La venganza de los Pérez, cap. 32 «Papeles de colores (final)»

La venganza de los Pérez, cap. 32 «Papeles de colores (final)»

XXXII

Papeles de colores (final)


A modo de sonata, en dos movimientos
y un interludio simple

Primer movimiento
Alleluia en colores, con el alma
Moderato

Cuando se disipó el bochorno del funcionariado que invadió las orillas mansas del río que llevaba puesto el cielo en cabellera de espumas opalinas, los purretes se dedicaron a hurgar por las basuras que dejaron apiladas aquí y allá, sin miramientos. Los más viejos protestaron semanas por la roña que los visitantes desperdigaron en todas direcciones.
Muchos sonreían, cuando al pasar los últimos soldados que retornaban de su fracaso, la bandada de niños escondidos atrás de árboles y arbusto les gritaban burlones, ¡fuera gringos! ¡Fuera!
¿Somos gringos? Se preguntaba el coronel que marchaba a Buenos Aires convocado por el fracaso. Pero ellos no eran gringos, sabía que no lo eran. La confusión entre hermanos, surgida por desvíos del poder, es causa de tremendas desgracias en las patrias que aún se deben su completa independencia. La libertad no es moneda de cambio ni para quien porta uniforme. Ya lo dijo el Padre de la Patria, maldito aquel que alza su sable contra su hermano de patria americana.
Caras morochas, rechonchas y achinadas desmentían al piberío que jugaba a humillarlos, considerándolos intrusos llegados de lugares extraños. Después de todo, hasta dónde, se preguntaba el coronel, no se habían comportado como verdaderos gringos, al incursionar en los villorrios buscando a un fantasma del que nadie iba a ofrecerles ningún dato. En muchos lugares, los fantasmas son patrimonio de los desposeídos y los cuidan como a primos cercanos. Y él mismo vio pasar la polvareda celeste y blanca, y miró hacia otro lado, distraído por si acaso, y negó ante sus jefes haber visto o sabido algo del asunto.
Mientras el último soldado daba la espalda a las travesuras de los niños, llovían papeles de colores. Nadie sabía de donde llegaban esos papiros colorinches. Volaban. En el crepúsculo, eran pájaros de papel, multicolores, abandonados por los oportunistas que ya habían partido en secreto como los mentirosos.
Llevaban estampadas palabras de luz, de fuegos, de existencia. En sus picos graciosos las palabras pendían como verbos descalzos, restituyendo esplendores a lo que fue dicho hacía mucho tiempo. Palabras laminadas en puros materiales ancestrales. Sus letras retorcidas eran cuerdas que a cuestas llevaban las ideas a la desembocadura de un río de sabidurías.
Los oídos escuchaban las oraciones que se enarbolaban unas a otras en las viejas bocas de los viejos del pueblo, viejos de pura piel de sol, como unas cáscaras iluminadas, ciegas, encandiladas, que encendían amores que parecían perdidos, que fueron amores americanos, antiguos como las antiguas piedras, cuando el Hombre vagaba libre por ríos y llanuras, montañas y arboledas, desiertos y mesetas de la Patria Grande, arrebolada y pura.
Cada papelito se vaciaba en la mano arcillosa de quien lo sostenía. Jugaba en su aleteo silábico perfecto. Y si sus sílabas al vuelo se derramaban
Como polen de libertad,
Cálculo del trabajo,
Temporal de tierra,
Humus de amor,
Paz de sueños,
los rudos dedos acariciadores las halagaban como se halaga el rostro suave de un ser hecho de aguas secretas, aguas enhebradas en cristales espumosos, que minúsculos surubíes batían con sus aletas de abanicos, mientras remojaban sus barbillas alegres.
Los mayores dejaban danzar los textos con unción devota sobre la ruda palma de las manos. Y veneraban sus danzas como a una extraviada madre.
Madre de sol,
Madre de agua,
Madre de sal,
Madre de tierra.

Allí donde solo buenas raíces auroran, y prometían velar de amores los porvenires, como el guerrero vela las armas y el santo la oración.
Los niños miraban curiosos a los viejos. No eran indiferentes, porque los niños no pueden ser indiferentes por naturaleza. Solo que apenas silabeaban a empujones de la maestra del pueblo, unos silencios de alas, unas ramas de estrellas, unos perfumes minerales, que ella les enseñaba a leer y garabatear en palotes octópodos como arañas salidas de imaginarios renglones.
Cuanto más se enamoraban las palabras de las palabras, los mayores reían entre lágrimas. Y bastaba observarlos para comprender que estaban próximos a romper en verdaderos llantos de emoción contenida. Solo por verles la expresión, los niños apuraban la juntada de los papeles y los iban apilando cuidadosos para que cada adulto se decidiera por un montoncito y leyera lacrimógeno el mensaje estampado en cada uno de ellos.
Había uno largo.
Un rollo que se hacía sagrado
cuanto más se lo miraba.
Estaba depositado
Con el lomo hacia arriba,
Crucial cangrejo, pálido,
En cenizas rojas,
El espinazo arqueado,
Esperando que alguien
Le quite el desamparo
Con el que algún bribón
Lo abandonó a su suerte.
No era ni grande ni pequeño. Era un rollo. Simple. Si se quiere. Cuando las manos de los niños se le fueron encima, tomó un perfume que exóticas flores echaban a bocanadas, y un olor a otoño le siguió vaporoso y cesó sus tornasoles definitivamente. Y los colores mutaron caprichosos en lágrimas, de sangres, de polvos, y carbones y gotas y sudores. También en lágrimas de muertos gloriosos en batalla, pero los niños de ellas poco conocían.
Los colores fueron por demás convincentes; se desvistieron de todas las fragancias, y desnudo papiro, invitaron a los mayores a desplegarlo, como se estira un camino hacia su propio destino. Pero nadie se atrevía a tomarlo. Todos sospechaban de la rudeza de sus manos. Desesperaban de sus dedos agrestes que quebraran colores y quebraran olores, hasta desaparecer el rollo como a una ceniza subterránea.
Al final, los más sabios se decidieron por convocar a la maestra del pueblo. Ella tenía manos pequeñas, empetalados sus dedos, y ojos grandes, de pupilas redondas como argollas nupciales. Manos de tejedora, y ojos de aves de un imperio verde. ¡Y leía desde su alma con entusiasmo para viejos y niños!
En las vísperas de fechas importantes, solían encomendarle los discursos. Y cuando sospechaban que el tumulto de banderas se aproximaba al pueblo con su polvareda en azul y celeste y blanco, y repetía el rito de su izado primerizo cerca del Rosario; cuando el eco de canciones patrias venidas de muchas leguas de distintas direcciones, aturdían los paisajes con sus sones marciales, ya no alcanzaba con leer las proclamas de la patria ni con el discurso de la frágil muchacha, sino que todos afinaban el garguero, para cantar el himno hasta desgañitarse.
La maestrita llegó con su bagaje a cuestas. Sus modos suaves, sus manos de racimos de plumas, y sus ojos atentos. Tenía aspecto de María de Remedios, casi mulata, de tez redonda y brillante como sus ojos. Si “La Reliquia” la estuviera observando, la confundiría con ella y la convocaría a su lado.
El más viejo del pueblo, el anciano calvo y sin dientes, puso en sus manos con delicadeza el rollo. Lo seguía una luz salida de entre la arboleda, tras el muro verde que desde sus copas destinaba esas luminiscencias que parecían efervescencias de luz brotadas entre sus hojas.
La muchacha desenrolló el carrete de misterios. Los espectadores hicieron un pasillo para que el papel pudiera extenderse sin prejuicios. Se hizo un suspenso rumoroso. Alzó la vista para mirar a su ansioso público. Todos creyeron ver una lágrima que se meció un instante de sus largas pestañas. Con vos clara, tan suave como firme, leyó con delicadeza de rocío, lo que parecía un fragmento de una biografía que tenía nombre propio y grado de general ganado en la batalla.

Interludio simple
Cantabile

De todos los confines de la Patria se hizo un canto.
Canto de montaña, voz de piedra.
Canto de llanura, voz de trigo.
Canto de río, voz de agua.
Canto de Malvinas, voz de islas.
Canto de mar, voz antártica.
El canto se hizo Hombre.
Y el Hombre fue montaña y fue de piedra.
Y el Hombre fue llanura y fue de trigo.
Y el Hombre fue de río y fue de agua.
Y el Hombre fue Malvinas y fue de islas.
Y el Hombre fue de mar y fue de Antártida.
Y el Hombre fue bandera.
Y la bandera dijo
En palabras de piedra,
Trigo, agua, isla, hielo,
Que vino a romper
Las cadenas de los carniceros,
Las que oprimen a muerte
A los Hombres hechos tierras
De las que fueron
A sangre y fuego despojados.

Segundo movimiento
Finale
Allegro con brío 


Y la bandera dijo: “Nada importa saber o no saber si he estado o me he ido o llegado sin partir jamás y aquí he venido, llorando la espesura que cargo en mis gastados ojos. ¡Ay, patria mía! Lamento, y destilo por mis arrugas cierta amargura por no completar la obra aquel entonces.
La vida es río, rayo, cóndor, alucinación, perfume. La vida es bandera, encordillerada, atávica, trémula, pura. Que ungida fuera a la ribera del río contradiciendo a los mandones que la aherrojaban a las tinieblas.
He cabalgado en el lomo de una langosta gigante hacia los confines de los cuatro puntos cardinales de la revolución, allí mismo donde el grito sagrado se hizo pura empuñadora. Me despeñé en manga, nube de langosta, sobre el enemigo guerrero y volví a la pampa de Ayohuma, a sorber la derrota trago a trago, y sus erizos de lanzas que cortaron mi boca en todas direcciones, solo por saber qué gusto tenía la sangre del patriota en la derrota. (La sombra de Fernández Campero me comulgó varias veces en medio de sus tinieblas de torturas mortales. Besé sus huesos apolillados de jamaicas humedades, solo por darle alivio a su destierro.)
Mi alma se refugió en Titiri, entre cerros y montañas sujetadas una a otra por unas viejas raíces que esperaron germinar hasta Tumusla. Allí, en una iglesia recubierta de fárfaras secretas, recaté los tesoros. ¡Tiriri y Macha altoperuana! Nada de ronca espada lanceolada, nada de pólvora en relámpagos crujiendo entre las chispas del disparo certero. Solo recato en Dios y la Santísima Virgen que cuidaron los emblemas para siempre. Esquivando un Olañeta póstumo que deliraba carnívoro, un virrey asesino, fermentado en delirios de rencores eternos, iracundos, esclavizadores.
¡Tiriri y Macha altoperuana! Allí donde el hombre se hizo cántaro y escurrirse guerrillero entre sables y macanas, fue su modo de asistir hasta el cielo sin desmayos. Y la mujer se hizo azote terminal en viento y agua, y fue su modo de salvar la descendencia.
Y la paz fue una espera, demás está decirlo, que se hizo interminable. Mientras la muerte, en colonial garrote vil, a sangre dilatada, se repartía hasta el último descendiente de los rebeldes empapados de sol, el mismo sol del que pendían en hilos las cenizas-semillas del Túpac Amaru, flameadas desde la Plaza de Armas del sojuzgado Cuzco.
Cenizas-semillas que multiplicaron combatientes chocando contra las brutas armaduras de los mismos conquistadores, repetidos como resucito espectro de otros espectros hasta su derrota final, inapelable.
Eran conquistadores bebidos de licores de oro. Bebidos de licores de plata. Bebidos de licores de diamantes y esmeraldas, por los que se enjuagaron la boca en la trémula sangre deliciosa de deliciosos niños en sus cunas.
No pertenezco a esa cierta clase de hombres que todos sus trabajos y afanes los han contraído a sí mismos, y ni un solo instante han concedido a los demás. ¡No pertenezco a esa cierta clase de hombres! Que no saben de lágrimas. Que no saben lo que es llorar cristales en hieráticas púas, puras amatistas en pedazos de un cuarzo que, en encarnadas sangres, corren como barros por ajadas mejillas, solo por amor a la patria.
Hombres que nunca honraron a los demás hombres y cerraron sus párpados para espantar sus ojos de las penas atrapapenas de otros que degollaban sus futuros en batalla.
¡Oíd mortales! ¡Oíd mortales el grito sagrado! ¡El grito de rotas cadenas eslabonadas en sangre de los martirizados! “¿No los veis sobre México y Quito arrojarse con saña tenaz? ¿Y cuál lloran bañadas en sangre Potosí, Cochabamba y la Paz?”
Vengo aquí de vuelta del retorno a pie, descalzo, casi desnudo, oliendo a nada final, inoculado hostil, todo engrillado, casi podridos mis tobillos gordos y mis muñecas abiertas de par en par de arterias serpentinas, a servir de ejemplo que se imite, o de lección que retraiga de incidir en mis defectos. Repetí el verbo aprendido, intrépidamente y sin reparos, propio rondón de orgulloso argentino “a vosotros se atreve”, e hice un Tucumán y Salta y un Vilcapugio y Ayohuma. Por dar testimonio, descendí a los infiernos y ascendí al altiplano, y coroné en Tucumán los brillos de una promesa hecha mucho antes, cuando al inglés altivo en su derrota le dije de mi boca ni amo viejo ni amo nuevo ningún amo.
Se ha dicho por lo sabios que llenan las palabras de aciertos bautismales, y dicho muy bien, “que el estudio de lo pasado enseña cómo debe manejarse el hombre en lo presente y porvenir”; porque desengañémonos, la base de nuestras operaciones siempre es la misma, aunque las circunstancias alguna vez la desfiguren.
Yo emprendo en decir mi vida pública, que es vida de patria. Solo por servir desvelé las noches y los días hasta que hidrópica mi suerte me tumbó hacia el final de un ostracismo aparente.
Puede ser que mi amor propio acaso me alucine con el objeto que sea útil a mis paisanos, y también con el de ponerme a cubierto de la maledicencia; porque el único premio a que aspiro por todos mis trabajos, después de lo que espero de la misericordia del Todopoderoso, es que los hombres que sucedan hombres no entreguen nunca su bandera. Creo en hombres nacidos de un esperma y un óvulo fertilizado en afilados bríos, cuando estíos de amores en pampas, mesopotamias y estepas, sonaban sus lanzas, mucho antes de la amarga conquista. Piedra, madera, agua delegada, sueño que trepana altivo y murmuroso, inolvidable para siempre, eterno, de padres a hijos, sus destinos entregan, soñando de pura independencia americana.
Creo en mujeres y hombres que fueron amasados en lágrimas de tierra y ríos, de mujeres y hombres sublevados defendiendo sus tierras a punta de tacuara.
En las riberas ateridas de ingleses inflamados, soñando una conquista que se pulverizó a bala, mosquete, puñal y aguas hervidas. Niños, mujeres, viejos, como brutas lagartijas que sus largas pezuñas hundieron en las blanqueadas carnes del agresor infame, y que encendieron los ánimos hasta las orillas mismas de la revolución soñada.
Aquí he nacido, en Buenos Aires, la que siguió a Chuquisaca en el grito libertario. Honré a mis padres, don Domingo Belgrano y Peri conocido por Pérez, natural de Onella, y honré a mi madre amorosa, doña María Josefa González Casero, natural también de Buenos Aires.
¿Morí en Buenos Aires? Así quise, pero no he descansado. Nunca. Morir es otra cosa. No soy mera estatua huesuda de corajes, en un sarcófago de gritos de incertidumbre a tientas. Ni vale mi herencia una elemental monarquía.
Soplando extiendo el anchor de la bandera que debe cubrir exuberante todos los anhelos. Soy afán, pluma, garra, muchedumbre, fibra. Flameo como un aullido que se sostiene altivo, calcáreo, espeso. Aullido a la intemperie, ronco. Aullido que tritura en su solo tronar las amargas cadenas del esclavo.
Soy un relámpago preñado en furia de bandera, que no puede ser arriada por mercaderes rabiosos, los que venden la libertad por monedas. Nunca será visto. Si así fuera, ahí mi muerte llegaría miserable. Me volvería gusano. Un general de pobres acontecimientos. Un olvido asediado a cuchilladas.
Por eso vivo, binario, bicolor, abrupto de auroras y futuros. Para rodearme de pañuelos y chisperos. Para convocar a los muertos que no mueren, a los ausentes, a los desaparecidos. A sus mitades, a sus mortajas, a sus miembros trozados, a sus degolladas cabezas altivas y parlantes, a los matadores de la muerte, ¡a todos! A los que siempre vuelven a beber el brebaje insurreccional que inicialó la patria
La revolución es mi morada, la batalla, mi modo de existencia. ¡Miren mis manos hidrópicas! Se aferran a lo humano y lo destinan. La revolución es mi morada, allí se hazaña un cielo de futuros. ¡Mujeres! ¡Hombre! ¡Tierra! ¡Todos! ¡Asid el Partido de la Independencia y no dudéis en la completa victoria! Vuelvo a preguntaros como entonces, porque veo las lágrimas brotar de vuestros ojos: ¿Por qué lloráis? ¿Conque al fin hemos perdido después de haber peleado tanto? La victoria nos ha engañado para pasar a otras manos, pero en las nuestras aún flamea la bandera de la patria. La victoria solo está acurrucada a vuestro lado. ¡Despertadla!”

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