¿Dónde se oculta la Luna? (Fragm.1)

¿Dónde se oculta la Luna? (Fragm.1)

Vero duerme.

La sientes a tu lado piel con piel, mientras, al trasluz de la confusión dulce entre sueño y vigilia, entrevés el cielo aguamarina de los ojos de ella y sientes, sobre tu vientre, la sólida levedad de su cuerpo, y, en la piel el vaivén de sus caderas: suave en el sedoso roce de su vello (con algo de negro gato mimoso) a la vera de un sexo fundido con el tuyo en comunión perfecta, piel con piel Vero duerme; y el cuerpo de ella se desvanece en motas de polvo atrapadas en un rayo de luna, cuando los aguijonazos del remordimiento (en el costado: breves y afilados) ahuyentan su fantasma cálido (en la entrepierna: aguijonazos calientes, imperativos, tercos) y a ti te expulsan del sueño.

El olor de tu cuerpo queda prendido en las sábanas, junto al de ellas, cuando las abandonas; despacio, cuidadoso de no despertarla. Te quedas mirándola: el largo cabello, suelto, cubre la almohada, viste su espalda, se derrama sobre la sábana y, a la luz pálida que entra por el ventanal, casi se diría negro. Rebulle, se da la vuelta, y, con un hondo suspiro, se estira perezosa en el espacio que has deshabitado; sonríe sin abrir los ojos; quizá sueña; quizá contigo. La luna parece echarle sobre la piel desnuda un sutil velo de transparente blancura.

Los olores de ellas: distintos y promiscuos con el que su propio cuerpo ha dejado prendido en las sábanas, cuando, hace un minuto, las abandonó –despacio cuidadoso de no despertarla– para quedarse, junto a la cama, contemplándola:

¿Se despertará si la besas?

No puedes apartar los ojos de aquella exquisita camelia entreabierta (así las ves; así las viste) ni de tu pensamiento el deseo de beber el hálito que brota de ella.

Por temor a despertarla no la besa y se lleva en el suyo sus olores: distintos, promiscuos; y acompañado por ellos cruza el dormitorio de puntillas y cierra la puerta tras él, sin ruido (el enano cabezón golpearía como un badajo la parte superior de tus muslos) recorre el pasillo azul lunar y entra en uno de los dos dormitorios que destinan a los invitados. La ropa gastada que utiliza para trabajar en el jardín está sobre la silla donde la dejó anoche (así vienes haciéndolo los anoches, indistinguibles de lo que te parece ya larga cadena de rutina) solo rota entre sus sienes por la pulsación, caliente en la frescura de esta mañana nueva, de ella: un tumor que crece alimentado de sombra de noches húmedas; sin apenas tiempo para el sueño, puedo ser tu putita…sus ojos…su mano…cálida, inevitable…o la niña desvalida a la que no puedas evitar consolar y proteger.


En el vestíbulo, la pareja de mochicas sigue detenida en su coyunda olvidada de y por el tiempo y en el espejo veneciano (en su cabeza, fragmentada) la imagen desnuda de ella.


La temperatura es agradable y el aire huele a día recién horneado cuando abres el ventanal del fondo del pasillo. No conozco tu casa, perdón, vuestra casa, grandullón, pero puedo oír tus pasos que resuenan como aldabonazos en un claustro, en cada uno de los escalones metálicos que conducen al jardín. Scooby asoma una cara somnolienta por la puerta de su caseta; sale y se sacude los restos de sueño, estirándose desde la punta de la nariz hasta la de la cola; también hoy consigues frenar a tiempo su ruidoso saludo con caricias de sus manos, agiles y sabias que recorren, atrapan, agitan, estrujan, extraen lo que tú no puedes negarles, el canto de un mirlo, el único sonido que quiebra el silencio, se cuela contigo en la cocina; saboreas su carne turgente, cálida, inabarcable; la copa colmada, dulce, salada, que te llena la boca de miel y leche, el café, de pie, a sorbos cortos, mientras el cachorro te mira desde el suelo, las orejas tiesas, la cabeza inclinada; la boca abierta, con la lengua fuera, la respiración agitada a la espera de recibir lo que sus labios han recolectado, del momento del paseo. Tras la puerta de la alacena cuelga goteando de su sonrisa lo que podría confundirse con el humo de un cigarrillo, tu chaquetón; te lo pones y ajustas el collar de cuero en torno al cuello de Scooby, que gira un par de veces sobre sí mismo y corre delante de ti, volviéndose para comprobar si le sigues, hasta la cancela; la empujas en el ansia de ocupar el mismo espacio que el cuerpo de ella

(Caín culpable ante su Dios ¿te sentías así, grandullón? solo en medio de una Tierra despoblada. ¿Ves?, sigo siendo una romántica.)

…los dedos enredados en el cabello azabache. Se besan. Contra la pared del vestíbulo sus sexos se saludan, restregándose furiosos, unánimes, buscando el encuentro.

Subís la empinada cuesta una y otra vez y liberas a Scooby en el descampado. Enciendes un cigarrillo y observas como, desgarbado, todo patas, corretea olfateando a pocos centímetros de tu cara la mata de pelo negro, crespo, podada con cuidado para que conserve su forma de triángulo equilátero con un vértice truncado; y bajo ese vértice la hondura de riberas lampiñas las novedades que hayan podido producirse desde su última visita; ahora se sienta frente a ti: ha encontrado un palo y viene a mostrarte su tesoro; se lo arrojas lejos para que lo rescate de nuevo. Cuando te parece que el animal anhela más el agua de su bebedero bebes de sus jugos con un ansia que te parece de siempre, la cabeza sofocada en su brasero que seguir corriendo en busca del palo, regresáis juntos a casa tu lengua busca el promontorio, conspicuo, anhelante, que conecta con sus temblores, para pulsarlo de caricias; mixtura de jugos, los suyos y los tuyos, que te embriagan con más rapidez que cualquier licor…

La ventana del dormitorio ya está iluminada y hay luz suficiente para trabajar en el jardín.

Afilas las podaderas mientras observas la luz que ahora también sale por la ventana del baño inunda de ondas morenas tu entrepierna; la cabeza sube y baja y su boca se llena de ti cuando estás decidiendo por dónde cortar las ramas de un cerezo se enciende la luz de la cocina y se vacía decides comenzar por la rama más gruesa. Has olvidado la navaja “Tiempo perdido” te habría reñido Vero relame el humo que gotea de su sonrisa comienzas a hacer una muesca en la madera donde encajar el serrucho y Scooby que está a tu lado corre ladrando hacia la puerta de la cocina; trabajas con parsimonia, disfrutando de la tarea no te agobia: durante el tiempo en que tu colega cabezón está en retirada ella te enseña los caminos de caricias que debes recorrer para llegar al grito final…

– ¡Hola, viejo verde, buenos días! Has madrugado mucho.

Un sobresalto culpable. Avergonzado, pillado en falta sin disculpa ni escondrijo posibles: Vero te sonríe desde la puerta de la cocina, mientras acaricia al cachorro, que brinca a su alrededor intentando lamerle la cara.

– ¡Qué mono! ¿Posando para alguna revista de jardinería?

Consciente, de pronto, de lo ridículo de tu postura, la abandonas así como el calor de los muslos de Nina (la imagen es tan vívida que hasta le parece escuchar el ¡pop! de ventosa.) Toda tu sangre debe haber subido hasta tu cara, grandullón, a juzgar por el fuego que sientes en ella.

Lleva el pelo castaño suelto, oscurecido y rizado por la humedad (deliciosamente revuelto) viste un albornoz a rayas perpendiculares que van del purpura al fucsia; del bolsillo saca una chuchería que le da a Scooby tras sobornarle con ella para que se siente.

Consigues sonar natural (al menos eso crees) (al menos eso creíste, grandullón.)

– Buenos días, Trasto. Estabas preciosa dormida y no quise despertarte ¡Hasta sonreías! ¿Soñabas conmigo?

Le devuelves la sonrisa (la dejas colgada a modo de cortina) y te giras hacía el banco que esta tras de ti. Demoras mucho en abandonar sobre él serrucho y guantes (el tiempo necesario para que tu sangre vuelva a recuperar su distribución habitual, ¿Eh, grandullón?). Después te acercas a Vero para abrazarla y darle un beso (tu sombra podría ser la de Scooby: el rabo entre las patas, la cabeza gacha, las orejas inclinadas hacía atrás, sumiso, pidiéndole perdón por permitir que el trasunto de otra mujer macule el espacio que solo debería pertenecerle a ella) más aliviada la conciencia, tu mano roza algo oculto en el interior del bolsillo del albornoz.

–¿Qué escondes ahí? –e intentas introducir la mano en el bolsillo.

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