Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 1 «El pueblo»

I

El pueblo


Por una calle lateral a las vías del ferrocarril corría un runrún de hojas secas. Era un rumor que caía vertical desde la altura de las enramadas que se estiraban redondas hacia luz de día. El viento repujaba en orfébrico trabajo las perlas diminutas de las piedras molidas con el paso de los tiempos.
En otoño, el sonido de la hojarasca se hacía ocre, perdía su musicalidad y adquiría la fisonomía de una pincelada de óleos que cosquilleaba los oídos, como si al correr del pincel, una intriga colorida se amancebara con el crujiente sonido del polen olvidado en una distracción de primavera.
Como hacía semanas que no llovía, nada de humedad alteraba la fragancia del hojerío amontonado aquí y allá durante la estancia de la inesperada seca. Amanda aspiraba el perfume de las hojas caídas y dejaba que el último polen reposara sobre su delicada piel de niña. Estaba parada a metros de las vías lustrosas que se abrían paso como fugas plateadas hacia un horizonte en el que abundaba una frondosa vegetación variopinta y trataba de interpretar los remolinos que las hojas dibujaban como señales misteriosas que le hablaban de cosas que no alcanzaba a comprender todavía.
Los remolinos bailaban como un perro que perseguía a un hombre, aullando con un aullido que raspaba los oídos de un paisano imaginario que volvía y revolvía tratando de espantar al perro que mordía la sombra de forma antropomórfica, que inventaban las hojas en sus anárquicos vaivenes.
Era apenas una niña llegada a los suburbios de la ciudad, donde el cielo y la tierra se confundían uno con el otro en la extendida perspectiva misteriosa de un abrazo; un pueblo en el que, hasta su llegada, solo se levantaba una modesta casita de un matrimonio de bolivianos recién llegados de su fatigosa peregrinación desde la puna. La suya, la segunda del villorrio, era de madera canadiense, comprada junto al lote de ocho metros de frente por treinta de fondo, que un abogado les vendió a sus padres con un crédito a treinta años. “Una eternidad”, escuchó decir Amanda a Miguel, su padre mientras Anita, la madre, asentía con un leve movimiento de su cabeza. Amanda pasó algún tiempo tratando de comprender cuan larga era una eternidad y si había más de una, porque las había y resultaban caprichosas como los amores. De una forma de la perpetuidad tomaría conciencia cuando ingresó a trabajar como custodia (la llamaron “ama de llaves”) de “La Reliquia”; fue en ella que reconoció la anatomía de la inmortalidad envuelta en una vieja y roída bandera celeste y blanca que juraron defender hasta con la propia vida.
Las vías del tren atravesaban una calle de tierra que se desenrollaba de norte a sur las más de las veces barrida por caprichosos vientos que llegaban de todos lados. Era difícil descifrar el perfume que traían esos vientos precipitados desde los cuatro puntos cardinales. En algunas oportunidades olía a menta, otras a eucaliptos, a hinojos salvajes y en ocasiones a frutales. En otras, traían fragancias de barros salvajes, cenagosos, cuando el sol disecaba algún arroyo y exponía su cauce oscuro.
Muy otro era el perfume que gobernaba la atmósfera del pueblo cuando arribaban colgados de la locomotora diésel que arrastraba unos vagones pequeños del ferrocarril inglés. Esos vagones de segunda clase (de esos se trataba), estaban forrados en lustrosas maderas. En ellos viajaban apretujados los pasajeros de modesta condición social. Podían ser obreros o empleados, todos criollos, porque el inglés tenía reservado su vagón de primera, con apoltronados asientos y esterillas maravillosas en sus respaldos.
A medida que el tren alejaba a los pasajeros de sus sueños y aproximaba a sus penurias, los perfumes se volvían angustias que esas mismas personas arrojaban melancólicas desde las sencillas ventanillas del tren y que caían sobre tierras y piedras para dejar al descubierto los desvelos que los apesadumbraba. El temor más poderoso que perseguía a esos humildes viajeros que dormitaban en los asientos ganados por el cansancio, era perder su modesto trabajo. A la vuelta de la desocupación, solo los esperaba el retorno al pago en donde el hambre era más caprichoso que en la ciudad, donde siempre se podía topar con un rebusque.
La mayoría de esos pasajeros eran trabajadores que iban a ganarse la vida a la ciudad, y al caer la tarde retornaban a los poblados más alejados, en donde se alzaban sus ranchadas pudorosas rodeadas de algunas verduras que cultivaban y que parecían cangrejos de lomos verdes, junto a algunos frutales que en verano se inflaban como meteoros rojos de pieles lustrosas, o naranjas fosforescentes como redondas trompas de jugosas pulpas.
Eran casas organizadas en paneles paralelos de madera dura sobre un piso, a veces hidrófugo para impedir que el agua subiera pudriendo las paredes. Si no se podía hacer un contrapiso y su carpeta aislante, el piso era de tierra. Entonces, las mujeres mojaban la tierra con agua y misteriosos ungüentos gomosos e inodoros que añadían hasta casi impermeabilizarla, y apisonaban ese lodo con esmero, todo lo que sus fuerzas se lo permitían. Usaban un pisón tan pesado como duro que los niños trataban de manera infructuosa de levantar con sus diminutas manos y raquíticos bracitos. Luego de meses de trabajo, surgía una capa patinosa de un par de centímetros de espesor, grismarrón con algunas incrustaciones de colores. El piso definía así una fisonomía lisa y lustrosa. Un par de felpudos vestía con colores brillantes las entradas a las habitaciones, contrastando con el color de piedra natural que resultaba de la compactación de la tierra.
Una o dos pequeñas ventanas en cada lateral de la casa y un ventiluz en la cocina, una puerta de madera al frente y otra al fondo y un techo a dos aguas de chapas de alquitrán, frágiles ante las granizadas y las tormentas furiosas, chapas que esperaban reemplazar por unas de fibrocemento, más resistentes y seguras. Dibujaban en sus bordes sucesiones interminables de semicírculos como una serpentina que reptaba en un ida y vuelta incansable a los laterales de la construcción.
El excusado estaba afuera, a unos diez metros de la casa, a prudente distancia de donde se comía y se dormía. Esa forma particular de la arquitectura suburbana la traían los paisanos desde sus pagos donde la aprendieron de sus familias campesinas. Algunas vecinas organizaban incluso las cocinas también afuera de la casa bajo una densa y entretejida enramada, para que el olor de las fritangas no apestara el interior de la casa con ese tufo denso de los aceites recocinados.
En verano, el sol caía sin interrupciones dese la mañana a la tarde y cuando los vecinos ingresaban a sus casas luego de la larga jornada de trabajo, se sentían dentro de una burbuja de vapores que llegaban desde el espejo de agua y permanecían calientes hasta bien entrada la noche, cuando se dejaba abiertas puertas y ventanas para ventilar el hogar y lograr algo de refresco. Era el momento en que entraban en acción las bandadas insoportables de mosquitos indiferentes al penetrante olor del piretro enrollado en espiral y ardiendo desde la puntita roma. Insaciables-insectos-incansables con sus trompetas anunciando con los sonidos de sus minúsculos relámpagos chillones las picaduras que, en muchas ocasiones, hacían verdaderos estragos en los niños más pequeños.
Cuando el frío llegaba, llegaba cargado de escarchas. Blanqueaba los pastos y hasta los perros mostraban costras de hielito sobre sus lomos a pesar del cobijo de cuchas construidas con ramas y unos retazos de coloridos hules. Amanda dormía vestida para evitar el frío, y a la mañana, cuando caminaba de la mano de Miguel hacia la estación del ferrocarril para ir a su escuela en la ciudad, solo quedaban expuestos sus dos ojitos; iba envuelta de pies a cabeza en los abrigos que su madre le había tejido para protegerla del invierno. El calor se procuraba con braceros y algún paisano llegaba a tener una estufa a seis velas a kerosene, sobre la que una rejilla de hierro fundido esperaba a la pava para el mate o algún cacharro donde calentar agua para el té.
Ese día era otoño, solo otoño, apenas otoño de hojas que danzaban en círculos alrededor de Amanda, al tiempo que alegres sonidos que salían no sabía de dónde hacían una musiquita extraordinaria. La niña sentía algo que solo comprendería ya adolescente. Se trataba de un sentimiento que entraba en su corazón y le dejaba una leve huella como la leve huella de un ave fabulosa. Era el anuncio del amor, alhaja con noción de cántaro que en esas orillas de estatura de áspero baldío, conocería en silencio una tarde antes de que se hiciera la noche.
El calor se fue y el frío aún no había llegado. Era otoño y no tenía clases. Ella ignoraba la razón por la que no le tocó caminar hasta la estación del ferrocarril y viajar apretujada contra las piernas musculadas de su padre hasta la ciudad para concurrir a la escuela. Era feliz por esa circunstancia inesperada. Se había librado por lo menos ese día de las inquisidoras monjas enfundadas en sus pesados hábitos negros-blancos con arrebatos de mortaja, que le decían que todo lo que pensaba, lo que decía y lo que hacía era pecado, tremendo pecado, exuberante pecado que la haría descender por las escalinatas ardientes del infierno entre relámpagos de piedra y fuegos de agonía, a donde Dios la enviará sin escalas para el eterno padecimiento por sus increíbles indecencias.
Ella, que era simple como el agua y no comprendía esos aullidos condenatorios del monjerío, que le hablaba de actos que nunca cometió y de los que no tenía la menor conciencia, sufría como una muchedumbre escarmentada porque tenía que lidiar con las promesas de castigos de un diablo rojo como la punta incandescente de un fósforo de cera. ¡Sí, habrá pasado sus infantiles tiempos gastando angustias tratando de entender cuáles fueron esos pecados condenatorios!
—¡Niña! ¡Niña! –le gritaba al oído, como al pasar, un hábito alado que llevaba una monja vieja abrazada a la altura de su vientre de abismos–, ¡baje aún más su pollera por debajo de la rodilla!
—¡Niña! ¡Niña! –Gritaba otra que parecía salida de una baldosa blanca hecha de fría piedra de la sal de Edith–, ¡por debajo de la altura de la pantorrilla! Y ambas le decían que el largo incorrecto de la pollera a tablas del uniforme, decía del tamaño del camino hacia el infierno de los desvergonzados. Amanda suponía que el pasillo hacia el infierno era en realidad estrecho y no tan largo, pero, contradiciendo el rojo vibrante de las llamas ciclópeas del averno que describían las monjas llenas de suspicacias por encima de las pantorrillas de las pupilas, imaginaba que al final de ese pasillo húmedo y oscuro solo encontraría una puerta de un azul interminable, tan alta que ni volcando por completo la cabeza hacia atrás llegaría a divisar donde terminaba. Luego, sin saber ni cómo ni por qué, tocaba el cuerpo que parecía cadáver de una niña que no era ella, era otra niña, bella, bellísima, envuelta en babas de diablo negras, babas de diablo rojas, babas de diablo blancas. Un hombrón de manos de gigante señalaba el cadáver con su enorme dedo índice y repetía como un lamento al compás de un tamborileo gutural que provenía de unos dedos tan antiguos como secos. Terminado el lamento, le ordenaba tomar de los brazos el cuerpecito aplastado contra una figura arábiga estampada en las roídas baldosas, mientras él lo asía de las piernas y bamboleaba el cadáver de un lado al otro en macabro hamaque, para salir del pasillo a un lugar que desaparecía ante sus infantiles ojos, impidiéndole comprender la premonición aquella de manera completa mientras a lo lejos se oía el susurro del aria Nessun Dorma.
Pero a las monjas no les importaba los augurios (ni siquiera aquellos que llegaban acompañados en un andante sostenuto de negras y corcheas), pero sí loS reglamentos de papeles amarillos asediados de letras invencibles. Los habían estudiado renglón por renglón, palabra por palabra, hasta sílaba por sÍlaba, como si en sus articulados e incisos se jugara el destino de la humanidad en un acontecimiento espeso y trascendente.
Y si los reglamentos enumeraban los pecados que las niñas de polleras tableadas y piernas de flamencos cometían, entonces, sacaban de la morada de los inextinguibles formularios donde las polillas hacían su agosto –y hasta llegaban a convertirse en sonoras brujas cargadas de embrujos tan increíbles como mortíferos–, una carta perfecta que se enviaba a los padres para que estos se dieran por enterados de las felonías cometidas por las díscolas infantas. Ellos eran convocados para ser puestos al tanto de esas pecaminosas acciones. Las monjas preferían a los padres más que a las madres, ellos representaban mejor la autoridad (para eso eran los que llevan los pantalones), y sabían cómo arrojar los tumultos de las indisciplinas al reducto de los castigos merecidos. Las madres se enternecían con facilidad y acariciaban con sus dedos de aire los cabellos lábiles de sus tiernas hijas.
Escandalosa fue esa oportunidad en que fue pescada con la boca llena de Sur paredón y después (del que nunca supieron ni monjas ni padre cómo lo aprendió en música y letra), aunque Amanda consideró que la mitad del pecado correspondía a una monjita tan alegre como jorobada que promovía su talento para el canto, y que, por lo tanto, la mitad del castigo debió corresponderle a ella. Pero Amanda a esa altura había aprendido a guardar silencio de los secretos que llegaban a ella como por arte de magia. Jamás delataría a esa jorobadita que la trató de mil amores y la puso al piano y al tango hasta engrasarse la crencha como proponía un tal De la Púa que conoció por entonces.
Al regreso de la monserga de la Madre Superiora en cada una de esas oportunidades, debía cumplir las penitencias que las mojas imponían y alguna otra que su padre le agregaba para que aprendiera a comportarse de acuerdo a los preceptos divinos.
A pesar de las voces de truenos de las monjas atentas, a pesar de los abismos de nieblas y bordes de cuchillos que prometían deshacer las carnes de las impertinentes, las musas orilleras, rantes y desvergonzadas que llegaban portando sus máscaras de hebras de palabras entre grises humos de cigarros y asuntos de amoríos poco santos, no la abandonaron nunca porque no se los permitió, de compadrita. Encontró en su lunfarda compañía algo de humano, de costumbres, de viva arcilla después que Adán buenosayres le dio vida con su aliento a una atorranta en el desfiladero de la biología porteña.
Aunque en aquella oportunidad que se la oyó recitar con aires de Merello “era una paica papusa, retrechera y rantifusa, que aguantaba la marruza sin protestar hasta el fin”, el escándalo alcanzó abominaciones bíblicas de aquellas que solo Moisés se animó en nombre de Dios a descargar contra los famélicos ambulantes de la tierra prometida. De ese castigo no se olvidaría nunca y su cómplice jorobada y alegre, zafó por la corajeada de la pequeña.
Pero ese día otoñal que no tuvo clases, la alejó de las amenazas rabiosas de sulfuros infernales. Así que sus ojos pasaban el rato colgándose de la calle de tierra que se perdía en la orilla de la laguna del fondo de la legua. Agua y tierra transparentaban en su encuentro una conversación de piedra y beso que invitaba a la niña rumbear hacia el espejo que parecía metal con sus chispeantes destellos en la superficie. Hacía allí se dirigió. Mientras caminaba con su paso corto, bamboleaba desde su menuda cadera una tupida pollera llena de voladitos cosidos con elegancia y que quedaría embarrada para disgusto de la madre que siempre la reprendía por sus descuidos con la ropa. Le recriminaba lo poco femenino que resultaba aquello de revolcarse en el barro de la laguna por atrapar sapos. Amanda corría esos sapos feos, gordos y grandes, verdes y marrones y verdes, de ojos como bolitas y lenguas serpentinas, que saltaban como chispas bicolores y que se lanzaban de aquí para allá escapando de los manotazos que la niña lanzaba con la pretensión de atraparlos. No le molestaba que la mearan en cada oportunidad que lograba atrapar uno entre sus pequeñas manos.
Su madre también la reprendía por ese hábito “sucio”, le gritaba, “muy sucio, una inmundicia” mientras frotaba la ropa con el gordo pan de jabón blanco contra una tabla de lavar de madera repitiendo “¡qué asco!, ¡qué asco!”, y la advertía de lo peligroso que era la orina de los sapos verdes y marrones y verdes, de lomos como piedras arrugadas, ojos como abalorios negros y lenguas pegajosas. En más de una ocasión le dijo que hasta podían cegarla con su venenoso orín, el que sabían lanzar con extraordinaria puntería al centro de cada ojo, tan magníficos lanzadores de meo a la distancia que eran esos sapos laguneros que organizaban su amoniacal venganza en dos chorros simétricos perfectos. Pero Amanda sabía que nada de eso es cierto. Lo más lejos que habían llegado fue a mearle la mano con que los sujetaba y nunca por alardear de su batracia puntería, sino por puro miedo al apretón incluso de la leve manita de la niña pequeña.
Atrevida, aprendió incluso a girarlos oportunamente para que su orín terminara en la tierra, apenas un chorrito casi insignificante, una salpicadura que la tierra chupaba con absoluta indiferencia como si solo se tratara de pura agua bendita y no de meo.
Vaciada la vejiga, apretujado en la manita fuerte, el animal quedaba resignado en espera que le fuera devuelta su libertad. Para Amanda era un juego que la divertía como casi ningún otro. Cuando atrapaba un sapito la sostenía largo rato entre sus manos, hasta que el animal se adormeciera aburrido en esa prisión de dedos insignificantes. Luego, Amanda, a la hora de volver a la casa –una hora que deducía por la posición del sol entre los árboles que circundan la laguna–, liberaba al prisionero que se sumergía en el barro para disimular su presencia de cualquier otro niño que se decidiera a atormentarlo.
Pero no había más niños en el despoblado villorrio, pasaría algún tiempo hasta que otras familias y sus críos llegarían al pueblo; cuando eso ocurrió, Amanda estaba entrando en la pubertad y su primera menstruación la alertó de los cambios profundos que su cuerpo experimentaba con el paso del tiempo. Entonces, sus juegos ya no involucraban ni sapos ni ranas ni extrañas martingalas para ocultar a sus padres sus andanzas; como una ola de pétalos diseminados, aquella sensación de ave que la invadió en su infantil estado, alcanzó su plenitud entre abrazos y caricias de manos que palpitaban.
Mientras Amanda jugaba en esa inesperada alberca salida de una tormenta torrencial para quedarse y hacerse espejo, una vaca la observaba rumiando unos pastitos tiernos. Rumia que te rumia entre respiraciones y fragancias desde la mañana temprano hasta casi entrada la noche. Solo Amanda, la vaca y los sapos compartían la serenidad del paisaje diseminado y silvestre que se entretenía de llanura donde la hierba rumorosa reinaba provocativa elevándose unos centímetros al cielo. El animal era dueño de toda la pastura que crecía como una barba verde desde las orillas y que se extendía centenares de metros a la redonda. Sin recibir ninguna orden, cuando la oscuridad empezaba a campear, la vaca regresaba bamboleando sus cuartos traseros al compás de su cola de metrónomo, a la protección de un modesto cobertizo con forma de medusa que su dueño le hizo para protegerla del rocío, que era abundante, pero sobre de todo de las duras heladas que en invierno blanqueaban el paisaje con una espesa capa de hielo cristalino que caía en racismos desde la cresta trenzada de unos cirros casi violetas. Muchas noches de invierno, la luna salía entre los cirros y se volvía lunavioleta como un sencillo anillo de hielo morado inhabitado, simple coágulo redondo de fosforescente frío.
La vaca a la que Amanda bautizó como “Fulana” (un nombre que escuchó pronunciar a su madre cuando describió a una compañera de trabajo como la “Fulana esa, gorda como una vaca”), llegaba en las mañanas desde su cobertizo con forma de medusa hasta la puerta de la casa canadiense donde habitaba con sus padres, y respondiendo a la voz de mando de su dueño se detenía para ser ordeñada en los umbrales mismos de la casita. La vaca y Amanda se miraban con complicidad de tardes a la vera del estanque, sabedoras ambas de las vicisitudes de los verrugosos batracios mientras una cantaba canciones de nanas y la otra rumiaba incansable las pasturas.
Todos los días sus padres le compraban al tambero un litro de leche que caía cremosa de las ubérrimas y rosadas ubres a un jarrón de loza fina que tenía dibujado su borde con una filigrana de florcitas violetas. El tambero no desperdiciaba ni una gota de la preciada leche que manaba de las gordas tetas de la vaca, que sus dedos enormes estrujaban rítmicos adornados de bruñidos sabañones que brotaban en invierno como imposibles maldiciones. Cuando llenaba el recipiente, miraba con una tranquila sonrisa a la niña, al tiempo que palmeaba las nalgas del animal en señal de satisfacción y se frotaba los dedos enrojecidos que daban la impresión de que podrían estallar en cualquier oportunidad.
Amanda, asiendo el jarrón con firmeza con sus dos manitas, caminaba con delicadeza extrema, y mientras se dirigía atenta hacia el interior de la casa, sentía el calor de la leche que entibiaba sus manos. Llegaba a la cocina, donde la madre recibía el jarro al que le prodigaba los mismos cuidados que su hija, y depositaba casi con solemnidad el recipiente sobre la mesada de mármol blanco que se estiraba hasta la cocina económica que exhalaba otro calor con olores a leñas blandas y que perfumaba toda la casa desde temprano. Separaba la crema espesa que flotaba como un irupé blanco en la superficie de la leche y comía algunas cucharadas de esa nata que, sin embargo, a Amanda le resultaba repugnante. En cambio, la leche tibia la despabila por completo y la llenaba de energía. Saboreaba la leche con unas rodajas de pan casero (que su madre amasaba en la madrugada y cocinaba en un horno de barro con forma de tortuga), untado con abundante manteca que el mismo tambero les proveía. Luego, de lunes a viernes, salvo excepciones siempre festejadas, de la mano del padre al colegio. A rezar, a rezar, a rezar, y a veces a aprender.
Adoraba la matemática y la música y alguien le dijo en cierta oportunidad que todos los grandes músicos eran, de manera invariable, grandes matemáticos, aunque ni siquiera tuvieran conciencia de ello. Para ejercitar la aritmética, a medida que camina por el patio de escuela, sumaba los números que surgían al azar entre los juegos de las demás niñas, hasta alcanzar cifras extravagantes que la entretenían tanto como los meones sapos desesperados por zafar de su apriete generoso. Era una virtud heredada de su madre (posiblemente lo único que le quedó de ella y no le pudieron arrebatar), quien cumplía funciones en un ente estatal haciendo cuentas infinitas que provocaban el asombro de todos sus colegas. Estos, de manos pesadas y dedos lentos y hasta torpes, no podían competir con sus máquinas de calcular contra la mujer que los asombraba con su rapidez y precisión (no se le conoció nunca un error en ninguna operación matemática, incluso de las más complejas). Ella resistió el uso de la regla de cálculo con la que muchos de sus colegas se ahorraban el trabajoso fragoteo con los arbitrarios e insobornables números, y mezquinaban así el uso de materia gris para develar la incógnita de sumas y restas y multiplicaciones y divisiones que les reclamaban ansiosos sus superiores.
Amanda se encontró con Bach por accidente, una mañana de misa, cuando ya llevaba de pupila unos largos meses. Fue a la vuelta de un salmo penetrante que sacudió su cerebro con los sonidos tubulares de un órgano gigante que se desplegaba en un abrazo increíble en el piso superior de la iglesia que tenía el colegio y que podía verse asomado al balcón de frente al altar mayor. La jorobadita le abrió los misterios de fugas, tocatas, passacaglias, que llenaron su corazón de un amor inigualable e inasible, guiada por un cura concertista.
Un viejo piano vertical alemán que descansaba olvidado en un amplio ambiente de la casa de su abuela paterna, del que nunca supo la procedencia y que no había sonado hasta que ella presionó por primera vez una de sus teclas, fue el instrumento para que avanzados preludios y fugas de Bach desplazaran sus amarguras. Cierto día, Eriseta con el consentimiento de Miguel, prohibió volver al territorio de la fantasía de las célebres músicas que amenazaban distraerla de la que se consideraba su verdadera misión como mujer, ser la esposa-sirvienta de un platudo y, a su vez, garantía de descendencia para perpetuar en la herencia filial el patrimonio familiar.
Cuando la música fue prohibida ya estaba decidido su futuro, aunque Amanda no sospechara de ello. Para garantizar el cumplimiento de su orden, la abuela Eriseta vendió el piano familiar a uno ropavejero que deambulaba por el barrio y que tocaba un chiflo metálico que sonaba estridente, aunque el hombre soplara con la mayor suavidad. El hombre debió hacerse ayudar por su prole para cargar el instrumento en un carretón del que tiraba un famélico y viejo caballo que ni siquiera tenía voluntad para alzar el cogote aplastado por un grueso yugo que parecía de madera y que hostilizaba su yugular.
Mientras vivió en el villorrio, los fines de semana tenía permitido ir de visita a la casa de los únicos vecinos que habitaban el pueblo. Los bolivianos eran amorosos con los vecinos y en especial con la niña. La trataban como a una querida hija y la mimaban por demás. Ellos trabajaban de noche a noche en unas quintas más alejadas donde se sembraban verduras. Eran sacrificados tanteros que tenían cierta aspiración de ser contratados como puesteros en algunas de las estancias bonaerenses. Cuando asumió Perón la presidencia, don Francisco “el boliviano”, dejó la chacra y entró a trabajar en el ferrocarril que tiempo después sería nacionalizado. Doña Carmen “la boliviana”, también dejó la quinta y cuidó de su hija hasta el triste suceso de su temprana muerte, víctima de una peritonitis por el tardío diagnóstico de una simple apendicitis.
Generosos, los peones solían regalar a los vecinos desbordantes canastos de diferentes verduras. Amanda siempre miraba con deleite los rojos y redondos tomates que se lucían entre el verde de las hojas de lechugas, puerros, verdeos, acelgas o, a veces, tiernas espinacas. En recompensa, Anita cosía ropa para los vecinos. Les había regalado algunas que pertenecían al matrimonio. A Francisco, un traje algo roído, pero que el hombre recibió con una alegría sincera. A Carmen, unos vestidos casi nuevos que ya no podía usar porque le quedaban demasiado holgados. Mientras ella bajaba de peso por el esfuerzo que debía realizar para mantener su trabajo y las tareas del hogar, la boliviana engordaba hasta dejar en evidencia un embarazo de varios meses que logró disimular para no perder su trabajo de tantera, hasta ya bastante avanzado, mediante un duro fajado que diariamente realiza con dedicación extraordinaria. Anita murió antes de que naciera Isabela Anita. Así llamo Carmen a su hija en homenaje a su propia madre y a la vecina muerta.
Amanda corría de una casa a la otra. Iba por la diagonal que las unía casi de una esquina a la opuesta. Cuando se cansaba de corretear entre las dos viviendas, se dejaba caer en medio de la calle de tierra en compañía de un par de perros cimarrones, pero que se acostumbraron a la presencia de la niña, y desde entonces la acompañaban a donde ella iba. Nadie podía arrimarse a la niña si esta no lo autorizaba con un simple “quietos”, orden que los perrazos comprendían sin necesidad de que se la repitieran. Si alguien intentaba hacerlo sin esperar la mágica palabra que sosegaba a los cimarrones, los celosos perros lo atacarían con furia.
El domingo era día de misa. Miguel les aclaró a las severas monjas que los domingos no podían concurrir a la capilla del colegio para celebrar allí la misa semanal. El presupuesto, les dijo circunspecto, no incluía viajes ni sábados ni domingos; las monedas estaban contadas para los cinco días de la semana. Diez centavos de ida y diez centavos de vuelta para cada uno.
Las monjas debieron aceptar la decisión familiar, pero a condición de que la niña el lunes concurriera con un certificado de asistencia que un cura párroco de una pequeña capilla cercana extendía a su nombre. Era una papeleta de color celeste, y cuando la niña preguntó por qué de color celeste, el cura le dijo, a modo de confidencia, porque era el color del cielo, donde abundaban los ángeles bonitos y alegres como ella. Amanda sonrió incrédula, porque estaba convencida de que los ángeles no podían parecerse a ella porque eran todos varones, y por eso solo se hablaba de “los ángeles”, que muchas veces exhibían sus diminutos penes con total impudicia. Aceptaba que podían tener un aspecto a veces femenino, pero no encontraba contradicción entre ese alegre toque femenino con la masculinidad manifiesta de los querubines.
A ese modesto templo las dos familias llegaban luego de caminar algo más de dos kilómetros, siempre en dirección al norte por un caminito de tierra que serpenteaba de izquierda a derecha como una broma. A cada lado del camino los pastos alcanzaban llamativas alturas y colores que iban del verde al rojo, a veces manchados de flores como burbujas amarillas, mientras flotaba el penacho plumoso del diente de león dispersándose en todas direcciones.
Amanda prefería la misa del cura párroco, menos extensa y hablada en criollo, libre de abominaciones espantosas. El hombre de modos campechanos y desprovisto de toda soberbia, no hablaba en latín porque sabía de sobra que sus fieles, unos cuantos lugareños de pueblos vecinos, no conocían ese idioma. En cambio, ella, de lunes a viernes, padecía la larga misa en latín; y cuando fue pupila (algún tiempo después del nacimiento de su hermano y la muerte de su madre), la liturgia demandaba riguroso ayuno, condición indispensable para poder comulgar la blanca hostia que el cura llamaba “el cuerpo de Cristo”, lo que hacía que Amanda se sintiera algo antropófaga. Más de dos horas de rezos incomprensibles que la mayoría de las veces terminaban de bruces en el piso sin que ningún angelical y andrógino ser mágico la asistiera cuando caía inconsciente, para despertar en una sala blanca que oficiaba de enfermería, a dónde otras tantas muchachas hipotensas como ella, iban a dar luego de los litúrgicos desmayos.


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