Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap- 7 «En el nombre del hijo»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap- 7 «En el nombre del hijo»

VII

En el nombre del hijo

Quiero que me hablés como un poema, como una música. Me alegrará el sonido de tu amor y aliviará a mi corazón mientras dure tu ausencia. Por mi parte mujer, cuando estén a la par tu cuerpo y el mío, solo seré expectativa, y en mis silencios escucharás mis versos y mis melodías que fueron imaginadas entre los remansos de las sombras del crepúsculo, solo para vos, amada mía.
Por vos soy esta esperanza de amor, raíz en llamas, silenciosa espiga a merced de tu aliento, y te seguiré como el cálido viento del verano a donde vayas.
Carta de amor de Miguel a Anita (Fragmento).

Miguel se recostó en el sillón del amplio comedor de la casa materna, y aunque deseaba dormir no podía conciliar el sueño. La habitación era un largo rectángulo en uno de cuyos extremos el sillón en el que reposaba estaba dispuesto para que, quien se sentara en él, pudiera dominar toda la extensión del cuarto. A medida que su vista avanzaba buscando el final de la habitación, la oscuridad adquiría consistencia y eso llenaba de zozobra al viudo. Era una congoja amarga e implacable pero incapaz de manifestarse, y que avanzaba tumefacta gangrenando sentimientos que Miguel deseaba preservar de la desdicha.
Entre las sombras que se acumulaban a su frente hasta podía descifrar el rostro de Anita dibujado con una tiza blanca que apenas delineaba los rasgos de la mujer amada. Suspiró varias veces como si exhalara unos minúsculos golpes que expulsaban sus pulmones por la tráquea, pero no podía llorar. Hacía muchos años que no lloraba, sus lágrimas estaban encapsuladas en algún lugar de su humanidad de la que había perdido todo dominio. Tal vez era herencia de su madre, quien era incapaz de lagrimear incluso de felicidad y sus lagrimales solo le aportaban una sequía ulcerosa que acentuaba ese rictus de enfado y desagrado que lograba espantar a cualquiera que deseara aproximarse a la mujer con algún afecto. Miguel creía que los suyos, aun sin experimentar esa maldita sequía, olvidaron su función y ni en tan tristes circunstancias lo ayudarían a desahogar las penas como deseaba.
El coqueto palacete estaba ubicado en el barrio de Caballito, sobre la calle Parral, en dirección al Sarmiento, próximo a un descampado que solía ser refugio de los enamorados ansiosos de sexo clandestino. Casi ningún sonido perturbaba el silencio que descendía en todas direcciones, apagando hasta los últimos sones que quedaron heridos en los rieles de las vías del tren a varios cientos de metros de distancia. Altos pastos a la vera de las vías sofocaban los destellos de un sol de media tarde que caía como podía calentando el acero sin exageración. Los brillos agobiados desesperaban por no perder su condición iridiscente y se cobijaban bajo los silencios para esquivar el agobio de la intrascendencia.
Los grandes plátanos que se elevaban a lo largo de toda la calle y apenas se atrevían a musitar unos soniditos otoñales que rodaban desde sus altas copas hacia la tierra. Era una música cetrina que sus tupidas hojas dispersaban como un polen milagroso, porque aún conservaban el verde vivo de la savia fresca, sobre el ocre macilento de las hojas muertas.
Para Miguel, en cambio, esos silencios no eran naturales, caían hacia una cavidad de niebla como los restos de una piedra nocturna, y no resultaban como el fecundo polen que lleva la vida nueva en sus partículas, sino como una oscura arena de desgracia que se adhería a los poros de su piel asfixiándolo lentamente y prolongando sus fatigas y pesares de manera hasta entonces desconocida. Estaba sumergido en un hondo pozo por la pena. Recién llegaba de encarar el papeleo para los funerales de su esposa; el certificado de defunción se agitaba en su mano como una flor siniestra, hecho papel de muerte una gota de luto. El nombre de Anita trascendía en diagonal hasta su blanca mano de escribiente y parecía llamarlo con unos suaves toques que dolían más que una áspera y crujiente puñalada. Si pudiera abrazarla… si pudiera besarla… si solo pudiera… Pero ya no podía.
Si alguien le hubiese preguntado cómo se sentía, hasta le resultaría difícil describir su verdadero estado de ánimo, pero podía asegurar que pensar en Amanda era lo que más lo atormentaba al mismo tiempo que más lo consolaba. En el amor de la hija podría tal vez deshacerse en parte del rudo bagaje que lo mortificaba; en ella había futuro y eso dulcificaba sus pensamientos. Además, en los ojos de Amanda podría mirar los de Anita como si aún la tuviera consigo, y aunque sabía que en la hondura de esa mirada viva encontraría la desesperación por quien ya no estaba, también hallaría la esperanza de quien será en un futuro cercano.
Terminado el entierro iría al encuentro de su hijita, aunque no le quedaran fuerzas para ninguna tarea. Verla, abrazarla, sentirla, ya no era un simple deseo basado en la angustia de la ausencia o el alivio de la tristeza por esa muerte inesperada. Era una necesidad que se imponía con fuerza propia. Abrazar a Amanda era como abrazarse al alivio, a una receta magistral contra el dolor. Y mirar esos ojos, ¡esos ojos!, intensa la mirada, intensa hoguera negra, irradiando el secreto del amor guardado justo en el frenesí de las sangres renovadas, allí en lo más hondo de los tejidos vivos de la niña donde Anita depositó todos sus misterios.
Sabía que Carmen y Francisco cuidarían de ella como nadie más lo haría y eso lo aliviaba en algo por el momento. No pudo confiar su hija a su propia madre, a la que consideraba incapaz de un amor, aunque más no fuera efímero y fundado en el dolor ajeno. El sentimiento de alivio duraba como el vuelo de una mariposa, luego la angustia se sobreponía a todo otro sentimiento. ¿Cómo explicaría la muerte de la madre a su hija? Trataba de encontrar las palabras con las que le diría la suerte que corrió Anita esa desgraciada tarde del otoño temprano. ¿Había palabras que pudieran expresar tanto dolor, tanta tristeza, sin hacer sucumbir a su hijita en el lamento, en la frustración tan temprana, en la desgracia de un sueño interrumpido de la peor manera? Esas palabras consoladoras no surgían, no llevaban misericordia en sus sonidos, sino látigo y cicatriz, aullido de martirio. Nada de sosiego amoroso de padre a hija, ni palabras de paz que remitieran a ese descanso eterno y a la noble promesa del reencuentro tierno en algún misterioso repliegue de la bóveda de unos universos primigenios, donde dicen, flotan las almas hechas flores maduras en el caudaloso rumor de la armonía.
Cuando creía encontrar esas palabras necesarias, su boca se resecaba, los labios se sellaban como con un desafortunado ungüento de desgracia y olvidaba al instante ese discurso. Solo podía mirar hacia atrás y ver cómo su amor se escurría en una hemorragia caprichosa, un agua viva roja hacia la nada de una tumba áspera, sombría, disuelta en diminutos gotones rojos de la muerte, mientras un tropel de gente gritaba a su alrededor una multitud de palabras que no sirvieron para salvarla del abismo nocturnal que la devoraba como un raro animal ciego de amarga lengua y carnívora saliva.
Así, recostado, los ojos vacíos, trató de convencerse de que llegado el momento la verdad irremediable se abriría paso entre sus cavilaciones y se presentaría a su hijita de la mejor manera. Se entregó a un destino en el que no quedaba mucho más que una leve esperanza. Esperaba, sí, que las mejores palabras brotaran como helechos plumosos en la humedad de la boca y aun en el dolor fueran como caricias desde el alma, para el alma menuda de su hijita. Y así, con esas caricias consoladoras, la supuso suspendida con él entre sus brazos, y entre ambos, el niño recién nacido. Tal vez en él encontraría, a pesar de su breve existencia, la fuerza y la capacidad para empezar a cerrar la herida incesante de la muerte de Anita, de la mamá ausente para siempre, abrazado a sus hijos, temblorosos los tres sin siquiera saberlo, amarrados de amor como raíces extraordinarias que no pueden ser extirpadas por el simple capricho de la muerte.
La contratación de la casa velatoria corrió por cuenta de la Agencia, sus jefes habían recibido la noticia con tristeza y asombro y de inmediato se hicieron cargo del velatorio. Anita estaba muy bien considerada por su prodigiosa capacidad para las operaciones con números complejos, cálculos algebraicos y por su extraordinaria perspicacia matemática. La semana de licencia que le otorgaron al viudo no mereció ni una discusión entre los burócratas, parecían verdaderamente conmovidos por la triste circunstancia por las que atravesaba el novel funcionario.
Varios jerarcas hicieron llegar sus condolencias y los arreglos florales abundaron en cantidad y variedad. Miguel era indiferente a todo ese rito. Estaba como ausente. Su rostro no dejaba traslucir ningún sentimiento, pero estaba devastado. Acostumbrado a llevar la extraña máscara de un arisco sonámbulo y a disimular cualquier gesto que dejara traslucir sus sentimientos, padecía el rito hasta con estoicismo. Los gestos, aunque insignificantes, suelen ser precisos delatores de la condición humana. Era una cuestión profesional el saber moderarlos hasta ejercer pleno dominio sobre ellos, y de esa condición profesional no se podía deshacer ni siquiera en esas trágicas circunstancias.
Solo deseaba un respiro para volver al hospital en donde algunas de las mujeres de su familia, primas lejanas, se hicieron cargo del niño y esperaban su regreso.
Alguien le dijo de avisar a los familiares de Anita. Miguel ni siquiera supo de dónde vino esa voz que trataba de llamar su atención. Sabía que su esposa no tenía otro familiar más que su padre, a quien él mismo le transmitió la triste noticia. El hombre le hizo saber que llegaría recién para cuando diera comienzo el sepelio. Si se retrasase por alguna circunstancia inesperada, le aseguró que no faltaría al entierro.
La madre de Anita murió cuando esta era apenas una niña y Miguel no conoció a ningún otro familiar suyo. Sabía de una tía algo lejana y que fue su madre de crianza o su nodriza, y que vivía en un lugar apartado del campo bonaerense, la misma que tejió unas ropas para el bebé por nacer y que las hizo llegar en una encomienda que retiró en la terminal del ferrocarril. Miguel dudaba que pudiera ponerla al tanto de lo ocurrido y en ese momento ni siquiera estaba seguro de dónde Anita podría haber escrito el domicilio de esa pariente. La Agencia se comprometió a considerar alguna alternativa para avisarle a la mujer de la infeliz circunstancia de la muerte de la muchacha y trasladarla para las exequias si la hallaban.
Eriseta llegó en su automóvil desde la casa en los suburbios hasta la suya. Como había acordado con su hijo, dejó al cuidado de Carmen y Francisco a Amanda; llegaba cargada de reproches contra esos dos “bolitas lacrimógenos” que estuvieron a punto de echar por la borda toda la discreción que ella consideraba había tenido para evitar que Amanda descubriera la infortunada suerte de su madre. Ya le tocaría a Miguel explicarle la infeliz circunstancia de esa muerte.
—¿La nena? –preguntó apenas vio a su madre subir por las escaleras de mármol de carrara hasta el recibidor del primer piso.
—Como me ordenaste, con los bolitas de Carmen y Francisco. –Eriseta hablaba sin prisa y sin expresión mientras dejaba caer su tapado al piso y apoyaba su cartera sobre la mesa del comedor. Miguel ignoró el tono sarcástico con se refirió a los vecinos.
—¿Cómo estaba? –preguntó preocupado.
—Bien, supongo. ¿Cómo iba a estar? No sabe nada. No le voy a decir yo que murió su mamá.
El tono ansioso y frío de su madre alteró a Miguel que no pudo evitar un gesto de disgusto. Ella hablaba de la muerte de Anita como un suceso más de los tantos que le pueden ocurrir a cualquier persona en el mundo. No soportaba esa facilidad de cosificar a las personas que Eriseta lucía como una extraordinaria virtud, producto del trabajoso arte de moldear el carácter para acciones importantes de las que el mundo nunca tendría ni la menor sospecha.
—Ella debe sentir algo… estoy seguro. Amanda es muy especial.
—¡También! Los bolivianos esos se la pasaron llorando, si la nena se avivó de algo fue por culpa de tus vecinos. –Se acercó a su hijo por su derecha y apoyando una mano en el hombro y de frente lo miró con frialdad–. Por otra parte, ¿querés que te diga? –Miguel alzó sus cejas y los hombros en actitud defensiva– esa nena es rara. Es rara, rara… qué querés que te diga.
—¿Rara? ¿Por qué decís que es rara? –Miguel demostraba su enojo por la forma en que su madre hablaba de Amanda.
—Porque es rara, hijo. Vos sabés a qué me refiero. Es rara. Rara. No digo que es loca, digo que es rarita, tiene cosas raras… no sé…, no sé…
—Ma… –Eriseta lo interrumpió alzando su mano para ordenar que no siguiese hablando del tema. A ella hablar de Amanda la ofuscaba y Miguel lo sabía. No fueron pocas las ocasiones en que la discusión se hizo ruda cuando ella se refería de manera despectiva a su esposa y a su hijita. La mujer no le dio oportunidad de volver sobre el tema, se dio vuelta y mientras se alejaba preguntó por el niño recién nacido.
—¿Qué nombre le vas a poner al chico? –para mirar de frente a su hijo alzó la cabeza exageradamente–. ¿Se puede saber? –preguntó como si el hombre estuviera en un examen crucial para su existencia. Miguel se reclinó pesadamente en el sillón hastiado de esa voz de rústica corneta de su madre y cerró los ojos. Habló con voz fatigada.
—Anita quería que se llamara Ícaro. –Ícaro sonó como una palabra aterciopelada que emprendió su vuelo no demasiado alto para que el sol no derritiera sus alas.
—¿Ícaro? –Eriseta preguntó contestando desde el fondo del pasillo que llevaba al baño principal. Sus palabras salieron como de una madriguera en la que se refugiaron los aullidos de un animal desesperado–. ¿Ícaro? –repitió en un grito de disgusto–. ¿Cómo Ícaro? Qué parió tu mujer, ¿un pajarito o un chico? –Miguel aspiró profundo y no respondió a la provocación.
—Ese chico no se puede llamar así, Miguel, no te hagas el distraído.
—¿Por qué no me dejás de romper las pelotas? –Eriseta no hizo ningún gesto de desaprobación, actuó como si no hubiera escuchado el insulto. Volvió a su estado de indiferencia que le permitía sortear cualquier confrontación como si en realidad atravesara un bello jardín de madreselvas. Tomó aire y dulcificó su voz.
—Hijito mío, solo hablamos del nombre del nene. No te ofusques.
—Entonces no me rompas las pelotas. Se va a llamar Ícaro, como quería la madre.
—No mi amor, no te quiero romper las pelotas, solo quiero hacerte entender que no se puede llamar de ese modo. Vos no sos Dédalo, ¿me comprendés? Sos un funcionario importante, hijo de otros dos también muy importantes. En la escala de valores morales o estéticos, la ridiculez no puede empezar nunca por un nombre mal elegido. A la gente como vos, como yo, como tu padre, hay que ayudarla a comprender lo importante que siempre es guardar las apariencias y saber elegir con propiedad. ¿Me comprendés mi amor?
—¿Y qué mierda tiene que ver mi cargo con el nombre del nene? ¿Qué tiene que ver tu alcurnia o la puta jerarquía de papá con el nombre de mi hijo? ¿Por qué no se puede llamar Ícaro? –Miguel volvió a alzar la voz disgustado por la conversación.
—¡Porque es ridículo! ¡Vos sabés que es un nombre ridículo! Y vos no podés hacer nunca –y subrayó la palabra nunca–, el ridículo. Así es la vida, hijito mío. No te enojés conmigo, enojate con la vida que tenés.
—Todo lo que le gustaba a Anita para vos siempre fue ridículo. Si Anita viviera ni siquiera te hubieras atrevido a hablar de este asunto.
—Pero se murió, querido, comprendé que se murió. Por tu bien te lo digo. Además, quiero decirte, tu mujercita tenía muchos pajaritos en la cabeza y por eso resultaba muchas veces algo ridícula. Para colmo, creía que esos pajaritos eran mitológicos, como Ícaro, pero solo eran pajaritos… pajaritos de mierda, pajaritos al pedo, pajaritos… ¿viste que poca cosa son los pajaritos? Cantan, vuelan un poco, y se mueren. Vienen los gatos y se los comen. Horrible destino, es cierto. No es sano que tengas el destino de un pajarito en la boca de un gato.
—No podés ni esperar un día para hablar mal de ella. Te importa un carajo su muerte, te importa un carajo lo que me pasa.
—¡Pero no, hijito! ¿Cómo decís eso? –Eriseta extendió sus brazos como si intentara abrazar a toda la familia al mismo tiempo–. Yo los quiero a todos y vos lo sabés. –Y los abrió aún más tratando de aparecer muy amorosa. Miguel movió negativamente su cabeza, sabía bien que no existía ese amor que invocaba su madre cuando hablaba de su esposa y de su hijita, y con respecto a él, tampoco–.
—Convengamos que Anita era difícil, muy difícil. Y, además, ella a mí no me quería, vos sabés muy bien que no me quería, ni un poquito. Más bien me odiaba. Vos sabés que ella me odiaba.
Miguel suspiró agotado. Llevó sus manos a su pecho y lo frotó despacio, tratando de distender la enorme presión que oprimía el tórax en el que retumbaba agarrotado el corazón de penas.
—Pedime lo que quieras, pero que sea hipócrita, por favor, no. –Dijo Eriseta–. Lamento que se haya muerto tan joven, pero por suerte tu hijo se salvó, con eso tenés bastante, se ve que Dios todavía te tiene paciencia. –Miguel se distendió un instante como si ya no oyera a Eriseta hablar huraña contra Anita.
—Si nacía nena quería que se llamara Petra, y para un varón primero pensó en el nombre de Espartaco, como el esclavo rebelde, pero al final eligió Ícaro… –Eriseta ni reparó en el nombre elegido por Anita para una mujer. Lo descartó sin interrogarse sobre él, porque, en definitiva, el nacido era varón.
—¿Espartaco? ¿Vos ibas a permitir que un hijo tuyo se llamara Espartaco? ¿Te volviste loco? ¿Dónde te creés que trabajás? ¿En el Coliseo? ¿Querés matarme de un susto? Miguel, por favor Miguel…
—Podría ser peor, mamá, podría ser mucho peor. –Las palabras del hijo sonaron como silábicos puñales.
—¿Peor que qué? ¿Qué Espartaco? ¡Qué podría ser peor que Espartaco!
—Por ejemplo, llamarlo Carlos Federico…
—¡Ay! ¡Por favor! No me jodás… ¿Estás borracho? ¿Estuviste tomando para olvidar? Entiendo que estés triste, muy triste, todo lo triste que quieras estar, pero que digas semejantes idioteces, no lo entiendo. ¡Por favor, hijo! ¡Cómo podés decirme algo así! No deberías ni pensar en eso.
—No sé en qué pensar en este momento, mamá.
—En cualquier cosa, pero no en boludeces. No sé qué te pasó a vos que te enredaste con esa mujer, con esas ideas que tenía, con una beba de un año. Si no te conociera tendría que pensar que te volviste un pelotudo. Si tu padre viviera ya te hubiera cagado a patadas. –Eriseta abandonó definitivamente su tono coloquial.
—Volviste al lenguaje “ceremonioso” que usaba papá para expresar sus mejores ideas en mi contra.
—Papá no tenía nada contra vos, solo le disgustaban algunos comportamientos tuyos. Fue él quien te hizo entrar a la carrera y gracias a él no sos un pinche y tenés un futuro promisorio. Decí que tu padre se murió demasiado rápido, si no, ya estarías en algunos de los directorios importantes. Con voz siempre fue gaucho.
—¡Uf! Un gauchazo… me trató siempre un poco mejor que al perro. Le faltaba pedirme que moviera la cola en señal de gratitud.
—No hablés así de tu padre. Vos siempre fuiste un busca roña, siempre lo confrontaste. Si sos algo, se lo debés a él. –Miguel ignoró la acusación.
—Ícaro es un nombre bonito. ¿Le gustará a Amanda?
—Y a quién carajo le puede importar lo que diga una niña de seis años. A nadie, y menos a vos.
—Ícaro será como un homenaje. Eso quería Anita. Me costó mucho convencerla en su momento para que cambiara el nombre de la nena. Al final aceptó llamarla Amanda, pero fue duro, me maldijo mil veces y lloró de tristeza muchos días. No quiero que me maldiga otra vez, en donde esté.
—¿Y dónde va a estar tu mujercita en este momento?
—En el cielo, seguro que en el cielo.
—En el cielo no puede estar, disculpame que te contradiga. Era atea, tenelo presente. Si Dios se hace el distraído puede estar en el purgatorio, de lo contrario fue directo al infierno, al sexto, para ser más precisos.
—No te soporto más, mamá. Yo creo que papá se murió para no oírte.
—¡No te soporto más! ¡No te soporto más! Eso me lo decís desde que tenías cinco años y aquí estamos. Y te repito que tu papá se murió de cáncer de próstata, nada que ver con el oído. Su drama estaba a la altura de la cintura, no de la cabeza. –Miguel miró en dirección al cielorraso como si allí encontrara algo del cielo en que referenciarse con Anita. Luego mencionó a su hija con verdadera ternura–. Amada Da Silva… Mi nena Amanda Da Silva.
—En cualquier momento me pongo a llorar, hijito. Y eso que no lloro desde que nací. El único problema que tenés ahora es que tenés otro hijo, uno de tu sangre, que es lo único que debería importante. La sangre llama a la sangre. Lo que viene de uno hay que saber cuidarlo. En cambio, esa nena no es tu sangre, disculpá que te lo recuerde –Miguel se encogió de hombros, y movió varias veces su cabeza de un lado al otro. Luego se tapó los oídos con las manos.
—Aunque no me quieras escuchar, me vas a escuchar igual. Ya hiciste bastantes macanas. Te metiste con una madre soltera llena de pajaritos en la cabeza, con una nena de un año que tenía un nombre ¡Dios mío!, ¡qué nombre! Y encima después no se te ocurrió nada mejor que ponerte un apellido ridículo. ¡Ese apellido! ¡Ese apellido! Da Silva… Tu padre estaba enfurecido cuando supo que te hiciste llamar Miguel Da Silva, como un portugués roñoso, él que era españolísimo. Tuvimos que pedir documentos para los dos para tu casamiento, con ese apellido del que toda la Agencia se rio a más no poder, “¡Da Silva!” “¡Da Silva!”, nos gritaban por los pasillos… ¡Qué apellido! No sé cómo decirlo… ¿Cómo se te pudo ocurrir ponerte ese apellido? ¿De dónde lo sacaste?
Miguel no respondió. Siguió con los ojos en el cielorraso. Recordó que tomó ese apellido de un contrabandista brasileño (quien a su vez lo había copiado de un noble portugués del que alguien le dijo que fue embajador en Roma), un tipo que se empedó una noche y quiso pasar a unos mensúes misioneros o paraguayos. Los peones estaban tan mamados como el brasileño y cuando comprendieron que el forajido ese los quiso timar, le dieron dos machetazos en la cabeza y lo mataron. Después la cortaron las pelotas y las mandaron en un frasco con formol a un tipo que alguien les dijo que era su jefe. El tipo trabajaba para un general brasileño quien armó un escándalo. Miguel fue enviado por la Agencia a pedido del gobierno, en una misión reservada a velar los testículos del siervo del militar y a arreglar una reparación satisfactoria para el general.
El brasileño le exigía todo el tiempo “olho por olho dente por dente”, y repetía “olho por olho dente por dente”. Se ve que no se animaba a decir “olho por olho dente por dente, testiculo por testiculo”.
Miguel aceptó los dos pedidos del patrón, dinero para compensar las pérdidas producidas por la muerte de su contrabandista, y los testículos de sus ofensores para saldar la deuda de sangre. Le dijo que le juró a la viuda del contrabandista cortarle las bolas a sus asesinos. Miguel suponía que a la mujer más que importarle el cadáver de los testículos de su esposo le importaría una buena reparación económica, algo de lo que el militar no habló en ningún momento. Cuando mencionó una indemnización fue para compensar sus propias pérdidas. Para vengar la afrenta contra su hombre quería le amputaron los testículos a sus asesinos, con eso se daba por satisfecho.
El pacto se selló con un fuerte apretón de manos y unas papeletas insignificantes en las que figuraban las sumas de dinero reclamadas. El dinero se giró vía el consulado. A su regreso a Misiones, Miguel les hizo cortar las pelotas a dos cadáveres que yacían en el cementerio sin que nadie los reclame, y se los mandó al ofendido jefe diciéndole que eran de los peones homicidas. El obsequio fue envasado, sumergido en formol en dos elegantes frascos de vidrio tallados. Seguramente uno de ellos debe adornar el estante de algún mueble de la lujosa estancia del ricachón. El otro, tal vez, repose en los brazos de la joven viuda o haya terminado como comida de los cimarrones. No podía suponer para qué querría esa mujer un par de testículos envasados en formol, habiendo tanto hombre con sus testículos llenos de sangre caliente y esperma fresca dispuesto a ofrendarse en reemplazo del finado capado.
Miguel volvió a reclinarse con el ánimo de dormir.
—La convencí a Anita de cambiarle el nombre a la nena por la seguridad de ambas.
—¡Eso, mi amor! ¿Ves que podés ser razonable cuando querés? –Dijo Eriseta recuperando un tono maternal–. Por tu seguridad, por la seguridad de tus hijos, de la mía, de todos los que te rodean, el nene no se puede llamar Ícaro, menos Espartaco y jamás Carlos Federico. ¿Me comprendés? Además, hijito, es tu sangre, ¡y varón! ¡El primogénito! ¿Entendés? ¡El hijo de la promesa! Ya sabés lo que dice la Biblia del hijo primogénito.
—¿Qué dice la Biblia? –Miguel preguntó cargado de cinismo.
—Ya ni siquiera te acordás lo que dice la Biblia.
—¿Qué dice la Biblia?
—“Yo también lo haré mi primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra.”
—¡Por favor, mamá! ¿Vos escuchás las boludeces que me estás diciendo?
—Es la Biblia, hijito. ¿O te volviste ateo como tu mujercita? Yo soy católica. Vos sabés que soy mujer de fe –Miguel sonrió sarcástico.
—No sé de qué te reís…
—Tu fe vale por tu dinero, mamá. Es como una cuenta en el banco. Si alguien deposita todos los meses tu fe crece. Si no, escasea. –Eriseta hizo un gesto despectivo y torció su boca en una mueca de risa.
—A Dios lo que es de Dios, al César lo que es del César. No confundas a Cristo con el socialismo. El niño no se va a llamar como un pajarito mitológico. Sabelo. No acepto ninguna discusión, y si tengo que hablar con las autoridades superiores para que entrés en razones lo voy a hacer. Tiene que llevar un nombre excelso, como dice la Biblia, magnífico.
—Juan Domingo, ¿te parece?
—¡No seas tilingo, querés!
—Digo… es un nombre importante. Va a ser presidente.
—¡Jamás! ¡Ese fascista! Demagogo de…, demagogo de… ya sabés qué pienso de ese degenerado. Fascista admirador de Mussolini. Tené presente que yo soy aliadófila, querido, por tradición. ¡Ese demagogo de…!
—Decí “mierda”, mamá, no es tan difícil decir “mierda”. Hacé el esfuerzo, decí “mierda”, como cuando pensás en Anita.
—¡Por favor! ¡Cómo me vas a decir eso! Yo nunca dije que Anita fuera una mierda. No me gustaba para vos, eso no tenía nada de malo, y tenía mis razones y muchas.
—Sí mamá…
—¡Ay, hijito querido! El nene tiene que tener un nombre importante, ¿sabés? Un nombre que le dé dignidad. Por ejemplo, Julio César.
—Lo apuñaló hasta el hijo…
—Y, porque no era su sangre… puede pasar con los hijos adoptados. Es bueno que lo tengas en cuenta.
—¡Qué hija de puta que sos!
—¡Por favor, Miguel! Soy tu madre, ¿cómo me vas a hablar de ese modo? Jamás me comporté así ni con tu padre, para que sepas. –Migue se disculpó con un gesto. La mujer siguió con su argumento–. Si no es Julio César puede ser Jorge, como el rey de Inglaterra.
—¿El tartamudo? Dejate de joder, mamá. ¿No querés que lo llame Winston?
—Es un viejo asqueroso. Con ese cigarro todo el día en la boca. Como tu suegro que tiene ese olor a mierda del tabaco de los cigarros y va por todos lados echando humo como una chimenea vieja.
—Quiero descansar, mamá. Solo quiero descansar.
—Descansá, entonces. ¿Qué te lo impide? Tomate un whisky, recostate en mi cama, dormí tranquilo un par de horas.
—Tengo que ir a buscar al nene, se quedó con las primas. Después tengo que estar en el velorio hasta mañana, cuando sepultemos a Anita.
—Despreocupate. Al nene voy a buscarlo yo que soy la abuela, la única que tiene, por otra parte. Me ocupo de todos los trámites y si surge un problema llamo a mis amigos que me lo resuelven en un instante. Voy, lo traigo y lo cuidamos juntos. Cuando regrese seguro vas a estar más sereno. Confía en tu madre que es la que siempre te salva. Si querés le digo a la mucama que te prepare un buen café.
—No. Voy a acostarme. Necesito dormir un rato.
—Después vamos juntos al velorio. El bebé puede quedar al cuidado de una nurse de confianza que ya contraté. Está recomendada por la Agencia, así que no tenés nada de que preocuparte –Miguel casi ni oyó esas últimas palabras de su madre–. Ya me ocupé de encontrar una madre de leche, desde ya sana, muy sana, también de confianza. No es cabecita negra, así que no hay nada porque inquietarse.
Miguel dejó el salón en dirección a la habitación de Eriseta. Apenas se acostó entró en un profundo sueño. Su madre encargó a sus criados que no lo molestasen hasta su regreso. En su automóvil se dirigió a la maternidad donde sus sobrinas cuidaban de su nieto. Ya tenía decidido el nombre, se llamaría Jorge, como el rey de Inglaterra. Julio César era inconveniente, podía evocar al militarismo de Mussolini quien era aliado de Hitler y ella era una fervorosa aliadófila.
Si el niño resultara tartamudo como el rey en cuestión no se preocuparía, más de un apabullado triunfó en la vida y muchos de ellos, sino la mayoría, no contaron con una abuela con buenas relaciones políticas y sociales. Y con dinero, no todo lo que hubiera deseado, pero suficiente para comprar cargos y conciencia. Con esa fortuna también haría entrar en razones a su díscolo hijo. El primogénito sería un triunfador, como su abuelo. Y pasado un tiempo, cuando la pena diera lugar al olvido, se ocuparía de presentarle a su hijo una mujer de su misma condición social para que rehiciera su vida amorosa. Amanda ya tenía su destino sellado. Las monjas del pupilaje se ocuparían de ella mejor que cualquier otra institución podría hacerlo. La Madre Superiora ya había sido puesta al tanto del asunto y ordenó acomodaran una nueva cama para la pupila que ingresaría en pocos días luego de la muerte de su madre.
Para Eriseta, todas las cosas recuperaban su verdadera naturaleza. Anita entraría en breve al limbo de los olvidados y Amanda aprendería, de la mano del monjerío, a asumir su definitivo destino de huérfana.

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