La venganza de los Pérez, cap. 31 (2) «Exequias y cadáveres»

La venganza de los Pérez, cap. 31 (2) «Exequias y cadáveres»

XXXI

De exequias y cadáveres (2)


Al entrar al edificio, el reclamo por reconocer si el hermoso joyero de nogal lustrado con el rosario en su interior estaba aún en la caja fuerte, se hizo difícil de manejar. Lo moderó, no sin sobresaltos.
Bibi lo esperaba agitando un sobre blanco, del tipo A6, de 11,4 cm por 16,2 cm. Eran los sobres que “Pérez y Pérez” prefería a cualquier otro. Así los pedía. Por su color y su medida. Diosdado la saludó casi al pasar mientras tomaba el sobre, sin detenerse, a pesar de que la muchacha esperaba un beso de su parte.
—Tengo mucho trabajo atrasado, perdí casi todo el día viajando para volver. Después hablamos. –Justificó de ese modo su apuro.
Bibi lo saludó con ternura, y lo siguió con la mirada hasta que se perdió por un recodo del amplio pasillo alfombrado de verde. Las lámparas led iluminaban hasta con exageración los corredores y aunque ese día el clima era templado, el edificio se había enfriado subrepticiamente.
El aire en el pasillo estaba húmedo y luego de estar algún tiempo sin entrar en movimiento, era esperable que cierto frío obligara a usar un abrigo para retemplar el cuerpo. Pero a Bibi el frío no la molestaba, usaba ropa liviana, de poco abrigo y bromeaba sobre el calor interior que la abrasaba. Era una de las pocas empleadas que lo disfrutaba. Durante el invierno acostumbraba abrir de par en par las ventanas en su departamento para complacerse del frío que erizaba su piel que se ruborizaba.
Diosdado se dirigió a su oficina. Entró decidido y confundido por los silencios y ausencias. Dejó en su escritorio el sobre que Bibi le entregó, apenas llegó a la base, lo apoyó sobre la limpia fórmica que imitaba las vetas de una madera, y se olvidó de él, como si no tuviera ni la menor importancia, sin reparar que bien podría ser un mensaje importante. Estaba ensimismado en sus perturbaciones, y sus presentimientos lo distraían de todo otro asunto. Estaba involucrado con las recientes revelaciones del rosario. Sentía como los doble eslabones de fina plata lo tironeaban decididos a que atendiera su duda sobre la fina caja de nogal lustrado.
Mudó de ropa. Dejó el impecable ambo negro y se vistió de sport, como más le gustaba vestir. Un vaquero de marca, una remera de color verde pastel, y nada de corbata, detestaba a las corbatas. Su gorra de amplia visera, que dejó sobre el escritorio, hacía juego con su atuendo y su aspecto despreocupado, casi adolescente. Así vestido, parecía más joven y atractivo de lo que era.
Bibi lo llamó por su interno. No pudo disimular su sorpresa cuando le dijo que López Teghi quería verlo urgente en su despacho. No solo su relación con ese jefe era esporádica, sino que además no era buena. En verdad, Diosdado, lo repudiaba, y López Teghi, que percibió de inicio la mala disposición del empleado para con él, ya lo había apuntado para despedirlo.
Salió de su oficina sin perder tiempo, no deseaba tener justo ese día un conflicto con ese jefe que reclamó su presencia. Llegó a su despacho y llamó a la puerta con cierta timidez. De adentro se escuchó “pase”, con claridad.
—¿Me llamó, señor? –López Teghi lo miró con sorna.
—Sí, lo mandé llamar.
—Usted dirá en qué puedo serle útil.
—¿Útil? –el hombre soltó una cínica sonrisita. Diosdado disimuló como pudo la ironía del jefe–. Tengo aquí una nota de “Pérez y Pérez”. Lleva adosada un acta donde dice que usted es responsable de una especie de cofre, algo mediano, de nogal lustrado y que está a resguardo en una caja de seguridad en su oficina. Le ruego me la entregue. Aquí tengo una orden de la que le adjunto copia firmada por uno de nuestros máximos jefes, indicándole cumpla con este pedido. Debe firmarla para darse por notificado, luego, entrégueme lo que le solicito.
Diosdado no comprendía cabalmente el asunto.
—¿Podría haber una confusión?
—No lo creo. Mis palabras son sencillas y hasta usted las puede comprender. Los documentos que adjunto son precisos y no dan lugar a dudas. Léalos usted mismo, repase lo que firmó oportunamente. –Desconcertado, Diosdado atendía las palabras de López Teghi, aunque no llegaba a desentrañar el curso de la maniobra.
—Lo que cabe esperar –continuó el hombre su explicación–, es que vaya a su oficina, abra su caja de seguridad, retire lo que allí está depositado y me lo entregue. Yo le firmaré un recibo oficial, pero antes de ello, con dos testigos abriremos la caja para cerciorarnos que está a salvo su contenido, no vaya a ser cosa que me dé una que está vacía. Prefiero curarme en salud y no pasar por idiota como su jefe, quien entregó una bonita falsificación sin siquiera sospecharlo. –A Diosdado lo tomó de sorpresa ese comentario–. Cumplido ese trámite, usted quedará a resguardo de cualquier contingencia. No me haga esperar porque yo no puedo hacer esperar a quién me ha ordenado este encargo. ¿Comprendió o necesita que le repita mi orden?
El muchacho se acomodó el cabello peinándolo con su mano hacia atrás, sin dejar de observar uno de los documentos que le dio López Teghi y que era el que concitaba su atención. Caminó tres pasos para apartarse de López Teghi, de quien le molestaba hasta su olor a viejos papeles húmedos; buscó salir de la mirada inquisidora del jefe que reía burlonamente disfrutando de la evidente confusión que envolvía al joven subordinado. Quedó a una distancia algo mayor a un metro, casi dando la espalda (en la que se colgaban los ojos del burócrata), revisando esos papeles una y otra vez, comprobando que en uno de ellos no solo figuraban su nombre y apellido, sino que, más abajo, decía que se hacía responsable de la custodia de la caja y de su contenido. En una línea punteada al final del documento, estaba estampada su firma y, renglón seguido, la aclaración de la misma. Se leía perfectamente: Diosdado, Arnold.
No era su letra, pero sí lo era. No era su firma, pero lo era. Ni él mismo hubiera podido afirmar que no se trataba de su letra y su firma. Nunca había suscrito ese comprobante, pero veía con claridad que allí estaba estampada su rúbrica y debajo su nombre y apellido. Una notable falsificación. ¿Qué peritaje lo pondría a salvo reconociendo que se trataba de la cuidada adulteración de su firma? Ninguno; cualquiera de los peritos de la Agencia juraría con los ojos cerrados que esa era, efectivamente, su firma.
Cabeceó varias veces sin levantar la vista del papel; resignado, luego de unos largos minutos de silencio, miró a López Teghi, quien a su vez insistía con su mirada acusadora. Dejó el documento falsificado sobre el escritorio del jefe aquel y salió tambaleante hacia su escritorio. Caminó la distancia que separaba un despacho del otro con pequeños pasos, como reteniendo el pasillo en las suelas de sus zapatos mocasines, para que la distancia aumentara y el tiempo pasara tan lento como fuera posible. La alfombra verde hasta pareció cambiar de color a uno oscuro, desconocido. Sus hebras se hicieron como pastosas, y lo hacían resbalar mientras intentaba caminar con alguna naturalidad. Las luces led se hicieron tan intensas que parecían pequeños cristales de brillante contextura, centellas de incandescente blancura.

Entró vacilante a su oficina que le pareció demasiado pequeña y en la que percibía ojos escrutadores que desde todos los ángulos controlaban sus acciones. Nunca, hasta ese momento, había intentado abrir la caja de seguridad. No tenía nada que guardar en ella, era un empleado de insignificante jerarquía, a él no se le confiaban secretos ni pruebas valiosas. Cuando “Pérez y Pérez” lo aduló enumerándole las razones por las que lo reubicaba en una oficina con una caja de seguridad, no se dejó tentar por los supuestos méritos que lisonjero el jefe le adjudicaba y que explicaban ese raro privilegio para un subalterno de los escalafones más bajos de la administración. Los jefes intermedios, y ni hablar los superiores, todos tenían cajas de seguridad en sus despachos, porque se entendía que siempre algún documento reservado merecía ser protegido de miradas indiscretas.
Volvió donde López Teghi atravesando la metamorfosis del pasillo, esa vez con otra decisión. Bajo sus pies, la alfombra parecía ondular con breves corcoveos que lo desestabilizaban, pero adjudicarle a una inanimada moqueta la responsabilidad por su andar vacilante, hasta él mismo le resultó absurdo.
Al llegar al despacho de aquel, se ilusionó con que fuera “Pérez y Pérez” quien le abriera la puerta y le diera alguna buena noticia, algo que no ocurría desde hacía varios días. Pero para su completa decepción, no fue él quien lo recibió. Fue, justamente, López Teghi, quien lo miró con desprecio al verlo llegar con las manos vacías.
—Necesito hacerle una pregunta.
—¿Qué quiere, ahora? ¿Qué quiere preguntarme?
—¿Y mi jefe? –Diosdado preguntó sin disimular su confusión y excitación.
—¡¿Y la caja?! –López Teghi estaba fuera de sí.
—Es que necesito saber dónde está mi jefe.
—¿Su jefe? ¡Yo soy su jefe! ¡Yo soy su nuevo jefe, idiota! ¿Usted no se entera de nada? ¿No lo sabe?
—¿Qué debería saber?
—Está de viaje en misión al exterior. EEUU, París, Londres, Moscú, Pekín. Lindo periplo. Acá al que hace cagadas lo premian con un tour extraordinario, y con el tiempo puede hasta llegar a presidente de la nación. Whisky, champagne, algunas cervezas lager, pale ale o bitter, vodka, baijiu, ese brebaje que disfruta nuestro máximo jefe, en ese orden. ¿Qué bebida cree usted va con la personalidad de su jefe?
—No tengo la menor idea, señor. ¿Por qué habría de saber sobre los gustos de bebidas de “Pérez y Pérez”?
—¿No lo sabe?
—No, señor. No lo sé, lo lamento.
—Qué inconveniente. Para usted al menos. Tendría que haber conocido mejor a su jefe, se lo aseguro. Sobre todo, sus gustos. En lo que le gusta o no a una persona está su verdadera personalidad. Si lo hubiera conocido mejor no estaría metido en este asunto.
El hombre lo palmeó con total cinismo. Siguió hablándole.
—Su partida, joven, ha cambiado su suerte por completo, debería tenerlo muy en cuenta. Aunque le parezca extraño o desgraciado, ha pasado a estar bajo mi mando. Prefiero decírselo de este modo, porque también podría haberle dicho que usted está en mis manos, pero le aseguro que no es así. Mis manos nunca se van a comprometer con su destino, eso se lo aseguro. Su destino está en otras manos. –Diosdado trató de controlar los espasmos que se sucedían en su rostro, pero sin mucho éxito.
—Reconozco –continuó López Teghi– que no debe ser una gran noticia para usted, y le aseguro que no lo es tampoco para mí. Una diferencia entre usted y yo, entre muchas otras, es que yo sé disimular mi desagrado, mientras usted no parece hacer ni el menor esfuerzo por ocultar su incomodidad. Le voy a ser muy franco, me resulta intolerable que un subordinado de tan bajo escalafón haga notar de manera manifiesta su desagrado contra un jefe y actúe como sorprendido en su buena fe, frente a una especie de rufián que viene a mortificarlo injustificadamente. –López Teghi bajó sus brazos en señal de cansancio–. ¿Va a tardar mucho en entregarme lo que se le ordenó?
—No señor. Voy a retirar la caja y se la traigo urgente.
—Eso espero. Haga un esfuerzo por no arruinarme el fin de este día.
Diosdado volvió a su despacho; el pasillo retomó su apariencia habitual, como si la noticia del viaje de “Pérez y Pérez” hubiese despejado el paisaje oficinesco. Introdujo la llave en la cerradura de la caja de seguridad, pero de inmediato comprendió que esa no la abriría. Volvió sudando donde López Teghi a explicarle el inconveniente. Este se encogió de hombros disimulando su malhumor que ya le resultaba intolerable.
Lo único que el superior podía hacer en ese caso era un acta de descargo. Escribiría en ella que el agente, fulano de tal, no entregó lo solicitado por las máximas autoridades y haría que el muchacho explicara en nota aparte las razones. A Diosdado la idea no le pareció aceptable, ese trámite lo dejaba punible para cualquier represalia. En verdad no estaba en su voluntad desobedecer la orden del jefe, y mucho menos de otros por encima de él. Muy por el contrario, deseaba resolver el asunto cuanto antes y deshacerse del mandado que le imputaron desde las alturas de la jefatura.
Tal vez encontrara una solución menos conflictiva. Recordó que “Pérez y Pérez” guardaba en su escritorio una copia de la llave por si en alguna oportunidad necesitaba hacer uso de la caja blindada. No reparó en consultar con López Teghi la conveniencia de ingresar a la oficina del jefe ausente en búsqueda de la copia. Lo hizo como un autómata, como tantas otras veces cuando entraba a dejar un expediente, a retirar una orden, a conversar con el superior.
Como supuso, la llave estaba al alcance de su mano. No solo eso, estaba sobre el escritorio, como esperando que él la fuera a retirar, deliberadamente depositada en su centro. Parecía dispuesta en la exacta intersección de las imaginarias líneas que dividían el mueble en cuatro porciones ideales. Cuando la tomó, creyó percibir un pequeño reflejo de luz, una chispa delatora no muy brillante. Como si se tratara del destello de una minúscula lente de una cámara también pequeña. Miró sobresaltado en todas direcciones, buscando el lugar en donde podía estar acomodada una filmadora que registrara las actividades de la oficina de manera más o menos discreta. ¿Era eso posible en la oficina de tan alto jefe estuviera siendo monitoreada con cámaras ocultas?
En la palma de su mano, la llave parecía demasiado pequeña, correspondiendo a otra cerradura, muy modesta para una caja de seguridad. Siempre sospechó que “Pérez y Pérez” no guardaba nada de mayor importancia en ella, cualquier documento realmente significativo, se encriptaba y protegía en lugares de probada seguridad.
Pocos días atrás, antes de que cambiara drásticamente su trato, le reveló que en esa caja de seguridad estaba depositado el cofre de nogal lustrado con el rosario que López Huidobro debió haber reintegrado a la superioridad luego del fracaso de la operación “La Reliquia”. Diosdado no supo qué decir ante la confidencia, pero recordaba con precisión que, al escuchar esa revelación, un calor pruriginoso ascendió por sus piernas hasta el abdomen y desató un cólico agudo que casi lo hizo doblar del dolor.
Hasta el propio “Pérez y Pérez observó la reacción del muchacho con asombro y le preguntó si se sentía bien. Cuando interrogó a su jefe sobre cómo habían tolerado los superiores el incumplimiento en la entrega de la joya de parte de López Huidobro, “Pérez y Pérez” le reveló que el finado solo había entregado una falsificación, de excelente calidad, no lo negaba, y por ello llevó algún tiempo comprender la transfugueada. Para mayores desgracias, quienes no se dejaron engañar por la sustitución fueron sus verdaderos dueños, esos europeos meticulosos que revisaron el rosario una infinidad de veces, porque no bien lo vieron comprendieron que se trataba de una exquisita adulteración.
El rostro de sorpresa del asistente no dejaba duda de su estupor. En la medida que la trascendencia de esa confidencia se metía entre sus tejidos más íntimos, sintió rodar su cabeza por todos los legajos oficiales hasta la expulsión, al precipicio de la degradación o peor aún. Se sabía un don nadie, un subalterno sin mayores méritos, un administrativo de los estratos más bajos del escalafón. ¡No tenía jerarquía para semejante confidencia! ¡Y esa joya estaba en su caja de seguridad! Si “Pérez y Pérez” le hubiese hecho ese comentario antes de trasladarlo a esa oficina, le habría rogado que lo eximiera de hacer uso de su nuevo despacho; incluso hubiese estado dispuesto a permanecer en el anterior, más modesto, oscuro y sin aire, pero a todas luces, más seguro y sin esa condena de esferas lustrosas que lo arrastrarían al fracaso como el pesado bloque de cemento llevó a la anciana monja a los fondos del río. Era una responsabilidad desmesurada conservar esa joya en esa caja fuerte, a solo dos metros del alcance de su mano. Nunca hubiese aceptado voluntariamente estar involucrado en ese asunto. Lo exponía gratuitamente a cualquier desgracia.
Al anoticiarse de la partida de su jefe, del acta con su firma falsificada, de los cínicos reclamos de López Teghi, crecieron sus peores augurios, a la par que sus más que justificadas sospechas. Se interrogó si el traslado como su colaborador, la deferencia en el trato con que “Pérez y Pérez” lo gratificó durante un tiempo, no habría tenido como único objetivo involucrarlo malamente en un asunto tan gravoso para la Agencia. ¿Para qué “Pérez y Pérez lo implicó con sus revelaciones? ¿Por qué ni siquiera se dignó avisarle que partía a un largo viaje y que lo dejaba bajo las órdenes de ese odioso exégeta de las hojas de cálculo?
La caja fuerte estaba a la derecha del escritorio. Miró por enésima vez la pequeña llave que acababa de retirar del despacho de “Pérez y Pérez”, la introdujo inseguro en la cerradura y abrió sin inconveniente la puerta blindada. Comprobó al borde de la desesperación que el joyero con el rosario no estaba; la caja de seguridad estaba completamente vacía. Los augurios se hicieron realidad para su desgracia.
Frente a ella, volvió a sospechar el pequeño brillo de una más pequeña cámara que lo estaba filmando. A diferencia de la vez anterior, ese destello duró una infinitésima fracción de segundo, mucho más breve que la anterior. Buscó con la vista el origen del reflejo de la luz del ambiente contra el vidrio de la camarita. No pudo hallarlo y se desesperó.
No encontraba en la pared opuesta a la caja de seguridad ninguna perforación que le permitiera afirmar que allí había instalado una filmadora. Ya no estaba en condiciones de determinar si imaginó o vio el brillo de una lente que lo estaba auscultando. No pudo evitar temblar algo convulso. Consideró que su situación era muy comprometida. ¿Cuál era el sentido de todo eso sino la evidencia de que ya habían penetrado en su realidad hasta el tuétano? Podía asegurar que hasta oyó que alguien, imitando la arenada voz rasposa del difunto jefe, repetía entre carcajadas “¡gordo pelotudo! ¡Gordo pelotudo!”
Trató de recuperar la calma, lo que no le resultaba sencillo. Atribuyó todos esos malentendidos a su paranoia y lo sostuvo con convicción, mostrándose a sí mismo las incongruencias de sus suspicacias y sospechas. Adjudicó a su fantasía la sensación de haber captado el brillo de la lente de una minúscula cámara de seguridad. No había cámara, se dijo convincente. No había cámara, se repitió con energía. No había ninguna cámara ni en su despacho y mucho menos en el de “Pérez y Pérez”. No las había en ningún lado. Solo sus angustias, augurios nefastos, su flaqueza de ánimo, lo hicieron imaginar semejante cosa.
No se necesitaba mucho oficio para comprender que a él nunca le hubiera correspondido intervenir en el asunto de esa joya. ¿Cómo se explicaría eso?
Tampoco tenía sentido hacer aparecer que él la había robado. ¿Para qué querría ese rosario? Diosdado sabía que era una verdadera condena poseerlo. Además, conocía por boca de “Pérez y Pérez” que el más antiguo e importante jefe militar, que era quien impartía las directrices de las tareas de Inteligencia, debía parte de su suerte personal a la devolución efectiva de ese trofeo de guerra.
Pero un pensamiento que se le presentó con decisión propia le sugirió otro argumento. Solo se lo estaba desmoronando lentamente, como se derrumba un insignificante castillito de arena o una torre liviana de naipes españoles. Se lo llamaba técnica de desequilibrio, inspirada en el preciso arte del judo. Oyó hablar de eso a los miembros de grupos operativos, y si la memoria no lo engañaba, el desequilibrio recibía el extraño nombre de kuszushi, y a él se lo estaba desequilibrando en todas direcciones, para impedirle afirmarse en un punto sólido y entonces sí poder comprender qué estaba ocurriendo realmente. Eso tenía mucho sentido.

Debía esforzarse por no perder el ánimo en esas circunstancias y no permitir que lo desequilibraran; esa debería ser la clave para sostener la perspectiva acertada de las cosas.
Avanzó en ese mismo razonamiento. ¿Y por qué no habría sido el propio “Pérez y Pérez” quien sustrajo el relicario con el rosario, por alguna argucia que no alcanzaba a comprender, y por ello urdió toda esa maniobra? Después de todo, quien partiría a un viaje repentino que le impondría una muy larga ausencia, casi por más de medio mundo, incluyendo la capital de donde era oriunda la monja asesinada, era ese jefe que posaba por culto y comprensivo pero que era el más enigmático de todos los demás.
Suspiró fatigado. Miró su reloj pulsera que latía junto al paso frenético de su sangre cargada de adrenalina. El transcurrir del tiempo, el fluir de la sangre, las respiraciones anárquicas, iban pronunciando la presencia del rosario en todas las cosas en que posara sus ojos. Entonces, sus cuentas se agrandaban hasta alcanzar el tamaño de ciruelas lustrosas; su plata se abultaba hasta pesar como un lingote, amenazando soltar las perlas para que rodaran de aquí para allá por toda la Agencia.
López Teghi irrumpió en su oficina sin aviso. Diosdado de un salto dejó el asiento; a su derecha, la caja fuerte vacía lo dejó en evidencia ante el iracundo jefe.
—¿Qué pasa, joven? ¿Cuánto me va a hacer esperar? ¿Cree que tengo todo el día para usted? –El muchacho suspiró resignado.
—En la caja de seguridad, señor, no hay nada.
—¿Cómo que no hay nada? Es su caja fuerte, está bajo su custodia, su propio jefe me lo escribió en esta nota, está el documento con su firma, qué carajo. ¿Qué vamos a explicar a la superioridad?
Diosdado solo atinó a bajar la cabeza como un condenado. Balbuceó una explicación que a López Teghi no le interesó en lo más mínimo. Dejó esa oficina como había entrado; tras de sí, un portazo cuyo eco repetido se esparció por todo el pasillo. Los insultos, dirigidos contra el joven subordinado, rebotaron contra los vidrios de todos los cubículos. Los pocos empleados que aún permanecían en sus oficinas y los guardias de seguridad, se asomaron chismosos al oír el estruendo de las palabrotas contra “el gordo pelotudo”. Rieron complacidos del escándalo, menos Bibi que hubiese querido protegerlo, por lo menos en ese breve instante de mala fortuna.
Diosdado se reclinó sobre sus rodillas, tomándose la cara con ambas manos, tratando de imaginar un plan de escape que se le presentaba imposible. ¿Huir?, se propuso. ¿Hacia dónde? Siempre supo que pertenecía a un lugar en el que no había puerta de salida. Solo una, de entrada, y por ella se salía de una sola manera, muerto. En el futuro cercano no había ninguna luz por ningún lado.
Sonó el teléfono interno. Diosdado desistió de atender. No sabía cómo encarar a López Teghi, qué explicarle, cómo explicarle. Un breve instante después, golpearon a su puerta con femenina delicadeza. Reconoció que no se trataba de su enfurecido nuevo jefe. Bibi, la telefonista, reclamó sin abrir la puerta su presencia.
—¿Estás ahí? Llamó el del “doble apellido mistongo”, como dice cada vez que me saluda. Tu jefe ausente te está buscando. Dijo que no puede comunicarse con vos.
Diosdado se puso de pie como impulsado por una fuerza superior. Abrió la puerta hasta con violencia y quedó frente a frente con Bibi, que lo miraba con ternura y una sonrisa apenas dibujada como con un pincel de acuarela.
—Uh, te cambiaste de ropa. –Le dijo la muchacha. Diosdado quedó sorprendido por el comentario.
—Bibi, ¿cuándo llamó?
—Recién, recién. ¿Tenés el celular apagado?
—No. Está encendido. ¿Por qué no me pasaste la llamada?
—Mi amor, ¿cómo no te iba a pasar la llamada? Pero no me dio tiempo, habló y cortó. O se cortó la comunicación. No sé. ¿Te sentís bien? No tenés buena cara, ¿sabés? –Pasó su mano por el pecho de Diosdado acariciando la tela color verde pastel–. Te quedaba lindo el traje, aunque el sport te hace más joven.
—Bibi… ¿Te parece que tengo ganas de hablar de ropa?
—No te enojes conmigo, perdoname.
—Tengo un quilombo de aquellos.
—Yo te puedo ayudar.
—No lo creo. Tengo que ir a ver a López Teghi.
—Pero ya se fue. Salió puteándote.
—¿Cómo que se fue? ¿Cómo que se fue? ¡Qué pedazo de hijo de puta! –Gritó.
—¡Shhh! No digas así, Diosdado, acá las paredes oyen, ven, huelen, me extraña. Tendrías que calmarte. ¿No querés que vayamos a algún lugar juntos? –Diosdado quedó como suspenso, tratando de comprender. Parecía que todos los hechos se alineaban en su contra, como astros malignos en busca de su infinita desgracia. No sabía qué hacer. ¿Irse? ¿Quedarse? ¿Esperar el llamado de “Pérez y Pérez”?
—Mirá Bibi, me gustaría ir con vos y quedarme a tu lado toda la noche, pero López Teghi me tiró un balurdo de último momento y me tengo que quedar a arreglarlo, si no estoy liquidado.
—¡Pobre! ¡Qué lástima! Con lo bien que te vendría salir un poco, despejarte. Si querés me quedo a ayudarte, total yo estoy sola y en casa me aburro como una ostra. Acá todavía me queda un rato, ya se rajaron todos. –Diosdado vaciló, pero escogió no involucrar a la muchacha.
—No, no…, mejor no, te agradezco. Quedate tranquila, anda y descansá. –Dijo sin mucha convicción, y devolvió su vista a un punto indefinido, como buscando la caja y el rosario desaparecidos. Bibi lo tomó de las manos y las apretó con fuerza. Diosdado pudo sentir el vigor de ese apretón que contradecía la apariencia frágil de la recepcionista. Ella lo besó muy cerca de la comisura de los labios y recogió con la punta de su pequeña lengua unas gotas de cálida saliva del muchacho. “Era esta noche”, dijo, y murmuró casi de modo imperceptible algo sobre lo que podría ocurrir a la mañana siguiente. Luego se marchó cabizbaja. Él no reparó ni en la caricia de su lengua ni en la importancia de sus palabras.
Cerró la puerta imaginando alguna solución extraordinaria. Podría pedir una entrevista con el señor general a pesar de que no tenía la menor idea de cómo llevar adelante un pedido semejante. Tal vez ese sí comprendiera su inocencia en todo ese entrevero desesperante.
Mientras cavilaba, al correr la vista por su escritorio, dio con el sobre olvidado que Bibi le entregó a su llegada. Reparó en la letra con la que fue escrito su nombre, en la parte posterior. Con preciosa caligrafía decía “Diosdado, Arnold”. Era una letra pequeña, delicada, casi femenina. No la reconoció. Lo abrió con desgano. En su interior solo había una hoja que parecía en blanco. No pudo ocultar su sorpresa. Miró al pie de la misma. En una minúscula letra manuscrita, alguien anotó la dirección del departamento de López Huidobro y la frase “allí lo espero”.
No resultaba fácil leerla. Era muy pequeña la escritura, primorosa, una refinada grafía solo posible de alguien muy acostumbrado a escribir con pluma fuente. La tinta era de un azul babilónico, punzante y místico. Un azul que se asemejaba al lapislázuli, al azul de ultramar, una tinta solo usada por una lapicera lujosa.
Recordaba esa dirección con precisión. Bastó una vez que su abominado jefe se la dijera, para no olvidarla más. Fue cuando debió concurrir a completar los mamotréticos formularios que los burócratas reclamaban a diario, y que López Huidobro aborrecía hasta el odio.
¿Una hoja casi en blanco por completo con solo la dirección del finado y una anónima invitación? ¿Qué significaba?
Llamó a Bibi por el interno para despejar sus dudas, aunque no sabía si la muchacha ya había partido. La chica respondió entusiasmada del otro lado de la línea. El llamado reanimó sus expectativas.
—¿En qué te puedo ayudar, amor?
—El sobre que me entregaste cuando entré…
—Sí, qué tiene cariño. –Sus palabras amorosas esperaban una respuesta que la complaciera.
—No tiene remitente.
—Es cierto, nada, te lo dije, pero no me escuchaste. Nunca me escuchás y yo solo quiero ayudarte. Si me dieras un poco de bola…
—Tiene que haberlo dejado alguien que trabaja acá.
—Claro, amor. Acá no entra nadie que no sea de la empresa. Seguro pasó y lo dejó sobre la recepción. Vos sabés que algunos salen muy tarde y otros entran muy temprano. Pudo haber sido del turno noche o algún madrugador. Se olvidó de avisar. Se olvidó de poner remitente. Se olvidó, pasa, ¿viste? Cualquiera se olvida algo. O se olvida porque es conveniente. ¡Qué le vas a hacer! Pero yo no vi quién fue y tampoco luego recibí ningún aviso, si es lo que te preocupa. Si supiera quien lo dejó te lo diría. A vos no te ocultaría nada. –Melosa afirmó la telefonista.
—Qué bueno. Quería saber eso. Gracias.
—¿Nada más?
—No, nada más. Después hablamos.
—Bueno… –suspiró decepcionada–. Besitos. Llamame cuando quieras, me quedo unos minutitos más, ya te dije que si querés me quedo con vos o nos vamos juntos por ahí.
—No, Bibi. Andá tranquila. Besos.
—Como quieras. Voy a cambiarme de ropa y me voy si no me precisás. Yo que me traje una ropa tan linda por si querías salir conmigo…
—Lo siento Bibi, otro día, ¿sabés? De todos modos, gracias.
¿Cómo debía considerar la hoja con la dirección del López Huidobro y la invitación a ese domicilio escrita con elegante caligrafía, dentro del sobre enviado a su nombre? No le encontraba sentido. De todos modos, decidió aceptarla, no tenía otras opciones.
La hoja casi blanca con la dirección al pie fue el indicativo, el gran impulso, la invitación, el enigma que lo decidió. Estaba seguro de que era un mensaje que no podía ignorar. A su fatal descubrimiento sobre el rosario de hermosas cuentas negras, se sumó el interrogante sobre la nota del sobre con la dirección de López Huidobro y la convocatoria apenas legibles, al pie de una hoja en blanco.
Sabía que las cámaras de seguridad del edificio del barrio de Balvanera no estaban funcionando. Ese dato se lo pasó un amigote suyo del departamento de imágenes. También le dijo que gran parte de las filmadoras de la zona no funcionaban porque el gobierno de la ciudad no había reparado varios desperfectos que las sacaron de funcionamiento. Y nadie sabía cuándo volverían a operar. Eso le dio la razón decisiva para arriesgarse a ingresar al departamento del coronel muerto.
Cuando la muerte de López Huidobro, Silverio le dio su llave maestra para que ingresara al apartamento del coronel. Autorizado por quien todavía no era su jefe, pero lo sería a partir de ese día por un breve tiempo, realizó una copia de la misma. “Pérez y Pérez” no quería que Silverio se quedara sin la suya. Ese duplicado siempre estuvo en poder de Diosdado.
Cuando el incidente que terminó con las vidas de Chikatilo y Víbora, supo que López Teghi trató de averiguar si no había una copia de la llave maestra que poseía Silverio en portería, porque el hombrón había desaparecido del lugar y con él la llave. En esas circunstancias, “Pérez y Pérez” le ordenó, con un simple gesto, guardar reserva sobre la existencia del duplicado. Con esa llave entraría al edificio de Once.
Dejó la base algo entrada la noche. Bibi ya no estaba en su puesto de trabajo, su turno había terminado hacía un largo rato y se resignó a la indiferencia de Diosdado, a sus deseos de compartir juntos esa noche. Se había demostrado algo ansiosa con el muchacho al que trataba de atraer de algún modo. Sus repetidas invitaciones no lograron su objetivo.
Aunque Diosdado no lo pudiera percibir, nadie mejor que ella sabía de lo finito del tiempo, de lo breve de la felicidad, de lo frágil de la vida. El muchacho no descifraba el mensaje de su diáfana mirada porque nunca se había detenido a observar esos ojos de tonos ambarinos. Ella podía haberle explicado con solo mirarlo, de haberlo querido él, que sabía que estaba atrapado en un laberinto del que no podría salir de ninguna manera y que, ante la segura adversidad del porvenir, ante la inevitabilidad del destino, lo mejor era aferrarse a un encanto, aunque fuera circunstancial, y encontrarse con el futuro entre calideces y caricias. Para salir de un laberinto hay que hacerlo por arriba y ella, pequeña y aparentemente frágil, le señalaba con sus mimos ese camino de fuga. Pero Diosdado no estaba en sus posibilidades apreciar el contenido de sus miradas, ni ella de decir en palabras lo que expresaba en gestos.

Salvo el personal de seguridad no había nadie en la zona de la salida del edificio. Atravesó el pasillo procurando mostrarse sereno y amable como era su costumbre. Los guardias de seguridad lo saludaron con leves gestos y él respondió el saludo alzando una mano que agitó sin violencia.
Caminó hasta la playa de estacionamiento que estaba a algunas cuadras de la base, allí buscó su auto con el que salió a moderada velocidad hacia Once. El tráfico era fluido, pocos autos, más taxis que particulares y algunos colectivos, todos circulaban sin contratiempos en dirección al oeste. A medida que avanzó por Avenida Rivadavia y se aproximaba a su destino, cambió de parecer. Decidió dejar el auto y llegar en subte hasta Plaza Miserere, y luego a pie hasta el edificio. Estacionó próximo a la Plaza de los dos Congresos y en Sáenz Peña tomó el subte. Llevó consigo su celular y su nextel, y a los dos los puso en modo silencioso; ambos los cargó en la mochila que puso en su espalda. Cuando descendió en Plaza Once, con las manos en sus bolsillos, caminó con paso sereno como si se tratara de alguien que distendido se dirigía a un encuentro amoroso o a una reunión de amigos. Calzó su gorra de visera generosa que encubría su rostro con una sombra que se estiraba por debajo de su mentón hasta la nuez de Adán.
A esa hora de la noche, la barba algo crecida pronunciaba la sombra en su rostro, que emboscaba sus labios gruesos que habían perdido su condición de resecos y ajadizos y que Bibi miraba hasta con devoción, humedeciendo los suyos con su lengua, cuando imaginaba unirlos sensuales en apasionados besos una noche de sexo merecido, una sola, porque ella con solo una noche se habría sentido tocando el cielo con las manos.
Con la llave maestra abrió la puerta de entrada que cedió liviana y silenciosa. Lo primero que notó al ingresar al hall fue que todo estaba limpio como cuando Silverio; un perfume liviano se dejaba sentir fresco en la punta de la nariz. Por un instante, ese aroma le recordó una fragancia femenina que olió en alguna oportunidad en la propia Agencia, al dirigirse hacia su oficina o en alguno de los despachos vecinos. Era un perfume suave pero característico y no se parecía en nada a esas fragancias penetrantes de los limpiadores de piso. Era un aroma como el vapor de luz de luna, como un pequeño relámpago de pureza.
Era evidente que alguien estaba suplantando en sus labores de intendente del edificio al desaparecido gigantón y mantenía el hall de entrada, las escaleras y los pasillos limpios y lustrosos como lo hacía él. Podía tratarse de personal temporario o por horas. La Agencia no tenía obligaciones con el edificio porque ninguno de sus miembros vivía allí tras la muerte de López Huidobro. Si en alguna oportunidad se decidía acomodar a algún funcionario de escalafón en el apartamento que perteneció al coronel, entonces sí debería reingresar con personal de seguridad, aunque no necesariamente el encargado.
Subió al primer piso por las escaleras. Sabía que en el departamento “A” ya no vivía nadie. Tras la muerte de Sarita, la vivienda quedó vacía. Se colocó unos guantes de látex que extrajo de la mochila; sobre ellos otros, así se garantizaba que sus huellas digitales no quedaran estampadas en ningún lugar.
La puerta debería estar cruzada por tres fajas de seguridad distintas. Cada una sellada y firmada por la autoridad judicial y policial. Sin embargo, las bandas de papel estaban rotas. No cabía duda que alguien había entrado al departamento y no se había preocupado por mantener enteras las fajas. Tal vez fuera quien escribió el recado con fina caligrafía. Las de la puerta principal, en cambio, estaban sanas y bien adheridas al grueso chapón blindado.
Despegó con cuidado las fajas rotas que se soltaron con cierta facilidad, las enrolló prolijamente y las guardó en la mochila. Después se preocuparía de cómo volver a pegarlas.
Abrió las dos cerraduras de la puerta de servicio. En el departamento no debería haber luz. Cuando concurrió con el Dr. Iniustitiam a rescatar el alhajero que estaba en el ropero de la habitación del muerto, se convino que tanto la electricidad como el gas iban a ser desconectados para proteger la vivienda de un posible accidente. Así, dijo el fiscal, se garantizaba preservar la escena del crimen de un posible incendio. El fuego, como nada, destruye todas las pruebas.
Se sorprendió al comprobar que el suministro eléctrico estaba habilitado. Tal vez un error o un olvido, pensó en ese instante. Una suave luz dentro de la habitación de servicio, allí donde López Huidobro murió, se dejaba ver por la rendija debajo de la puerta.
Con sumo cuidado jaló el picaporte y comprobó que no estaba cerrada. No recordaba si el fiscal la había dejado sin echarle llave. Abrió apenas una hendija por donde vio que la luz encendida correspondía a la lámpara de brazo extensible que daba sobre la cabecera de la cama de una plaza. Pero ese no fue su descubrimiento más significativo. Por el espacio que dejaba la puerta entreabierta, pudo ver el mueble que resguardaba el freezer con su tapa alzada por completo, y la del propio refrigerador, del que salía algo de vapor helado, también. Si quien lo convocó ya estaba dentro del departamento, al dejar abiertos tanto el mueble como el freezer, iluminados con esa luz cruda de la lámpara de la cabecera de la cama, le estaba advirtiendo que la muerte de Podestá era la razón de su convocatoria. La exhibición del interior del freezer mortuorio no dejaba lugar a dudas.

Razonó que la habilitación del suministro eléctrico no era, a la sazón, producto de un olvido o un error. Muy por el contrario, era una acción deliberada.
Sus presagios, sus malos augurios, se atropellaron en su cabeza con tanta potencia y frecuencia que lo anestesiaron, insensibilizando por momentos sus reflejos, y en su impulso, no le dictaban una defunción como la vez de López Huidobro, cuando repetían incluso juglarescos “está-muerto-está-muerto”. Eran mezquinos e imprecisos en sus anuncios, o, podía conjeturarse, especulaban con no abrumar con sus revelaciones al joven para evitar que se desesperara por lo que le prometía el futuro.
Salvo en la habitación de servicio, el resto de la casa estaba completamente a oscuras. Extrajo de su alforja una pequeña linterna que habitualmente no usaba. Se trataba de una del tipo militar de luz muy potente. La lámpara del patio al que daban el baño de servicio, el lavadero y la puerta a la cocina comedor, no iluminaba. Diosdado supuso que su lámpara se habría roto. Encendió su linterna e iluminó el camino para dirigirse hacia las habitaciones al fondo, donde dormía López Huidobro y estaba su escritorio.
Atravesó la cocina-comedor y de ahí pasó al living-comedor. Movió el interruptor en varias oportunidades, pero esas luces tampoco encendían. Avanzó hasta el distribuidor que llevaba a la habitación donde dormía López Huidobro, el baño, su escritorio y la habitación de huéspedes, en ese orden, contando desde la izquierda. En el distribuidor, tampoco había luz.
Diosdado estaba convencido de que alguien, tal vez el desconocido que le proponía el encuentro, se ocupó de suprimir todas las luces de la casa, salvo la de la habitación de servicio. No deseaba enredarse en conjeturas. Nervioso, sudando e imbuido de pésimos augurios, descartaba que todo se debiera a simples coincidencias. ¿Qué podría descubrir en ese lugar? ¿Qué podía esperar en él?
Entró a la que fuera la habitación de su antiguo jefe. Descartó revisar las otras dependencias, tanto el baño, el escritorio, como el vacío cuarto de huéspedes. Sabía que el asunto estaba en la habitación de López Huidobro, las señales provenían de esa habitación y eran tan significativas que no daban lugar a ninguna duda.
A pesar de que estaba seguro de que allí tampoco había luz, movió el interruptor de la lámpara del techo. Como lo previó, no se encendió ninguno de sus seis focos. Con su linterna iluminó el cuarto.
Percibió en el piso, del lado izquierdo de la cama vista de frente y delante de la mesa de noche, una diferencia intensa en el color de la madera, una diferencia que se presentaba intermitente. Aparecía y desaparecía según la luz le diera de lleno o de costado. El efecto lo confundió. Por eso decidió bajar hasta pegar su cara casi al piso. Esas manchas no estaban cuando el hallazgo del cadáver de López Huidobro, de eso tenía plena seguridad.
No recordaba que, en ninguna circunstancia con posterioridad al hallazgo, se hubiese derramado algún líquido por accidente, ni que se tratase de fluidos químicos que los forenses usaron en sus investigaciones. Trató de oler esas sombras para adivinar si su perfume se asemejaba al de la sangre coagulada. Pero no era ese el olor que percibía. Solo olía a posibilidad, a porvenir, un perfume que no todas las personas pueden reconocer con precisión.
Se incorporó para quedarse de pie solo moviendo la linterna de un lado al otro. La potente luz le permitió adivinar como unas largas franjas, algo angostas, que nacían precisamente frente a la mesita de luz y se estiraban hacia afuera en dirección a la puerta que daba al distribuidor, atravesaban el pequeño ambiente y salían hacía el living-comedor para adentrarse en la cocina-comedor, por donde había pasado instantes antes. La oscuridad conspiraba y no lo dejaba asegurar plenamente de qué se trataba.
Alumbró por un buen rato el piso frente a la mesa de noche y al lado de la cama matrimonial. La sombra de esa mancha o la pretensión de sombra de un lamparón sangriento, por voluntad propia, se abultaba adquiriendo volumen y aspecto de fragmentos de tejidos. Eran dos turgencias que salían del piso, se pintaban de brillos rojos y parecían albergar una sustancia sólida que se proponía como restos de masa encefálica. Dos montoncitos húmedos que respondían a la trayectoria de dos disparos certeros que salían de un arma inesperada y atravesaban por encima de unas cejas no muy tupidas una sien lustrosa y despejada.
Dudó de su visión. Como sus augurios estaban desbocados, lo que crecía en su cabeza no eran las certezas sino las confusiones. Pensó en tocar las prominencias con las yemas de sus dedos, apostando a que tal vez el tacto le devolviera la seguridad que sus ojos no le daban. Pero desistió al instante de la iniciativa. Tan solo al aproximar sus dedos, surgió la imagen de alguien arrastrado fuera de la habitación, por eso las manchas se estiraban en dirección a la puerta y seguían su derrotero hacia el otro extremo de la casa.
Ayudado por la linterna militar volvió a iluminar el cuarto, lo hizo con lentitud, observando los detalles de la cama, su espaldar y los dibujos de las puertas del elegante ropero. Apagó la luz y cerró los ojos, aspiró profundo; volvió a sentir ese perfume que lo recibió en el hall de entrada y que asoció a una fragancia femenina que no lograba recordar donde la había olido.

Cuando abrió los ojos nuevamente, las protuberancias sanguinolentas habían desaparecido y también, las huellas de sangre que se dirigían hacia el distribuidor y de allí al living-comedor. Esa visión conjeturó, era producto de su estado de ánimo, de los sucesos premonitorios que lo afectaban desde la mañana cuando las exequias del finado jefe. No había visto ninguna mancha, sino el anuncio de que allí estarían cuando fueran llamadas a dejar evidencia.
Precedido por la potente luz caminó hacia el living-comedor. Allí, en cambio, las manchas se recreaban insistentes como gruesas pinceladas rojas, una especie de estela hostil de aspecto coagulado.
Consideró si no resultaría prudente regresar a la habitación de López Huidobro y comprobar cuál de sus visiones era la correcta, si aquella por la que la sangre y los tejidos cerebrales se presentaron ante sus ojos, o las de la fragancia suave y femenina que cosquilleaba la punta de su nariz con delicadeza. Pero prefirió seguir ese nuevo rastro que se le revelaba a su frente. Frotó sus ojos para comprobar si estaba ante una nueva visión o si, por alguna travesura de las luces y las sombras, las líneas aquellas se trazaban aprovechando las rectas de los dibujos de la amplia alfombra que cubría el piso de la habitación casi de lado a lado.
A medida que las iluminaba, nuevamente agachado casi hasta rozar el piso con su rostro para observarlas de cerca y detenidamente, concluyó, por su color y brillo, que también eran anuncios de futuras sangres.
Al mirarlas tan de cerca, las comprobaba húmedas en su superficie, donde hacían como un lomo liso y curvo y prometían ese extraño reflejo que la sangre hace al someterse a la luz directa.
Con seguridad, supuso, debajo de la alfombra, el fluido permanecería líquido durante algún tiempo, porque el poliéster evitaría su rápida evaporación. El departamento, al permanecer cerrado todo ese tiempo, se mantuvo muy frío; desde el hallazgo del cadáver de López Huidobro, el sol no iluminaba el interior porque todas las ventanas fueron herméticamente selladas.
Las manchas seguían por la amplia cocina, llegaban hasta la puerta de la habitación de servicio y desaparecían detrás de ella. Pero esas manchas, y de ello estaba seguro, no las vio cuando ingresó minutos antes. Una salpicadura sugería la huella de un calzado de un pie de talla más bien pequeña que pisó la sangre y dejó su traza estampada en el piso de cerámicos. Era un pie derecho; no encontró la que debía corresponder al izquierdo. Una curiosidad entre tantos acertijos.
En ese lugar de la casa, las manchas de sangre se abundaban unas a otras. Como convocadas por un conjuro, abandonaban su quietud e iban y venían de la habitación de servicio a la de Podestá, con absoluta soberanía. La puertita del ropero abierta dejaba ver su pirograbada sentencia “ahora las mucamas a la cocina”.
Diosdado debía hacer un esfuerzo notable para no dejarse confundir por ese tráfago de fluidos y visiones de sangres y tejidos que deambulaban de aquí para allá insinuantes. Cuando lograba fijar su vista en uno de los acontecimientos espectrales, bordes de sangres como esas mismas sangres trazaban la silueta del rosario robado que ganaba en sustancia hasta hacerse tangible en medio de la penumbra. La plata, entonces, se hacía hueso, aunque no lo pareciera, y los eslabones, carne, aunque no lo pareciera. Un alma retorcida reclamaba su infierno, y el Cristo ausente del crucifijo roto no acomodaba ninguna bendición entre sus cuentas para el condenado que lloraba brazas minúsculas por las cuencas vacías de los ojos. Por su uretra eyaculaba una pasta lacrimógena y ardiente, y el condenado reía exigiendo agujas, jeringas y juanas de arco para acabar orgásmico con sus sufrimientos. Así, sus lágrimas candentes que caían de las oscuras órbitas, no servían para llorar ninguna pena. Por el contrario, se vanagloriaban de la herejía de su dueño, quien despotricaba contra dioses y santos, mientras clamaba por un martillo con que hacer añicos las vulvas femeninas. Su alma, tomada desprevenida por un arcángel vengador, se resumía como un pequeño pañuelito incapaz de asumir un arrepentimiento humano, que deshiciera casi un maleficio que brotó de la monja mientras caía esa noche hasta el cauce profundo del río.
A Diosdado esos espectros de sangre se la hacían rosario, y el rosario le pesaba como un circuito de piedras de sangre que lo advertían de su propia suerte, carneado de tantos augurios que pasaban de un lado a otro de sus músculos, como atravesado de una ráfaga carnívora. Luego, las manchas que iban y venían a su antojo le pasaban por sus cinco sentidos que lo dejaban como estatua muerta, y machacaban la garganta, mutilando las palabras, amurallando los ojos hasta cegarlos por completo, y aherrojando los sonidos que quedaban mudos y las ideas aprisionadas para siempre.
Volvió del rosario hasta las manchas y de las manchas a sus premoniciones y adquirió una pizca de lucidez. La lucidez le ordenó salir de allí y escapar del tormento, deponiendo las bravuras que nadie le reclamaba.
Pero un acertijo lo asió de sus sospechas. Le dijo limpiamente: “¿Quién terminaría allí, nuevamente acomodado, inerte, en el mismo freezer donde se sepultó a López Huidobro, intoxicado?” Le preguntó exigente, demandó una respuesta. ¿Quién?
Pero no debía descifrar el acertijo, no, no debía. Sabía que el acertijo era la trampa. Debía huir, sí, como escapa la flecha inesperada que vuela desde su punta de piedra sobre el preciso inserto.
¡Huir! ¡Huir! ¡Huir! Tres veces y antes que el día se anuncie con sus patéticos finales.
¡Huir! ¡Huir! ¡Huir! ¡A tiempo! ¡Antes que el simple pronóstico se hiciera acción!
Pero Diosdado allí quedó, como suspendido en el tiempo, oliendo ese perfume femenino que se hacía cada vez más familiar, y el rosario que se hacía cada vez más sangre y la sangre cada vez más rosario. ¿Huir? ¿A dónde? Se preguntó. Sabía que no había respuesta posible. Por eso, en ese preciso instante de pregunta sin respuesta, alcanzó la serenidad de quien comprende la esencia de esos oscuros sucesos. Estaba él ante una máquina brutal alimentada a sangre, observando cómo se presentaba el futuro con sus venas abiertas.
Trataría de abandonar el apartamento y salir con mucho cuidado hacia el pasillo y bajaría por la escalera apenas rozando sus escalones de mármol. Se calzaría nuevamente la gorra amplia de visera generosa que cubriría su rostro de alguna inoportuna cámara de seguridad pública o privada y ocultaría su rostro solo por no hacer evidente lo que ya era sin lugar a dudas. Al dejar el edificio caminaría en dirección al microcentro sin prisa, en busca de una estación de subte, para ir a cualquier lugar a despejar su mente. Luego se haría de su auto y partiría en un viaje sin retorno, sin ni prisa ni entusiasmo. Quería ver la luz del día al menos una vez más.
Cerró la puerta de la habitación de servicio, dejó encendida la luz de la lámpara y abiertos el mueble y el freezer que ventilaba una humedad más cadavérica que al principio.
Al apoyar su mano en el picaporte de la puerta para salir al pasillo, un mensaje de texto hizo vibrar el nextel. Lo miró con intriga. ¿Bibi? ¿Podría ser Bibi quien llamaba a esa hora, esperando una invitación a tomar algo? ¿Y por qué no ir con ella a beber un trago y hacer el amor toda la noche? Necesitaba estar entre unas piernas de mujer, dentro de una vagina cálida y húmeda, acogedora, y moverse uno y otro al ritmo de una música apenas murmurada.
¿Y si el mensaje fuera de “Pérez y Pérez”? ¿Podría ser su jefe reapareciendo tan misterioso como había desaparecido?
Leyó con atención el texto, breve y significativo. Decía “Génesis 4:10”. Se confundió. Nervioso buscó su celular para guglear la frase. El nextel repitió en letritas negras, “Génesis 4:10”, como si alguien lo tuviera a la vista y siguiera sus nerviosas reacciones.
El Google, como un oráculo de voz virtual salida de un éter de microprocesadores, respondió a través del celular: “Entonces el Señor dijo a Caín: ¿Dónde está tu hermano Abel? Y él respondió: No sé. ¿Soy yo acaso guardián de mi hermano? Y Él le dijo: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra. Ahora pues, maldito eres de la tierra, que ha abierto su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano”.
Diosdado se dejó caer sobre la pared que estaba su diestra, con la espalda apoyada contra ella se deslizó hasta quedar sentado en el piso. Recordó aquello que López Teghi le imputó a su jefe sobre la muerte del coronel López Huidobro. “Usted lo puso ahí para que lo maten”. Recordó la lista de los caínes, la dimensión de los descartables, el repudio de los discrepantes. Comprendió entonces la nota con la invitación. Y hasta pudo oír la voz de López Teghi afirmando “usted está aquí para que lo maten, como a su jefe, gordo pelotudo”. Y sonó entonces la voz rasposa de su extinto jefe aprobando la afirmación del burócrata de las planillas de Excel. Entre carcajadas salidas de un pozo sin fondo, oyó con claridad “¡gordo pelotudo! ¡Gordo pelotudo!”
Un nuevo mensaje vibró serpentino en el nextel. Diosdado leyó Éxodo 21:24”. Y seguido, “Dios no bendice a los engreídos”. ¿Tenía algún sentido guglear para saber el significado de la cita del Éxodo? Lo descartó de plano. Los sabores de unas llagas purulentas le ganaron la boca, junto al olor a humedad de una cadavérica morfina congelada. Como si su verdugo supiera que se desentendió del contenido del versículo, un nuevo mensaje llegó para revelarlo. “Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie”.
El último mensaje que recibió y que leyó, lo motivó a una sonrisa resignada, la sonrisa de quienes se saben muertos, aunque aún no ejerzan su deceso.
Sonó el nextel. Sonó el celular. Callaron. Nuevamente sonó el nextel. El WhatsApp de su celular sonó repiqueteando unas campanas que alteraban como siempre su estado de ánimo. Diosdado sonrió resignado. Las campanas replicaban mientras el nextel vibraba excitado. Algo más repuesto atendió el llamado.
—¡Diosdado! ¡Muchacho! –Exclamó paternal “Pérez y Pérez”, repitiendo el tono con el que le habló aquella vez cuando trataron de Hemingway y Donne.
—Señor…
—¿Ya descubrió qué le sugieren esos sonidos de las campanas sonando con alguna estridencia?
—Sí, señor.
—¿Y qué le dicen?
—Me hablan de Hemingway.
—¡Hemingway! ¡Hemingway! Muy amigo de los republicanos y comunistas en España. De los revolucionarios contra Batista que dirigieron Fidel Castro y el Che Guevara, a los que les dio dinero y armas.
—Me lo dijo, señor, lo recuerdo.
—Hemingway zafó porque era un premio Nobel. No era tan fácil ni para Hoover, mire lo que le digo. ¿Usted qué premio ganó, Diosdado?
—Ninguno señor, ninguno.
—¿Escribió alguna novela memorable?
—No, por supuesto que no.
—Lo suponía. Aunque debo decirle que lo suyo no fue un fracaso. Saludo a un agente doble que alcance con éxito la misión que le dieron. ¡Vida Diosdado! ¡Viva!
Diosdado se mantuvo en silencio.
—¿Me escucha, muchacho?
—Lo escucho, señor.
—Lo felicito… lo felicito. Y si lo felicito yo, usted debería sentirse más que reconfortado. Lo suyo fue importante para sus compinches. Lo reconozco. Oportuno, diría, creo que la palabra correcta es “oportuno”. Fue usted quien cambió en el radiograma la orden operativa al coronelucho ese que capitaneaba los comandos, usted alteró la dirección en la que debían dirigirse las tropas para capturar a “La Reliquia”. Era a la izquierda y no a la derecha. Un simple cambio de dirección y el resultado fue completamente diferente. Un toque maestro. No por aquí, sino por allá. Lo felicito. Si quiere vanagloriarse, le digo que no pude averiguar hasta ahora cómo hizo para hacerse del mensaje y cómo logró cambiar el texto que el encriptador envió al coronelucho. No podía irme de viaje sin felicitarlo. No necesito descubrir su trampa porque siempre supe que usted es la trampa, sus embustes ya no tienen futuro, pero nobleza obliga… ¿Puedo darle algunas precisiones? ¿Me lo permite?
—Claro, señor.
—Siempre supe quién era usted. Cuando lo reclutamos lo sabíamos a ciencia cierta y por eso le abrimos las puertas de la Agencia. Lo dejamos andar, lo tomamos como a un experimento interesante. Nosotros lo pusimos en el camino de López Huidobro. Le permitimos husmear algunos archivos, lo observamos hasta risueños. Usted fue para nosotros como un cobayo al que observábamos desde distintas perspectivas. Y lo monitoreamos tantas veces que se volvió rutinario, y la rutina siempre conduce a la holgazanería. Por holgazanes fuimos livianos, tanto que al final creímos que usted era insignificante, que no tenía una inteligencia muy superior a ese patético cobayo que gira y gira sin remedio en una rueda corriendo si ningún destino.
Reconozco que su aparente falta de carácter, su manera casi minusválida de actuar nos indujo a error. Me corrijo autocrítico: me indujo a error. Lo subestimé. Lo subestimamos. ¡Claro que lo subestimamos! Yo, justamente yo, me tragué el cuentito del “fofo”, del “gordito pelotudo” de risita tonta y cólicos enternecedores… Usted no resultó un verdadero “gordo pelotudo” como le decía su odiado jefe López Huidobro, no resultó un ser tan insignificante como aparentaba, nos hizo creer lo que usted deseaba que creyéramos. Posó como un cobayo y resultó una víbora. Me rindo ante usted que supo manipular nuestra soberbia.
El encriptador, cuando se lo reclamamos, supo rastrear el origen de la nota que le llegó y comprobé, no sin asombro, que provenía de un circuito organizado por usted. Una falla inexplicable. En una estación controlada solo por usted se modificó el mensaje. Una filmación de seguridad lo muestra durante su actividad. El cine es un recurso extraordinario, debo reconocerlo. Se lo ve tan activo, tan preocupado de su tarea. Si se lo pregunto, obviamente, no me va a decir cómo supo del contenido de la orden que fraguó.
Creí que tenía un cómplice, pero no pude encontrarlo. ¿Usted es un solitario, un “todoterreno”?
El muchacho se mantuvo en silencio, escuchando el largo discurso de “Pérez y Pérez”. Sabía a ciencia cierta que toda la conversación estaba siendo grabada. Lo que no sabía y no podía hacerlo, era que técnicos al servicio de “Pérez y Pérez” aislaron la comunicación para que la gente de López Teghi no pudiera grabarla.
Diosdado no podía deducir por qué razón “Pérez y Pérez” le decía todo aquello, pero recordó una de sus primeras lecciones cuando se incorporó a la logia, con el enemigo no se dialoga. Y era lo que estaba haciendo.
—Tenía la ilusión de ofrecerle un trueque, razonable –continuó “Pérez y Pérez”, diciéndole–. Usted me revela cómo fueron sus procedimientos, cómo hizo para acceder el telegrama, quién se lo dio, cómo le llegó, y yo le prometo que vivirá. Es solo un intercambio generoso de mi parte. Valoraría tanto que usted me aleccione de su metódica mentira, de su engaño prolijo. Mi deseo es siempre aprender y, vaya ironía, al final tengo que aprender de usted. Es una victoria de la que debería aprovecharse. ¿No querrá desasnarme? –Diosdado se mantuvo en silencio, sabía que no había trueque alguno.
—Quid pro cuo, muchacho, quid pro cuo. –El hombre esperó resignado un buen tiempo. Diosdado se mantuvo en perfecto silencio, respirando con pausa y controlando sus emociones.
—Suponía su silencio, no me sorprende. El deber del agente doble es cumplir la misión sin revelar sus procedimientos Si es atrapado, nombre y número de documento, nada más. Todo falso, nombre falso, pasado falso, sentimientos falsos.
Comprendo su silencio, pero sepa que me apena verdaderamente. ¡Qué desilusión! No sabe cuánto deseaba aprender de usted para proteger a la Agencia de un nuevo error.
Me piden que lo entregue a los interrogadores, hay mucha gente ansiosa de ponerle la mano encima. Creen que torturándolo a usted les permitirá llegar a los repliegues oscuro de la infiltración. Hay tanta propensión a la violencia en este mundo. Asimov dice que la violencia es el último recurso del incompetente. ¿Leyó a Asimov, Diosdado?
—Poco, señor.
—Voy a terminar creyendo que está flojo en lectura.
—He dedicado mi atención a otros libros.
—Qué pena no tener más tiempo para hablar de nuestras lecturas. Qué me responde, joven. ¿Lo arrojo a los inquisidores para que satisfagan en su flagelación sus comprensibles sentimientos de odio hacia usted? ¿Lo arrojo a las manos de todos ellos que no sabrían apreciar el trabajo de un doble agente que cumplió su tarea? –Diosdado no respondió.
—Arnold, Arnold. Soy el único que comprendió el significado de su apellido. Falso ¿verdad?
—No, señor, es mi apellido –mintió sin convicción. Él no eligió ese nombre, ese apellido, ni inventó la falsa historia familiar. Nunca supo quién tuvo esas ocurrencias para definir su perfil.
“Pérez y Pérez” al escuchar la negativa sonrió con tanta energía que, a pesar de que el joven no podía de ningún modo verlo a través del auricular, pudo deducir el brillo de su dentadura en la noche cerrada.
—Qué curioso. Debería pensar que me miente nuevamente, pero dada las circunstancias voy a creerle. Mentira más, mentira menos, nada cambiará el resultado final de esta ecuación. Arnold… Arnold… El traidor… el gran traidor. Siempre creí que era una humorada de sus superiores. Pero a diferencia de aquel, usted no se entregó a los brazos de sus enemigos y se mantuvo fiel a sus ideales de “libertad”. Diosdado Arnold… Diosdado Arnold… Respóndame…
—Señor…

—¿Lo envío a la mesa de torturas o no? –Diosdado se mantuvo en silencio–. Usted es un hombre de suerte. Hoy no estoy demasiado vengativo. Para nada. Estoy hasta… magnánimo. Sí, magnánimo. –Lanzó una breve, pero cínica sonrisita–. Próximo a este viaje por las capitales del mundo civilizado, con un pie en la escalerilla del avión, dispuesto a apreciar los logros del mundo “globalizado”, ese mundo que hace orinar en inglés a López Teghi de pura emoción invertebrada, me vería obligado a dejarlo en manos de ese energúmeno exceliano. Sería como colgar un Van Gogh sobre una letrina. El trazo y el color inconfundible de un Van Gogh en medio del olor a mierda de un excusado de campaña. Un despropósito. Estoy convencido de que no vale la pena, no sabría apreciar con quien trata, ni siquiera lo torturaría con esmero porque toda diligencia requiere de recursos y los mejores torturadores son caros, muy caros, valen por la información que saben extraer. En este mundo capitalista, ¡todo es mercancía! Hasta la tortura.
Desde hace unas horas he decidido acogerme a las restricciones presupuestarias de López Teghi para ahorrar dineros y esfuerzos del personal de la Agencia. Sacar a los torturadores de sus camas a esta hora equivaldría a pagar horas extras que López Teghi se va a negar a validar o que tendré que explicar con largos escritos e insoportables reuniones. Ya puedo oírlo gritando como un loro mañoso “¡Y por qué no lo torturaron en horario de trabajo! ¡Y por qué no lo torturaron en horario de trabajo!” De todos modos, mis colaboradores ya descubrieron la fuga y la repararon definitivamente. Es todo lo que López Teghi deberá saber. ¡Adiós agente doble! ¡Adieu mon ami! Su tortura sería un placer que no estoy en condiciones de darme en este momento y que no dejaré en manos de ningún exasperado como López Teghi. ¡Comprenda el favor que le hago, Diosdado! No puede haber nada más triste que morir en la mesa de torturas sobre las hojas de unas planillas de Excel que repite fórmulas inútiles mientras, con una calculadora, deduce la cantidad de energía eléctrica que se utiliza contra un condenado y a cuánto ascenderá la factura del servicio eléctrico que habrá que pagar por ese consumo. ¡Con el aumento que hemos padecido de las tarifas de electricidad! Para mi mayor disgusto puedo verlo a “El Morro” acariciando la vanidad de ese estúpido con sus combinaciones de ácidos y venenitos, y susurrándole a sus oídos que bonitas son las púberes a las que viola en un descampado de la zona oeste de la provincia. Esos hombres me desesperan, cada uno a su forma ofenden mi inteligencia. En cambio, usted, provoca mi respeto. –“Pérez y Pérez” infló sus pulmones reteniendo el oxígeno por unos largos minutos y exhaló con fuerza. Con voz calmada retomó el diálogo.
—Una última cosa Diosdado, antes de despedirme de usted.
—Qué, señor.
—Solo por mencionárselo, noté que nunca comprendió una información crucial.
—¿Cuál señor? No sé de qué me habla.
—Qué lo esperaba, apenas abandonó el cementerio. De saberlo tal vez hubiera intentado huir. Y eso que recibió no sé cuántas advertencias, cuántas insinuaciones para llamar su atención. –Diosdado no sabía a qué se refería el hombre.
—No podía saber qué me esperaba al regresar del cementerio. No tenía quien pudiera proporcionármela. No había nadie que estuviera en condiciones de advertirme, aunque no creo que me hubiese decidido por la fuga.
—Pero muchacho, muchacho… tuvo tantas advertencias y no reparó en ninguna de ellas. Le aseguro que en esa oportunidad me decepcionó. Parecía obnubilado, distraído, apremiado. Usted no apreció los detalles.
—Tal vez, señor. ¿A dónde hubiera podido dirigirme de haber comprendido esas señales de las que usted me habla?
—No lo sé, Diosdado, no lo sé. Su soledad no me enternece, se lo confieso. Pero siempre hay una posibilidad de escape si uno sabe apreciar los detalles.
—Lamento no haber comprendido esas señales.
—La soledad… la soledad… Víctor Hugo diría “el infierno está todo en esta palabra: soledad”.
—Mi soledad no ocurre en el sentido al que se refiere Víctor Hugo.
—¡No me venga con que estaba espiritualmente unido a los hombres de su clase! –“Pérez y Pérez” escuchó con claridad el suspiro del muchacho–. Usted estaba solo, demasiado solo, se lo aseguro. El hombre solitario y la perversa maquinaria de muerte de su enemigo. Usted contra todos nosotros, contra todos los recursos del Estado. ¡Mire si estaba solo! Yo creo en aquello de que un hombre aislado se siente débil porque lo es. ¿Usted Diosdado?
—No, señor.
—Mejor suerte tuvo el coronelucho ese que escapó a su castigo porque le soplaron lo que le esperaba. Se llama “camaradería”, una condición que enternece a todos los uniformados. “Camaradería”, algo de lo que usted no puede disfrutar por su aislamiento. La camaradería, para usted, es una entelequia, algo posible pero no tangible. Un ideal, un asunto de la ideología, no de la vida práctica. ¿Sabe cómo supo el coronel de lo que le esperaba?
—No, señor.
—Porque se lo avisaron sus compañeros, sus camaradas. Apenas un soldadito fue necesario para hacerle llegar aviso al hombre. Pasó desapercibido entre tantas charreteras y medallas de latón. Las informaciones más importantes pueden llegar a sus destinatarios eludiendo sofisticados mecanismos. Le avisaron y supo escuchar.
—Solo las cosas simples resultan exitosas –dijo Diosdado repasando una sentencia que en más de una oportunidad “Pérez y Pérez” le repitió.
—¡Maravilloso, Diosdado! En esta conversación de confidencias le voy a confesar un detalle. La segunda vez que “La Reliquia” escapó fue gracias a ese coronel que la dejó pasar con su comitiva sin molestarla. La primera vez se debió al cambio de órdenes en el que usted intervino, pero en la segunda oportunidad que se presentó para su captura y muerte, usted no podía de ninguna manera impedir que la Agencia cumpliera su objetivo. Sin embargo, el torbellino de tierra y banderas maravilló al coronel; estoy obligado a creer que le removió un sentimiento que tenía a resguardo desde que ingresó al Colegio Militar. El factor humano. ¿Leyó el libro, Diosdado?
—Si señor.
—El factor humano, así de simple. Cómo se revela el destino a cada uno es un verdadero misterio. ¿No le parece? ¡Alégrese, relicario! ¡Todavía hay personas que creen en la Patria! ¡Usted cree en la patria! Y morir por la patria siempre es maravilloso. –“Pérez y Pérez” se llamó a silencio. Durante unos minutos que al muchacho le parecieron demasiado largos, de una dimensión extraordinaria, los dos hombres solo se dedicaron a escuchar la respiración uno del otro. Eran breves, cortas y rítmicas.
—Diosdado, ¿me oye?
—Sí, lo oigo, señor.
—Lamento que no haya leído el poema de Donne.
—También lo lamento, señor.
—Le digo unos versos para su satisfacción, antes que inicie el camino de la purificación. ¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe? / ¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?
Apenas terminó de recitar ese verso, “Pérez y Pérez” interrumpió la comunicación. Diosdado escuchó con claridad el repiqueteo de las campanas de un WhatsApp que sonaba en la habitación de Podestá. Miró hacia el pequeño distribuidor. La puerta del baño estaba abierta de par en par. Recordó que decidió no revisar ni el baño ni las otras habitaciones, y dedujo con tranquilidad que su convocante allí estaba, agazapado, esperando cumplir su orden. El llamado de “Pérez y Pérez”, con seguridad, le indicaba que llegó su tiempo.
Diosdado se incorporó con lentitud y caminó sigiloso hasta la entrada del distribuidor. El perfume de mujer era más penetrante que el primero que olió a la llegada al edificio y luego ya en el departamento. Una voz conocida, algo aguda pero suave y dulce, lo llamó por su nombre. “Diosdado”, dijo, y repitió “Diosdado”, como el suave sonido del roce de espinas y hojas de un rosal imprevisto.
Entró en la habitación donde la cama matrimonial de Podestá guardaba su recato y elegancia. No precisó su linterna, las seis lámparas de la vieja araña que pendía del techo se encendieron al unísono a su ingreso. Sobre la mesa de luz, un teléfono celular con una cubierta de silicona rosa no dejaba de sonar esas campanadas que hostilizaban sus nervios como pocas cosas. Caminó hasta él, al tiempo que se liberaba del par de guantes que guardó en el bolsillo derecho del pantalón, y lo apagó. Respiró aliviado.
La voz volvió a pronunciar su nombre con tanta delicadeza como la primera vez. Giró para reconocer el rostro de la voz que lo llamaba. Los dos disparos entraron precisos en su frente, cada uno encima de cada ceja. El arma, con silenciador, no le dispensó ni un leve sonido que lo advirtiera de su ejecución. Cayó sobre la mesa de noche y de allí el piso con cierto estrépito. Al instante, bajo su cara, se formaron dos prominencias de sangre y cerebro en estado de licuación. Si no estuviera muerto, hubiera comprobado que acertados eran sus presentimientos en esa habitación momentos antes. También, hubiese sentido esas manos demasiado fuertes para una persona de una anatomía que hasta parecía adolescente.
Sin perder tiempo, su verdugo arrastró su cadáver atravesando el distribuidor, el living-comedor, la cocina-comedor, hasta la habitación de servicio. Dos trazos gruesos de sangre y tejido se dibujaron a lo largo del trayecto. La alfombra deslizó bajo sus felpas los fluidos para conservarlos algún tiempo gracias al frío que gobernaba las habitaciones desde la muerte de su propietario. Un guante de látex quedó abandonado en el camino sin que el asesino se percatara de ello.
Derrotando las apuestas que los otros sicarios hicieron en su contra, introdujo sin dificultad el cuerpo de Diosdado en el freezer; lo acomodó con poco esmero, pero no se le podía reprochar la falta de encanto en el momento de la sepultura del finado. Cerró la tapa del refrigerador y luego, la del mueble color caoba; echó llave a la cerradura empotrada con elaborado cuidado en la parte posterior, y repasó con una franela el bargueño. Apagó la luz de la lámpara extensible, y salió como flotando por la blanca puerta de servicio. Dijo “era esta noche”, y agregó “no te jactes del día de mañana”. Quiso tenerlo entre sus piernas, dentro de su vagina, cálido y erecto y escuchar esas músicas irreconocibles mientras el amor se escabullía entre fluidos. “Era esa noche” y no otra, el muchacho no comprendió la importancia de ser invitado. La muerte no reconoce nuevas oportunidades.
Beso de judas la mañana de Judas, la tarde de Judas, la noche de Judas única e irrepetible; la lengua recogiendo dos pequeñas gotas de saliva en la comisura de sus labios. Noche de libido caliente calibre 22 que, en dos besos precisos, uno sobre cada ceja, erotizó en fulminante deflagración, latiendo al ritmo de un corazón privado de una congoja.
Bajó por la escalera con pie liviano, como de pluma, leve y suave como ninguna, o como aquella que cayó y cayó desde esa altura iracunda y no medible hasta la impávida vereda inapelable.
Bajó hasta el hall que lucía limpio y perfumado, donde se miró en el espejo del recibidor tan incitante como vaporosa, con sus piernas delicadas, sus caderas que se mostraban por primera vez tan armoniosas y sus senos pequeños pero insinuantes con sus pezones erectos como dos uvas jugosas.
Acompañó la cadencia erótica de su andar acentuada por sus zapatos de taco aguja exageradamente altos (que la hacían más alta de lo que en verdad era), con el movimiento de sus finos brazos, envueltos en una especie de gasa algo transparente, que terminaban en delgadas manos. Llevaba una cartera o bolso de tamaño mediano que oscilaba acompañando el paso elegante de su andar, y dentro de ella el arma que acababa de usar para asesinar a Diosdado.
Caminó irradiando una luz propia, y a su paso los transeúntes se pararon para observarla, curiosos y sorprendidos, tal vez recordando la imagen de otra mujer tan etérea como esa, de quien nunca más recuperaron su imagen.
Avanzó con la cabeza inclinada mirando hacia la vereda, debajo de una gran capellina blanca que hacía como una prominente visera y que escondía su rostro en el misterio. Solo se apreciaban sus labios delgados, pincelados en carmesí o rojo sangre, y un mentón delicado que se hacía como la curva de una fruta apenas madurada.
Delgada, sensual, plenaria, caminó como suspendida en el aire liviano de esa noche de árboles, de humos, de vestuarios extraños, dejando una estela que aspiraba a ser sorbida para brindarse.
Se marchó hacia la avenida, donde la esperaba un elegante coche negro de vidrios polarizados. Subió al automóvil y se perdió rumbo a la Avenida Santa Fe, tal vez a tomar un trago en un boliche amable. Pero en esa noche no haría el amor con ningún hombre. Quería conservar el gusto de la suave saliva del beso último, cuando rozó con su lengua la comisura de los labios del joven Diosdado. Era esa noche y no habría otra. Si hubiese prestado atención, lo tendría caliente dentro suyo.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS