Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva (Hoja N° 1) Primera parte «La infancia»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva (Hoja N° 1) Primera parte «La infancia»

“Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva.” – Narración N° 1

Cuando llegué a la casona el cielo estaba yermo. La tierra estaba ciega. El aire estaba mudo. Había una soledad que se podía palpar con los dedos. Conocí a la señora. Debo asistirla, según mis órdenes.

Ella es la tristeza apenas palpitante. No camina, flota por la casa como si no tuviera pies sino alas invisibles. Es demasiado delgada, transparente, se nota que no se alimenta como corresponde. Sus manos son como un agua veloz cuando sus dedos se posesionan de la música. En mi presencia, tal vez solo por impresionarme o complacerme, ejecutó en el piano “Sueño de amor” de Litz. Actúe como si nunca hubiera escuchado esa música. Mis conocimientos musicales no figuran en mi legajo. Aquí soy casi bruta. Y cada tanto la señora me lo hace notar, “¡bruta!¡bruta!” me grita como si fuera un conjuro que la exorciza.

El piano suena afinado para mi sorpresa. Parece que ella misma lo afina para poder escucharse con placer. Luego de un instante, sumergida en los sonidos, cantó “O Mio Babbino Caro”. Su voz es dulce, perfecta. La casa entró en un silencio inmenso, y sentí una honda emoción sin proponérmelo. Ella hizo como que no vio mi presencia, y a medida que cantó sus ojos se humedecieron por las lágrimas. Un ave negra cruzó la habitación de lado a lado y ella se detuvo conmovida. El sonido artrítico de un vendaval helado impuso el final abrupto de la emocionante música.

Posó sus ojos en los míos y luego de un breve tiempo, apoyó su redonda cabeza en el teclado y se echó a dormir apoyada como si una secreta orden así se lo indicara. La alcé de su taburete y la llevé hasta su habitación. Es liviana acaso como una lágrima. Aunque no soy de gran contextura, tengo la fuerza suficiente para alzarla sin inconveniente.

La pared mostraba un revoque casi destruido. Tardé un tiempo en descubrir la razón. La cama estaba helada tanto como ella que parecía sumida en un pedernal de nieve.

Cuando llegó la noche de ese día, deje que el canto de la señora volviera a mi mente. Las tres primeras corcheas en la bemol mayor sonaron como una herida acantilada. Y no pude dejar de pensar en su llanto, sumida en mi propia tristeza.

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