Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 4 «El maletín»

IV

El maletín


Amanda no tenía ni la menor duda que el doctor dejó a propósito el neceser a su alcance y abierto como un extraordinario animal despanzurrado, invitándola a curiosear por su enigmático interior. ¿Una tentación planificada por el hombre aquel, dispuesto a poner a prueba su capacidad de obedecer las órdenes maternas? No sabía qué pensar. Disciplina y curiosidad se excluyen mutuamente las más de las veces.
Mientras mordisqueaba sus labios sin lastimarlos y frotaba nerviosa sus delgados dedos, calculaba sus sentimientos. Su corazón latía acelerado y la sangre en su torrente llevaba un calor que sonrojaba sus mejillas. Movía la cabecita de un lado al otro acomodando su cabello.
No había nada más urgente para ella que anticipar la imagen de ese hermano que esperaba ansiosa. Hasta lo auparía si se diera la oportunidad. Había visto bebés en los brazos de otras madres, pero estaba segura de que ninguno era como su hermano. Su anhelo por verlo y acariciarlo era tan poderoso, que disipaba el temor a las penitencias a las que se haría acreedora por la posible incursión hacia el cándido misterio del nonato. Ni sabía cuántas veces, su madre le advirtió sobre las consecuencias que sufriría si no respetaba la prohibición. Y aunque el doctor nunca le habló del asunto, (tal vez porque era apenas una niña de algo más de seis años), suponía que este no se quedaría corto a la hora de reclamar mortificaciones por la violación de la intimidad de esa especie de vasija ritual, de útero pardo, apoyado provocativo sobre el amplio sillón que reposaba como un animal de cuatro redondas y poderosas patas, no bien se ingresaba a la casa, un espacio de unos tres metros por lado del amplio living comedor y que estaba acondicionado como un recibidor para las visitas.
Solo le preocupaba cómo reaccionaría su hermano, qué sentiría al verla anticipadamente. La sorpresa indebida induce al fracaso irremediablemente. Es un error que nace en los repliegues de un apurón mal decidido. Y no todo puede ser sorpresa. Tal vez la luz parpadeando primordial entre los dominios de las sombras, tal vez las flores con sus resplandores de colores y fragancias, tal vez una música de fragantes y deliciosos acordes mayores. Pero irrumpir ante esos ojos nonatos de manera inesperada… no sabía qué pensar.
Se tomaba su tiempo para resolver qué hacer. Nada de precipitarse para luego llorar por los rincones. Hasta ese momento nunca debió tomar una decisión trascendente. Apilar sus cajitas de cigarrillos “Abdulla”, arengar a sus muñecas para que hicieran lo que les ordenaba, repasar tablas de multiplicar y derretirse frente al altar para terminar sobre un camastro en esa especie de enfermería que las monjas tenían para asistir a las desmayadas de la liturgia diaria, habían sido hasta entonces todas sus responsabilidades. Abrazada a las piernas del padre, viajar en el tren cargado de pasajeros somnolientos, era como un juego diario. Pero ese maletín con su boca abierta diciendo con voz de donde vienen los misterios “vení aquí Amanda a ver a tu hermano” le planteaba un desafío extraordinario sobre el que meditaba sesudamente a pesar de su corta edad. Meditar los asuntos con profundidad fue una característica que no solo mantuvo, sino que profundizó, a lo largo de sus servicios a La Reliquia. Lo único que hasta pudo sacarla de quicio fue el asunto de Guadalupe, pero que el suboficial “Pérez” se ocupó de acotar, recordándole severo las verdaderas razones por las que estaba prestando servicio en esa mansión.
Pero entonces Amanda era solo una niña a la que un sentimiento desconocido husmeaba su humanidad como un tejón salido de la espesura de unos secretos hasta entonces ignorados. Era presa de cierta incertidumbre. Justo cuando creía que estaba cerca la posibilidad de debelar ese acertijo que tanto la angustiaba desde muchas semanas atrás, las cosas dejaban de comportarse como de costumbre para confabularse en su contra.
El tiempo no obraba del modo usual, se dilataba hostil, espeso, caprichoso. El piso de cemento coloreado con ferrite rojo del amplio living comedor, ocultaba una borrasca bajo los pies de Amanda y tornaba en una lámina secreta de un tamaño planetario, como un árbol espacial, y se expandía ya no como un vapor, sino como testimonio de tierra y piedra que gravitaba poderoso arrastrándola hacia abajo e inmovilizándola. El tiempo transcurría a diferente ritmo en las regiones de la desobediencia. Era una verdadera contrariedad.
Escuchaba con claridad que no sonaba el simple tic-tac del reloj sobre el estante por encima del hogar (en el que aún quedaban restos de la última fogata), bajo dos tulipas coloridas de cristal yugoslavo. Era un tic-tac muy diferente al de todos los otros momentos conocidos. Era viscoso, lánguido, anémico. Se estiraba el tic sosteniendo la “i” deliberadamente, y luego que el eco apático del tic se replicaba dentro de la delicada caja donde reposaba la maquinaria, cedía su lugar al tac, que se hacía también gangoso e insoportable. La “a” se alargaba como un aullido surgido de una garganta de rústica alfarería; era una “a” agónica y fastidiosa, gutural.
Estaba apenas a un metro de distancia del tesoro, metro y medio a lo sumo, del mágico maletín. ¡Era una distancia tan corta!, casi insignificante incluso para una niña pequeña, menuda, como ella, pero la conspiración del tiempo hacía que el maletín se alejara a una velocidad y una distancia inusitada. Cuando más se apuraba por avanzar hasta el tesoro, este más se alejaba en medio de los agónicos tic y tac que se dilataban hasta lo extraordinario.
Nadie para socorrerla. Y, por otra parte, ¿quién la asistiría en esa desobediencia? ¿Anita? Jamás. Ella misma la advirtió de su desobediencia. ¿Miguel? Solo tosería sin detenerse hasta perder la voz con tal de no responder algunas de las preguntas que ella le hacía. ¿Esperar la llegada de la abuela paterna, Eriseta? Inútil. Ella solo daba órdenes y solía no responder a algunas preguntas. “¿Creen que estoy aquí para escuchar sus preguntas? No se equivoquen –decía engreída– estoy aquí para que ustedes cumplan mis órdenes”, era lo que repetía, no bien alguno de los integrantes de la familia le formulaba un interrogante, cualquiera fuera, incluso el más trivial e intrascendente. “No estoy aquí…”, y así ponía fin al diálogo.
El doctor la observa desde su altura que se hacía ciclópea. No había pronunciado una sola palabra desde que apareció el diferendo entre su maletín y Amanda. Una de sus pequeñas manos estaba apoyada sobre la boca escondiendo una sonrisa, y los ojos habían dejado algo de esa forma íctica que los caracterizaba y se tornaban más cavernosos y profundos.
Prestaba atención al asombro de la niña con gesto sereno y cómplice. Llevaba sus dos manos a la cabeza y se acomodaba la cabellera a cada lado solo por hacer algo de tiempo, y luego, tal vez sediento, pasaba su gorda lengua humedeciendo los labios como era su costumbre. Esperaba sin impaciencia.
No sabía qué buscaba la niña allí dentro, pero lo intuía; entendía que era algo trascendente, por su conducta, por su deslumbramiento. Del bolsillo trasero de su enorme pantalón sacaba un paquete de pastillas Billiken que rebosaban de mentol en pequeñas y picantes hebras blancas; extraía una, la llevaba a su boca y la movía de un lado a otro con su lenguota. Luego aspiraba con decisión el aire que se impregnaba del mentol y exhalaba satisfecho. El perfume llegaba a Amanda que parecía salir de su ensimismamiento.
De pie junto al maletín volvió la vista al lugar en donde el doctor permanecía quieto. Los dos se miraron hasta con dulzura, Amanda cerró los ojos y dio el último paso hacia la extraordinaria verdad por la que preguntó durante semanas. El hombre movió satisfecho afirmativamente su cabeza de arriba abajo y esperó el acontecimiento.
Amanda quedó absorta contemplando el interior aquel. Dejó caer los brazos a cada lado, inmóviles, y las manos se estuvieron quietas; tenía el rostro demudado. Los ojos, tan especiales, se ahondaron en su negrura de manera ostensible. El doctor desde su distancia percibió el brillo negro de esas dos uvas increíbles que eran sus pupilas.
Allí dentro no había nada, es decir, nadie. Había instrumentos médicos, varios, sin duda, de todos ellos, Amanda no sabía el nombre de ninguno. Pero allí no había ningún bebé. Ni pequeño, ni mediano, ni grande, de ningún tamaño, con ningún rostro, con ninguna alegría, con ningún miedo. Allí no había nadie, ni había quedado ni una sospecha de que alguna vez estuviera remoloneando sobre un almohadón mullido y celeste, a cubierto con unas sabanitas de hilo al tono.
Entonces Amanda levantó su cabeza y miró al doctor. No sabía qué pensar, en verdad estaba muy confundida. ¿Ese hombre le habría robado a su hermanito? Quería gritar, pero no lograba que su garganta se hiciera oír como tantas otras veces lo había hecho cuando reclamaba alguna cosa para ella.
—¿Qué buscás Amanda en mi valija?
La pregunta del doctor le pareció una verdadera insolencia. Era curioso que una niña sintiera ese sentimiento ante una simple pregunta como aquella. Consideró que los doctores no podían ser tan insolentes o desfachatados (una palabra que su madre repetía cuando se refería a cierta gente de su trabajo), y menos ese, que venía a su casa desde hacía tiempo, y era portador de un misterioso estuche donde se guardaban los bebés hasta que se cumpliesen los nueve meses, las cuarenta semanas o las nueve lunas, como se prefiriese medir el lapso de tiempo.
No dudó ni un instante en preguntar por aquella desgraciada circunstancia.
—¿Dónde está mi hermano? –dijo recuperando el tono monacal de otros momentos.
El living comedor también adquirió un aspecto casi eclesiástico porque el sol se escondió durante un breve lapso de tiempo tras unas densas nubes. El doctor se rascó primero el mentón y luego la coronilla tratando de comprender con exactitud el contenido de aquella pregunta.
—¿Tu hermano? –dijo con cierta vacilación en el tono de su voz–. ¿Y dónde creés que debería estar? –Intrigado, con los brazos en jarra, apoyadas las manos en la cadera, esperó la respuesta de la niña. Amanda había virado a un color casi morado, presa de rabia para ella muy justificada. Las nubes que tapaban los rayos del sol se deshicieron como simples hilachas de humo a la deriva de un viento que soplaba en las alturas.
—Ahí, en su valija. –Dijo señalando el maletín médico. Un gesto indescifrable se apoderó del rostro del médico.
—¿En mi maletín? –preguntó sin poder evitar que una sonrisa se dibujara en su boca. Amanda deseaba reprender aquel gesto, pero prefirió continuar interrogando sobre el destino del hermano.
—Sí, en su maletín. Allí, adentro. ¡Allí! En donde lo trae y lo lleva todo el tiempo. –Esta vez el doctor se cruzó de brazos y trató de aparentar que tomaba ese asunto con verdadera preocupación.
—¿Y de dónde sacaste que tu hermanito está guardado dentro de mi maletín? –Una pregunta que a Amanda le resultó tan obvia que casi pensó en no responder. Pero tratándose del destino de la familia, respondió con más energía.
—Mi mamá me dijo que usted lo tiene ahí y que se lo trae una vez por mes para que ella pueda ver cómo está creciendo.
El médico volteó para mirar en dirección a la habitación donde reposaba Anita. Sonrió desprejuiciado. ¿La mujer estaría escuchando la conversación? Médico de pueblo, en todos sus años de trabajo supo de las explicaciones más risibles, absurdas y hasta atroces, para no develar el misterio de dónde vienen los bebés. Que los trae la cigüeña, que nacen de un repollo, que vienen en ancas de un viento mágico, y otras tantas e increíbles explicaciones. Pero esa le resultó hasta extraordinaria. Imaginó la angustia que padeció la niña cada vez que él llegaba a la casa portando su valijita milagrosa. El deseo reprimido de revisar su contenido para poder ver ese ser extraordinario que pronto tomaría posesión de la bella cuna que Miguel compró a un carpintero que vivía dos estaciones del ferrocarril más adelante. Y también sospechó el despecho de Amanda cuando por fin pudo acceder a la vista del interior de la valijita para solo toparse con el estetoscopio, las pinzas, las tijeras, manojos de gaza y algodón, sus perfumeros de alcohol y otras menudencias que llevaba para atender a sus pacientes. Trató de ser claro, pero no cruel. Se agachó tratando de quedar más o menos a la altura de la niña. Como era muy alto, prefirió sentarse en el piso. Amanda lo miró fijamente aún llenos los ojos negros de una cólera impensada para alguien de tan corta edad.
—Amanda, tengo que explicarte algo –le dijo procurando que su voz tuviera algo de ternura. Estaba de buen humor, sorprendido de aquel invento materno y mucho más cerca de una risotada franca y desfachatada que de un consuelo casi paternal. Sin embargo, el hombre se esforzó por ser afectuoso y para nada gracioso. Tomó a Amanda de sus hombros y sostuvo la mirada inquisidora de la pequeña como pudo, vaciando su boca de toda expresión risueña. Ella esperaba una confesión satisfactoria, la merecía. No la amedrentaba ni su tamaño ni su título de doctor en medicina.
Es seguro que, en ese instante, él hubiese preferido que la propia Anita hiciera el descargo ante la niña, pero Anita dormitaba indiferente a la revelación de su mentira. De todos modos, ella hubiese inventado otra mentira más grande, insólita, para explicar por qué el niño no estaba donde dijo. Y si fuera necesario otra aún mayor para explicar cómo y cuándo el nonato volvería al redil del neceser milagroso.
Los bigotes del médico no apuntaban hacia arriba como siempre. Pendulaban de un lado al otro muy por debajo del mentón. A Amanda no la distrajo ese comportamiento desusado de los blancos mostachos del hombre que se mecían de derecha a izquierda con independencia uno del otro. Se trataba de otro evento desusado, tanto como la dilatación del paso del tiempo y los tic-tac del reloj sobre la chimenea.
—El bebé, Amanda, como has comprobado, no está dentro de mi valija.
No se trataba de la explicación esperada. Ella misma se había cerciorado de ello cuando se asomó al bolsito. Se encogió de hombros, indiferente y frunció su boca en señal de disconformidad.
—Eso sería imposible, ¿sabés? –y repitió “imposible”, imprimiéndole a la palabra una seguridad inapelable. “¿Imposible? ¿Cómo qué imposible?” Hubiese querido preguntar, pero guardó un silencio expectante. Recapacitó brevemente, no deseaba distraerse con asuntos que escapaban a lo posible. Las monjas del colegio eran expertas en esquivar todos los reclamos de las niñas escondiéndose detrás de la palabra “imposible”. “¡Podemos cantar? ¡Imposible!” “¿Podemos jugar? ¡Imposible!” “¿Vamos a ir al cielo? ¡Imposible!” Luego de un instante de hamacarse de atrás hacia adelante, fue directo al grano.
—Y entonces ¿dónde está? –preguntó casi desafiante.
No esperó nunca esa respuesta. Las palabras del doctor la tomaron por sorpresa, como si un viento invisible la empujara hasta hacerla caer al piso del que no podía levantarse, aunque se esforzara al máximo, aprisionada contra el piso rojo por la fuerza, aquella que la apretaba.
—En la panza de tu mamá.
Amanda estaba demudada; alzó su mirada para poner esos gotones negros que eran sus ojos en los ícticos del hombre, tratando de llegar al fondo de los mismos. ¿Cómo que en la panza? ¿Qué quería decir el doctor con eso de “en la panza de tu mamá”?
—Y te aseguro que está mucho más cómodo, calentito y cuidado de lo que estaría dentro de esa valija de cuero duro.
Esa revelación fue conmovedora. ¿En la panza de su mamá? ¿Cómo pudo el doctor hacer semejante cosa? ¿Se lo habría permitido su padre y por ello siempre se atragantaba con sus preguntas? ¿Por dónde había colocado al niño dentro de la madre? ¡Y cómo harían para sacarlo de allí! Pobrecito ¡Y pobre madre!
El doctor con cierta dificultad se incorporó del piso y miró desde su inmensa altura a la desconsolada muchacha. Se sintió igual que cuando terminaba una cirugía, aunque todavía no estaba en condiciones de afirmar si su intervención había sido exitosa o un rotundo fracaso. Acarició la cabeza de Amanda no por prejuicio ni por condescendencia. Era difícil para él penetrar ese sentimiento de vacío que su revelación le había producido.
En ese instante, los extraños ojos del doctor que tomaban distancia de su narizota color de ciruela y se fugaban a cada lado, alcanzaron un color celeste planetario, raro, muy raro, y que Amanda tomó como una verdadera revelación. Los bigotes parecían retomar su posición habitual, hacia arriba, pero el hoyuelo pertinaz que la niña miraba hasta con desconfianza desde que lo conoció, estaba oculto debajo de un pelambre tan blanco como tupido que también superaba al mentón por unos cuantos centímetros.
Amanda quedó algo desorientada por ese repentino cambió de apariencia, pero mucho más por esa revelación inesperada. El doctor la invitó a acompañarlo hasta el cuarto donde reposaba su madre en la amplia cama matrimonial, sobre almohadones y almohadas que la vecina cosió especialmente para ella.
Si ella lo deseaba, le pediría permiso a Anita para que apoyara sus manos en su redondo vientre y tal vez podría sentir algún movimiento eléctrico del bebe dentro del útero. Amanda consideró la sugerencia como una verdadera provocación. Tenía prohibido ir a la habitación aquella mientras el doctor estaba con su mamá, y aquello de ir a tocar el vientre materno la espantaba. Mientras el doctor se dirigía a donde reposaba Anita, Amanda fue en busca de su muñeca de trapo preferida y salió a la galería que daba a un descampado que estaba más verde que nunca. Se sentó al borde del piso de la galería y abrazó a la muñeca con fuerza. Luego la meció mientras miraba hacia el fondo del campo donde unas luces jugaban a encender los pastizales con colores que se hacían pájaros cantando sus trinos con emocionada afinación.
Desde esa oportunidad no volvió a recibir al doctor en la puerta de la casita de madera canadiense. De lejos, apenas alzando una manito, lo saludaba con indiferencia. Ya no le parecía tan alto ni tan fuerte, ni reparaba en esos ojos que se deslizaban en dirección a la nuca como procurando independizarse uno del otro. Para colmo, el doctor afeitó al ras sus bigotes, así que esas peludas antenas erizadas hacia arriba ya no bailaban delatando los sentimientos de su dueño.
Dos meses después, o tres, Amanda no lo recordaba, la llegada de la abuela paterna Eriseta junto a su papá en un inmenso auto negro que estacionó muy junto a la entrada, la sorprendió. Eran sucesos extraordinarios, el auto enorme, la abuela cascarrabias, el padre alterado como nunca antes ella lo había visto.
Anita salió caminando tomando su abultado vientre con ambas manos. En ese momento la niña sintió enormes deseos de ir en busca del doctor ese, el que no sabía a qué embrujo había sometido a su querida madre introduciéndole un bebé en su panza, para patearlo con esos hermosos zapatos de charol con tirita que le regalaron por un motivo que no podía recordar. Miguel la besó más amoroso que nunca.
—¿A dónde vas con mamá? –mientras se acomodaba en el asiento de adelante junto al chofer, Miguel le respondió con vos temblorosa “al hospital”. Tal vez su madre estuviera enferma de esa hinchazón descomunal que la obligaba a caminar con tanta dificultad y por la que se tomaba el vientre por debajo con sus dos manos. Desde la ventanilla trasera Anita saludó a Amanda alzando su mano y agitándola delicadamente. Cuando el auto aceleró para partir, le lanzó un beso que sonó con voz propia.
Eriseta y Amanda vieron partir el auto en dirección a la salida del villorrio. Amanda no tenía la menor idea de dónde quedaba el hospital. La abuela Eriseta con un empujón le ordenó entrar en la casa.
Afuera la tarde caía con parsimonia. Los pájaros amarillos hechos de hojas secas volaron entusiasmados, y la luna se aprestaba a volar desde la cavidad da la tarde-noche, hacia las ondulaciones de la calle que se sumergía en la laguna como hacía todos los días.

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