La venganza de los Pérez, cap. 28 «Un peligroso terrorista»

La venganza de los Pérez, cap. 28 «Un peligroso terrorista»

XXVIII

Un peligroso terrorista


Un gran escenario al frente de una reducida concurrencia se abría en abanico hacia izquierda y derecha describiendo un semicírculo. Era una comba imperfecta que revelaba, pendiendo, un largo cortinado descolorido que se había rescatado de otros festejos menos pretenciosos. Caía como una rústica cascada hasta la tierra reseca.
A pocos kilómetros de distancia el río se recataba indiferente. A sus humedades, no bien alcanzaban a emerger de las orillas, el calor se ocupaba de esterilizarlas. Todo lo que quedaba de ellas, entonces, era un vaho reseco con algo de olor a barros arrastrados por la bajante. De entre las breves olitas espumosas se apreciaban las espinas dorsales erizadas de los bagres barreros que se retorcían enfadados en el lodazal lacio. Míticos surubíes impartían litúrgicas reprimendas que otros peces, menos mayúsculos, pero ataviados con los sagaces flecos de las raíces amañadas de los camalotales, repetían a diestra y siniestra, detestando las extravagantes vocinglerías de los festejantes; vocerío alharaquero que avanzaba sobre las fronteras de las toscas barrancas y amenazaba con violentas fatalidades a la fauna y la flora que palpitaba aún una paz de buenas voluntades, construida en tiempos de mosquetes y sables afilados, cuando expulsaron a los vanidosos forajidos coloniales, luego de la épica de la campaña al Paraguay de “La Reliquia” y los entreveros guerreros de la Vuelta de Obligado y Tonelero.
Los surubíes milagreros usaban sus largos bigotes como ansiosas batutas, señalando sus disgustos a quien quisiera saberlo, y arrojaban sarros y moscas y penas y esperpentos, palpitando amedrentar a la turba entrometida. Entonces, el perfume a bofetadas de los peces de río se alargaba hasta la periferia de la kermesse en que se iba transformando el festejo, y buscaba masticar los tiernos cornetes de los recién llegados, hasta hacerlos padecer sus rancios olores a lodo fermentado.
Los largos y pesados andamios, que se alzaban varios metros sobre el nivel del piso, escapaban a los tufos llegados del río. Libres de los olores barrosos, se dedicaban a soportar en la cima de la imponente ferretería los gruesos tablados de madera dura que conformaban el sólido piso para sostener la algarabía de una desopilante monserga de bocones habladores. Los organizadores trataban de darle algo de solemnidad al evento desdiciendo a los impertinentes y sabios surubíes. Pero no lo lograban.
Despojado de toda ornamentación, el tablado, apenas celebrado con unos ridículos banderines amarillos que pendían de un alambre de enfardar dispuesto en la parte más alta del andamiaje, no invitaba a sumarse a las familias campesinas radicadas en las proximidades de la zona donde las autoridades erigieron la tribuna para el acto.
Una voz corrió por los poblados procurando sustraer a la gente de su indiferencia. Decía el runrún que tanta anarquía, a la que no estaban acostumbrados, se debía al sorteo de unos cerdos gigantes que iban a ser rifados mediando el encuentro. Hablaban de unos puercos magníficos, grandes campeones, gordos como la esfera celeste, desparramados sobre cuatro pequeñas y paquidérmicas patas que apenas soportaban tan inmenso peso, como aquellos elefantes que sostenían el mundo sobre sus espaldas.
No tardaron los lugareños en descubrir el engaño. Las palabras de todos esos desconocidos llegados desde no se sabía dónde, prometedores del magnífico porcino, no se limitaban a un sorteo extraordinario. Por el contrario. Se preparaban para festejar la captura de un temido ser, una especie de invisible condensación amarrada a la trama inédita de una bandera azul y blanca, que rumiaba palabras libertarias a pesar de tanto bochinche en compás de histórica hecatombe. Y tampoco la descripción de los cerdos gigantes guardaba relación con los ejemplares exhibidos. Ni gigantes, ni magníficos campeones; no se los notaba saludables y bufaban acatarrados esperando ser carneados, no bien sus propietarios invitados al comercio en la propia kermesse, convinieran con algún paisano un precio que los decidiera a la venta.
Al fondo del escenario, una especie de retrato se descolgaba procurando imponer a toda costa la figura de un héroe desconocido. Dependía del ángulo en que se observara la efigie, se podía suponer que se trataba de un militar vestido con su traje de gala, un sátiro envuelto en una túnica, o un burócrata amortajado en un ambo, todos de color blanco. No se alcanzaba a leer su nombre.
La figura correspondía a un hombre de unos cincuenta o sesenta años, tal vez más, algo delgado, de rostro anguloso, agudo, surcado por un fino y nacarado bigotito rubio sobre un delgado y bermejo labio lanceolado y bajo una perfecta nariz griega. Había algo de vicio en sus ojos, pero desde abajo no se podía dilucidar con seguridad a qué se debía. Una abundante cabellera rubia, ya entrecana, coronaba la testa que se agudizaba hacia un punto de fuga. Debajo del nombre ilegible, una banda también amarilla tenía inscripta una loa eterna a quien murió por alguna razón que la nube de vapores ocultaba rigurosamente.

Más allá de esos detalles poco reveladores, de esos escasos rasgos que se alcanzaban a apreciar, la imagen permanecía distorsionada por esa especie de vaho que viraba entre el azul y el gris y que surgía al evaporarse, producto del intenso calor, las gruesas gotas de sudor de los cuerpos apretujados en las alturas del escenario.
El locutor, impostando su voz para alcanzar el tono de un barítono, invitaba a todos a celebrar entre carcajadas y bailes ridículos, una victoria de la que no sabían ni el más intrascendente de los detalles, y a rendir honores al ignoto prócer que contemplaba desde sus alturas el poco gentío que se animó a acercarse al tinglado más por curiosidad que por obsecuencia.
Diosdado arribó en horas tempranas. “Pérez y Pérez” lo encomendó para asistir al prometido homenaje. Se lo dijo mientras los dos oían con claridad replicar las infernales campanillas de López Teghi por todas las oficinas. Diosdado esquivó como pudo la inevitable pregunta que siempre su jefe le hacía cuando escucha el incesante y chillón repiqueteo del WhatsApp.
Apenas descendió de su automóvil, se apartó del palco, no por el poco público que hasta ese momento se reunía alrededor de la gran estructura y que poco o nada invitaba a sumarse al evento. Lo hizo movido por el fastidio. Prefirió alejarse de los demás funcionarios comprometidos en ese carnaval que le producía solo un sentimiento de disgusto. Por otra parte, Diosdado estaba seguro de que todo iba a terminar en un fiasco de proporciones. “Pérez y Pérez” se lo había advertido con una cínica sonrisa. Le dijo que era un verdadero despropósito promover un homenaje en ancas de un festejo por sucesos que no solo no habían ocurrido, sino que ni siquiera se podía imaginar su perspectiva.
Esa misma mañana, mientras viajaba desde la madrugada, volvió a vivenciar un presagio. Su naturaleza desconfiada se había aplacado desde que trabajaba bajo las órdenes de “Pérez y Pérez”. Sin embargo, y desde hacía unos días, cierto eléctrico temblor se le presentó en algunas oportunidades y temió, con razón, que volviesen esas angustias a gobernar sus días. Ese día, en efecto, sintió el estímulo desagradable que le producían los presagios. Su desconfianza originada en el augurio, que, por otra parte, resultaba aciago, se hizo persistente. Lo que Diosdado no podía develar era la razón de ese estado de ánimo que lo fatigaba hasta agotarlo y que se reinstalaba con tanta fuerza, desestabilizándolo.
Sin hacer evidente su angustia, prefirió permanecer mientras duró el acto a pocos metros del camión de exteriores de la señal televisiva, alejado del movimiento compulsivo de esos funcionarios histéricos que se ajetreaban sin ton ni son. Ese estado de ánimo se alimentaba también de cierto rencor que le habían producido las pocas revelaciones que obtuvo sobre la operación “La Reliquia” de parte de su jefe. Esperó siempre algunas confidencias, pero ese hermetismo, lejos de serenar su espíritu, lo llenó de inquietudes.
Sabía de la reunión de “Pérez y Pérez” con López Teghi a instancias del señor general. Pero de su contenido no le dijeron ninguna palabra. Cuando pensaba que se debía una conversación con el jefe sobre todos los asuntos en los que se vio envuelto, desde el hallazgo del cadáver hasta su presencia en los halagos mortuorios del nuevo héroe entronizado a las orillas del Paraná, sus malos augurios se retroalimentaban y le generaban mayores angustias. Por eso decidió apartar esas ideas de su mente y esperar al regreso que ocurriría no antes del mediodía.
El personal técnico del camión de exteriores debatía con un periodista. Lo reconoció sin dificultad. Desde hacía poco tiempo el reportero había adquirido cierta fama y transformado en una estrella de los informativos por causas que Diosdado conocía en detalle. Observaba con cierto cinismo la actitud del cronista, quien se exhibía deliberadamente, reparando en las miradas de algunas muchachas lugareñas que lo habían reconocido apenas llegado al paraje. Suponía que el hombre ya se veía envuelto entre las piernas de esas mujeres, eyaculando sus vicios satisfactoriamente.
Minúsculo como un insecto visto desde la altura del tablado, Sousse, de quien se trataba, se posicionaba sobre una tarima para ganar en altura, y desde su unidad móvil se aprestaba a relatar hasta los detalles más fútiles del evento. Llegó en horas de la madrugada, se notaba su fatiga que la maquilladora disimulaba debajo de una gruesa capa de cosméticos. Vestía unas ropas livianas de colores pasteles. La camisa de mangas corta tenía estampados unos minúsculos escarabajos que parecían mover sus prominentes mandíbulas. El aparente movimiento sincronizado de los insectos le daba a Sousse un aspecto esotérico, de alguien que confraternizaba con esos coleópteros dispuestos a desgarrar la carne de cualquier desprevenido. Su pantalón era a rayas y mostraba algunas arrugas pronunciadas, con seguridad, producto del largo viaje que debió realizar desde la capital hasta las inmediaciones del río en ese villorrio desconocido. Completaba su aspecto una barba bien rasurada, anteojos negros –el sol abrumaba con sus brillos–, y el peinado con gel. Tenía un aspecto respetuoso, aunque para nada solemne.
Con el batifondo que caía en cascada desde la altura del escenario, o una luz roja, o una seña de un asistente, o un llamado por el audífono que llevaba en su oreja derecha fijado con una cinta adhesiva transparente, comenzó su transmisión, alzando la voz para impresionar a sus televidentes.

—¡Amigos! ¡Amigas! ¡Muy-buenos-días! ¡Qué digo buenos días! ¡Buenísimos días a todas las familias en todos los confines de la patria! –Un alboroto de aplausos y gritos coordinados por una asistente que incitaba a la algarabía a unos extras contratados para la ocasión, procuraba un marco festivo al impostado saludo del periodista.
—En exclusividad, les repito, en ex-clu-si-vi-dad, ya que somos el único medio presente en este evento –agregó explicando– trasmitimos este suceso memorable. Me-mo-ra-ble, –subrayó enfático–. ¡Memorable! ¡Singular! Que será inolvidable, se los aseguro.
Sin dejar de observar la cámara, señalando en distintas direcciones sugirió al cameraman que captara el paisaje.
—¡No me envidien! Amigos, amigas, ¡no me envidien! Día de sol, radiante, próximos a las orillas de este río, con historias fantásticas, en medio del bullicio de este público feliz, ¡sí! ¡Feliz!, pletórico de entusiasmo patriótico, que colma las inmediaciones del monumental escenario. La multitud, amigos, permanece indiferente al calor y espera ansiosa las novedades que el locutor oficial transmite a cada instante.
Desde estas bellas tierras de la pampa gringa, aquí, su periodista amigo, Juan Antonio Sousse, para llevarles en directo este momento crucial para los destinos de todos nosotros.
Sousse miraba a la cámara con expresión serena e imponía con su rostro una actitud relajada que contrastaba con el batifondo del locutor y sus ruidosos acompañantes. Los cameraman se cuidaban de realizar paneos que dejaran en evidencia el escaso acompañamiento popular. Una toma cenital estaba descartada, la pobreza del evento quedaría expuesta sin atenuantes.
—El día se presenta luminoso para la apoteótica ceremonia. El cielo despejado y el sol abrasador son ofrendas que el clima benigno a la vera del río nos otorga la naturaleza, para que la celebración tenga el marco luminoso y rutilante que amerita la ocasión.
Pícaro y sugerente agregaba:
—¡A beber! ¡A beber las exquisitas sangrías que las autoridades generosas han dispuesto para apagar la sed de todos los presentes! Pero nada de alcohol, que nada empañe la fiesta del pueblo, la fiesta de la civilidad en estas horas fundacionales para la nación que se promete ubérrima de felicidades, la nación inserta en el siglo XXI, como quisieron nuestros próceres desde que lograron arrancarla de la anarquía y llevarla hasta las glorias del centenario, cuando estábamos entre las diez primeras naciones del orbe.
El periodista se esforzaba en anunciar sin permitir que su voz titubeara, sin amilanarse por las condiciones extremas en que debían transmitir casi en cadena nacional, que el futuro estaba al alcance de la mano. ¡La buena nueva! El viaje al mundo globalizado tenía solo boleto de ida. Allí, la abundancia se derramaría para satisfacer los anhelos de progreso que cada individuo atesoraba en sus pensamientos y en su corazón.
Por su audífono, la producción le exigía un discurso que se extendiera para que, junto a sus reflexiones, el tiempo pasara hasta que el evento propiamente dicho, la captura del peligroso terrorista cercado por las fuerzas de seguridad, se produjera. Ese sería el momento memorable. Como la captura de otros tantos tiranos. ¡La transmisión en vivo! ¡En directo! ¡Sublime! Rendidos los competidores ante el dios del rating todopoderoso, creador de artistas y programas.
El fusilamiento de los Ceaucescu sería apenas una letárgica mueca de la historia olvidada. La captura y muerte de Saddam Hussein un acontecimiento solo postergado por conveniencias escenográficas. La sodomización de Muammar Kadafi un entretenimiento de eyaculadores precoces.
Le reclamaban que hablara, como solo él podía hacerlo, de ese viaje extraordinario, ese vuelo sin escalas al progreso inagotable, y de ese personaje peligroso, abominable resabio de un pasado turbulento, de quien nadie sospechaba el rostro ni tampoco su nombre, capturado por las fuerzas federales enviadas para esa tarea.
Sousse tardó algún tiempo en alcanzar ese estado espiritual que lo lanzaba a la arenga, a una novedosa catilinaria que opacaría las diatribas de Demóstenes contra el temido macedonio Filipo.
—Las glorias de la globalización están sobre mí, sobre vos, sobre nosotros.
—¡Y en tu espíritu! –Replicaron a coro los burócratas atentos en las alturas del escenario. Al tiempo que Sousse hacía esta afirmación rimbombante y escuchaba la réplica del funcionariado en tono de oratorio, señalaba con su dedo a la cámara como procurando tocar a cada televidente que estuviera sintonizando esa señal. Histriónico, fue imponiendo un estado de exaltación que contagió rápidamente a los que lo secundaban en la transmisión.
—Porque el progreso nos ha ungido. Nos ha enviado a dar la Buena Noticia a todos los ciudadanos, pero en especial a todos los pobres; para anunciar a los cautivos la libertad, a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos, para anunciar años de gracia y bienestar de la mano del progreso. El progreso, una forma en que se puede comprender a Dios sin misterios. El progreso es un Dios tangible.
Ya no se trata de una utopía inconclusa. El misterio del bienestar ha llegado a su fin y este es el lugar y este es el momento y nosotros, ¡ustedes! ¡Todos!, seremos testigos de este acontecimiento que torcerá para siempre el curso de la historia.
Y enrollando el libreto que la productora le había acercado para guionarlo, lo devolvió a Luana, su asistente, una muchacha con aspiraciones de diva, y se irguió aún más estirando su espalda casi en recta perfecta, para exaltar su presencia como un verdadero profeta del porvenir.
Toda la Agencia tenía los ojos fijos en él. En el diario, hasta Cacho parecía hipnotizado por las palabras que su antiguo subordinado iba expresando con la fuerza de un general que alienta a su tropa momentos antes de la carnicería. Y Segni, o Fausto, o quien fuera en realidad, sonriente, exultante, satisfecho por cómo había rescatado a un mediocre y adicto de sus horas de hastío y lo había transformado en ese convincente comunicador. Se trataba de un converso. Los conversos son auténticos energúmenos que enarbolan las creencias adquiridas por cobardía, para llevarlas hasta sus últimas consecuencias.
—La Buena Noticia –afirmó Sousse elevando el tono de su voz, que se volvió ruda y hasta áspera– es que para la globalización todo es al revés: los de arriba tienen que ponerse a servir: los de abajo son los más queridos. El progreso no es patrimonio de ricos o poderosos, ni siquiera es poder, ¡el progreso es alimento!, luz, liberación, bienestar. ¡Es el maná del siglo XXI!
Esta es la propuesta que da coherencia a toda la actividad de los que hoy nos reunimos aquí para celebrar el fin de una época, el acto final de oscuros personajes que llevaron a un pueblo manso a vagar por un desierto sin destino, sin dónde arribar al final del éxodo. Son los que arrastraron a la nación en sus comienzos a la intrascendencia de un aislamiento bobo, prometiendo una libertad sin amos, en un mundo donde nadie se desarrollaba sin protectores. Como al niño pequeño que es guiado por sus amorosos tutores, las naciones embrionarias, como la nuestra, debieron aceptar de buen grado el concurso de aquellas que ya se habían inscripto en la historia como fuentes de progreso, de conocimiento, de superación. La ciudadanía debe, entonces, dejar atrás esos ideales falsos, perimidos, cobijados con falsas banderas que flamearon prometedoras, pero que solo sirvieron para embanderar luchas sin victorias.
Los tiempos de la falsa independencia han sido arrojados entre los trastos de la historia. Bate el parche el ideal de la interdependencia. Sepamos elegir con inteligencia quienes nos llevarán de la mano hacia un sendero de abundancia y desarrollo sustentable. ¡No permitamos que esta oportunidad se pierda como tantas veces! ¡Viva la dependencia del progreso infinito! ¡Viva!
A medida que Sousse avanzaba en el discurso, su rostro adquiría una tonalidad bordó. Pero no era producto de un malestar, ni que su presión arterial se descontrolaba; era puro convencimiento lo que lo encendía y lo impulsaba a explicar sus nuevos ideales a los televidentes a fin de convertirlos y volverlos también en entusiastas de la Buena Nueva. Él mismo se sentía trasformado, autoevaluaba asombrado su mutación de aquel borracho y drogadicto envuelto en una turbia relación con una menor muerta a golpes, en ese difusor de las bienaventuranzas de la modernidad. Algo más recatado con las drogas, algo más medido con el alcohol, algo más cuidadoso en la edad de las vaginas con las que se entretenía. De paso, como le pedía la producción, estiraba los tiempos de la transmisión hasta el desenlace promocionado.
—Hechos y no dichos: pero tomen estas palabras que les traigo y háganlas suyas. ¡Hechos! ¡No solo palabras! –exclamó.
—Buenas Noticias, hoy, compatriotas, ¡hermanos!, venimos a sellar con este acto, nuestra decisión de adquirir como nación un carácter simpático y armónico con las grandes aspiraciones del siglo XXI, e ingresar de lleno en la historia contemporánea con una misión brillante, que atraerá hacia ella las miradas del universo civilizado. La integración al mundo del progreso de la mano de los más insignes tutores de la historia de la humanidad, no es como nos la habían pintado, desamorada, cruenta, vengativa. No se trata de jueces temibles y ansiosos de castigos furibundos contra una plebe desamparada; ni de un poder que reina sobre los Hombres desde las tinieblas de la super explotación, que promueve guerras de conquista, conduce a la esclavitud y rapiña las riquezas de los más débiles. ¡No! ¡No se dejen engañar más! ¡Los manantiales de plusvalía que brotan de los trabajadores, vuelven al pueblo en propuestas de prosperidad! Y por eso estoy a gusto entre ustedes, alentado por los nuevos ideales que son la cura que liberará a los poseídos.
Buenas Noticias… ¿Para algunos? ¡No! Buenas Noticias ¡para todos! Y aquí, tu programa preferido, en tu canal preferido y con tu periodista preferido, llegando desde estas orillas barrosas hasta tu casa, para que la verdad te libere definitivamente. ¡La verdad os hará libres! ¡Libres!
En el estudio se escucharon tímidos aplausos. Muchos minutos había insumido la arenga y eso les permitió ir a una provechosa tanda de anuncios que fueron vendidos a buenos precios por sugerencia, incluso, de las autoridades, que esperaban que ese fuera un día donde nadie saliera defraudado. Los anunciantes, los publicistas, los directivos, estaban mancomunados en la empresa. Y faltaba tan poco para la captura, que el valor del minuto de propaganda crecía a cada instante y parecía no encontrar su límite.
—¡Ha caído el más buscado de los últimos terroristas! –Sousse arengaba a los televidentes tratando de insuflarles similar fanatismo–. ¡Ha caído el último terrorista! Y en minutos usted señora, usted señor, usted abuelo, verán en directo cómo grupos especiales entrenados en las tácticas más sofisticadas de combate, terminan con un perturbador histórico de la paz social.
Desde estudios centrales, una monona locutora gesticulaba con lánguidos gestos muriendo de envidia, encapsulada en un ambiente de dimensiones no mayor a tres metros cuadrados. Su minifalda se acortaba deliberadamente con cada movimiento, obligando a los televidentes a realizar piruetas para seguir de cerca los develamientos que la escasa pollera proponía. Otros espectadores, en cambio, seguían los reflejos de su bruna cabellera que delineaba los curvos hombros con esmeros de pintura china.
—¡Hay Juan Antonio! ¡Juan Antonio! –exclamaba la jovencita suspirando–. ¿Qué se siente allí, en la apoteosis de la victoria, contemplando el festejo que el pueblo acompaña? La multitud, supongo, desborda de entusiasmo y alegría. Apreciamos desde aquí la imagen sugerente del río a la distancia, enmarcando el festejo con sus iridiscencias.
Sousse parecía razonar la pregunta, tomándose un tiempo para responderla.
—Sin duda, Marie Ann, sin duda. La multitud, como vos bien señalás a nuestra querida audiencia, desborda de entusiasmo y alegría. Y el río propone ese marco al que vos hacés referencia, quizás buscando trasladarnos a momentos pasados de nuestra historia, cuando otros hombres deambularon ridículos por sus riberas, imaginando glorias que anquilosaron la nación, postrándola por casi dos siglos de atraso.
Aquí solo se respira amor a la patria. Bajo la atenta mirada de nuestros héroes modernos, como este que allí arriba contempla con su prístina mirada al pueblo conmovido por su trascendente ejemplo.
—¡Qué maravillosas son tus palabras, Juan Antonio! Estamos conmovidos por tus reflexiones. Pero quiero decir en este momento tan trascendente para toda la ciudadanía, que nada más justo que un suceso heroico sea relatado por un héroe, un héroe del pueblo, un héroe contemporáneo, alejado de los estereotipos de los manuales de escuela. Con todo respeto por los manuales de escuela. (Por el audífono la producción le exigió que corrigiera su expresión porque eran muchos los anunciantes de manuales escolares que estaba auspiciando la transmisión).
—¡Vos sos nuestro héroe! ¡Nuestro querido Juan Antonio! El que ayudó a capturar a un pervertido y asesino de una adolescente. –Sousse buscaba un gesto de modestia que acompañara las palabras de la locutora. Desde hacía semanas, una usina difundía en todos lados el supuesto protagonismo de Sousse en el esclarecimiento de un horrible femicidio adjudicado a un desconocido de nombre Baldomero.
—Vos sabés querida Marie Ann, que prefiero no hablar de ese tema. No es falsa modestia…
—¡Para nada! –La locutora lo interrumpió condescendiente.
—No es falsa modestia de mi parte, pero hoy… hoy… –y Sousse forzaba una emoción que no sonaba con naturalidad–, la vida quiere que nos encontremos en estas coordenadas de la historia contemporánea, asistiendo a un evento que marcará para siempre el derrotero del porvenir de muchas generaciones de compatriotas.
—¡Ay, Juan Antonio! Contanos más de ese bullicioso ambiente del interior pacífico de la patria.
—Marie Ann, arriba, en las alturas del escenario, pueden apreciar al locutor oficial quien anuncia este triunfo contra el terrorismo.
Las cámaras enfocaron el escenario. El festejo era desordenado y cada asistente pugnaba por aparecer en la primera fila. El locutor temía que alguno perdiera la estabilidad y terminara cayendo al vacío desde esa considerable altura.
A medida que la festividad se hacía más caótica, y el anunciante exageraba en la forma y el tono su mensaje, otros burócratas que no se sabía de dónde surgían, ganaban las alturas subiendo por una larga y angosta escalera hasta el tablado. Sousse miraba asombrado los contingentes de funcionarios que trepaban como hormigas. Los señalaba a Marie Ann para que ella comprobara por sí misma el marasmo humano que estos hacían al luchar por ganar las mejores posiciones. El locutor lucía abrumado y exasperaba sus cuerdas vocales con el anuncio de la victoria del bien sobre el mal.
Los que llegaban hedían a extravagantes perfumes, exhibían tanto sus olores como las elegantes ropas, todas de marcas de nombres rutilantes. Al llegar a la cima, iban y venían de un lado al otro, como no sabiendo ni desde dónde ni a dónde dirigirse. Deambulaban como si el solo caminar de un lado al otro les diera mayor importancia a sus presencias.
Como en cualquier ocasión que se preciara de legendaria, sonaban trompetas gloriosas. Bramaban bronces arcabuceros, y brillantes sones se arremolinaban invictos de armonías y melodiosos cantábiles. Era la música del fin de la historia. Aturdido por los torpes contrapuntos de las inmelodiosas frases musicales, el escaso público parecía querer esquivar la arremetida de una fanfarria de puñales desafinados, que destripaban nota tras nota, las que, malheridas, destilaban una sangre dudosa, derramando los malhumores de la melodía.

Los funcionarios echaban humos de variados colores que insinuaban tonos metalizados, pintarrajeados con trazos grises de arriba abajo, como unos bravos crayones. El calor los amasijaba. Los vapores de esos cuerpos sudados se mezclaban con las pardas virutas musicales que la banda dispersaba al resoplar las notas por las ensalivadas boquillas de los vientos metal.
Los incrédulos pobladores que no huyeron corridos por los desatinos, comprobaron el apocalíptico desfile, mezcla de pompa militar hostil al borde del camino de tierra resecada, con ínfulas de batucada urdida con algo de candombe, porque alguno insistió que un toque popular para el gran engaño no estaría nada mal.
¡Victoria! Intentaba mentir un solfeo anacrónico de acordes mayores imperfectos.
¡Victoria! Parecían exigir desde sus metálicas bocas las trompetas iracundas. ¡Cayó el último gran terrorista! ¿Cayó? ¿Por qué el último?
Por los micrófonos el histriónico locutor, ya excitado, gritaba y gritaba confirmando que, en efecto, cayó el último de los vándalos. Y arrancaba de los burócratas apretujados sus aplausos incansables. Las personas simples, sin embargo, no asentían, preguntaban curiosas ¿Detenido? ¿Herido? ¿Muerto?
—¡Muerto! ¡Muerto! ¡Muerto! –Suelto de cuerpo, el vociferador blandía la muerte como quien empuñaba una promesa de flores exóticas. No aceptaba refutación alguna. La muerte anunciada esperaba ser asumida definitiva por los espectadores arracimados frente a los televisores.
El locutor, que había seguido con atención la diatriba de Sousse, rememoró su discurso y se apropió de las palabras del periodista, plagiándolo desvergonzadamente. Sousse lo observó con rencor, pero a los pies del otro, a muchos metros de distancia, ni todas sus maldiciones podían acobardar al plagiador que estaba lanzado a su propia catilinaria. Él también alababa los portentos de la dependencia, y la matanza de legítimas aspiraciones y esperanzas de pueblos y naciones.
—Los hombres ya no cuentan, –dijo liviano, extremando las palabras que pronunció enardecido Sousse–. Las fronteras perecen arrolladas, los proletarios rinden sus protestas a los pies del progreso. No queda nada por decir. No queda nada qué esperar. ¡Compatriotas! La riqueza se derramará copiosa sobre sus incrédulas humanidades que deberán, al final de todo, reconocer el éxito de la cruzada.
¡Viva el triunfo de la dependencia! –exclamó barbitúrico–. ¡Viva el triunfo de la majestuosa dependencia! –Repitió caricaturesco.

Agitando con su mano derecha como una resma de papeles multicolores que conservaban los rastros indelebles de un Plan de Operaciones, llamó a repudiar a sus ideólogos.
—¡Subvertir el orden! Proponía el Plan de Operaciones. ¡Subvertir el orden! Por suerte –celebró– esto ha llegado a su fin.
En efecto, el Plan, desde sus suspicaces oraciones, aseguraba que los afanes libertarios buscarían sus irrupciones donde los hombres se atrevieran a tronar el escarmiento. El texto manuscrito, en sintaxis casi onomatopéyica, (con una letra minúscula de pura mortificación del escribiente) enumeraba todo aquello que debía realizarse para acabar para siempre con el orden establecido. El relator oficial crecía en indignación.
—¿A subvertir el orden? ¡Sí! –Se respondía a sí mismo sin esperar que la caterva de burócratas lo hiciera coreando afirmativamente. Y refutaba crispado:
—El subversor fracasado tendría por consiguiente su merecido castigo.
Celebraba entonces el arribo de las tropas federales. Hasta se podía escuchar unos sones marciales, eco lejano venido de tiempos ya perdidos, sonidos de la lanza y los disparos que acabaron con el Chacho en Loma Blanca.
Más de 2.000 dijo exagerando el número. Pero eran muchos y demasiado armados.
—Cerca de aquí se izó una bandera por vez primera y aquí será arriada definitivamente. ¡Viva la globalización! –gritó hasta desgañitarse mientras Sousse lo maldecía sin que lo oyera.
Retomando la iniciativa, Juan Antonio reclamó loas y vivas para esa soldadesca revestida por órdenes superiores de taciturnos fantasmas encapuchados, marchando sin bocas, ni ojos, ni narices, ni oídos. Una gavilla de hombres prohibidos de hablar, ver, oler, oír, conminados a cumplir la orden de un jefe abrumado de inflexibles directrices. La obediencia debida buscaba imponerse sin entender reparos.
Se les reclamaba restaurar un orden que no debió haber sido amenazado. ¿Y el gran terrorista? A él se dirigían sin siquiera reconocer su pálida apariencia. ¡Basta de banderas! Se escuchó como al pasar mientras la tropa avanzaba en un inequívoco sentido. ¡Basta de banderas!
Los que desfilaban alzaban sus empedernidas ametralladoras hacia el cielo, amenazando a Dios mismo, portando en sus ennegrecidas bocas, las firmes órdenes de las autoridades supremas de proveer holocaustos necesarios para restaurar el orden pervertido.
Dios, tan cósmico e indiferente a la amenaza, desfloraba unas sombras aburridas que observaban la marcha y reían de su próximo y sonoro fracaso.
—Donde haya injusticias habrá rebelión. –Dijo un arcángel sobre el que pendía una orden de captura. El locutor quiso desdecirlo, pero un prominente hombre de la burocracia se lo impidió con un gesto adusto y soberano.
—No vale la pena. El arcángel más tarde o más temprano deshará sus alas para siempre. Ahora festejemos, uncidos en este altar soberbio al dios del mercado único. La oferta y la demanda pondrán todas las cosas en su debido orden. Los arcángeles y las banderas ya son cosas del pasado.
—¡Las tropas avanzan a su objetivo! –Sousse exclamó extasiado. Las cámaras seguían como podían la marcha irregular de los soldados. No era como los productores esperaban, una marcha vigorosa, a paso de ganso, conmovedora. No. Para nada. Se los notaba abrumados de calor. El sol caía a plomo y las gruesas vestimentas los sofocaban a más no poder. Fastidiados por el viaje y por lo disparatado de la tarea encomendada, capturar a un fantasma del que nada sabían, se movían con lentitud y pesadumbre.
—¡Avanza! ¡A paso redoblado! ¡Al viento desplegado su rojo pabellón! –Alguien en estudios preguntó si, en efecto, el pabellón de la tropa era rojo. Luana dijo que ni siquiera tenían bandera, pero que la invocación resultaba simpática.
Marchaban zigzagueando de un lado al otro del camino, buscando las sombritas que altísimos sauces llorones prodigaban indiferentes a ese zafarrancho de combate.
Sousse logró hacerle preguntar a un alto funcionario por intermedio de su asistente, cuánto tardarían en traer al reo para exhibirlo en exclusividad en su programa. Le recordó, de paso, que la primicia le pertenecía porque habían pagado una muy buena suma a los funcionarios del oficialismo para permitirles tener el privilegio de revelar el rostro del criminal a toda la ciudadanía.
—Dígale al periodista –exageró el burócrata– que ya puede anunciar que son tres los capturados. En minutos, no más de quince, las fuerzas federales los traerán hasta aquí. Esperemos no se resistan a morir.
Luana transmitió la novedad a Sousse. Este aprovechó el tiempo que los anuncios le otorgaban para coordinar con el estudio central la transmisión del glorioso suceso.
La producción autorizó reformular la información que el funcionario les anticipó para despejar dudas de la victoria. No solo se hablaría de los tres capturados, sino que se presentaría su detención como el resultado de un mortífero enfrentamiento. Algo de dramatismo mejoraría la audiencia. Le reclamaron a Sousse que retomara su fogoso discurso.
Cuando todo estaba dispuesto para el anuncio, en estudios centrales un cable desdecía la afirmación del burócrata. ¿Luana había escuchado bien o en su impericia confundió la noticia? El cable sostenía que no eran tres los capturados sino dos. Uno había fugado de manera inexplicable. Sousse fue advertido de la controversia. Juan Antonio, sin embargo, al mismo tiempo que la producción lo advertía de la divergencia, recibía por Twitter un mensaje ministerial.
—Anunciamos a toda la ciudadanía que son tres los malvivientes capturados por las fuerzas federales en un brillante operativo. No hay bajas ni entre los efectivos de seguridad y ni de los malvivientes. Las máximas autoridades de la nación celebraron también twitteando la novedad.
Sousse se lanzó a una frenética competencia con el locutor oficial. No reparó que, seguido al primer mensaje, otro afirmaba exactamente lo contrario. No había detenidos, no había éxito que presentar. Sin embargo, los dos hombres, sustraídos de la realidad, abandonados de todo razonamiento, se preocupaban de gritar más fuerte y pronunciar un discurso más abarrotado de adjetivos calificativos, fuera para alabar la destreza de los soldados, fuera para descalificar a los capturados.
Mientras sonaban las alabanzas y los insultos, un Twitter desconocido confirmó la otra verdad. Esta vez los del estudio central también recibieron el WhatsApp. “No fue capturado ningún delincuente”, decía con sus pequeñas letras encendidas. En mucho menos de 150 caracteres se echó por la borda tanta gazmoñería. “Los federales erraron el camino”, remató el aviso destruyendo con una corta frase tanta victoria anticipada.
La información confundió a Sousse cuando le llegó por su audífono. El locutor oficial no estaba ni enterado del viraje asombroso que adquiría la situación, seguía con su monserga interminable.
Juan Antonio le reclamó a Luana una rápida confirmación. La asistente trató de comunicarse con otras fuentes confiables. El estudio central estaba sumido en el caos. Los secretarios, los ministros, todos, habían desconectado sus teléfonos, las máximas autoridades se asomaban desnudos al papelón, relajándose unos a los otros.
Algunos kilómetros más al norte de donde estaba el escenario para el festejo, las tropas federales suspendieron su marcha. Estaban en medio de un humedal. No había nada ni nadie, era un paraje desolado, bonito, cierto, pero ausente de toda presencia humana. Ni un modesto rancho se alzaba en rededor. El jefe miraba extrañado. Repasó en varias oportunidades el cablegrama con la orden. Era precisa, del punto de convergencia dos kilómetros a la derecha, palabras sencillas y de fácil comprensión. Para confirmarla, las coordenadas indicadas en el papel coincidían con el mapeado. El hombre intentó en varias oportunidades comunicarse con sus superiores, pero sus tentativas fueron infructuosas. Poco tiempo después, desde el ministerio de Seguridad surgió un llamado telefónico.
—¿Dónde está el jefe del operativo? –Preguntaron insinuantes.
—Con él habla. ¿Quién es usted?
—El secretario del ministro. ¿Qué pasó? ¿Puede explicar qué pasó?
—¿Y yo cómo sé que usted es quien dice quién es? –Atento, el jefe militar se burló de su interlocutor achacándole un posible embuste.
—Y yo qué sé, ¿quiere que le muestre el documento? –No fue gracioso el tono de la respuesta. De todos modos, el jefe militar posaba intransigente solo para fastidiar a su escucha.
—Dígale al ministro que sea él quien me llame, de lo contrario no responderé a nadie. Esto es un quilombo y no estoy para hablar con boludos. El secretario cortó la comunicación. Pocos minutos después el propio ministro estaba al habla.
—¿Qué le pasa oficial? ¿Acaba de arruinar todo y se hace el importante? ¿Sabe cuánto va a durar en su cargo?
—¿Y usted quién carajo es? –Preguntó el militar sin dejarse llevar por la bravuconada.
—El ministro de Seguridad, quién va a ser. ¿No quería hablar conmigo?
—¿Y yo cómo sé si usted es el ministro y no el salame ese que se hace pasar por el secretario del ministro?
El ministro estalló en un ataque de ira. Reclamaba explicaciones a los gritos. Alguien, tal vez un asistente del militar, le confirmó que quien estaba del otro lado del teléfono era el mismísimo ministro, el jefe político de todos ellos.
—Fuimos donde nos señalaron los informes de inteligencia, pero allí no había nada.
—¿Cómo puede ser que no había nada? ¿Cómo que no había nada? ¿Qué pasó señor, como se les pudieron escapar? No había escape, para eso mandamos casi 2.000 efectivos.
—No exagere ministro. Mil doscientos. Mil se distribuyeron en todos los poblados. Pero esos son agente de tránsito. Con suerte uno solo de ellos va a terminar el día sobrio. A los demás los va a tener que recoger en camiones. Ciento cincuenta es tropa de asalto bajo mi mando directo. Y cincuenta se quedan en el punto de convergencia.
—Cien, quinientos, mil… ¿Qué quería el Ejército de los Andes?
—A usted eso no se lo hubiera pedido nunca.
—Debían cercarlo y después capturarlos. Más fácil imposible.
—Confirmo señor ministro. Fuimos al lugar de concurrencia donde nos indicó el cablegrama con la orden emanada de su ministerio, de ese lugar nos dirigimos dos kilómetros a la derecha. Se lo vuelvo a leer: “Del lugar de convergencia dos kilómetros a la derecha”. Llegamos, no había nada, no había nada, vinimos al pedo. ¿Me comprende? Al divino pedo. Mi ayudante confirmó las coordenadas que figuran en la orden escrita. Nos mandaron a hacer el papel de boludos.
—¿Cómo a la derecha?
—“A la derecha”, que es lo contrario de “a la izquierda”, es simple. Hasta usted lo puede entender.
—¿Se volvió loco?
—Hasta ahora no y eso que lo vengo escuchando a usted hace como diez horas. Tengo los huevos del tamaño de dos pomelos.
—¿Se cree muy gracioso coronel? Te pregunté ¿cómo a la derecha? –Perdida algo la compostura de parte del ministro tuteó al coronel.
—Le ruego que no me tutee, no soy su pariente ni su puta. Soy una persona que solo se tutea con su familia. Le repito: a la derecha. ¿Quiere que se lo explique de algún modo más simple? Tóquese la nariz con la mano derecha y va a saber de qué le hablo.
—Pero eran dos kilómetros a la izquierda.
—¿A la izquierda? Bueno, entonces dígales a sus muchachos que antes de mandar un mensaje hagan un curso a prueba de boludos para no confundir nunca más la izquierda con la derecha. Porque en este papel de mierda, dice “a la derecha”. ¿Capito?
—¡A la izquierda! ¡A la izquierda hijo de remil puta! ¡Inútil! ¡Vaya a la izquierda, ahora mismo!
—¿Sabé dónde voy a ir? A un lugar en donde los boludos estén prohibidos. Busque al que hizo la nota con la orden equivocada, porque cuando esté en Buenos Aires se la voy a meter en el culo de una patada junto con mi borceguí. –El jefe militar silenció su teléfono. Se rascó con enjundia los testículos que le ardían por el calor. Estaba escaldado y la molestia le resultaba más insoportable que la vocinglería ministerial.
—Decile a los muchachos que hay que volver al punto de encuentro. Y de ahí, dos kilómetros a la izquierda. – Confió a su asistente.
—¿Pero no eran dos kilómetros a la derecha?
—Parece que no, se equivocaron. Todos nosotros vamos a pasar a retiro por culpa de un boludo que no sabía diferenciar la izquierda de la derecha.
—Se llama problema de lateralidad.
—A mí qué carajo me importa cómo se llama… Corra, boludo, transmita mi orden…
—¡Sí señor! Media vuelta todo el mundo… –Los soldados miraron extrañados al asistente que gesticulaba como un monigote.
—Volvamos muchachos –ordenó el jefe–. Caminamos al pedo dos kilómetros y ahora vamos a caminar cuatro más. Cuando lleguemos ni el aire nos va a estar esperando. ¡Encima hace un calor de mierda! ¡Cómo me pican las bolas, carajo!
La tropa viró ciento ochenta grados y se dispuso a caminar cansinamente en sentido opuesto. La marcha se hizo difícil, el calor vencía a los hombres envueltos en capas interminables de uniforme.
Sousse, a esa altura de las peripecias, había informado y contrainformado varias veces. La productora estaba, a pesar de todo, feliz. Pocas veces en una transmisión periodística las noticias podían cambiar en un sentido y otro de manera tan rápida y contundente. De la captura a la fuga, de marcha forzada a la derecha a marcha cancina a la izquierda. De aquí para allá. De allá para acá.
Los burócratas en las alturas del escenario desfallecían deshidratados. Bajarlos fue una empresa más temeraria que la captura del afamado último gran terrorista.
Los pobladores hacía un buen rato que se habían dispersado. Los más, porque ya vendidos los escuálidos chanchos no tenían razones para permanecer en el lugar. Los menos, decepcionados porque no solo no se rifó nada, sino que estaban aturdidos por la vocinglería del locutor, el periodista y las disonancias metalizadas de la fanfarria militar.
El rating fue un éxito, la incursión militar un verdadero desastre.
Las tropas federales llegaron por fin al destino señalado por el ministro. En medio de un paraje desierto se alzaba un modesto rancho. El oficial al mando dispuso un doble cerco y retenes más alejados que controlaban los caminos. Nadie podía salir ni entrar. Para el asalto quedaron unos sesenta hombres, tal vez menos.
El coronel, desde donde estaba apostado y por sus binoculares, observó el ranchito. Con justificada razón supuso que ahí adentro no había nadie, y si alguna vez lo hubo, tuvo el tiempo suficiente para fugarse con absoluto tranquilidad.
La arquitectura del rancho repetía la de tantos otros. Una puerta de entrada al frente, ventana en cada lateral y puerta trasera. Eso le informaron los observadores enviados a verificar los posibles accesos por las que podían ingresar las tropas de asalto al rancho.
—¡Esto sí que es al pedo! –Le dijo el jefe a su asistente–. Si encontramos una vinchuca hago una fiesta.
Si alguien estaba adentro debían capturarlo vivo. Los datos que Inteligencia les pasó, hablaban de personas de bajo riesgo, un anciano lisiado y dos o tres acompañantes, no más. Esos eran descritos como jóvenes, pero de los que no había ningún perfil más preciso. Su jefe, era un hombre mayor, en apariencia un paisano del interior profundo. Hasta entonces ninguna foto. Del anciano, nada. Alguien, como jugándole una broma, le arrimó una foto del General Belgrano. Le dijo “el terrorista que buscan, se parece a este”. El coronel tomándose la cabeza le dijo a su ocasional interlocutor: “Si este es al que quieren capturar, me pongo a sus órdenes”. Rieron a dúo.
Después del error sobre la ubicación del rancho, no podía asegurar que la información que seguía recibiendo fuera algo confiable. De todos modos, ordenó penetrar sin abrir fuego bajo ningún concepto.
Las tropas de asalto ingresaron sin mayor esfuerzo. Las puertas y ventanas cedieron apenas se las empujó con algo de fuerza y no hallaron ninguna resistencia. Como esperaban, no encontraron a nadie en el interior de la casita. El rancho parecía deshabitado desde hacía tiempo. No había muebles ni enseres. Tampoco alguna evidencia de que el lugar había sido usado como guarida de malhechores.
—Los de los pueblos se van a burlar de nosotros como se burlaron de los gringos. “¡Que los tiró a los gringos! ¡Junaygransiete!”
—¿Cómo señor? –Preguntó extrañado el asistente que estaba a punto de desmayarse por el calor.
—“Venirse al cuete”, muchacho; “¡Qué digo venirse al cuete! …” Llame al ministro para informarle.
—Si mi coronel. –El ayudante llamó. Apenas sonó el teléfono, el ministro atendió.
—¿Novedades?
—En la casa no hay nadie. No hay nada. Ni un trapito para limpiarse el culo.
—Imposible –manifestó al ministro disintiendo con el jefe militar.
—Imposible son otras cosas, señor. Acá no hay nada ni nadie. Vacío. Completamente vacío. Vinimos al reverendo pedo. ¿Me entiende?
—¡Allane las casas de todos los poblados vecinos! –El funcionario gritó desencajado.
—¿Cómo dijo?
—¡Qué allane todas las propiedades! ¿No me escuchó?
—¿Se volvió loco? ¿Dónde se cree que vive? No puedo allanar, nosotros somos soldados, no policías. Necesita las órdenes de la justicia provincial.
—¡No desobedezca inútil!
—Yo seré inútil, ministro, pero usted es un ignorante marca cañones. Consígase las órdenes de allanamiento de todas las propiedades, de cada casa, de cada rancho, de cada galpón y después hable con quien corresponda. Yo soy militar, no policía, ya se lo dije. Si necesita se lo explico en Buenos Aires. Los allanamientos los tiene que hacer la policía provincial, no sé si alguna vez oyó hablar del federalismo.
El jefe militar fastidiado cortó nuevamente la comunicación con el ministro. Todos sabían que esa orden ministerial era incumplible. El gobierno provincial no iba a rifar parte de su disminuido apoyo por el delirio de allanamientos en serie decididos en una oficina en Buenos Aires.
Fracasada la operación, con las manos vacías, el jefe ordenó dirigirse al pueblo más cercano. No estaba preocupado por su futuro. Se dijo murmurando “los ministros pasan, los soldados quedan”. Así es la lógica en la milicia. Y si así no terminara ese sainete, se iría a su casa a disfrutar los nietos, se trataba de un abuelo joven y cariñoso. Pero estaba fastidiado por tanta incapacidad demostrada por sus mandantes. Destinos equivocados, descripciones dudosas de más dudosos delincuentes, allanamientos inútiles. Lo único que resultó completo fue el fracaso.
Al villorrio que se dirigían podían verlo a simple vista. Era pequeño y estaba embanderado de blanco y celeste en todas sus edificaciones, por demás, modestas. Los soldados hasta sintieron alivio de ver esos colores engalanando el vecindario y que no se hubiera presentado ningún inconveniente en la incursión. Después de todo, era preferible un buen fracaso que un mal destino. Todos estaban acalorados, pero sanos y salvos.
En un galpón amplio que oficiaba de teatro, en realidad un lugar de reunión fresco y amplio donde se bailaba el chamamé y se bebía a discreción los sábados por la noche, un cartel fileteado a mano anunciaba la obra teatral “Fuenteovejuna”, a cargo del elenco de actores infantiles reunidos entre la estudiantina de ese y otros poblados cercanos.
—¿Quién mató al comendador? –Le preguntó a su asistente el jefe.
—No tengo ni idea, señor. ¿Quién era el comendador?
—Soldado: lo mató Fuenteovejuna. –Le dijo sonriendo por la inocencia del muchacho–. ¡Fuenteovejuna ha sido! –Repitió distendido.
Al jefe militar lo convidaron con sangría y preguntó si podrían asistir a la representación. Los lugareños asintieron encantados. Los soldados se dispusieron a descansar, relajados bajo la sombra generosa de unos árboles copiosos.

Mientras bebía su refresco, el jefe militar, que había arrojado su teléfono celular a un vistoso charco de barro, preguntó a un grupo reunido alrededor de una mesa de truco, si habían visto en las inmediaciones a dos o tres hombres trasladando a un viejito en silla de ruedas.
Los lugareños, todos al mismo tiempo, actuaron como quien trata de recordar una situación algo lejana o poco conocida. Y respondieron a coro “para nada”.
—Acá nos conocemos todos, sabe don.
—Por eso les pregunto. Así que no vieron a un viejo en silla de ruedas. ¿Y las banderitas a qué se deben?
—A nada en especial.
—Pensé que estaban de festejo, como allá, hacia el sur, donde había una caterva de malandras festejando no sé qué cosa.
—Acá estamos de festejo todos los días. Pero no como el que usted señala. De esa fiesta no participamos. Los de afuera son de palo, dice el refrán. Y esa fiesta era ajena. Tampoco nos invitaron, así que nunca supimos qué celebraban. ¿Usted viene de allá?
—No. A mí tampoco me invitaron.
—Quédese acá descansando. Acá celebramos todo el año la patria. Es una costumbre más que centenaria. Las banderas están siempre dispuestas. No tan lejos de aquí el General la enarboló por vez primera. De estos pagos muchos fueron al Paraguay con él. Todavía quedan algunos descendientes de aquellos veteranos.
—¿Y ustedes mismos colgaron los banderines y las banderas para la ocasión? –Preguntó el militar sin ánimo inquisidor, solo por seguir con la charla.
Los lugareños se miraron unos a otros, intrigados.
—Que yo recuerde, siempre estuvieron ahí. –Respondió otro anciano que presumía una calva reluciente. No le quedaba ni un solo diente. El jefe lo miró incrédulo.
—¿Y desde entonces están ahí? ¿Cómo se pueden conservar sin ningún daño, sin decolorarse?
—No lo sabemos, jefe. –Respondió otro que estaba apoyado en la barra bebiendo una caña duce–. Acá la bandera no se arrió nunca, y siempre está lozana, como nuevita. Cuando peleamos a los ingleses en Obligado, en Tonelero y Quebracho quedaron para no irse más. Algunos soldados de acá las llevaron a Malvinas y de allá volvieron todas. Algunos muchachos, desgraciadamente, no. Por eso, si mira con atención, va a ver que algunas banderitas tienen nombre. Son los nombres de los héroes de Malvinas de toda la provincia. Nunca han faltado las banderas en el pueblo, relucen siempre como nuevas. Algunos gauchos dicen que el espíritu del propio General las repone todas las noches para que siempre luzcan hermosas como usted las puede ver ahora. ¿Qué le parece?
El jefe militar aspiró profundo el aire tibio con reminiscencias de eucalipto.
—Me alegra. En verdad me alegra. Así debería ser en todos lados.
Los banderines parecían moverse cadenciosos para el oficial que los miraba complacido. Una brisa que llegaba de lejos los hamacaba con delicadeza. El militar reparó en uno de los parroquianos, jugaba con un cuchillo que brillaba invitando a posar la mirada sobre él.
—¡Lindo verijero! –dijo conocedor, alabando la artesanía. –El hombre lo reposó sobre la palma de su mano para exponerlo en toda su extensión.
Su mano era de gran tamaño, de dedos anchos y fuertes. Impresionaba. Al observar su anatomía, se infería que podía quebrar un hueso con suma facilidad. El paisano estaba vestido con una chaqueta color caqui hasta el cuello, una ropa de trabajo modesta pero aseada.
—Regalo de mi padre, sabe.
—¿Me deja verlo?
—Seguro jefe, mírelo tranquilo. –Se lo entregó con cuidado, del lado del mago, como correspondía.
De alrededor de unos quince centímetros de largo, era un antiguo verijero encabado en alpaca, trabajado con extremo cuidado y delicadeza. Su artesano se había esmerado en reproducir a la perfección un dibujo de flores arracimadas (parecían de acacia) que se ceñían infinitas unas a otras; intercaladas, unas diminutas hojas que exponían sus nervaduras entre los pétalos finamente cincelados. La vaina era tan elegante y minuciosa como el mango. Las flores acompañaban la forma casi cónica y achatada de la misma, que terminaba en una flor de lis.
—¡Hermoso! –Exclamó el militar al tiempo que lo devolvía a su dueño.
—Tiene razón. Hermoso señor. Lo llevo siempre conmigo, es un amigo de verdad. Los paisanos en el campo tenemos un dicho para el verijero, –dijo con voz pausada y serena–. “Sirve tanto pa’brir un asau, como pa’cerrar una discusión.”
—Conocía el dicho. Vengo de familia de paisanos. Espero que hasta ahora solo se haya usado “pa’abrir un asau”. El hombre bajó la mirada y cabeceó un par de veces, como afirmando.
El jefe militar saludó cortésmente a todos los vecinos en el bar. Su asistente le informó que desde Buenos Aires llegó la orden de iniciar el repliegue. Había que regresar del fracaso a la gran ciudad que los esperaba con reproches y sanciones. A esa altura de los acontecimientos, su mayor preocupación era la insoportable picazón en sus irritados testículos, que amenazaba martirizarlo durante todo el viaje de retorno.
—¡Soldado! –Llamó a su asistente.
—¡Presente, mi coronel! A sus órdenes.
—Hágame el favor, llame al ministro.
—¿Y qué le digo?
—Déjeme pensar, déjeme encontrar las palabras precisas.
—Piense tranquilo mi coronel, tenemos tiempo.
—Dígale que se vaya a la mierda.
—¿Le parece, mi coronel?
—No. Mejor dígale que se vaya a la mismísima mierda.
—¿Está seguro, mi coronel?
—Sí. Estoy seguro. –El asistente, resignado, se alzó de hombros. No pudo evitar la picardía.
—¿Le digo que vaya a la izquierda o a la derecha?
—Que siga derecho, siempre derecho. Va a llegar más rápido, es un camino a prueba de pelotudos. Siempre derecho, hasta que la mierda de su ministerio le tape la cabeza.

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