La venganza de los Pérez, cap. 29 «Protocolo para marchas de banderas»

La venganza de los Pérez, cap. 29 «Protocolo para marchas de banderas»

XXIX

Protocolo para marchas de banderas


La noticia del fracaso de la operación de cerco y aniquilamiento tomó a los jefes con distintos estados de ánimo. “Pérez y Pérez” odioso, rio apabullado. ¡Tantos años de trabajo para nada! ¿Cómo se podía haber errado en el momento final, a solo dos kilómetros del objetivo? ¿Cómo se pudo confundir izquierda con derecha? Estaba seguro de que solo un sabotaje oportuno pudo hacer que “La Reliquia” escapara a la redada. Los “negros de mierda” volvieron a arruinarles la fiesta. Podestá hubiera estallado de ira. ¿López Teghi a quién haría responsable en esa oportunidad? Sin embargo, parecía resignado ante el fracaso.
A “Pérez y Pérez” el alejamiento temporal de las máximas jerarquías no lo apartaba del fracaso. Salvo los detalles finales de la maquinación, que los decidió el equipo que lo reemplazaba, participó directamente de la operación de cerco y aniquilamiento. Era cierto que por orden de Reinafé había traspasado sus responsabilidades a López Teghi y su gente en el momento final, y que tal vez esa decisión lo puso a cubierto del desastre. Su legajo quedaba limpio de esa desgracia, nada menor en un medio en el que el menor de los fracasos era exagerado maliciosamente. No sabría nunca si debía agradecérselo a su máximo jefe, o la providencia, que podía operar por razones misteriosas. Reinafé fundamentó su decisión en que, para el Estado Mayor, lo urgente era componer los desvaríos del presupuesto con el pretexto de atender las nuevas amenazas. ¿“La Reliquia” podía ser incluida entre ellas? Había un debate que rozaba lo absurdo. ¿Qué podían tener que ver los relicarios con el narcotráfico, la guerra religiosa, la inmigración masiva, los delitos cibernéticos, la “multinacional” del delito? Pero viejos jefes, con esas extravagantes teorizaciones, bregaban por incluir al prócer en ese delirante listado que tuvo por origen los reservados conciliábulos de los poderosos del planeta, para sus frenéticas disputas por la dominación a escala global.
Si los más recalcitrantes lograban ese objetivo, la captura de “La Reliquia” sería considerada en prioridad uno y eso habilitaría el reclamo de cuantiosos fondos para las operaciones abiertas o encubiertas propuestas para alcanzar el éxito. Todo el esfuerzo se volcaría a la captura y aniquilamiento del “último y más temible terrorista”, como se lo mencionaba en los informes reservados. De lo contrario, el proceso sería gradual y acompasando otros cambios. Se impondría la tesis del “gradualismo”, que muchos otros jefes propiciaban y con lo que esperaban que algo cambie pero sin alborotar demasiado el avispero. La lentitud del gradualismo disolvería las ansiedades como un terrón de azúcar en el agua.
López Teghi bregaba por considerar al fugitivo bicentenario como expresión de esas nuevas amenazas, pero todas sus argumentaciones no alcanzaban a definir a Reinafé en ese sentido. El jefe supremo decidiría la cuestión considerando el conjunto de los intereses de la Agencia, siguiendo la costumbre que lo guio durante su muy prolongado mandato. “Los hombres pasan, las organizaciones quedan”, repetía emulando al viejo líder político bajo cuya invocación deseaba hacer pasar su mercadería globalizadora. Un local partidario que llevaba su nombre, lucía concurrida por militantes dispuestos a lanzarlo como un gran referente de la política nacional, ignorando todas las advertencias que algunos más prudentes les hacían sobre lo inconveniente de esa empresa. La imposibilidad de terminar con el asunto del rosario de la monja asesinada lo inquietaba de manera singular y lo obligaba a sospechar que ese podía terminar siendo un lastre para su carrera política, la que bien podría quedar destruida con la sola difusión del episodio que aún se conservaba oculto para la mayoría.
Frustrado, “Pérez y Pérez”, por primera vez apocado, ya licenciado de sus funciones, despejaba el escritorio que usó hasta entonces, preparando su viaje para una larga gira que esperaba estuviera a la altura de sus expectativas. No encontraba ninguna sentencia literaria ni refrán que expresa su turbación. Quiso recordar a Podestá, quien se puso al servicio de la última estratagema para la captura del prócer, pero su encono con el muerto era tan grande que despachó ese recuerdo como un escupitajo. Si no se hubiera apurado a morir tan irresponsablemente, tal vez hubieran podido culminar la cacería con éxito, y no deberían haber teatralizado su muerte y tampoco padecer a ese insulso CEO de mentalidad exceliana. Pero debió reconocer que, en cierto modo, su muerte lo arrastró también en el fracaso, y ello le abrió las puertas a esos mesiánicos del mercado, soberbios e ignorantes, que arrancaron su protagonismo con un tremendo fracaso. “Estos van a terminar por hacer mierda todo”, pensó para sí, lejos de sus frases cultas y sentencias refinadas. Es que hay cosas” –diría “Pérez y Pérez” respondiendo a una pregunta de un ocasional interlocutor–, “que solo se pueden expresar en lenguaje popular”.
Mientras apilaba en unas amplias cajas azules sus papeles, repasaba asombrado la sucesión de fotos de manuscritos ininteligibles que recibió en numerosas oportunidades. Gran descifrador de textos encriptados, no le llevó mucho tiempo entender la grafía de los ganchos que eran letras. Ese último manuscrito lo deslumbraba. Con emoción repasaba anotaciones y comentarios que “La Reliquia” hizo en el margen superior izquierdo donde se leía perfectamente “ver con primo”. Sus glosas tenían como destinatario al secretario de la Junta de Gobierno asesinado en alta mar con unas dosis brutales de antimonio. Se trataban de apuntes y sugerencias a planes revolucionarios y otras observaciones. No faltaban anotaciones autobiográficas, ni tampoco reproducciones de reflexiones, opiniones o sugerencias de sus pares, dichas o escritas cuando los acontecimientos.
“Pérez y Pérez” recordaba, mientras observaba las fotos, que se presentó a su despacho un asistente de López Teghi, pocos días antes de la entrevista que ambos sostuvieron por iniciativa de Reinafé y antes de la partida de las tropas especiales.
En tono amable y lisonjero, el colaborador le solicitó en nombre de su jefe una copia del material remitido a su sección, pero que debía ser despachado para el Dr. López Teghi. “Pérez y Pérez” ofreció resignado el material original, lo que el asistente rechazó de plano. Le inquirió entonces, si la copia que reclamaba la deseaba digital o impresa para su mejor lectura. El ayudante debió volver a la oficina de su jefe. Regresó al cabo de unos minutos. Con el mismo tono que en su primera incursión, le informó que para el Dr. López Teghi era mejor una impresión en A4. Nunca supo si el tamaño de la hoja tenía alguna importancia, porque si ese era la medida preferida y no otra, le recordó al secretario que por restricciones en la provisión de papel solo quedaban A4 de divertidos colores. El hombrecito debió regresar donde su jefe.
De vuelta, le solicitó a “Pérez y Pérez” que las imprimiera, que los colores alegres de las hojas tamaño A4 entusiasmaban a su jefe poniéndole una gota de color al gris de la burocracia oficinesca. “Pérez y Pérez” sonrió con esfuerzo, no admiraba el escaso sentido del humor de López Teghi, quien, cuando deseaba ser gracioso, resultaba anodino y hasta podía mostrarse grosero.
Después de largos minutos, el asistente pudo llevarse la resma colorida de impresos con los jeroglíficos del ilustre. Cuando abandonaba el despacho, “Pérez y Pérez” le dijo a media voz que iban impresas unas yapas.
—¿Yapas? –preguntó el atildado empleado.
—Yapas. Sí. Propinas. Extras. Mi abuelita le decía momios. Por favor, no las confunda con “momias”. Mi abuelita era una gallega jodona que le gustaba hablar difícil. Todavía recuerdo que explicaba que momios era todo aquello que se da u obtiene sobre lo que corresponde legítimamente. Que la exótica imagen de encumbrados personajes no perturbe su capacidad de discernimiento y de buen uso del diccionario. ¿Comprende? Momios, no momias. Le repito, aquello por encima de lo que corresponde. En argot, yapa.
Le aclaro para alimentar su calma. Se trata de opiniones, frases, reflexiones, sugerencias, no sé si soy claro –exageró cínico su burlona didáctica– de otros que, a diferencia de “La Reliquia”, nunca van a tener que tratar con su jefe. No sé de cuánto le servirá, pero allí se las mando de regalo. A eso se le dice “yapa”.
El joven asistente se retiró sin despedirse. No sabía cómo tomar las palabras de ese jefe quien solía usar su cultura para mofarse de él, cuando cabía la oportunidad.
“Pérez y Pérez” sospechó de las verdaderas intenciones para las que pidió esas copias “el doctor” López Teghi, como lo llamó su alcahuete. “¿“El doctor” sabría apreciar qué tenía en sus manos?” Se preguntó escéptico. La conversación no despejó sus dudas sobre cómo apreciaría esas joyas, quien sería su reemplazo.
Recordó que, con cuánta razón, en esa oportunidad le dijo con tono mesurado y semblante tieso, que su persona no le inspira ningún sentimiento en particular; que le resultaba como una simple fórmula en una ajena hoja de cálculo, algo así como una divagación alfanumérica, no recordaba bien si esa era la expresión que utilizó, pero sí que lo comparó con una sustancia informática que remitía al silíceo. No tenía por qué esperar un trato amistoso de parte de su reemplazante.
López Teghi, cuando su asistente le preguntó qué hacía con las copias impresas en papeles de colores, le dijo que las usaran como papel picado en algún festejo carnavalesco. Agregó una alternativa grosera que encendió el rostro del alcahuete, avergonzado por la sugerencia. “Para ese uso, enrolle los papeles”, le dijo sin molestarse en lo más mínimo en tomar ni siquiera una copia para darle un ligero vistazo. No tenía la menor intención de leer esos garabatos, a los que consideraba inútiles tanto como el jefe que los valoraba como a incunables. El secretario, obediente, trató de dividir los impresos de manera más o menos equitativa, destinando una porción a papel picado y otro al rollo que le propuso su jefe, respetando puntilloso el foliado de las hojas. Pensaba que respetar el foliado hablaría muy bien de su comportamiento oficinesco.
“Pérez y Pérez”, aún ensimismado en esos pensamientos, tal vez buscando encontrar un descanso de todos los sucesos vividos los últimos tiempos, sin poder sentirse ajeno al desenlace de la persecución, escuchó el paso apurado de un asistente de López Teghi. Se trataba de su secretario privado. Un muchacho de no más de treinta años, doctorado en “charlatanería”, como lo execraba, y siempre listo a dar la razón a su jefe inmediato, aunque este solo estuviera diciendo una pura zoncera. Iba casi a la carrera, y aunque no se hubiera molestado nunca en salir a observar el ajetreado paso del secretario, estaba seguro de que el hombre llevaba el rostro demudado por alguna peripecia interesante. Pequeñas gotas de un sudor lacrimoso pendieron del aire tras su paso, estableciendo que no solo era urgencia sino pánico, lo que lo empujaba a informar con gesto artificioso a su mandante. Escuchó claramente que entró sin llamar al despacho del jefe. Una impertinencia que solo un suceso extraordinario podría justificar.
Las jerarquías solían ser rigurosas en cuanto a las muestras de obsecuencia de sus subalternos. Y muy reacias a demostraciones de confianza nunca otorgadas. Golpear antes de entrar, saludar de modo correcto y circunspecto, estar siempre dispuestos a ir de compras para asistir a los caprichos de los superiores, pagar sus cuentas, disimular los cuernos maritales frente a las bellas esposas ataviadas en lujos, y otras alcahueterías, eran bien consideradas para los tiempos de ascensos.
Al asistente, a la breve distancia de un despacho al otro, lo oía sofocado y hablando entrecortadamente. Trataba de interesar a su superior sobre la vital información que transmitía ese cable, mientras López Teghi solo atinaba a decir, tal vez sorprendido por tan intempestivo ingreso, “¿qué le pasa?, ¿qué le pasa?”; de un portazo trató de evitar que los oídos sagaces de la Agencia escuchasen al informante y conocieran la primicia antes de que él pudiera dar alguna indicación. Casi al mismo tiempo, esa notificación le estaba llegando a “Pérez y Pérez” por otra vía. Era confidencial, y aunque no estaba dirigida a su persona, alguien se preocupó que la conociera.
López Teghi leyó con atención el recado. El aviso decía: “La Reliquia y sus dos asistentes han abandonado el pueblo. Todo indica que se dirigen al norte en dirección este. Se propone persecución. Se esperan órdenes para nueva operación de cerco y aniquilamiento”.
“Pérez y Pérez” corrigió casi en voz alta el recado. “No son dos, son tres los asistentes”. Solo lo hizo para demostrarse que estaba mejor informado que su reemplazante. No iba a alertarlo por razones simples, revelar sus fuentes resultaba un suicidio en etapas. Toda su maquinaria de alcahuetes orgánicos e inorgánicos sería desmontada por quien estaba convencido de que, a martillazos, habría de cambiar el curso de la historia. Cada vez que pensaba en López Teghi se afirmaba en Liddell Hart, un consuelo teórico del que no estaba seguro si le servía de algo. Con ese burócrata advenedizo no solo lo distanciaba una divergencia táctica o los sentimientos de amor y odio que le inspiraba a cada uno “La Reliquia”. Era la concepción del mundo, del tiempo y del espacio, del cómo y el porqué de cada asunto de Estado. La Historia, para él, era conocimiento necesario, aunque no suficiente, para explicar el presente y el porvenir. Volvía una y otra vez a la sentencia de George Orwell escrita en su novela “1984”, “quien controla el pasado controla el futuro, quien controla el presente controla el pasado”. El pasado como prognosis del futuro. Para López Teghi, en cambio, todo eso era un inútil consumo de horas hombre que recomendaba ahorrar.
En una esquela, López Teghi escribió un párrafo corto y la guardó en un sobre oscuro. Se lo entregó al asistente, y le ordenó que lo hiciera encriptar para enviarlo a un destino que figuraba en la propia carta. Todo en un abrir y cerrar de ojos. Podría tratarse de un aviso para el jefe militar que descendía con el resto sus tropas hacia Buenos Aires (la mayoría de los soldados ya habían sido trasladados). Pero el subalterno no podía saberlo. Entregó el sobre en la dependencia indicada y se retiró para no saber más nada del asunto.
A cientos de kilómetros de distancia, ignorando por completo las informaciones que llegaban a la base central, extasiado del paisaje ribereño que lo acompañaba indulgente, el coronel detuvo la marcha que venía a paso tranquilo al rayo del sol que caía a pique. Improvisó un vivac donde descansar, aunque más no fuera un breve tiempo. No tenía urgencia por cumplir la orden del retorno, lo conformaba cumplirla. En la ciudad lo esperaba la burocracia con su infinita lista de reproches y, con seguridad, el fin de su carrera. La tropa, que aún permanecía bajo su mando, se alegró del descanso que esperaba sudando a mares tras los gruesos uniformes camuflados de un verde y un marrón extraños al paisaje.
Al apearse del jeep que lo trasladaba, apreció a lo lejos, como a legua, legua y media, el avance de dos carretones que transportaban una carga imposible de definir a la distancia. Las dos carretas eran guiadas por niños que soportaban el sol con conmovedor estoicismo, bajo unos gruesos ponchos calamacos. Sus sombreros de ala ancha, incluso a lo lejos, parecían exagerados para sus redondas y pequeñas cabezas de cabellos renegridos, que dejaban ver un ralo flequillo sobre las cejas tan negras como el pelo. Ataviados con los ponchos que caían hasta sus pies y ensombrerados, parecían hongos gigantes conduciendo un extraño carromato a un destino para desconocido.
Detrás de las carretas, una densa polvareda se abría paso, embadurnada en colores que se confundían con los tonos del cielo a la vera del río. El coronel miró con asombro el confuso espectáculo; se quitó la gorra que apoyó en el asiento trasero del vehículo, como quien deja un pedazo de su propia cabeza. Llevó sus manos a la boca, tapándola para no pronunciar palabra ante su asistente, quien permanecía ajeno al espectáculo. Aún lidiaba con el mensaje encriptado del que ni siquiera podía deducir la procedencia. El coronel entrecerró los ojos tratando de descifrar a la distancia de qué se trataba ese alboroto de polvos y colores, y esperó inmóvil que el suceso que se movía con absoluta serenidad en una ecuación de espacio-tiempo propio, alcanzara el vivac, precedido por las carretas guiadas por esos niños vestidos con ponchos harapientos y coronados con los amplios sombreros de los que ya se podía distinguir sus toquillas empolvadas.
El río, para su asombro, corcoveaba. Su lomo se crispaba en una curva alargada. Y el cielo corcoveaba; en rítmica asociación, montado en pelo por una ruda nube de imposible corteza. Y el viento corcoveaba; para no ser menos, alargado y aldeano por el soplo gentil de una corazonada. El movimiento del tumulto se asociaba mancomunando al río, al cielo, al viento; y todos ellos movían la tierra en un sentido u otro, resoplando unos huesos olvidados en ardientes sequías, de acuerdo al derrotero que ordenaba una vieja huella estampada en el barro legendario, de donde los amarilleados huesos salieron para hacerse astas de todos esos alborotos multicolores.
A izquierda o a derecha de la huella, los colores se echaban a rodar hacia la barranca o el campo abierto, y proponían evocaciones de espiralados brincos, como aquellos que, en la vieja casona del norte sometido a la eterna sequía de la maldición, un muerto-vivo, eterno muerto-vivo, lanzaba chisporroteante en las noches del villorrio, fuera para hacer notar su interminable presencia, fuera para inspirar a los verseros sus vibrantes canciones para envidia de un intendente genuflexo.
Desde el fondo del manchón, algún tiempo después de su aparición, airadas banderas flameaban insurgentes. Podían distinguirse sin inconvenientes sus luminosos colores azules y blancos. Lo extraordinario del suceso no era asistir a una montonera que en polvareda llegaba como traída por el viento, zarandeando unas banderas bicolores. Hasta una jineteada podía engalanarse de ese modo, para levantar el ánimo de la peonada lista a la doma, rebenque en mano. O incluso, podía tratarse de la reminiscencia de una montonera olvidada cuando las rebeliones contra el genocidio de la Triple Alianza. Lo asombroso era comprobar que las banderas se multiplicaban tanto como se agitaban, hasta hacer una especie de mar arbolado-enarbolado, venturoso, inmenso, triunfal, enfático y sublime. Un mar de astas sin orillas, en manos simultáneas de fuerzas de pura emoción izadas. A medida que las banderas se multiplicaban, unos puros pañuelos blancos brotados de chispazos infernales, se preparaban a corear asombros de patriadas, mientras expectantes se disponían a proceder al avance, si fuera necesario a punta de pistolas y puñales. Unos crucificados por la nuca, abierto el corazón a punta de mita, encomienda y yanacona, espantaban a puro abuso a los posibles carceleros que, en realidad, solo atinaban a mirar sus tristezas, indiferentes al destino de la magnífica nube abanderada. No encontraban razones para oponerse al paso del espectro que hasta les desesperaba el pellejo de piedades.

Cuando el coronel quiso darse vuelta para llamar la atención de sus soldados, para decirle unas palabras al asistente que no cesaba en su mensaje indescifrable, el marasmo lo superó de arriba a abajo, y por los cuatro costados. De un lado al otro, tromba embanderada por el centro mismo de sus emociones, lo enredó en sus movimientos con conciencia extrema, propios de las criaturas venerables del fondo de la historia de la patria.
El coronel suspiró lo que nunca, ni cuando niño, ni cuando joven, ni cuando adulto. Suspiró de patria. Escarpó unas palabras con una intensa noción de mármol, y hasta despreció el parloteo de los burócratas ciudadanos que lo esperaban con su larga lista de sanciones. Murmuró sobre la enseña que juró defender hasta la muerte y hasta sus brutos óseos se esponjaron de emociones. Allí no quedó aritmética de cálculo mezquino, ni jerigonza militar, ni obediencias debidas. Recordó para siempre a los niños bajo sus amplios sombreros de ala ancha, tapados hasta las patas por los ponchos calamacos, roídos y brotados de vivas escarapelas que latían crisálidas al paso de los carretones.
Por fin el asistente descifró el mensaje. Pero al coronel, su jefe, le importaba un comino su contenido. De todos modos, nada útil saldría del palabrerío encriptado, llegado poco antes de la montonera en banderas, que pasó a su lado como un recién nacido que arrastraba brioso un porvenir sin quejas.
El soldado leyó el mensaje con dicción marcial. Decía rimbombante: “Protocolo para marcha de banderas. Informaciones fehacientes indican que los fugados pasaran por la zona donde se hallan sus tropas. Van encubiertos en banderas.”, y ordenaba cómo tratar a los que izaban la enseña de la patria. Finalizaba afirmando “a donde nos dirigimos, no precisamos ni héroes ni historia. Se ordena su urgente captura. Evitar nuevo fracaso”. Lo movió a risa el cacareo del mensaje descifrado. Le dictó al soldado una corta respuesta a la superioridad. “Por aquí no escapó nadie. Ni hubo un rumor insolente de banderas.” Angelical los ojos del soldado asistente, miraron a su jefe con tanta conmiseración como alegría. Aún convaleciente de aquella naturaleza extraña, él tampoco hubiera hablado del magnífico suceso que lo encontró de a pie, dando la espalda a sus manuales llenos de órdenes extremas de obediencias ciegas.

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