Antes de irme

– Me temo que es grave, Torres.

– ¿Qué tan grave?

– Se trata de cáncer de páncreas, amigo mío…

Esas palabras entraron a mí como un disparo en la boca del estómago, generando un agujero por donde se escapa mi vida. El tiempo parece extenderse y siento que se me escurre cada segundo entre los dedos. A mi derecha, Elena bajó la cabeza, se cubrió el rostro y comenzó a sollozar. Intento tomar una honda bocanada de aire y me desespero ya que no siento oxígeno en el ambiente, mis pulmones me ruegan por un respiro. Por dentro, sostengo con toda mi fuerza los pilares de mi templanza. Debo mostrarme fuerte frente a Elena.

– Doctor… ¿de cuánto tiempo estamos hablando?

– Torres, por el respeto que te tengo, te seré lo más sincero posible. El cáncer de páncreas es… –dijo con una pausa, aclaró su garganta y prosiguió– es una mierda, Torres. Podrían ser un par de semanas. Lo lamento mucho… –su voz era quebradiza y triste, su mirada era inútilmente frágil.

Elena rompió en llanto. Sus sollozos se transformaron en profundos lamentos. Mi mano se encontraba en su regazo, tomó el dorso y lo usó como pañuelo de resguardo, tal como un niño se refugia en las sábanas por la noche. Su espíritu se derretía sobre mi piel. Sobre la mesa se encontraba una estúpida y asquerosa mosca frotando sus patas como disfrutando de nuestro dolor. Apreté fuerte mi mano. Sentí que me ahogaba con mi nuez, no podía tragar saliva. Estaba tan débil, tan desprotegido. Cobijé las manos de Elena con las mías. Debía de aparentar una patética fuerza de la que carecía.

Salimos del consultorio y en la sala de espera mi hijo jugaba con mi suegro. De mis ojos aún intentaban escapar unas lágrimas rebeldes. Vamos a casa, campeón –acaricié su mejilla y sonreí–. Te amo, hijo.

El tiempo pasó mucho más rápido de lo que esperaba. Entre la fugacidad de los días, el día del entierro llegó. Puedo gastarme mil hojas para describir el dolor y todas las emociones del momento. Les contaría que el día estuvo lluvioso y desolado, pero pudo haber estado soleado. En mis recuerdos, todo era gris. Las oraciones del cura se escuchaban tan vacías conforme salían de las comisuras de sus labios… la gente a mi alrededor eran como fantasmas en la niebla. Frente a esa fosa solo sentía a Elena junto a mí. Su brazo, tan endeble, se aferraba al mío; pobre amada mía, lloraba desconsoladamente. Mis anteojos ocultaban la pena en mi mirada. Amado, mi hijo, murió en una miserable cama de hospital el día 17 de noviembre. Recuerdo esa fecha fatídica como el día en que nació. Amado, ya muy débil, me miró y me regaló una última sonrisa. Sumergido en tanto dolor, mi hijo encontró la fuerza para sonreír una última vez a sus padres. Es por eso que ahí, en ese quebradizo momento, yo debía de ser Hombre y debía de contener a Elena… cargar sobre mis hombros los escombros de mi vida.

Hoy por la mañana, a una semana del entierro, mi esposa encontró una carta debajo de la almohada que solía ser de Amado. Venía envuelta en un sobre hecho con pedazos de una caja de cereal y pegamento. Elena se acercó a mí con una sonrisa tan frágil como el cristal, unos ojos empapados, y un ligero temblor en su mano.

–Mira, amor… –interrumpido– es… amor, es una carta de Amado –exclamó entre un hipo causado por el llanto.

–Elena… –la miré por un tiempo antes de continuar– léela, querida –respondí condescendiente, buscando entender su pesar.

Elena abrió la carta con sumo cuidado, como si estuviese aún tocando el delicado cuerpo de Amado en sus peores días de enfermedad. Sus manos y sus labios vibraban de forma arrítmica. Un par de gotas caían sobre el papel; me pregunto si habrán salido de sus ojos o de los míos. Conforme avanzaba en la carta, me imaginaba sus tiernas manitas sosteniendo un lápiz, garrapateando sobre el papel para escribir letras chiquititas como hormiguitas. Con cada palabra mi templanza se cuarteaba; al terminar una oración se desmoronaba a pedazos. Estallé en un profundo llanto. Yo, el señor Torres, impermeable como una esponja, tan duro como la espuma. Terminé la primera lectura de la carta y perdí todas las fuerzas, caí al suelo desconsolado. Tuve muchos problemas para normalizar la respiración y recobrar la magra calma que podía tener. Durante mi segunda lectura, mientras lloraba, me atacaban de forma intermitente sentimientos felicidad y ternura, pues sentía la voz de mi hijo recitar aquellos versos. Abracé con fuerzas a Elena, besé sus mejillas saladas por las lágrimas. Vivirás eternamente en mi pecho, Amado. Cuando se enfriaron las emociones de la primer lectura, entre las cenizas de ese fuego abrasador, aún quedaban intactos los sentimientos de felicidad y ternura. Acaricié la mano de Elena y me dispuse a leer la carta una vez más, ¿quinta, sexta vez?, había perdido la cuenta…

“Queridos papi y mami:

Me dijo un pajarito que Diosito me está esperando. Me llamó porque necesita mi ayuda para construir castillos de arena en el cielo. Mi abuelito me dijo que no debo de tener miedo, ya que en el cielo podré abrazar a mi abuelita y élla me cuidará. Allá arriba, me sentaré a comer helado sobre una alfombra hecha de algodón de azúcar y los saludaré todas las mañanas. También me han dicho que algún día nos vamos a volver a ver todos juntos allá arriba, se pueden tomar el tiempo que quieran ya que yo voy a estar jugando con los otros niños que encuentre. He escuchado que cuando alguien se va al cielo, muchas personas se reúnen para decirle adiós. Cuando eso pase, me gustaría que no estén tristes, quiero que pongan música y que coman muchos caramelos. Papi, mami, antes de irme, quiero decirles que…»

La carta continúa, no puedo seguir leyendo. Elena acaricia mi rostro y limpia mis lágrimas. Te amo, hijo mío.

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