Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 2 «Culpas del Hormiga Negra»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 2 «Culpas del Hormiga Negra»

II

Culpas del Hormiga Negra

— ¿Y con nosotros qué va a pasar? –la pregunta de Anita no pareció angustiosa, aunque demostraba cierta preocupación. No podía de dejar de batir los huevos en un enorme bol de vidrio, lo que parecía un acto reflejo, un tic nervioso con el que evitaba entrar en crispación. El bol se agitaba con cada vuelta del batidor y una espumita color naranja empapaba sus paredes con el intenso color maíz de los huevos de sus ponedoras, una media docena, que poblaban el gallinero que la propia Anita organizó en los límites del lote.
Miguel no se sorprendió por la pregunta. Muchos, como Anita, en ese mismo momento se estarían interrogando con la misma inquietud. Los funcionarios de baja graduación estaban sometidos a las consecuencias de sucesos que escapaban decididamente a su voluntad. Sabían que su destino estaba sujeto muchas veces al humor de los superiores inmediatos, que podían virar de conducta con la misma velocidad con que la sudestada hacía mover las aguas tierra adentro. La inundación sucedía a la irrupción de esos vientos, el despido a esos cambios violentos de orientación política de sus jefes. Quedarse sin trabajo en esas circunstancias, era incorporarse al ejército de crotos que deambulaba en cualquier dirección tratando de sobrevivir a la malaria. El himno de los pobres se entonaba en todas las esquinas, “donde hay un mango, viejo Gómez”. Anita lo había cantado en carne propia.
—Con ese ruido que hacés con tu batidor contra el vidrio no puedo ni escucharte. Para un poquito. –Miguel reclamó silencio para hablar de ese asunto que les interesaba a los dos.
—No puedo, se me corta la mayonesa. –Dijo Anita con una sonrisa nerviosa. Miguel se acercó resignado y le pidió una mano.
—¿Para qué querés mi mano? Estoy batiendo los huevos.
—Puedo verlo, distingo el movimiento circular en favor de las agujas del reloj con el que persistís en amansar esos huevos. Olvidate de los huevos por un momento, quiero leerte la suerte y responder tu pregunta. –Miguel sabía que Anita detestaba la quiromancia. Las artes mágicas le resultaban hasta ridículas.
—Dejate de joder, Miguel. Mi suerte está echada hace años. –Hizo un movimiento con sus hombros, displicente, desechando el reclamo de su esposo–. Bastante antes de que te conociera –Miguel sonrió sin compromiso–. Mejor respondé mi pregunta. Y haceme el favor, no mirés la mayonesa porque si la mirás fijo también se corta.
La advertencia culinaria paralizó a Miguel, quien desistió de avanzar hacia el bol de vidrio donde los huevos bailaban al compás del chis-chis que el batidor hacía chocando contra sus transparentes curvas.
—Atentos a mi poderosa mirada, aunque cueste creerlo, el huevo y el aceite se vuelven inmiscibles. ¿Y nosotros? ¿Podremos reunirnos en cualquier proporción?
—Depende.
—¿De qué, mi amor? –Miguel trataba de parecer romántico y llevó sus manos a la cintura de la esposa. Anita estaba lejos en ese momento de arrumacos y caricias. Primero una y después la otra, retiró las manos del esposo de sus perfectas caderas.
—Depende de tu respuesta. Y haceme el favor de mirar para otro lado, o mejor volvé a tu silla, y quedate quietito. Las mayonesas son muy sensibles a los curiosos. Como nosotras las mujeres. Si en vez de “la” mayonesa, fuera “el” mayonesa, sería un ungüento soso, grasiento e insensible. Como ustedes, los hombres.
Así le ordenó que retornara a su asiento. Miguel se encogió de hombros y aceptó su orden de mala gana; hizo burlas que la esposa no alcanzó a ver, aunque adivinaba. Mientras el hombre volvía sobre sus pasos, Anita repitió su pregunta endureciendo la voz, como hacía cuando algo la disgustaba.
—Te pregunté qué va a pasar con nosotros…
—¿Por la revolución? –Miguel se acomodó en la silla de esterilla frente a la pequeña mesa redonda, cruzó sus piernas y retomó con fastidio la lectura del diario.
—Sí, no va a ser por los huevos que estoy batiendo.
—Calma mujer, no va a pasar nada. Nada. –Respondió sin levantar la vista del diario. Anita volteó para observarlo; desde su lugar podía leer los grandes caracteres de “Cabildo” con los que anunciaba a gritos el golpe de Estado del 4 de junio.
—Cuando Uriburu nos echaron a todos. –Recordó aquella amargura que duró una semana.
—Pero Uriburu era otra cosa. Odiaba a los radicales desde 1905 y lo acicateaba la pluma de Lugones. Uriburu era otra cosa, mi amor… ¡Ya lo creo que era otra cosa!
Miguel suspiró confundiendo a Anita, quien nunca supo cuánto participó la familia de su esposo en los asuntos del 6 de septiembre.
—Después de todo –reflexionó–, a vos y a mí nos reincorporaron a la semana y nunca tuvimos que pasar por el despacho del “Polo” Lugones que antes de saludarte te descargaba 220 por las dudas. Me pasé unas buenas horas sentado a la puerta de la casa del ministro, pero al final accedió a recibirme. Me atendió el sirviente de librea, cogotudo como el ministro. Me miraba hasta con asco, ¡a mí! ¡Él que era un siervo! ¡Qué mundo este!
—Me acuerdo. Si no fuera por el “siervo” ese no te atendía el ministro. Él fue quien le insistió hasta que lo cansó. Si fracasaba, te esperaba “Polo”. Yo leí su legajo. –Tomó aire como quien necesita oxigenarse profundamente antes de avanzar en una empresa temeraria–. Daba asco ese “Polo”. Tipo de mierda.
—No exageres, no exageres. Alguien tiene que hacer ese trabajo. –Anita se exasperó ante ese justificativo, pero mantuvo su boca cerrada.
—En realidad, el ministro estaba entonado cuando lo vi, le hablé con convicción, mientras el tipo me miraba hasta sorprendido. Al final cedió a los vapores gratificantes del vino francés que degustaba y encontró razonable atender mi reclamo.
—Tu vanidad siempre te impide ver la sustancia de las cosas.
—Ahora resulta que soy vanidoso… –Miguel sonrió, pero de mala gana.
—El “siervo”, como vos le decís, fue el que lo convenció de que te atendiera.
—Ah…, ¿y vos de dónde sacaste eso?
—Qué te importa. Le leí la mano al “siervo”. A nosotros dos nos reincorporaron, es cierto, pero a ninguno de mis compañeros de trabajo. Te pedí que hablaras por ellos.
—¡Querida mía! ¡Fácil decirlo! Hice lo que pude, no era ni soy delegado de otros. En esta empresa el sindicalismo está mal visto. Combatimos el sindicalismo. El clasismo es sinónimo de anarquía. El comunismo de disociación. El yrigoyenismo de corrupción –hizo una breve pausa para observar la reacción de Anita–, hice lo mejor que pude –insistió sin convicción–. Por nada del mundo quería cruzarme con “Polo”, la sección política no sirve para hacer carrera, salvo de torturador.
—Ni hablaste por los muchachos, lo sé con seguridad, solo hablaste por mí. Vos sabés que hay muchos alcahuetes que se dedican a hablar de tus comportamientos. Algunos me convidan atentos sus chismes porque no se explican porque estoy con vos.
—Hablé por vos porque te amaba.
—Ni estábamos de novios.
—Pero yo ye te amaba.
—Pse. Seguro.
—Lo hice para conquistarte.
—Lo único que conquistaste fue el odio de todos mis compañeros.
—Pero estamos juntos, tan errado no anduve.
—Pero debías haber sido un poco más solidario.
—La solidaridad muchas veces se da de bruces con la política. El ministro estaba para dos favores anti yrigoyenistas, no daba para más. –Se excusó impostando la voz con un tono dramático.
—No dramatices conmigo porque no es necesario. –Anita hablaba conociendo el asunto verdaderamente.
—Mi vocación de servicio lo convenció y tu calidad de experta en cálculo complejo lo asombró como a un niño. Eso lo convenció.
—Qué suerte que tuvimos vos y yo. ¿Seguro que fue solo el valor de nuestros curriculums?
—¡Por supuesto! –Miguel exageraba su afirmación. Al hablar con toda la boca suponía que podía resultar realmente convincente–. Después te recomendó con Justo, sugerencia mía, claro está. Joven, linda e inteligente. Justo admiraba esa mezcla extraordinaria. Pero el ministro, del legajo de tus compañeros, no quiso ni hablar.
—Ni se lo mencionaste, Miguel. Ni se lo mencionaste, no insistas con tus justificativos.
—Más o menos. El ministro era un hombre de pocas palabras.
—Dicen que vos también tuviste pocas palabras entonces.
—Si preferías la chismografía a mi palabra, allá vos y tu mayonesa. Todos en tu oficina me odian –Anita movió su cabeza afirmativamente–, pero yo no tengo la culpa de la mediocridad de tus colegas. –La mujer ni quiso mirar a Miguel por las palabras de desprecio hacia sus pares, si lo hacía, el asunto terminaría en una pelea que esa noche no tenía ningún deseo de comenzar ni sostener.
—Así que, según vos, esta vez me tengo que quedar tranquila.
—Si me dejaras leerte la mano verías que no hay nada de que preocuparse.
—Sí, muy tranquila. ¿Si la mano tiene clara de huevo la suerte cambia?
—No lo sé. ¿Cómo habría de saberlo?
—Hablá con el ministro de turno, seguro que él te puede hablar mucho de los que no tienen huevos.
—Imposible, ya se fue. Se fue y no volverá.
—¿Y Castillo?
—Un mediocre. Todos sabían que Castillo era un mediocre que se caía. Castillo de naipes, un viento y a la mierda…
—¡Shhh! No empecés a decir palabrotas, la nena escucha todo.
—Si… perdón. –Miguel cogoteó tratando de ver a su hija que jugaba en su pieza–. ¡Amanda! –Llamó a la niña con energía.
—¿Qué papá? –Se oyó responder desde la habitación.
—¿Escuchaste lo que dije?
—Sí, papá, dijiste mierda.
—Olvidate por favor de esa palabra.
—Si papá. Ya me olvidé.
—Qué bueno. –Esperó un momento tras sonreír por la obediencia mentirosa de Amanda–. En realidad, el hombre cayó por la maldición del “Hormiga Negra”. –Dijo por parecer gracioso, mientras espiaba a la mujer por encima del diario. Anita casi deja de batir con fuerza los diez huevos que rompió para la tortilla.
—Los chistes tuyos no hacen reír a nadie. –El hombre se desentendió del reproche–. Miguel… –Anita esperó a que atendiera su llamado. El esposo se comportaba como si no hubiese escuchado su nombre.
—¡Miguel! –Casi gritó Anita con voz fina.
—Amor mío, te oigo, te oigo, ¿ahora qué pasa?
—Sabés lo que dice el refrán.
—¿Cuál de ellos? Conozco algunos…
—On ne saurait faire d’omelette sans casser des oeufs. –La sentencia la dijo en francés solo por fastidiar a su esposo, quien detestaba ese idioma.
—¿Tortilla? ¿No era mayonesa? –Miguel preguntó intrigado.
—Con la misma ingenuidad con la que afirmás que nada nos va a pasar por culpa de la Revolución, justo cuando nos vinimos a vivir al “corazón de la sociedad bonaerense” –enfatizó su ironía–, aquí “en el medio de la nada”, creíste que estaba haciendo mayonesa. La mayonesa se hace solo con yema, no lleva clara. Yema y aceite, amor mío. Salvo por un accidente, son miscibles. Casi como vos y yo, y en cualquier proporción. ¿No ves la cantidad de huevos que rompí? ¿Pensaste que estaba batiendo mayonesa para un regimiento? Vos no sabés nada de la realidad, si ni podés diferenciar una mayonesa de una tortilla. Y querés que me quede tranquila con tus seguridades sobre la “revolución”. –Miguel volvió a la lectura porque se sintió algo ridículo, aunque no alcanzaba a entender qué tenían que ver los huevos rotos en francés para la tortilla con la revolución del cuatro de junio.
—¿Y qué tienen que ver los huevos con la revolución?
—En todas las revoluciones –dijo enfática la mujer–, hay que romper algunos huevos. Y, la verdad, espero que no sean los tuyos, digo los míos, digo “los nuestros” … –Miguel movió su cabeza de un lado al otro al escuchar la relación que Anita hacía entre los huevos y el golpe de Estado.
Amanda, desde su habitación, escuchaba la conversación que le llegaba entrelazada con el ruido que hacía el batidor de alambre con el que Anita golpeteaba rítmicamente el vidrio del recipiente. El hombre tenía a su derecha las ediciones de “Crítica” y “La Prensa”, las trajo de la oficina donde presta servicios y había un gran revuelo por el derrocamiento del presidente.
—Quedate tranquila, esto no traerá consecuencias. El asunto no tiene que ver con la política. Ya te lo dije, ¡es la venganza del “Hormiga Negra”! –Volvió a bromear Miguel solo por buscar un atajo por el que salir del bochorno que la causaban las palabras de Anita.
—¿Esa es tu explicación política del golpe? –Anita susurró una maldición.
—Exacto, cosa del “Hormiga Negra”, a no dudarlo. Nosotros no nos metemos en política, por eso sobrevivimos cuando Uriburu. Ya te lo expliqué, no se puede comparar con el golpe del 30. Tus colegas eran todos radichetas, y encima del “Peludo”. Con esos antecedentes… Si hubieran sido anti personalistas, por ahí se salvaban…
—¡Ay Miguel! –Anita suspiró por no enfadarse–. ¡Vos y tu gaucho famoso! –Exclamó hasta con cierta resignación y volvió a batir los huevos con rabia, por la mención despectiva contra sus compañeros y el presidente Yrigoyen. Agregó sal a los huevos batidos, un toque de pimienta negra, un tanto de ajo y otro de perejil.
—Te falta recitar que se meaba encima y le hacían un diario para él.
—¡Y claro! ¡Viejo gagá! –Golpeó la mesita para parecer más enérgico con su insulto.
Anita lo ignoró. Lavó el batidor de alambre y sus manos bajo el abundante chorro de agua fría que la canilla lanzaba hasta con fuerza desmedida. Frotó las manos con fruición contra el delantal rosado adornado con voladitos blancos, procurando que el roce con la tela le devolviera algo de calor a los dedos bastante entumecidos.
—Acá te hacés la guapa y la parlás en francés contra el pobre Hoyos porque estamos “en medio de la nada”. –Miguel soltó la ironía solo por provocar a su esposa, lo que disfrutaba, lo encendían los enojos de Anita, a quien se le inflamaba el rostro de bronca.
—¡Ya lo creo! Esto no es “el corazón de la civilización nacional”.
Anita siempre se refería al lugar en el que habían ido a vivir como un sitio “horrible en medio de la nada”, habiendo tantos lugares lindos donde hacer la vida. A lo que siempre respondía Miguel “pero no por esta plata”.
Cuando peleaba con su esposo recurría a otros insultos más variados y potentes para hablar de la soledad y lejanía del nuevo hogar.
—¿No viste como la gente se mata por venir a vivir acá? Forman una fila de varios kilómetros de largo, ansiosos de conseguir un terreno y una casilla a pagar durante treinta años, ¡treinta años! ¡Una eternidad! Queríamos vivir nuestra propia vida, pero, amor mío, había otros lugares para radicarnos. Con la casita esta, te pasa como con las tortillas. Eso sí, ¡te lo advierto!, ni se te ocurra ir a pedir la escupidera a tu casa.
—No mi amor –respondió Miguel moviendo su cabeza afirmativamente.
—Nos arreglamos con lo que tenemos. No nos va a sobrar nada y no nos va a faltar nada. Empate.
—Si mi amor –asintió Miguel. Y siguió observando por largo rato como Anita restregaba sus dedos en busca del calor perdido por el agua helada con que lavó sus manos.
Cuando Amanda escuchó la palabra “eternidad” en boca de su madre, trató de comprender, como siempre hacía, su dimensión comparándola con el tono de reproche de la voz materna.
—Vos que sos más guapo que yo y te gusta estar “en medio de la nada porque te salé baratito”, vas a tener que ir a bombear agua al tanque. Queda poca. Si hace falta, pedile ayuda a tu amigo Hoyos o las amiguitas del hormiguero a la izquierda del duraznero. ¿Nunca viste ese hormiguero? Ya debe medir medio metro de altura. Si te llegan a picar todas esas –y apagó su voz todo lo que pudo procurando que Amanda no la escuchara–, el que se va a mear encima vas a ser vos. –La niña, sin embargo, escuchó claramente y soltó una risita torpe desde su habitación. La palabra mear la divertía–. Anita siguió hablando con el solo propósito de fastidiar a Miguel.
—Y va a salir publicado en todos los diarios del país para que se rían de vos todos los radichetas personalistas como mis compañeros de oficina. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! –carcajeó provocativa–. Con un gran titular van a anunciar que sos “Conservador y… –bajó aún más el tono de su voz– “¡meón!” –Amanda volvió a reír con fuerza. Anita concluyó que no había forma que la niña no escuchara todo lo que se decía, incluso en voz muy baja.
—Ahora, por favor, a bombear agua al tanque…
—¿Ahora? ¿Hace falta? ¿Con este frío? –Disgustado por la orden, Miguel se abrazó para señalar qué frío hacía afuera, en el amplio patio donde la bomba de agua estaba ya cubierta de escarcha.
—Sí, ahora. No sé si te enteraste de que “en medio de la nada” no hay agua corriente. Te dije a la tarde que había que cargar el tanque y te hiciste el distraído. Y mejor que te apures porque en cualquier momento se corta la luz. –Anita aprovechó a observar si los dos faroles sol de noche estaban en su lugar, colgando a cada lado de la alacena en la cocina.
—Vos sos peor que el “Hormiga Negra”.
—Seguro, porque soy colorada. Pico como la gran… –La señora no sabía quedarse callada en ninguna circunstancia.
—¿Quién es “Hormiga Negra”? –Preguntó Amanda desde su habitación sin abandonar su juego, sorprendida por el curioso nombre de aquel desconocido.
—Un amigo de la infancia de papá. –La madre respondió en voz alta para que la nena la escuchara con claridad–. Se orinaban juntos en la misma cama. –Amanda soltó una risotada tan infantil como aguda.
—No le creas a mamá, hijita, que está enojada porque batió mayonesa y le salió tortilla. –La niña quedó asombrada de aquella transustanciación–. Es un tipo con cabeza de hormiga, y como bien dice su nombre, negra. Feo. Feísimo. Dos antenas enormes y unas tenazas con la que atrapa nenas entrometidas. –Miguel respondió mirando en dirección a las sombras de la habitación de Amanda. Pero la niña se conformó con la respuesta, sabía que su padre decía cosas hasta ridículas para reírse de ella, y ella aceptaba el juego que le proponía. El secreto era no volver a preguntar.
Miguel devolvió su atención a su esposa y siguió la conversación que empezó con la mención del gaucho, aquel nacido en San Nicolás de los Arroyos y que pagó con su cárcel un crimen que no había cometido.
—Al “Hormiga Negra” nunca lo hubieras mandado a bombear agua al tanque. Ese era difícil de aguantar. –Anita se encogió de hombros con desdén.
—Siempre fui admiradora de “Mate Cosido”. Y si me jodés un poco más te confieso que soy admiradora hasta de Bairoletto.
—¡Ah! ¡Esa era! ¡Ahora sos anarquista! ¡Lindo ejemplo para tu hija!
—¿Qué son los anarquistas papá? –preguntó Amanda más que curiosa.
—¡Nadie! ¡Nadie es anarquista! –Pero Amanda no quería saber cuántos anarquistas había, sino qué eran.
—¡Yo soy anarquista! –gritó Anita–. Anarquista de siempre, por si no lo sabías querido “conserva”. Y hasta comunista, te diría. Después de Stalingrado, todo el mundo lo era. Odio a los nazis. ¡Viva el tío “Pepe”! –Miguel se tapó el rostro con las dos manos.
—¿Qué son los comunistas, papá? –Amanda lanzó su pregunta como una granada.
—¡Ay, Dios mío, las cosas que tengo que escuchar! –El hombre alzó sus manos al cielo como si estuviera orando–. ¡Nadie! ¡Nadie en todo el mundo es comunista! –Pero Amanda solo quería saber qué eran los comunistas, no quienes en todo el mundo lo eran.
—Y a vos ni se te ocurra repetir eso en el colegio que las monjas nos van a excomulgar a todos. –Le dijo a su hija señalando hacia la habitación donde jugaba. Amanda estaba tentada de preguntar otra vez, pero se distrajo arropando unos muñecos. De todos modos, ella con las monjas no hablaba ni media palabra, las detestaba, salvo a la jorobadita esa que la hacía cantar y reír y balbuceaba un idioma que llamaba lunfardo, imposible de entender a su edad.
—Ahora ya lo sabés, –insistió Anita–, te casaste con una anarquista, casi comunista, y admiradora de un forajido que mató por amor. Pero así y todo te aguanto a vos que sos anti personalista, conservador y más molesto que una bombacha de lana… –Miguel soltó una carcajada que sonó en la casa como un trueno. Amanda saltó de la cama sobresaltada por la risotada.
—¿Qué pasó? –Se oyó desde la cocina su pequeña voz de muñeca. Miguel, al tiempo que encendía un cigarrillo “Abdulla” que extrajo de una cigarrerita de cartón delgado, la serenó con paternal ternura.
—No pasa nada, mamá me contó un chiste de unas hormigas que usaban bombachas de lana; uno muy bueno y me hizo reír. –Amanda se asomó a la cocina y vio la cajilla de cigarrillos. La señaló con su dedito lo que significaba que cuando se acabaron los cigarrillos, Miguel debía dársela para sus juegos. Amanda las coleccionaba como si se tratara de un tesoro maravilloso. El hombre asintió con un leve movimiento de su cabeza.
—¿Y qué dijo mamá de las hormigas con bombachas? –Amanda quería saber qué clase de hormiga podía ser, esa estaba metida en el asunto de unas bombachas.
—¡Cosas de grandes! ¡De hormigas grandes! ¡Enormes! De bombachas más grandes todavía. Vuelva a su pieza hijita y espere la comida, deje a los grandes hablar sus pavadas que no son para nenas como usted. –Amanda, sin protestar, giró sobre sus pasos y retornó a su habitación donde dejó abandonadas unas muñecas y una pila enorme de cajitas de “Abdulla”. Pensó que su padre, como siempre, se burlaba de ella. Las hormigas abundaban por toda la zona y no daban lugar a risa. Además, ninguna usaba bombacha, y cualquier mujer sabía que las bombachas no podían ser de lana, aunque algunos calzones eran lo bastante gruesos como parecer de cartón pintado y que por culpa del almidón daban una comezón insoportable.
Siempre que las viejas de la familia hablaban de sus prendas interiores, responsabilizaban justamente al almidón como el atrevido que hacía poner duras sus bombachas, corpiños y corsés llenos de ballenas distribuidas estratégicamente (para las más robustas) y que las atormentaban con esa comezón insoportable, imposible de rascar con disimulo. Pero que, maldecían, no tenía ningún efecto benéfico sobre la caída anatomía de los maridos de cada una de las contertulias. Amanda escuchaba sin comprender aún a qué se referían esas tías gordas de labios pintados de rojo furioso y que le dejaban las huellas de sus aceitosos besos en sus pequeñas mejillas, repetir con tono de burla “lavalo con almidón a ver si se le pone dura”, y reían amargas mientras se codeaban y señalaban la presencia de la niña con sus puntudos mentones; responsabilizando a la flacidez de los esposos la frigidez que ellos les achacaban a media voz mientras tomaban Hesperidina y jugaban al truco por porotos, y hacían corrillos sobre sus portentosas masculinidades de las que, últimamente, solo los blancos mingitorios de los bares podían decir cuál era el verdadero tamaño de sus mentiras.
Las viejas creían que la cola de quirquincho o el muña-muña podían asistir las carencias de los maridos, pero la ciencia desconocía esas virtudes e incluso advertía del peligro de ingerir esos tecitos que, aseguraban, podrían resultar hasta venenosos. “Y bueno, entonces que sea, ¡viuda!”, soltó entre risotadas la más gorda de todas las tías y se llevó el aplauso de las contertulias. Algunas aprobaron de buena gana que, si era verdad que esos gualichos no remediaban la impotencia, no estaría nada mal que aceleraran la viudez que las acercaría a un merecido recambio. Reían despanzurradas mientras observaban con el rabillo del ojo a los gordinflones enfrascados en sus juegos de naipes.
Miguel observó cómo Amanda volvía a su cuarto. Apoyó el diario sobre la mesa de la cocina y se pasó las manos por su cabeza acomodando su cabello. Exhaló con fuerza el aire de sus pulmones. Movió su cabeza como quien reflexiona sobre un acontecimiento trascendente. Anita sospechaba que su comportamiento teatral solo buscaba distraerla de su pedido de ir al descampado a bombear agua. El hombre tomó el diario nuevamente, el que desplegó en toda su extensión.
—¡También Castillo! No era como el gordo Ortiz. –Exclamó mirando por encima del borde superior del diario que dejaba ver en su portada la foto de los jefes militares en el balcón de la casa de gobierno.
—¿Y qué tenía Castillo peor que Ortiz? –Anita acomodó unas papas que pelaba con una velocidad extraordinaria al tiempo que se ocupaba de contradecir al esposo cada vez que podía. Miguel fumaba y el humito gris del cigarrillo ascendía describiendo elipses como una espiral que se dirigía encandilada a la luz de la bombilla que pendía de dos cables de tela apenas abrazados por una vuelta de un cordón negro.
—Al revés, querida, decí “que tenía Castillo que fuera mejor que Ortiz”.
—Pero todos sabían que Ortiz duraba poco. Vos lo defendés porque te ascendió, si no serías castillista en vez de admirador de Ortiz.
—¡Y claro! ¿De qué comemos?
—De nuestro trabajo, que a los políticos les importa un bledo. –Anita era escéptica sobre todos los políticos que se presentaba a sí mismos como salvadores de la república.
—¿Cómo que no les importa? ¿Si fue el ministro quien te recomendó con Justo? ¿No van todos en procesión a pedirte esos cálculos extraordinarios que solo vos sabés hacer?
—Pse… –Dijo despectiva Anita–. Solo hago los cálculos que me piden porque planifican la planificación. Pura mentira. Nadie le lleva el apunte a esos números. Vos sos más importante para ellos. ¿No sos de los que predicen el futuro?
Miguel dobló el diario y lo apoyó sobre los otros dos que estaban sobre la mesa; se frotó las manos, se levantó de su silla y llegó donde Anita cortaba las papas para la tortilla. La abrazó por detrás y le habló al oído mientras rozaba con su lengua el pabellón de la oreja. Ella alzó su hombro para hacerlo desistir de la caricia. Miguel, obediente, retiró su boca, pero sus manos se escabulleron entre la pollera negra acampanada que caía hasta la altura de la pantorrilla. Anita movió su cabeza negativamente con insistencia y golpeó con fuerza dos veces el brazo de Miguel. En voz muy baja dijo algo sobre “la nena está en la pieza”. Amanda, en esa oportunidad, no alcanzó a oír qué decía su madre, pero presintió desde su habitación la escena. Algo vibraba en el aire cuando Miguel y Anita se abrazaban cargados de una electricidad que la confundía. Entonces, entre inquieta y sorprendida, abrazaba a sus muñecos con tanta fuerza que hasta parecía que haría saltar la estopa de sus rellenos. Miguel dio unos pasos hacia atrás y palmeó en los glúteos a Anita.
—Yo no adivino el futuro, solo analizo los hechos.
—Pse… –Anita secó las papas con un repasador de toalla–. Si es como tu capacidad de reconocer la diferencia entre la mayonesa y la tortilla, tus jefes están sonados.
—¿Así? Mirá vos. ¿La matemática te da patente de pitonisa? Te doy un dato, para que hagás tus cuentas, les dije que Rawson va a durar lo que un pedo en el viento.
—¿Así les dijiste? La nena escucha, guarango.
—La nena también se tira pedos. –Amanda rio desprejuiciada.
—Como acabo de decirte, les dije que Rawson iba a durar un “pedo”. Ni siquiera un pedo, apenas un pedito. –Miguel se vanagloriaba de su afirmación mientras hacía un ruidito con la boca. Amanda imitaba desde su pieza el onomatopéyico.
—Mirá vos… sos adivino… Y le enseñás a tu hija cualquier cosa. Oíme Parravicini, todavía no fuiste a bombear agua. –Miguel se asomó a donde Amanda y sonrió cómplice con su hija. Hizo el gesto de subir y bajar la manija de la bomba de agua y agitaba su dedo índice negativamente. Amanda, moviendo su cabeza de arriba abajo, respondía que sí, que tenía que ir a cargar el tanque como se lo había ordenado su mamá.
—Nada de adivinanzas, es pura información. Yo soy un hombre muy bien informado. Por eso me ascienden, tienen en cuenta mis habilidades.
—Qué bueno… De vez en cuando podrías mostrarnos alguna. ¿Y quién viene después?
—Ramírez.
—¿Ramírez?
—Ramírez.
—Y entonces andá a ver a Ramírez. –Anita sacó del bajomesada una enorme sartén de hierro fundido y lo apoyó sobre la cocina económica–. Por ahí él te asciende de nuevo.
—Ya estuve con él.
—¡Ah, que vivo! Por eso sabés que al otro lo van a volar enseguida.
—Tres días. –Miguel indicó con sus dedos el número tres–. Este se llama Castillo –señaló el dedo pulgar de su mano derecha–; este se llama Rawson –mostró el dedo índice de la misma mano–, y este se llama Ramírez –tomó el dedo mayor de esa mano–. A este gordito que se llama Castillo se lo va a comer este que se llama Rawson. Y a este que se llama Rawson se lo va a comer este que se llama Ramírez.
—Pero te falta algo, adivino de tres dedos.
—¿Qué me falta? –Preguntó Miguel sin disimular su disgusto.
—Dos dedos. Los que se van a comer a Ramírez.
—¿Y vos cómo sabés? –Miguel curioso miró a Anita con suspicacia.
—Porque yo estuve con los otros dos dedos que te faltan.
—¿Y de dónde estuviste con esos dos dedos?
—Porque yo cálculo el futuro en términos matemáticos justamente para amigos de esos dos dedos. A los militares les encantan los números y cuánto más grandes, mejor. Es como ir a la guerra, pero sin riesgos.
—¡Bueno! ¡Bueno! ¡Ese sí que es un progreso aritmético! Entraste en la gran política, entonces. –Exclamó Miguel con ironía.
—¿No dicen que no hay dos sin tres? Bueno, yo te dijo que no hay tres sin cuatro, ni cuatro sin cinco. Así que agarrate los dedos que te faltan porque esos que vienen son los más importantes.
—Mañana te hago una cita con Ramírez.
—Tengo peluquería, estoy ocupada. –Miguel rio nuevamente entusiasmo. Amanda volvió a sobresaltarse.
—¿Y ahora qué pasa, papá? ¿Qué hicieron las hormigas esta vez?
—¡¿Hormigas?! –Miguel gritó al tiempo que alzaba hasta muy alto a Amanda–. Dedos, muchos dedos.
—¿Dedos? –Amanda preguntó sorprendida.
—Muchos dedos en un plato hacen mucho garabato, Amanda… –Anita le dijo con delicada voz mirando de soslayo a Miguel.
—Tengo hambre mamá. –La niña reclamó la comida.
—Hago la tortilla y pongo los bifes –la niña celebró la noticia–. Alcanzame la plancha que está en el mueble debajo de la pileta. –Con esmero y mucho cuidado, Amanda sacó del bajomesada una plancha acanalada para bifes, tan pesada que necesitó auxilio para levantarla. Miguel se agachó hasta ella y la ayudó a alzarla hasta el mármol de la mesada de la cocina.
—Vos, amigo de las hormigas –Anita señaló a Miguel–, a bombear. Después ya no se va a poder porque se congela el caño. Cuando volvés prendé la estufa a vela para calentar un poco la pieza de Amanda. Yo pongo a calentar arena para la bolsita de dormir.
El hombre, resignado, se calzó su boina, un gabán de cuero crudo con piel de cabrito por dentro, y buscó sus guantes de piel. Llevaba calzoncillos largos bajo el pantalón de pana que lo protegía del frío intenso de la helada.
Salió al descampado y sin perder tiempo se escuchó subir y bajar con fuerza y velocidad el émbolo de la bomba que mandaba agua hasta el pequeño tanque sostenido por una alta torreta algo por encima del techo de la casa. Amanda sonreía abrazada a la madre. Sin ninguna razón aparente, besó el vientre de Anita como quien descifra la promesa de una maternidad próxima que cambiaría la fisonomía de la familia para siempre.

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