaron por su ausencia. Le hicieron llegar a Miguel sus condolencias junto a las coloridas palmas fúnebres que competían en variedad de flores unas con otras. De paso le recordaron por sus mensajeros que les estaba prohibido reunirse incluso para la ceremonia de la muerte. Sus rostros debían conservar el anonimato y era una regla rigurosa el evitar ser reconocido por algún alcahuete que esperaba una recompensa por sus delaciones. Su mundo era secreto y convenía que no descuidaran nunca esa condición que los hacía casi invulnerables. En el misterio de sus rostros, de sus nombres, de sus historias, estaba la garantía de una supervivencia que solo se veía amenazada cuando el poder cambiaba de manos subrepticiamente, por obra de los fusiles y cañones que atronaban la política con sus empavonados gritos de carbón, azufre y nitrato de potasio mientras marchaban al son de las fanfarrias. Apenas se extinguían los sones marciales, los funcionarios sabían demostrar sus nuevas fidelidades y bastaban algunos juramentos y una definida cantidad de caídos en desgracia, para que todo recobrara la acostumbrada seguridad.
Nada devolvería la vida a la infausta criatura que murió entre los intersticios de una hemorragia que licuó como un magma rojo la vida en un instante. Ni siquiera el todopoderoso séquito de espías que regía en parte los destinos de toda una nación. Su sacerdocio no atendía el rito de la vida, sino el de la muerte por razones de Estado.
Eriseta parecía satisfecha. Cuando los funebreros soldaron la caja metálica suspiró con emoción que hasta hizo creer a los pocos presentes que sentía verdadera congoja por la muerta. Pero solo se trató de un error de apreciación. Ella estaba complacida, aunque su impávido rostro no permitiera a nadie descifrar sus verdaderos sentimientos. En cada gota de estaño derretido que iba sellando la tapa a la caja, se empujaba hacia el fragante olvido a quien en vida fuera la esposa de su hijo. Todo parecía retomar el rumbo del que nunca debió apartarse. Misterios de un amor que no le interesaba develar a esa altura del rito, la muerte temprana resolvió sus desventuras y disgustos de un modo inapelable. Y eso era lo que más la reconfortaba. La condición de inapelable era hasta estimulante. La muerte tiene ese poder afrodisíaco en quienes la invocan para resolver aquello que no está al alcance de su voluntad.
Siempre cuestionó a su hijo el enamoramiento casi adolescente que lo arrebató con esa mujercita de rostro aniñado y cuerpo grácil. Aunque reconocía que Anita tenía una personalidad, además de su natural belleza, que podía subyugar al hombre que se propusiera. Lo que nunca pudo deducir por qué fue su hijo quien cayó en su fina red de encantos y no otro hombre, de los tantos que merodeaban a su alrededor, expectantes de una mirada, una sonrisa, o incluso un desprecio que les diera la esperanza de un amor que no les estaba reservado.
La naturaleza de Anita era misteriosa, hasta cuando murmuraba unas pocas palabras provocaba una expectación desmesurada. Algo había en su voz o en la mezcla de su voz y su imagen que hacía que la gente quedara como suspendida esperando algo excepcional, la revelación de un milagro, o el descenso de los ángeles del cielo para salvar a la humanidad de los horrores por los que estaba atravesando desde hacía ya largos años. Con esa niña de nombre prohibido en brazos, deambulando entre el sol y la luna, entre la luz y la oscuridad, hasta toparse casi por accidente con ese muchacho desprevenido en el pasillo de un ministerio intrascendente, atento y jocoso que quedó prendado de la mujer por la que hubiera hecho hasta lo impensado. Amanda, que era una beba de pocos meses de vida, con su sonrisa y su mirada colaboró con el embrujo que subyugó a ese inexperto muchacho que iniciaba sus lides de burócrata.
Anita no era lo que esperaba para su hijo, lo dijo siempre con extrema franqueza y hasta en la propia cara de la joven. Entonces ella la miraba desde la profundidad de esos ojos de diamante negro como un gotón de noche y se hacía impenetrable hasta sacar de quicio a una suegra desacostumbrada a la desobediencia.
Anita podía ser tan cálida como una braza de amor en la noche más oscura, y, cuando se lo proponía, fría como el aliento de la muerte, como el filo glacial de un pedernal de hielo. Eriseta sentía ese frío exuberante rozarle las intimidades de sus tejidos hasta hacerla comprender que mientras el corazón de la mujercita latiera, sus posibilidades de espantarla de la familia eran nulas. A su lado, esa nenita de amorosos abrazos que embobaba a Miguel incluso más que su propia esposa, reforzaba ese embelesamiento imposible de derrotar con las simples artes mundanas que podía exhibir Eriseta, poco acostumbrada a lidiar con la derrota. Y aunque nunca se atrevió a rozar ni siquiera el asunto, lo que más la fastidiaba era que la mujer y su hija habían ingresado a la herencia familiar por la ventana de un matrimonio resuelto a las escondidas y a las apuradas. Miguel arriesgaba la fortuna familiar en beneficio de una desconocida, cuya hija llevaba un nombre extravagante, y decía profesar no menos extravagantes ideas al impulso de los acontecimientos de la gran guerra.
Cuando Anita susurraba a Amanda como canción de cuna “ni un paso atrás” y hasta parecían sonar las músicas de una orquesta de color rojo, provocando cínicamente a su sexagenaria suegra, Eriseta sentía que su corazón se agitaba exagerando sus latidos estimulados por su aversión a esas noticias que llegaban de los lejanos frentes de batalla.
Fue en esos arrebatos políticos que concluyó que solo la muerte, y por eso la celebraba íntimamente, podía acomodar las cosas del modo que deseaba. Tiempo después, dijeron sus amistades de tertulias, cuando alguien dejó caer el nombre de Anita como un recuerdo extraño, ella habló de un asunto que pocos pudieron comprender. “¡Quién lo diría! Al final estuvimos todos juntos contra ese demagogo de…” Exclamó y se llamó a silencio. Nadie recordaba con exactitud cuándo hizo esa extraña afirmación. Para algunos fue hacia fines de 1945, para otros, ya entrado el nuevo año. Lo seguro para todos, es que no volvió jamás a deslizar comentario alguno sobre ese asunto.
Nunca ocultó que promovió para Miguel un matrimonio que lo ayudara a trepar en la escala social, lo que, sin duda (y ella lo sabía por propia experiencia), aceitaría sus progresos en el trabajo. No un enamoramiento sanguíneo, en que la libido manda la voluntad masculina. Para ella, el eros de los hombres carecía de inteligencia, argumento que repitió en cuánta oportunidad tuvo. Y tratándose de Miguel, un novato en las lides del sexo y el amor, ni hablar.
Sus hermanos supieron escoger mujeres que los promovieron a lugares destacados de la sociedad. El amor era asunto de novelas. Ella misma, cuando se le preguntaba si alguna vez estuvo enamorada, respondía iracunda que nunca dedicó sus esfuerzos y su tiempo a las zonceras del sentimentalismo. “¡Jamás!”, gritaba con furia y allí terminaba el diálogo sobre los encantos del enamoramiento. La sexualidad solo era una herramienta reproductiva o para el ascenso social.
Desde que el mundo es mundo, decía, siempre ha sido así y así será por los siglos de los siglos, amén. Podía citar de memoria una larga lista de mujeres que treparon en sus ambiciones subidas a las puntas de nobles y aristocráticos penes. O de muchos y engreídos varones que veían bellas a las más horrendas, solo porque la copulación con esas mujeres les prometía alcanzar los estratos más altos del poder, empresa para la que sus propias virtudes no alcanzaban ni para los primeros escarceos.
Si alguno de ellos hubiera dedicado algo de su tiempo a la lectura en vez del alcohol, el humo de los cigarros y las lúbricas vaginas de la promiscuidad, entendería por qué ella referenciaba en Devereux a todos esos hombres. Y alzando su dedo meñique en señal de cinismo organizado, se refería a la suerte de aquel que tan solo fue decapitado, cuando bien mereció otros castigos más contundentes.
Nada de amor, entonces. Nada de orgásmicos momentos maritales. Ella trajo al mundo cuatro varones, aporte más que extraordinario a la continuidad de la propia especie y eso la glorificaba. Para satisfacer el placer estaban las juergas con las prostitutas seleccionadas entre las más jóvenes y blancas de los lupanares de Estado. En esas vaginas vigiladas pudo descargar su esposo los excesos de esperma que conmovían su espasmódico tracto urinario. Todas esas mujerzuelas que rondaban alrededor de los espías, intercambiaban un coito libertino a cambio de un poco de comodidad surgida de los favores del dinero o del amparo del poder. En oportunidades ropa fina, droga de la buena o algo de dinero. Las más de las veces morían en oscuros rincones de la burocracia y quedaban sepultadas en el más riguroso y estricto anonimato. Sus nombres eran borrados de todos los registros.
Sabía cómo eran los códigos morales de los hombres de esa burocracia. En la Agencia, se veía con buenos ojos que sus empleados calificados, como era el caso de Miguel, constituyeran una verdadera familia de acuerdo a los valores de la religión católica. Las multitudes asamblearias que rodearon a Pacelli ayudaron a consolidar esas creencias doctrinarias. Hombres, mujeres y niños llegaron desde los confines de la nación para engordar el mito de la nación católica por excelencia bajo la custodia de un nacionalismo elaborado en el excéntrico alambique de la Liga Patriótica, que destilaba un pogromo de odio anticomunista y antisemita como un elixir milagroso para los males de la nación, y que se manifestó exuberante casi todopoderoso en “La noche de los hombres”, cuando ciento de miles de ellos marcharon portando sus antorchas desde las inmediaciones del Congreso Nacional hacia la Plaza de Mayo.
El catecismo señalaba claramente que las esposas debían ser devotas, recatadas, cuidadosas de la reproducción para garantizar que la descendencia reuniera las mejores condiciones, pensando en el porvenir. Si había deslices, que los había y a menudo, se los sabría disimular incluso hasta cuando rayaban en el escándalo de sexo y vicios combinados en sus extremos más escandalosos. Mientras no afectaran los secretos de Estado, se los consideraba como parte de la naturaleza de los hombres y mucho más de la de los hombres sometidos a esas tareas clandestinas. Y, además, pecar no siempre prometía el infierno. A veces, hasta podía ser el anuncio de un prominente ascenso. Entrepiernas diplomáticas, úteros de ascendencias marciales, chismosas de alcurnia, podían ser el pasaporte hacia la cumbre del poder entre las sombras.
En cambio, las esposas debían sostener los principios de la fe y educar a los hijos en el riguroso catecismo de la Santa Iglesia. Roma auscultaba sus sentimientos con su ojo crítico, desde los ocultos sustratos de los misterios de la fe vaticana. La frigidez era presentada como una virtud mariana y era muy valorada entre los priores de la fe.
Anita no reunía ninguno de esos requisitos y solo Miguel con sus artes hizo parecer a su esposa de acuerdo al prototipo que se promocionaba en la Agencia. Un ejercicio de la apariencia y de la falsa apariencia casi extraordinario. Pero lo que fue definitivo y lo que le granjeó la simpatía de los cuadros de conducción, fue la enorme capacidad matemática de la mujer que dejó perplejos hasta los más encumbrados en la materia, que la agencia había reclutado durante varios años. Y ese talento hizo que, muchas veces, a nadie le interesase las críticas que Eriseta deslizaba en algunas tertulias entre viejas amigas, esposas de los más veteranos funcionarios que supieron compartir con su marido días y noches de conspiraciones. Anita era misteriosa como el propio mecanismo de Anticitera, compartiendo su secretismo analógico en la punta de sus dedos, su astronómica sensualidad, los ruidos de los eclipses astrológicos y calendáricos que eran indescifrables para ese sistema de burócratas anquilosados en sus minúsculas porciones de poder oculto.
Una cureña cargada de flores trasladó el féretro hasta el Cementerio del Oeste, que poco tiempo después sería renombrado como Cementerio de la Chacarita. Eriseta se ocupó de conseguir un nicho en un lugar privilegiado de un panteón no muy alejado de la entrada principal del cementerio, para lo que movió sus influencias que atendieron comprensivas sus reclamos. Se negó a permitir que el ataúd ingresara en la bóveda familiar donde reposaban los ilustres de las dos familias, la de ella y la del difunto esposo. Consentir su ingreso al santuario de los muertos familiares era dar crédito a los derechos de herencia que, seguro, reclamaría en su momento Amanda cuando creciera. Además, hacerlo equivalía a un sacrilegio funerario, una alteración de los ritos mortuorios, algo a lo que no estaba dispuesta a tolerar. Miguel no tuvo ni la intención de discutir ese asunto con su madre, le resultaba indiferente, por el momento, el lugar en que descansaran los restos de su infortunada esposa e, incluso, hasta vio con buenos ojos el que no compartiera su último descanso con esos parientes que la hubieran repudiado por su carencia de alcurnia. Un par de años después, Miguel decidió incinerar el cadáver de Anita y arrojar sus cenizas en el osario general, lo que dijo era el deseo de su esposa. Sin embargo, fue Eriseta quien le señaló la conveniencia de concretar ese rito. “Los iguales con los iguales”, la repitió unas palabras que le adjudicó a Anita.
En la capilla ardiente, antes de que fuera depositado el féretro en su nicho, el cura dijo el responso con una voz fermentada en la ira de los mandamientos divinos. Bendijo el ataúd, repitió varias veces el nombre de la difunta, y rogó que Dios no solo asistiera su alma en el tránsito hacia la vida celestial, sino que elevó sus plegarias por el hijo recién nacido. Amanda no mereció los alivios del rezo; en el responso del cura no figuró su nombre. Seguramente Eriseta orientó al sacerdote en las bendiciones y en las maldiciones.
Cuando los sepultureros terminaron de atornillar la tapa de mármol blanco que tapó la boca del nicho donde quedó depositado el féretro que contenía el cadáver de Anita, una lluvia torrencial se descargó sobre la ciudad. Miguel miró al cielo buscando un consuelo que no llegó. Se abrazó a algunos de los pocos acompañantes y esquivó a su madre. Solo dijo “voy a buscar a Amanda”, y rechazó la oferta de Eriseta de acompañarlo hasta su casa en los suburbios. Deseaba estar solo ese tiempo que llevaría el viaje en el amplio y lujoso automóvil negro, desde el cementerio al hogar. En su cabeza, palabras y palabras y palabras buscaban la armonía de los verbos del amor imperecedero, del prodigio de lo inextinguible, del poder de las resurrecciones, para explicarle a la niña qué sucedió con su madre. ¿Explicar la muerte? ¿Explicar lo que no puede ser perecedero? ¿Lo que no puede extinguirse? ¿Lo que está llamado a resucitar? ¿Qué palabras dicen de esos acontecimientos sobrenaturales? Solo el amor quedaba como una semilla silenciosa para ser cultivada en el surco de esa herida temprana.
“Morir, dormir… dormir. Tal vez soñar.” ¿Explicar la muerte? “Esa tierra inexplorada de cuyas fronteras ningún viajero vuelve. Morir, dormir, tal vez soñar.” ¿Cómo explicar la muerte? Ignoraba por qué recurrió a Shakespeare en esos instantes de dolor. Fue lo último en que pensó mientras se acomodaba en el asiento trasero del amplio coche negro que lo llevaría de vuelta a su casa. La lluvia tormentosa anegaba las calles linderas al cementerio, y el cielo era como un instante hostil de vapores grises que se encendía de aguijones de relámpagos que retumbaban al límite del paisaje urbano.

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