La venganza de los Pérez, cap.27 «Aproximación indirecta»

La venganza de los Pérez, cap.27 «Aproximación indirecta»

XXVII

Aproximación indirecta


López Teghi recorría las oficinas apagando los sistemas de aire caliente. Había impartido una orden precisa, lo hizo a través de un comunicado interno, una circular para el personal. La nota decía claramente: “Solo se utilizará la calefacción aquellos días en que la temperatura sea menor a quince grados.” Los oficinistas pasaban frío. No les iba mejor los días en que el calor se hacía sentir. La refrigeración no debía ser inferior a los veinticuatro grados de temperatura.
El clima porteño era tan inestable como su política. Un día podía hacer mucho frío y al siguiente, sin mediar un tránsito apacible, soportar calores propios de un verano tórrido. Siempre había un santo al que echarle la culpa. Si no era Santa Rita, era San Juan, pero alguno de ellos siempre debía hacerse cargo de los vaivenes climáticos rioplatenses. Las responsabilidades había que buscarlas en el cielo, las restricciones al abrigo o al fresco, en la tierra.
En sus recomendaciones era estricto. Si había fijado una temperatura que justificara encender la calefacción o la refrigeración, debía respetarse. Su exigencia de tantos grados centígrados para los días de frío y tantos grados centígrados para los de calor podía ser debatida, después de todo, la democracia constitucional permitía esas licencias sobre grados centígrados y otros asuntos de menor cuantía. Pero lo que no se podía eludir ni permitir, era el incumplimiento de las normas dispuestas. La falta de respeto a ciertas pautas, era el anuncio de la anomia y el preámbulo de la anarquía.
Después de todo, él solo cumplía la orden presidencial de ahorrar soportando cierta dosis frío y padeciendo cierta dosis calor. Como un remedio, más bien una purga climatizada. Ningún sacrificio extraordinario. Una porción de frío y una de calor hasta podrían mejorar en algo el estado de ánimo de todos aquellos que le debían al Estado su comodidad.
Pero, así como la democracia permitía algún debate sobre bajas y altas temperaturas, sobre la merecida calefacción o refrigeración, también obligaba a todos a compartir desventuras en el nivel administrativo al que se perteneciera. Su decisión sobre estufas y refrigeradores era válida para todas las reparticiones por igual, y como comprobaba que el personal no atendía a sus indicaciones, desde los jefes intermedios a los empleados del escalón más bajo del escalafón estatal, recorría oficina por oficina acondicionando las cosas. Los jefes superiores estaban eximidos de toda restricción. El privilegio no era considerado un exceso, sino una prerrogativa inherente a quienes tenían el sacrificado deber de conducir el timón de los asuntos públicos. A mayor responsabilidad, mayores beneficios.
No faltaron los días en que abundaron las bufandas y los gorros de lana en la legión de los empleados más modestos. El invierno, ese año, fue más frío que de costumbre. Las mujeres, más friolentas, llevaban gruesos guantes de lana, pantalones de frisa y medibachas. Los varones, siempre más quisquillosos con sus prendas íntimas, como si alguien pudiese ver debajo de la gruesa tela de sus vaqueros, no se animaban a usar calzoncillos largos por temor a ser descubiertos en sus debilidades. Preferían quedar ateridos por el frío que pasar por flojos en un ambiento en donde los flojos no deberían tener lugar. Aunque eso fuera solo un mito.
Empezaba la recorrida saliendo de la oficina de Recursos Humanos que él había creado y que se dedicaba a estudiar todos los legajos para establecer, con poco claro criterio, qué personal era necesario y cuál podía ser puesto en disponibilidad. En cierta forma, los empleados administrativos estaban a su merced, pero las formaciones especiales no. Eso serenó a muchos que se negaban a quedar en manos de un tecnócrata devenido en político, solo dispuesto a mirar las cosas por la reducida perspectiva de las hojas de cálculo. Mientras inspeccionaba los cubículos en que estaban confinados la mayoría de los empleados con los rangos más bajos del escalafón, su WhatsApp reproducía el tintineo de unas campanitas que le avisaban el arribo de mensajes a los que solo él tenía acceso.
“Pérez y Pérez” estaba al tanto de su pedido de una reunión urgente a Reinafé. Cómo el hombre desconocía la sustancia real de muchos sucesos ocurridos en los últimos tiempos, no estaba en condiciones de evaluar el éxito o no de las operaciones llevadas a cabo con el objeto de acabar con “La Reliquia”. Y esa inquietud lo llevaba a buscar explicaciones en un lugar al que solo se concurría a brindarlas.
El jefe Reinafé no estaba de humor para alcahueterías. Fue en ese momento que decidió transferir a “Pérez y Pérez” al exterior y darle el comando de parte de las operaciones a López Teghi. Fue una decisión acordada con el señor presidente. Cada uno entendería su decisión como mejor le pareciera; él no brindaría mayores explicaciones, no estaba obligado a ello. Estaba muy frustrado por la transfugueada que López Huidobro le hizo con el rosario. Ni siquiera la noticia de su muerte modificó esa sensación de despojo que le produjo el trámite fallido de la devolución de la joya. Se sintió como un niño burlado cuando, desde un ámbito reservado de cancillería, le informaron que los destinatarios del envío devolvieron la encomienda diplomática indicando que se trataba de una falsificación. Alabaron la calidad de la copia, pero dejaron en claro que no se trataba del rosario original que llevó la monja hasta el día del secuestro en la iglesia y que le fuera arrebatado por Podestá como trofeo de guerra cuando su asesinato.
La diplomacia secreta practicada entre los dos Estados evitó un escándalo de proporciones. El recuerdo siempre presente de los cursos de contrainsurgencia en aquella capital europea, amainaba cualquier intransigencia. Nadie estaba muy interesado de que el asunto de la joya trascendiera a la opinión pública. Había demasiados implicados en esos crímenes y complicidades, algunos de los cuales habían sido beneficiados con ascensos destacados y puestos de importancia en la administración de los asuntos del Estado tanto de esta orilla como de la otra del Atlántico. Así que todo siguió el curso de una discreta negociación, con mensajes comprensivos de uno y otro lado. Pero Reinafé, de todos modos, estaba realmente fastidiado como pocas veces le había ocurrido con un subalterno de tan alto rango.
A pesar de que lo importunaba el pedido, accedió a conceder la entrevista para que López Teghi desembuchara todos sus reproches. Sus expectativas no estaban cifradas en las denuncias que ese jefe le traería, que de antemano sabía poco trascendentes, sino en los preparativos de despliegue de tropas de elite que, en un número considerable, estaban alistándose para tomar posición alrededor de un remoto pueblito ribereño donde se sabía que “La Reliquia” y su comitiva estaban refugiados. “Pérez y Pérez” sería privado de esa última acción, algo que no lo inquietaba demasiado, y, por el contrario, López Teghi recibiría la oportunidad de acabar definitivamente con aquel fastidio. En medio del aniquilamiento, debía emerger la joya auténtica para dar satisfacción a los quejosos extranjeros que reclamaban el fin de aquella desventura.
La inteligencia estratégica suponía que los relicarios buscaban bajar hacia el sur, hacia algún pueblo de la campaña bonaerense donde tuvieran mejores condiciones para la atención del ilustre. También especulaba que era posible que tomaran los suburbios de Buenos Aires solo como un lugar de paso y que intentaran llegar hasta la capital, en donde les sería mucho más fácil burlar los permanentes seguimientos que padecieron desde que iniciaron el éxodo de la mansión, y hacerse de logística y comodidades para atender al prócer. Por ello todos los caminos desde y hacia la capital estaban tomados por fuerzas especiales con el pretexto de una redada contra el narcotráfico.

Desde que abandonaron aquella residencia extraordinaria, de la que ya se había impartido la orden de demolición, habían vagado de rancho en rancho y se veían muy impedidos de brindarle los adecuados cuidados que consideraban que merecía. No era que la condición del hombre hubiera desmejorado, tampoco estaban atravesando una de las tantas crisis que lo dejaba como catatónico. Pero, con razón, temían que las fatigas del largo viaje terminaran por causarle un daño que resultara irreparable. Y de eso, sabían, no se volvería. Por lo demás, estaban serenos. Los ideales por los que se alzó esa bandera gozaban de buena salud y en todas las latitudes de la patria surgían numerosos contingentes de compatriotas que enarbolaban esa enseña de la libertad. A medida que esa siembra se multiplicaba, crecía la promesa de una cosecha tan abundante que haría que el asunto de la revolución se pusiera a la orden del día.
Sin que López Teghi lo supiera, Reinafé convocó a “Pérez y Pérez” para que se ocupara en persona de despejar los interrogantes de su colega y calmara su desconfianza. Esperaba que sus decisiones (la designación de uno como embajador itinerante y del otro como reemplazo del viajero), los hiciera comprender lo inconveniente que resultaba un enfrenamiento entre jefes por cuestiones que no deberían dividirlos, sino unirlos en beneficio de los objetivos superiores de la institución. A “Pérez y Pérez” le recriminaba su comportamiento desconfiado y hasta dogmático con el recién venido. A López Teghi su exagerada simplificación de eventos tan complejos como la construcción misma de la nacionalidad.
El tecnócrata convocado debió abandonar su despacho para dirigirse al ciclópeo edificio en donde el general en jefe atendía ocasionalmente.
Reinafé nunca paraba por mucho tiempo en un mismo lugar y atendía sus obligaciones en el mismo despacho. Su costumbre era variar de ámbito de trabajo y sus movimientos se mantenían en riguroso secreto. No es que se temiera un ataque que pudiera comprometer la integridad física de uno de los más encumbrados jefes del sistema de Inteligencia que controlaba a la ciudadanía. Nadie estaba interesado en martirizarlo. Simplemente, mantenía el hábito de moverse con reserva y no entregarse a la comodidad de una perezosa rutina, pernicioso hábito que empezaba a extenderse en las nuevas promociones, tal vez llevadas por la engañosa apariencia de una estancia relativamente pacífica de la vida nacional.
La comodidad crea ilusiones en las mentes acomodaticias, genera fantasías perniciosas para quienes deben ejercer la custodia de cualquier sistema. Empieza como un instante propicio para el sosiego, para una estancia relajada por un breve tiempo y de manera acotada. Pero el paso del tiempo hace de la comodidad un verdadero tumor que va conquistando momento a momento la ilusión de que todo está bien y que nada puede alterar ese falso estado de armonía. Finalmente, cuando ya no se está en condiciones de distinguir si la realidad es lo que en efecto es o solo una imagen ajustada a los deseos de bienestar con que las personas se sienten reconfortadas, termina por embaucar completamente a sus víctimas, quienes nunca podrán comprender a ciencia cierta cuál es el origen de su completa frustración y el rotundo fracaso de cualquier empresa que acometen.
La comodidad es enemiga de la Inteligencia. Con todo rigor, Reinafé combatía ese nefasto sentimiento de prolongada paz y aparente armonía. Nada en la historia pasada o próxima avalaba esa suposición, muchos menos los sucesos más cercanos en el tiempo. La sangre siempre estaba presente en la vida política. Fatalidades, accidentes, suicidios inducidos, asesinatos encubiertos, desapariciones forzadas, represiones violentas, aparecían con cierta periodicidad en las páginas de los diarios nacionales, dejando constancia de los arrebatos en la lucha por el poder con sus secuelas de delitos nunca develados. Los crímenes contra el pueblo, en cambio, no concitaban el entusiasmo ni de jueces ni fiscales y rara vez ganaban las primeras planas de los diarios.
Los dos siglos de existencia como nación, sin contar los anteriores de dominio colonial o la soberanía de los pobladores originarios que se ejerció al margen de leyes y decretos de los conquistadores y de quienes se proclamaron sus herederos, mostraba una tradición sangrienta, de guerras de emancipación y guerras civiles que masacraron generaciones completas en la lucha por la libertad y la independencia, por el dominio de unos caudillos contra otros o entre facciones de la oligarquía gobernante. La guerra civil se extendió mucho más allá de las proclamas de la Carta Magna, y la masacre de la guerra de la Triple Alianza para liquidar a la nación paraguaya llevó esa tradición sanguinaria a niveles extraordinarios. Luego, la expansión hacia al sur y hacia el norte, respondiendo al interés del extranjero y sus socios oligarcas de incorporar al latifundio nacional las vastas posesiones patagónicas y subtropicales (en un extremo y en el otro del mapa), agregó páginas sangrientas a las ya abundantes que poblaban los testimonios de los libros de historia, a las que luego se agregaron miles con los nombres de las víctimas de la clase proletaria, la que dejó sus mártires por toda la geografía nacional. Negros, originarios, criollos, gringos, viejos y niños, hombres y mujeres, derramaron su sangre en rudos combates, muchas veces ignorados o silenciados deliberadamente. El genocidio de la última dictadura militar fue el jalón más brutal de esa historia sanguinaria de las minorías gobernantes.

López Teghi dejó en sigilo su despacho. No usó para trasladarse un auto oficial, de hacerlo, toda la Agencia estaría al tanto de su visita, informados por quienes eran los correveidiles de las internas de la Institución. Hombre de perfil bajo, ignorado por una ciudadanía que no tenía ni la más remota idea de su existencia, atravesó la amplia plaza caminando las cuadras que separaban el edificio donde estaba su despacho hacia el otro, donde se suponía lo esperaba Reinafé. Desfiló bajo la vieja recova y cruzó atento la amplia avenida que lo separaba de su destino. Una reja perimetral protegía el ejido en el que se erguía el monumental edificio. De su entrada principal se abría un camino no muy angosto, flanqueado por extensos jardines de pastos muy verdes en los que se distribuían como por azar enormes palmeras y otras especies de árboles casi centenarios. La sombra, los días de verano, era acogedora y refrescante, y podía verse a numerosos jardineros mantener aseado el paisaje y renovar sus flores para que dibujaran con sus colores formas simétricas que eran la delicia de los visitantes.
Unas reproducciones de viejas armas adornaban la amplia escalera que conducía al edificio, algunas de las cuales lucían lustrosas y bien conservadas.
Reinafé consideraba a López Teghi como el hombre indicado para ese momento. Tiempos de cerrar la mano del presupuesto público y de proteger el tesoro de los gastos reservados que eran la savia nutritiva que hacía andar la maquinaria de Inteligencia de manera eficiente. Las partidas públicas podían ser recortadas las veces que se quisiera. Reducción de cargas horarias, extras, viáticos, parrandas, regalos. Esa era una esfera que López Teghi manejaba con extremo conocimiento y que no alteraba los procedimientos importantes de la Agencia. El presupuesto secreto debía ser defendido. Así que el hombre era el indicado para que del delicado “Rutini” se pasara a la ácida gaseosa en un solo paso y sin aviso. Solo mediaba una dura medida administrativa que los expertos de la secretaría Legal y Técnica redactarían atentos a todas las disposiciones que regían el sistema estatal. Luego, ¡adiós, comilonas!, ¡adiós, bacanales!, ¡adiós, orgiásticas celebraciones!, ¡adiós, autos de lujo!, adioses todos para las dotaciones de rangos inferiores, por lo menos durante un año, que deberían tomarlo como uno sabático. Pasado el tiempo de las privaciones, el déficit fiscal atendería los excesos con generosidad y todo volvería a la normalidad, si no para los empleados de los escalafones más bajos, al menos para los de la escala media. Los de la capa superior rara vez sufrían restricciones, las pocas veces que eso ocurrió fue porque la nación estuvo al borde del colapso total.

Llegó con cronométrica puntualidad al lugar de la entrevista. Se hizo anunciar en la recepción. Una secretaria, alta y delgada, elegante y bonita, lo invitó a subir por un ascensor destinado al personal de rango superior. Era algo pequeño y en él cabían solo dos personas y no demasiado grandes. Otro, un poco más alejado, estaba reservado para los cuadros intermedios. Y al final del pasillo, un tercer ascensor algo despintado y sucio, el más grande de todos, era el que utilizaba el personal de los escalafones más bajos. En otra ala del edificio, tres ascensores enchapados en acero inoxidable, eran utilizados por los visitantes, en general personal ajeno a la agencia.
Al descender en el cuarto piso, la mujer le indicó que tomara el pasillo de la derecha; en una de las oficinas lo esperaban para completar el procedimiento antes de la entrevista. No pudo apreciar de qué modo la mujer desapareció de su vista, pero se desvaneció como por arte de magia, aprovechando una insignificante distracción suya, cuando inducido por la explicación de la mujer, desvió la vista de su interlocutora para mirar hacia el pasillo que le indicaba.
Se trataba de un corredor muy extenso, tal vez de cien metros de largo. Su piso era de grandes baldosines de mármol blanco con una filigrana negra, lustrado con esmero. Si se lo miraba inclinando algo la cabeza, hasta podía apreciarse la perfección del lustre de los rodillos de la enceradora, de un lado a otro en línea recta, y a una distancia igual una de otra. Era un trabajo que se hacía en plena madrugada, cuando los pasillos quedaban despejados porque el personal se había retirado, vaciando por completo el edificio. Salvo una guardia poco numerosa, solo el personal destinado a la limpieza dejaba oír sus voces en esa amplitud recoleta y opresiva de los amplios pasillos.
El cielorraso estaba a cinco metros de altura, pero parecía mucho más alto. Su arquitectura cóncava le daba una exagerada profundidad que las sombras de las molduras llenaban de formas antojadizas. Colgaban de él a perfecta distancia una de otra, viejas lámparas de bronce bruñido y repujado, cada una con seis tulipas blancas esmeriladas que lucían unas pintitas como guindas, que repartían ecuánimes la luz de las bombillas en todas direcciones, salpicada de unas manchitas que a simple vista costaba identificar.
Varias decenas de puertas se desplegaban a un lado y otro del pasillo. Todas eran iguales; de madera lustrada, sin ninguna identificación. López Teghi, quien era nuevo en ese territorio de cazadores furtivos, estaba abrumado por la inmensidad del corredor, la altura exagerada de su techo, el brillo enceguecedor de las lámparas y la actitud hostil de las puertas detrás de las cuales se refugiaban verdugos atentos a impedir la incursión de cualquier persona ajena a la repartición.
Repudió a la mujer aquella que le ordenó acompañarla hasta ese piso para luego desaparecer de manera repentina. Ella nunca le indicó a qué puerta debía dirigirse. Y lo dejó allí varado, sin saber qué hacer, dejando pasar minutos preciosos que pensaba gastar en informar a ese jefe poderoso sobre sus preocupaciones, y no en una inútil e indescifrable espera. Fastidiado, se decidió a golpear puerta por puerta si fuera necesario, hasta dar con la que correspondía al despacho del jefe que lo estaba esperando.
Llamó casi con delicadeza en la primera del lado derecho del pasillo. Nadie respondió a su llamado. Insistió sin demasiada convicción. Cierta desconfianza lo invadía sobre quienes podrían estar detrás de cada puerta; tampoco deseaba irritar a los jefes que componían el estrato más alto de la organización, quienes podían tener sus despachos en algunas de esas oficinas.
Sin respuesta, suponiendo que allí no había nadie que lo atendiera, giró para encarar la primera puerta pero del ala izquierda del corredor. Cuando estaba por llamar, escuchó un leve chirrido proveniente de alguna de las bisagras de la puerta donde acababa de golpear, y con el rabo del ojo vio que la misma estaba entreabierta y una persona, un guardia de una empresa privada de seguridad, lo observaba, pero sin mostrar preocupación alguna. Al instante, se oyó una voz masculina, bastante ronca, que lo llamó por su apellido. “López Teghi”, sin agregar ningún comentario. Con un gesto lo invitó a pasar a la pequeña oficina. Era un cuarto no mayor a nueve metros cuadrados, tres metros por lado, y el techo, a diferencia del pasillo, era bajo, machihembrado en madera clara, tal vez pino sin lustrar, solo barnizado.
Un tubo fluorescente iluminaba penetrante sobre un escritorio modesto al que daban dos sillas algo rudimentarias. El ambiente se volvía sofocante porque carecía de ventilación. Justo enfrente de la puerta por la que entró, se podía apreciar otra igual, como si se tratara de un espejo en el que se reflejaba. El guardia le indicó que se sentara en una de las sillas, pero López Teghi permaneció de pie desobedeciendo la indicación. No estaba cómodo.
Era el mismo guardia privado que lo observó instantes antes. Desconocía si las insignias que llevaba el hombre en su uniforme color azul marino se correspondían con algún grado militar o solo eran de fantasía, parte de los adornos que la vestimenta mostraba tanto en sus charreteras, como en el bolsillo superior de la camisa. La corbata tenía bordado un raro signo que no había visto en ninguna oportunidad anterior.
El hombre, alto, de fuerte contextura, piel morena, ojos pardos y abundante cabello, algo poco habitual en el personal militar –por lo que dedujo que no pertenecía a la Agencia– le entregó una hoja y una lapicera “Bic”, de tinta azul. La hoja, en su borde superior, tenía impreso “Orden del día N.º”, y una línea punteada que debía rellenarse con el número correcto. El guardia le dijo que no se preocupara por el número de orden porque eso lo completarían los archivadores. También le entregó un sobre para que pudiera guardar su informe.
—El general le solicita que, en ese formulario, explique muy brevemente los motivos de su pedido de entrevista. –López Teghi miró sorprendido a su interlocutor.
—El motivo de mi visita es reservado. No voy a escribirlo aquí para que usted lo lea. –Respondió irritado por la propuesta.
—Señor –respondió el guardia con cuidada cortesía– si el motivo de su visita es de carácter reservado, protocolar, o del que se trate, solo expóngalo para que su superior pueda saber de su puño y letra que necesita. Luego, doble el papel, introdúzcalo en el sobre que le entregué junto con su formulario y la birome, y para su completa tranquilidad, ciérrelo. Yo lo llevaré a quien está esperándolo, que será quien informará al señor general de la calidad de su pedido. El señor general no suele leer los informes sin que estos sean previamente evaluados por asistentes suyos. Esta es una regla para todos los pedidos, desde aquellos de los jefes más encumbrados, así como los realizados por el personal de los estratos inferiores. Es un comportamiento democrático del señor general, que busca promover un trato igualitario en ciertos asuntos, entre jefes y subordinados.
Por otra parte, señor, quiero señalarle (y esto no es un reproche), que jamás leería una nota que está dirigida al señor general o cualquier otro jefe, como ninguna que no estuviera dirigida a mi nombre. Conserve la tranquilidad, señor, y el buen ánimo. Siendo usted un jefe de rango, debería estar seguro de que aquí nadie podría desear hacerle revelar ningún secreto, ni burlar sus reservas. Sea cual fuere la información de que se trate, yo nunca tendré acceso a ella, y no la conocerán sino aquellos que corresponde. Aquí la información es sagrada, es como una deidad a la que todos rendimos culto, y como parte de esa adoración, practicamos la reserva y la discreción más completa. Si así no lo hiciera, me trasladarían a lugares en los que mi infidelidad no causara ningún daño, o, de ser necesario, sería expulsado sin posibilidades de reinsertarme en la función pública. Si la felonía fuera grave, la pagaría con mi vida.
López Teghi movió su cabeza de un lado al otro, manifestando aún disconformidad con el trámite al que lo obligaba ese custodio de quien no tenía ni la más mínima referencia.
El hombre se retiró por la puerta que parecía dar a un pasillo que llevaba al interior del edificio. Sabía, por comentarios de quienes alguna vez concurrieron al lugar aquel, que las oficinas daban a un amplio y lujoso patio de palmeras, iluminado por la luz natural que pasaba a través de un techo de vidrio antiguo al que un delicado vitraux le daba un alegre toque de formas y colores.
Se sentó al escritorio para escribir con comodidad y redactó unas breves líneas que no llegaban a ocupar ni un octavo de la planilla. No se extendió en su explicación, lo consideró innecesario. Era un hombre de discurso breve y medida escritura, todo bajo los rigurosos parámetros de la planilla de cálculo que le indicaba cuan largo debía ser un discurso, o cuántos caracteres debían componer una esquela. Hablar mucho, distraía la mente, escribir largas oraciones, confundía los argumentos, esos eran dos preceptos de los que no se apartaba bajo ninguna consideración. Pero en esa oportunidad, la desconfianza acicateó su habitual economía de palabras. Explicó sucintamente sobre las siete muertes producidas en el último período desde que él se incorporó a su cargo designado por el señor presidente. Atribuyó esas muertes a la impericia de “Pérez y Pérez”, a quien sindicó como “incapaz de manejar situaciones ordinarias en la labor diaria de un jefe de su jerarquía”. Renglón aparte, pidió una investigación interna porque a su juicio los lamentables sucesos que culminaron con el fallecimiento del “Señor Coronel Don Arancibia López Huidobro”, como lo llamó en su escrito, permitían sospechar de la existencia de una filtración de seguridad. Ser infidente era una condición detestable y conllevaba la pena de muerte sumaria, tal como le dijo el guardia que lo recibió.
En la parte inferior de la hoja una línea punteada y las palabras “firma y aclaración de la firma”, indicaban al declarante estampar su rúbrica y debajo en letra clara el nombre y apellido. De ese modo el señor general no solo sabría cuál era el reclamo presentado, sino quién era el que lo hacía. Una costumbre usada desde tiempos antiguos, cuando conservar esos documentos que se constituían en verdaderos actos de confesión, era algo habitual.
Cierta nostalgia de prontuarios hizo que se sostuviera la costumbre en el tiempo, desdiciendo las ventajas de los sistemas informáticos. El señor general no usaba computadora, su teléfono celular era antiguo, por lo que carecía de GPS, y limitaba su uso a breves mensajes de texto, por lo general cifrados que él no hacía nunca. Pocos conocían su voz.
En un cuaderno marca “Arte”, rallado, de tamaño A4, volcaba los datos que consideraba eran importantes en distintas operaciones en curso. Si muriera por accidente o por un atentado, era muy probable que resultara bastante difícil deducir sus anotaciones, hechas en una pequeña e ininteligible letra, llena de caracteres extraños y giros del lenguaje que solo él comprendía a la perfección. Tal vez donde escribió blanco quisiera decir negro, y donde alto, bajo. Solo él sabía el contenido de sus anotaciones.
El guardia, como lo había prometido, regresó a los cinco minutos exactos. Reingresó por la puerta contraria por la que había salido, la misma por la que López Teghi ingresó a esa oficina y que daba al enorme pasillo de las infinitas puertas y las brillosas lámparas colgantes. Parecía moverse en círculos. Preguntó de manera cortés si había completado el informe en el formulario. López Teghi respondió afirmativamente. El guardia procedió a sellar el sobre con una especie de lacre, un procedimiento que no era habitual, pero que hizo considerando la desconfianza que el visitante demostró sobre el posible destino de su informe. Cuando terminó de sellar el sobre, se retiró por la puerta que daba al patio interno.
López Teghi esperó con cierta impaciencia su repuesta. No sabía mucho del señor general y las referencias que tenía de él eran escasas, muchas incluso, contradictorias. Algunos lo describían alto, otros bajo; algo gordo, o más bien delgado; calvo unos, con cabellos otros; descripciones opuestas unas con las otras. López Teghi sospechó que tal vez no se tratase de un solo jefe, sino de varios, que se reemplazaban permanentemente, medida que impedía saber cómo era realmente el señor general y quiénes y cuántos integraban el alto mando.
Alrededor de veinte minutos después de que entregó el sobre, cuando la impaciencia ya lo ganaba, por la puerta del pasillo interior ingresó “Pérez y Pérez”. López Teghi no pudo ocultar su sorpresa y desagrado. Traía el sobre que había entregado al guardia, abierto, y su informe, asomándose del envoltorio como esperando la oportunidad para saltar hacia afuera.
Sin mediar saludos “Pérez y Pérez” le dijo que se trataba de la operación “Juana de Arco”. López Teghi debió esforzarse para comprender a qué se refería su colega con la mención de la doncella medieval. El hombre repitió, pero silabeando, “Operación Juana de Arco”. Y dijo en voz alta los nombres de los muertos: coronel Arancibia López Huidobro; Baldomero Dorantes, alias “Bado”; Gavino Siyero o Sichero, alias “Abigaíl Stivia”; Silverio, el portero, (de quien no dijo el apellido); Uxia Parum, alias “Marlene”, dos ejecutores apodados Chikatilo y Víbora, respectivamente y de quienes no mencionó ningún nombre. Siete muertos, en efecto.
—Un desastre –sentenció López Teghi luego de escuchar la lista mortal–, una total calamidad.
—No, para nada. De ninguna manera. La única muerte censurable por apresuramiento fue la del travesti. Esa la lamento. Quería interrogarlo personalmente.
—¿Solo lamenta la muerte del puto y no la del personal a su cargo? –Indignado López Teghi repudió las palabras de “Pérez y Pérez”.

—Sí, por apresuramiento. Hay un tiempo para cada cosa. Apresarlo, torturarlo, matarlo. Ese era el orden establecido. Esa fue mi orden. A la rubia “la quiero viva”, dije, no sé cuántas veces lo dije, ¿cien veces, mil veces? ¿Cuántas? Que fuera travesti no cambiaba las cosas. Con lo que nos costó ese engendro, la plata que gastamos en él, el tiempo que le dedicamos a ese puto… En fin, debo resignarme que ya no se respetan las órdenes como antes. Estoy empezando a ponerme nostálgico como el “Vasco”. En cualquier momento empiezo a cantar ¡Zaf! ¡Zaf! ¡Zaf!
—No va a sancionar a esos hombres que tuvieron la desgracia de perder al detenido, no se lo voy a permitir. Quiero creer que no vamos a castigar un exceso de celo.
—Lo que usted permita o no me importa un soberano carajo. Pero quédese tranquilo, para nada habrá sanciones, ¡para nada! –Exclamó “Pérez y Pérez” con forzado entusiasmo–. Aunque debería… debería. No fue mi orden. Pero tratándose de la muerte de un camarada respetado como el coronel, hasta puedo comprender el exceso de entusiasmo y comportarme magnánimo con los infractores.
—¡Infractores! Deseaba señalarle que… –“Pérez y Pérez” abandonó intempestivamente la oficina dejando a su colega con las palabras colgadas de la boca. Así como entró invocando a la mártir francesa, se fue luego de expresar su comprensión por los asesinos de Abigail y Bado. Salió por la puerta que daba al patio de palmeras. Tras su salida, ingresó por la que daba al pasillo exterior el custodio, quien se dirigió ceremonioso a López Teghi. Parecía que jugaban una especie de persecución entrando y saliendo por las puertas opuestas.
—El señor general desea invitarlo a beber algo.
—¿A beber? ¿Aquí? –Le pareció hasta absurda la propuesta. No respondió a la oferta. El guardia insistió con la invitación.
—Agua, entonces; solo quiero agua. –El hombre se retiró sin pronunciar palabras. “Pérez y Pérez” reingresó a la oficina por la puerta contraria por la que había salido.
—¿Qué le preocupa de los muertos? –Preguntó sin mirar a su interlocutor, releyendo la nota de López Teghi.
—¿A usted le parece aceptable que mueran siete personas, tres de nuestra agencia, sin ningún resultado aparente?
El guardia entró con un vaso lleno de un agua de color amarillo, lo depositó en el escritorio al que estaba sentado López Teghi y se retiró sin decir palabra. El agua era decididamente turbia. López Teghi desistió de beberla. Recordó por accidente la anécdota que le refirieron hacía mucho tiempo, de cómo los originarios esclavizados por los conquistadores y reducidos a trabajo servil, orinaban la sopa que cocinaban para sus amos, como modesta venganza por la explotación a la que se veían sometidos. El color turbio del agua lo asoció a la orina del guardia y por ello desistió de beberla.
—¿Siete le parece un número exagerado de muertos? –Sorprendido “Pérez y Pérez” le preguntó impaciente a López Teghi–. Matamos treinta mil. ¿Qué son siete al lado de treinta mil? –López Teghi debió esforzarse para comprender el paralelo que le proponía “Pérez y Pérez”.
—¿Pero se puede establecer esa comparación? –Preguntó sorprendido por el argumento de su colega.
—¿Por qué no? ¿Qué lo impediría?
—Porque suena exagerada. No hay relación entre la causa, los resultados, los objetivos.
—Puede ser. Para mí el único asunto al que se debe prestar atención es el objetivo que se buscó, no el número de muertos. El problema es el rumbo, el problema es el sentido de las muertes. No la cantidad. ¿Qué se buscó al matar treinta mil?
—Devolver la paz perdida en años de enfrentamientos desbocados, con un gobierno a cargo de personas incapaces. Especialmente la mujer esa que nunca debió ser presidente de la Nación. –“Pérez y Pérez” sonrió con total sarcasmo.
—Bueno… –aceptó con desgano–. Coincido con lo que dijo referido a esos incapaces y la copera. Pero eso no fue lo excluyente. Era un problema que tuvimos que abordar, pero no el principal. ¿En verdad cree eso?
—¿Por qué no habría de creerlo? Así lo pienso y por eso lo digo. –Mientras miraba a “Pérez y Pérez”, este movía su dedo índice negativamente. Acompañaba el movimiento de su mano, con un suave balanceo de su cabeza, repitiendo “no, no, no. La paz no tuvo nada que ver.”.
—¿Y entonces?
—Para acabar con los soviets de fábrica; el problema eran los soviets en las fábricas, en el campo, en las universidades. ¿Qué iba a pasar cuando se propagaran entre los soldados, entre la perrada? Hicimos una nota editorial sobre ese asunto en uno de los diarios de mayor tirada del país. Busque en los archivos, léala, amigo. Además, había que terminar con la fantasía de una nación industrial, científica y tecnológica, tan deficitaria como haragana, amamantando con subsidios a vagos y vivillos, para volver a la sustancia pastoril, la esencia de la nacionalidad, de cuando éramos “el granero del mundo” y hasta podíamos haber lucido refulgentes en la corona de su majestad la reina.
Cuando no había sindicatos, ni ligas agrarias, ni centros de estudiantes. Para eso lo hicimos. Para volver al esplendor del Centenario.
—¿Y los camaradas presos…?
—¡Y los camaradas presos! ¿Y los camaradas presos? –Preguntó al tiempo que se encogía de hombros– Una desgracia –afirmó reflexivo–. Una pérdida lamentable. Fue la cagada de Malvinas la que nos dejó descolocados. En eso siempre le di la derecha a López Huidobro, aunque nunca se lo dije para que no fanfarroneara, detestaba su soberbia. Me afectaba como un virus incorregible. Él solía enfurecerse cuando recordaba la estupidez de enfrentar a la OTAN, a Inglaterra.
Ahora hay que apechugar. ¿Una amnistía? ¿El perdón presidencial? No lo sé, no tengo vínculo con los políticos de turno, mi jefe está en algún lugar de este edificio o de otro cualquiera. Además, no tengo la bola de cristal.
—La amnistía o el perdón presidencial son evaluados permanentemente –López Teghi explicaba para demostrarse informado por la propia presidencia de la nación–, pero hasta ahora, todo intento por resolver el asunto resultó infructuoso. No lo descarte, pero no lo dé por seguro. El arresto domiciliario es una medida plausible.
—¿Y si se equivoca?
—¿A quién le puede importar si yo me equivoco? El presidente actuará conforme a sus ideas.
—Tiene razón, le doy toda la razón. “¿A quién le puede importar?” Parece tan seguro sobre este asunto. –“Pérez y Pérez” adquirió un tono de burla.
—Lo estoy. –Afirmó López Teghi presumiendo de su relación con el presidente.
—Bien. Pero de aquellos acontecimientos emergió otra Argentina; modificamos su destino y tal suceso solo se pudo hacer con sangre. A veces hasta ríos de sangre son necesarios, como fue en España. Aquella Argentina dejó de existir el mismo día de nuestra entronización.
El asunto de los soviets sigue siendo un tema para la reflexión, pero hasta ahora son un cáncer acotado; los que se disfrazan por conveniencia de progresistas detestan los soviets, solo proponen su demagogia berreta. Es una alternativa hasta graciosa. Mientras sea así, nada extraño puede ocurrir en el futuro. Son los “progresistas” que convocan a la marihuana libre y la cocaína libre y cualquier droga libre. Para peor ni piensan en el negocio. Orwell los describió en “1984”. Son los propagadores de esos “proles” sobre los que el inglés escribió. ¡Estúpidos!
No mueven la aguja, por el contrario, consolidan el cambio. No nos interesan salvo para la dialéctica del bipartidismo gatopardista. Nos interesan los otros, los hijos de Babeuf, los herederos de la “conspiración de los iguales”, esos de los que aún hoy ni siquiera se saben sus nombres, los que siguen reivindicando los soviets criollos, los cuerpos de delegados, instrumentos de doble poder. Y también a los otros, los progresistas del avión a reacción, del plan nuclear, del vector Cóndor, y “tutti quanti”. Ahora vamos en camino a insertarnos al mundo real, a encontrar nuestra complementariedad productiva, como fue en los mejores momentos de nuestra historia.
—Usted me habla de asuntos de Estado. ¿Y qué tienen que ver esos hechos históricos con este descalabrado del que yo he venido a hablarle al señor general?
“Pérez y Pérez”, quien había perdido toda su gracia y había abandonado el refranero pintoresco que lo caracterizaba, parecía cada vez más fatigado. Atravesaba esa condición desde que supo de la jugarreta de Podestá con el rosario. Su aflicción fue tan poderosa, que hasta el propio Reinafé tuvo que animarlo para que recobrara algo de su picardía.
Parecía impotente para explicar la dimensión de los sucesos que tanto inquietaban al tecnócrata. Sin mediar palabras, le dio la espalda y salió al pasillo principal, como si repentinamente lo atacara la necesidad de escapar de aquel reducto soporífero y enceguecedor.
El tubo fluorescente parecía iluminar con una luz más intensa a medida que trascurrían los minutos. Se oyó desde el pasillo que suspiró profundamente, tal vez tratando de respirar un aire menos enviciado del infinito pasillo lustroso. Reingresó por la puerta del patio de palmeras en un instante insignificante, como si tuviera la capacidad de aparecer y desaparecer gracias a un don misterioso, girando en círculo alrededor de aquel cubículo pequeño en el que López Teghi transpiraba calentado por la luz del tubo fluorescente que se hacía más y más caliente con el paso del tiempo.
“Pérez y Pérez” volvió a acomodarse en la silla que estaba en el lado opuesto a donde el escritorio. Sus movimientos confundían a López Teghi, quien no estaba acostumbrado a ese torbellino de palabras y gestos.
—¿Por qué usted cree que hemos fracasado? –Agregó sin darle tiempo a reflexionar sobre la pregunta–. El resultado ha sido bastante bueno. No será el óptimo, pero el resultado es positivo. No tengo dudas. Pienso en sus objeciones y no les encuentro asidero.
—¿Le parece? ¡Siete muertos “Pérez”! ¡Siete muertos! ¿Y qué tenemos?
—“Pérez y Pérez”, doble apellido, por favor, “de mierda” como diría el finado, pero doble. No me relaje, quiere. –López Teghi se disculpó con un gesto–. No insista con el número de muertos, es intrascendente; si prefiere llámelo “asunto insustancial”, “problema irrelevante”. Agentes liquidables, algunos discrepantes, personas descartables. Los yanquis le dicen “daños colaterales”, aunque no es el caso. Usamos siempre material descartable, desde tiempos inmemoriales, minucias sin importancia. No tiene nada de extraordinario, algo de músculo, algo de sangre, algo de cerebro perdido. Usted mismo se beneficiará de ese material en su momento.
—¿López Huidobro era material descartable? –“Pérez y Pérez” inspiró profundamente el aire espeso y caliente del ambiente, cargado de dióxido de carbono; lo retuvo algo mareado unos largos segundos y exhaló con fuerza, fatigando.
—No. Para la Agencia claro que no, pero él decidió descartarse. Por dos razones. ¡Me corrijo! Por tres.
—¿Tres? ¿Cuáles? Sí puedo saberlo…
—No es que pueda, debe. Debe saberlo para su entendimiento. Por eso el señor general me mandó a hablar con usted. No estoy aquí porque platicar con usted me cause algún placer novedoso.
La primera razón es porque su comportamiento había dejado de responder al esquema de la obediencia debida y se había transformado en uno de desobediencia manifiesta. Se había vuelto ingobernable. Podríamos resumirlo de este modo, López Huidobro era partidario de “hacer lo que se me canten las pelotas”. Si le suena desagradable, podría decirle “no rindo cuenta nunca de mis actos”. Eso podría ser entendible en la época del general-presidente, cuando gozó de ciertas licencias. Estábamos de cacería todos los días, matábamos cincuenta, sesenta, ochenta personas cada veinticuatro horas, como se estableció en los planes previamente diseñados. Es lo que ahora llaman “plan sistemático”, como si fuera una genialidad. Si hay plan es sistemático, porque lo sistemático es lo que caracteriza a un plan. Justamente un “plan” es un modelo sistemático que se elabora antes de realizar una acción. ¿Comprende? Si no todo estaría librado a la improvisación y se sabe que la improvisación lleva al fracaso.
Reconozco que había hasta cierta libertad de acción. Recompensa: botín de guerra. Y promesas de ascensos sin largas dilaciones. Pero eso cambió. Las cosas cambian, ¿no lo cree? –López Teghi seguía con atención la explicación de “Pérez y Pérez”–. Es muy importante comprender la naturaleza de los cambios, de lo contrario se comenten errores graves que terminan perjudicando al conjunto de la Institución.
—¿Tanto cambiaron las cosas?
—Sí, mucho. Hubo que replegarse; no fue en desbandada, eso es estúpido. Nos retiramos, ordenados, cuidando nuestras espaldas. Así y todo, muchos quedaron en el camino, fueron llevados por la turba a los tribunales a rendir cuentas. No fue nuestro caso, porque nosotros siempre estamos entre las sombras. Ni siquiera entre las sombras, nosotros pertenecemos a los repliegues menos visibles del poder real, mucho más allá de las sombras. No tenemos nombre, ni rostro, nuestras familias, si las tenemos, no es mi caso, no saben quiénes somos ni de qué trabajamos. No saben nada de nosotros, solo la mentira organizada que les repetimos a diario para su tranquilidad. Pero el “Vasco” nunca aceptó la idea del repliegue. Mientras la gente gritaba “nunca más”, él insistía con “un vuelo más”. Y se exponía, gratuitamente, provocando su suerte, pero lo que era más grave “nuestra” suerte. El problema es la comunidad, el bien común.
No son momentos para “un vuelo más”. Los procedimientos cambiaron, los objetivos también cambiaron, aunque no en su esencia, que es conservar el poder. Es época de tomar nota de todo y de todos, para cuando tengamos que volver a actuar, si es que nos vuelven a convocar. Así de simple. Que ellos crean en su eslogan “nunca más”, que nosotros sabemos que en nuestro país no hay “nunca más”. Solo un cambio de verdad puede terminar con nosotros y yo trabajo para que eso no ocurra.
Diseñamos los Proyectos de la A, a la X. Rediseñamos el espionaje interno, lo emboscamos no de manera muy sofisticada, desde ya, porque en este país lo muy sofisticado nunca funciona.
Los que fueron contendientes hasta fines de la década del ochenta nos enseñaron cómo amoldarnos a los cambios. Yo mismo estudié en Londres y luego fui a Moscú a comprender esas alteraciones de los sistemas de Inteligencia que manifestaban esa nueva realidad mundial. Tenga cuidado, no le pase a usted lo que López Huidobro. Usted es un pregonero de la globalización. ¿Pero qué seguridad tiene de que la globalización goza todavía de buena salud? No se equivoque. Piénselo. Piense en el Brexit, amigo, son nuevos vientos, los vientos que soplan en el mundo.
El “Vasco”, por desgracia, quedó estancado en la guerra fría. Nunca vio que el mundo cambió y que esos cambios modelaban transformaciones dentro de nuestro país y de nuestra Institución. Debimos adaptarnos. Hay especies que no lo logran y sucumben. ¿Me explico? –López Teghi con un leve cabeceo pareció rechazar toda esa disquisición de “Pérez y Pérez”–. Podestá perteneció a una de esas especies que no pudieron adaptarse. Tal vez en su escepticismo estuviera la razón de sus vicios. No tengo idea cómo operaba en psiquis su retorcida sexualidad. Pero eso ya no tiene importancia.
—¿La segunda razón?
—Podría decirle que fue un robo, pero prefiero decir que fue un capricho enfermo. Sí, una extravagancia de su enorme vanidad. Y su comportamiento puso en riesgo una relación entre Estados, afectó a nuestro jefe quien quedó como un pelele ante el extranjero. Y no hay jefe, por más magnánimo que sea, que soporte que un subalterno lo deja minusválido ante sus acreedores. Téngalo presente porque este asunto le va a tocar resolverlo a usted.
—¿De qué me habla? –López Teghi exclamó casi temeroso.
—Tiempo al tiempo. No seré yo quien lo ponga al tanto de este asunto. Hay un documento que le vamos a dar a leer. Llévelo. No se apure en leerlo, dese tiempo para asimilar la información. –López Teghi gesticuló resignado al verse obligado a esperar que la información de ese asunto llegara a su conocimiento.
—Y la tercera razón fue la droga. –Continuó su explicación “Pérez y Pérez”–. Muy enviciado. Le dimos todo lo que pidió. Pidió sexo, le dimos sexo. Pidió droga, le dimos droga. Pidió fondos para atender sus necesidades, le dimos fondos. Todo lo que tenía que hacer era fingir que estaba desprotegido, y dejarnos hacerle creer a los de la logia que había un grupo de disidentes que ofrecía ajusticiar a Podestá (el “desprotegido”), por su horrible crimen contra uno de sus hombres. No cualquiera, claro. Fue el jefe de la custodia de “La Reliquia” durante muchos años. Se debe haber sentido como Fernández Campero. Pero de él no quedó nada que repatriar. Cremar su cadáver fue un gran acierto. Lo volatilizamos, se hizo humo y no quedó ni un puñado de cenizas de quien fuera. Muy importante en una sociedad tan necrófila como la nuestra. Los muertos se vuelven rápidamente motivo de culto. “Fulano vive”, “mengano no ha muerto”, “zutano vuelve”. Una constante de nuestra idiosincrasia. Por eso lo cremamos, para impedir que fueran en procesión a ponerle flores y rezar como si se tratase del “Gauchito Gil”.
López Huidobro no tenía que hacer otra cosa más que disfrutar sus pedidos. Nosotros armábamos la historieta y él gozaba con sus drogas, con su travesti, con sus dineros. Pero nada lo conformaba. Cada vez que me cruzaba con él, tenía que aguantar su cantito: “¡Zaf!, ¡Zaf!, ¡Zaf!”. –López Teghi no alcanza a comprender a qué se refería. “Pérez y Pérez” descifró el gesto de ignorancia en el rostro del hombre–. ¡Vuelos de la muerte! –Exclamó, haciendo un ademán con su mano como si fuera una hélice ascendente–. ¡Vuelos de la muerte! Extrañaba los vuelos de la muerte. Y hacía el ruido de las aspas contra el viento sobre el río, “¡Zaf!, ¡Zaf!, ¡Zaf!”, como la noche aquella en que tiró la monja al río y se quedó con la joya.
—¿“¡Zaf!, ¡Zaf!, ¡Zaf!”?
—Sí, “¡Zaf!, ¡Zaf!, ¡Zaf!” Se lo explicamos de todas las maneras posibles. “No es el momento”, le dijimos en más de una oportunidad, “No es el momento”, le repetimos. “Ahora –le explicamos– saquemos punta al lápiz y tomemos notas de todos y de todo”. O, como se dice ahora, “de todas y todos”. “Ya volverán las oscuras golondrinas de su balcón, los nidos a colgar…” Pero López Huidobro se sabía acabado. Desobediencia, droga, incomprensión de los cambios… robo, vanidad, mucha vanidad. Ya lo dice la Biblia, “¿Has visto a un hombre que se tiene por sabio? Más esperanza hay para el necio que para él”, proverbios 26:12, pero Podestá hacía rato que no leía la Biblia.
El señor general estaba muy enojado, diría, enfurecido por ese robo. Le arrancamos un gesto magnánimo, permitió que le ofreciéramos una última tarea y luego, ¡el bronce!, llevarlo a la condición de héroe nacional. No morir como un don nadie, repudiado por sus jefes. Un nuevo héroe forjado en los socavones del poder más desconocido. Pero se cargó una sobredosis de “Juana de Arco”, y se murió antes de tiempo. De irresponsable, por desobediente, o por hijo de puta. Porque la dosis que le dimos no era mortal, así que él se procuró una cantidad mayor, que fue la que lo mató. ¿Por qué? Porque no iba a volver al mundo que lo parió, no iba a poder quedarse con lo que se robó, que se transformó en otra droga más brutal que la cocaína, que “Juana de Arco”, que cualquier otra. Eso no le pertenecía, pertenecía al Estado, donde radica el verdadero poder. Pero él estaba convencido de que la joya era de su propiedad por derecho de conquista, por botín de guerra.
No se soportaba más su intransigente desobediencia, una desobediencia que abrevaba en los vicios más abyectos, y el vicio solo conduce al vicio y nunca a la virtud, ni siquiera a la menos sacrificada.
Con la sobredosis, casi nos jodió la operación. Yo creo que lo hizo de puro hijo de puta. –López Teghi se sacudió conmovido por la afirmación del otro. No podía asimilar lo que estaba escuchando.
—¿Y cuál era el objeto de la operación? –Preguntó para alejarse de esos comentarios que lo intrigaban.
—Distraer.
—¿Distraer? No entiendo. ¿Cómo que distraer?
—Distraer. ¿No sabe lo que es distraer? –“Pérez y Pérez” preguntó con fastidio.
—Por supuesto.
—¿Y entonces?
—Pero no comprendo.
—Crear un falso ámbito de lucha. Una venganza imposible. Como un decorado, una escenografía falsa, algo que pudiera resultar atractivo para los menos experimentados de esa runfla de patriotas, algo realmente cautivante. Solo necesitábamos distraerlos. ¿Comprende? Que la Logia se distrajera, porque cuando un estado mayor se distrae, comete errores. ¿No conoce lo que dijo Napoleón?
—No. No leo a Napoleón.
—Lo mal que hace. Debería. “Si el enemigo se equivoca, no lo distraigas”. Distraerse es una equivocación, pero en la lucha de clases, distraerse es una grave equivocación y por lo general, se paga con la vida.
Les ofrecimos una exquisita venganza, una humana tentación de revancha. Para eso le mostramos parte de la podredumbre interna, el negocio de las drogas, la trata, la prostitución, el sexo prohibido, debilidades. Todas humanas debilidades. Les mostramos ambientes donde la corrupción brotaba como una infección, les dimos el espejismo de una Agencia fragmentada hasta el tuétano, lisiada por enfrentamientos internos. No digo que no existen, pero aún no son terminales. Una agencia incapaz de cuidar a los suyos. Un elaborado distractivo, pero López Huidobro la cagó con su muerte.
—¿Y entonces cómo dice que fue exitosa la operación?
—Porque a pesar de todo, los relicarios cometieron una distracción. Necesitamos una distracción y la obtuvimos, no por mérito nuestro y más allá de la sobredosis del “Vasco”. ¡Después que me digan que la casualidad no existe!
El hermano de ese, que se hacía llamar “Bado”, integra la comitiva que cuida a “La Reliquia”. Teníamos este dato, pero no su ubicación. El tipo no usaba celular, ni internet, ni reloj, ¡nada de tecnología! De otros que componían el grupo íntimo de la momia teníamos algunos datos, en especial de su nuevo jefe, un policía retirado, incorruptible, por eso lo echaron de la fuerza. Pero necesitábamos la ubicación. Andábamos cerca, pero al mismo tiempo, lejos. Hasta el clima nos atacaba. El viento conspiraba, la lluvia nos perseguía, la naturaleza se rebelaba contra nosotros.
Cuando los paisanos nos detectaban, borraban las huellas, confundían los caminos. Nos entorpecieron el trabajo todo el tiempo. Pero un día, ese “Bado”, llamó a su madre, la madre “enferma”. No sabe qué fácil es enfermar a una persona. La envenenamos a cuentagotas, para que sufriera, pero no para que muriera. La ciencia ha dado tantos progresos que hoy hasta podemos manipular la salud y la enfermedad, la vida y la muerte y ni los mejores médicos podrían darse cuenta con qué “enfermedad” estaban tratando. Y al final, corrido por la angustia, el hijo pródigo ¡llamó a la madre enferma! ¡Por fin! Dijimos. La nostalgia es una enemiga cruel de las conspiraciones. Y la nostalgia del que se supone en falta por su ausencia, es corrosiva, como los ácidos que le gusta usar a su amigo “El Morro”.
La nostalgia inserta un sentimiento de culpa, y aunque sea muy pequeña esa culpa, no le permite partir para siempre a un hombre, lo hace volver, lo obliga a retornar a un momento de su vida, a un afecto, a una alegría, a una preocupación, a un error. La nostalgia aqueja, la culpa paraliza. La nostalgia es enemiga de la clandestinidad. ¿Y qué es lo más difícil de abandonar, de dejar de lado? ¿Qué paraliza a un hombre cuando cree que lo va a perder? El amor de la familia, de una madre, más si se la piensa enferma, de una esposa, de los hijos, de una amante voluptuosa. El amor hace al hombre perder la cabeza, lo desguarnece y lo deja inerme ante sus enemigos.
Los lobos no esperamos amores, esperamos carne fresca y sangre que calme nuestra sed. Cuando se es lobo del hombre se come carne humana, y se aparea por necesidad reproductiva, no por amor. ¿Usted es un lobo? Lo dudo, parece otra clase de animal. –López Teghi prefirió el silencio. Acomodó sus cabellos con la mano derecha y adquirió una actitud reflexiva–. Podestá fue lobo, pero dejó de serlo, por eso fue devorado.
—¿Y con esa llamada qué lograron?
—Ubicar la posición de la madre. A partir de entonces solo esperamos que la nostalgia en la culpa hiciera lo suyo. O que la madre tocara los timbres adecuados. La espera dio sus frutos, porque también el otro hijo la llamó, inquieto por las noticias sobre la salud materna. ¿Cuántos kilómetros se puede viajar de un punto clandestino a otro para hacer un llamado? ¿Cinco kilómetros? ¿Diez? ¿Veinte? Peinamos muchos kilómetros a la redonda hasta que ubicamos el lugar. El hermano nos condujo a la madre y la madre al que estaba con “La Reliquia”, y todos guían a nuestras tropas, aunque no lo sepan, hacia su exterminio.
La madre, ¡la madre! Ella, que sería capaz de dar su vida por proteger a su cría, nos la entregó sin siquiera sospecharlo. ¡El teléfono! ¡Viejo enemigo de las clandestinidades! ¡De los encuentros íntimos! ¡De los encuentros furtivos! Cuando una madre entrega un hijo, o cuando un hijo entrega a la madre, se produce un estado de satisfacción inexplicable. Y cuando una madre y sus hijos entregan algo por lo que creían que estaban hasta dispuestos a dar la vida, es ¡extraordinario!
Es orgásmico, indescriptible. Qué la delación sea la resultante del amor, ¡es maravilloso! Alguna vez lo disfrutará, cuando esté detrás de un objetivo que le haya quitado el sueño, las ganas de comer, de tener sexo. Esa delación inducida de la madre, como una variante de un suicidio en etapas, nos permitió poner en marcha la campaña de cerco y aniquilamiento. –Cínico recitó una frase de un escritor ruso para burlarse de los relicarios–. “Así es la vida. Yo lucho contra ella, no la quiero tal como es.” Estamos a pocos momentos de acabar para siempre con “La Reliquia”.
—¡¿Ahora?!
—¡Sí, ahora! Ahora mismo, en efecto. ¡Alégrese hombre! ¡Olvídese de los costos! Tropas de elite, de las mejores, en breve se dirigirán a un lugar apartado cerca del río Paraná a terminar con todos esos perturbadores; el fantasma bicentenario de la revolución, el idólatra de las reformas, el progresista de verdad y su séquito. ¡Y esa gloria puede ser suya! ¡Cómo lo envidio, amigo! ¡Cómo lo envidio! Lo reconozco.
López Teghi no alcanzaba a compartir la euforia de su colega. Dudaba de la aseveración de que el éxito final estaría en sus manos, que “Pérez y Pérez” afirmaba con tanta convicción.
—¿Y por qué va a estar en mis manos ese éxito? –Preguntó escéptico. “Pérez y Pérez” se desentendió de la pregunta. Le habló del portero, de Silverio, a quién López Teghi acusó siempre como uno de los conspiradores.
—No quiera cambiar el tema de la conversación.
—Después le aclaro lo suyo, no sea ansioso, respete mi antigüedad.
—El respeto no se lo voy a tener por sus años de servicio.
—Paciencia, hombre. Paciencia. No todo es una fórmula del Excel.
—Está bien, está bien –se resignó ante la intransigencia del otro–. Hablemos de Silverio entonces. ¿Y qué hay con el portero, el protegido suyo?
—Nos cagó. Así de simple. –“Pérez y Pérez” lo explicó de manera directa.
—¿Nada más? ¿Es todo lo que tiene para explicar?
—Sí. No hay más. Nos cagó.
—Esa no es una explicación. Ese trabajaba para nuestros enemigos…
—No hay pruebas. Nos cagó, nada más. ¿Nunca lo cagaron en su vida?
—Usted lo protege.
—Yo no protejo a nadie. Miento. Solo me protejo a mí mismos, ningún otro me importa. Nada personal. Me protejo a mí que es proteger a la Agencia.
—Deje de sanatearme. Lo que usted dice no es una explicación, se lo repito. –López Teghi habló fastidiado por la simplificación del otro.
—Tal vez. Pero yo no tengo la explicación de todos los fenómenos del comportamiento humano. Nunca lo habíamos puesto en un escenario de muerte como le pedimos. Solo tenía que degollar al travesti. El hombre pudo haber considerado que le pedíamos algo que lo superaba. Tal vez temió que fuera una celada. Si fue así, tenía razón. Era un liquidable. No le auguramos nada impropio a uno de su especie.
—¿Ya encontró el cadáver de Silverio?
—No. Tal vez sobrevivió. Escapó sin rumbo.
—Si el portero sobrevivió, esa sí que es una cagada.
—No tiene importancia. Ya se remediará. Lástima que mató a dos compañeros, eso es algo que no tiene perdón. –No estaba arrepentido de haber confiado la tarea a Chikatilo y Víbora, eran buenos elementos, aunque algo desatentos a los detalles, y ya se sabe dónde es que el diablo siempre se esconde. Si hubieran tenido en cuenta todas las circunstancias, tal vez estarían vivos. ¿O debería haber enviado a Segni y “El Morro”? Se interrogó en voz alta. El forense hubiera resuelto el asunto con una abundante cantidad de ácido. “Nada escapaba a su capacidad desintegradora”, recordó que “El Morro” repetía regodeándose de las perturbadoras imágenes de los quemados con ácidos. El fuego del odio, que invocaba como remedio de supuestas injusticias contra su persona. Ni músculos, ni huesos soportaban la destrucción al calor de combinaciones químicas terminales. Pero le reprochó a López Teghi la liberación del forense. Le pareció de mal gusto.
—Sé que el abogado de su esposa nunca le mandó esa demanda de divorcio. –Le dijo en tono de reproche.
—¿No? –“Pérez y Pérez” dibujó una mueca de incredulidad entre sus ojos–. ¿Qué extraño?
—No veo nada de extraño, usted sabe muy bien cómo ocurrieron las cosas.
—“El Morro” es un desquiciado. Usted quiere posar por un alma caritativa y se equivoca de cabo a rabo. Sé que se hizo presente en la Alcaldía de Tribunales y con métodos poco recomendables reclamó a viva voz la liberación del forense acusado de asesinar a su esposa con una generosa cantidad de ácido. Diga que me agarró con las valijas en la mano, de lo contrario no solo el loco ese quedaba preso.
—Lo quiero trabajando conmigo.
—Allá usted. Sabrá por qué lo hace.
López Teghi fue provisto de fotos y filmaciones en las que aparecían el fiscal de la causa y hasta el propio juez. Las del primero no eran mayormente comprometedoras. Aunque el hombrecito sabía que una perversa, aunque fuera confusa, campaña en informativos pagos por la Agencia, podía dejarlo para siempre fuera de la carrera judicial.
Las del juez, en cambio, eran subidas de tono. No es aceptable que la imagen de un juez en pelotas persiguiendo a un muchachito al que quiere violar. Obligada, la clase política y hasta la familia judicial debe repudiarlo. Cuando el juez vio unos pocos cuadros de la filmación, ordenó la inmediata libertad del acusado.
Así, López Teghi obtuvo la liberación de “El Morro”, casi de forma inmediata. Los medios silenciaron el suceso. La carátula cambió en un abrir y cerrar de ojos; de “Homicidio agravado por razones de género. Femicidio” a “Accidente doméstico”. “Pérez y Pérez” sabía que el sistema judicial se cobraba esas afrentas. Solo esperaban que la oportunidad se presentara favorable para tomarse venganza de sus perseguidores. No era recomendable chantajear jueces y fiscales, amenazando liquidar sus reputaciones como si se tratara asuntos menores, y menos por un hombre que no merecía esa atención.
—Quiero saber por qué lo del freezer.
—¿Lo del freezer? –“Pérez y Pérez” se encogió de hombros y rio con cinismo–. ¿No entiende lo del freezer? ¿Qué no entiende?
—Nada.
—Para que no se pudra el cuerpo. ¿Por cuál otra razón lo habríamos hecho?
—¿Nada más que por una cuestión de conservación?
—No solo por eso, es verdad. También sirvió para enfurecer a toda la Agencia. Somos una sociedad amante del culto a los muertos. Los veneramos, los idolatramos y exigimos que sus cadáveres sean tratados con dignidad, muchas veces mayor a la que le propinamos en vida. Todos consideraron una agresión a la comunidad ese vandálico acto sepulcral. Excelente.
—¿Excelente?
—Sí, excelente. Se busca un efecto, se logra. Se achaca un crimen que todos aseguran que es verídico. Si le gusta más, llámelo manipulación. Después de todo, el hombre estaba muerto, no iba a tener frío. Pero lo principal era que no se pudriera el cuerpo. –López Teghi exhaló el aire de sus pulmones como si tratara de deshacerse por su boca de la imagen del muerto congelado, que llevó como una carga desde el día del hallazgo del cadáver.
—¿Y las prostitutas y su burdel ServuS? ¿Esa Marlene, Marian, Marcia? Todas con “M”, como si fuera un acertijo.

—¡Todas con “M”! Qué interesante apreciación. Pero supongo que fue casualidad que todas se llamaran con nombres que empezaban con “M”. Le juro que no hay ninguna disposición de la agencia por la que todas las putas se llamen con nombres que empiecen con “M”. Se lo juro.
—Del travesti es mejor no hablar.
—Bien, no hable si no lo desea. No vamos a discutir acá sexo y género. No tengo ganas. Para mí, un misterio de la naturaleza, una simbiosis extraordinaria, la perfección de la androginia.
De las chicas, ¿qué le puedo decir? Marlene, un desecho, nada de qué lamentarnos. Marian, inorgánica, protegida por el Honorable Senado de la Nación.
—Lo sé. Me llegó una orden directa del presidente de no involucrarnos con ella.
—¡Todos los votos valen a la hora del escrutinio!
—¿Y esa Marcia?
—Orgánica, la Agencia la puso ahí para controlar dinero, información, tráfico de personas, todo. Muy eficaz. Por ella ServuS perdurará, porque mientras haya un burócrata con un peso en el bolsillo, la prostitución y sus sofisticaciones encontrará mercado. Y las burocracias son una enfermedad de los Estados, un padecimiento imposible de eliminar. Dinero y prostitución van de la mano, como un cuerpo lleva su sombra a todos lados. El cierre de ServuS es solo temporario.
—¿Y la investigación de los peritos, los detectives, los expertos en BAIS? ¿Qué sentido tuvo todo ese derroche de esfuerzo de gente que ni siquiera sabe que fue instrumentado para una operación de la que no tiene la menor idea?
“Pérez y Pérez” se levantó de su silla como impulsado por un resorte y dejó nuevamente el cuarto por la puerta que daba al patio de palmeras. Resoplaba fastidiado de que todo fuera medido por una planilla de costo-beneficio. Rodeó a López Teghi para salir, sin dejar de mirarlo, los ojos inyectados en sangre, como cargado de odios que contenía y que muchas veces resultaban el verdadero combustible que alimentaba sus deseos. Volvió sobre sus pasos. Recuperó el tono circunspecto que lo caracterizaba.
—Decorado, simple y sencillo decorado, amigo. Usted se preocupa por los flecos del asunto. ¿A quién le inquieta si uno, cinco o diez tipos se la pasaron deduciendo qué mierda decía el rollo que le metimos en la boca? ¿También quiere saber para qué le metimos el rollo en la boca?
—No, en verdad ya no me interesa.

—¡Para joder a la logia! ¡Para eso le metimos el rollito en la boca! Y para divertirnos haciendo trabajar a nuestros detectives y a nuestros científicos. No solo de pan vive el hombre. Un bonito ejercicio. Algo de humor…
—¿Algo de humor? ¿Un bonito ejercicio? ¿Qué clase de hijo de puta es usted?
—De los mejores.
—¡Claro! ¿Y el asunto del agente doble? –López Teghi esperó a ese momento de la discusión para hablar del tema que más lo preocupaba.
—El doble agente, el famoso “topo”.
—Sí, ese que negó hasta el cansancio. Que la CIA, que la KGB, que la puta madre que me parió y no sé cuántas cosas más dijo aquella vez para negar lo del “topo”.
—¿Y qué quería que dijera? ¿Qué lo publicitara? Ahora ya lo sabe. ¡Lo sabe! ¡Alabado sea López Teghi! ¡Tenía razón! ¡Qué bueno! Dígame una cosa –abandonó su burla intempestivamente– ¿quién lo informó?
—¿No lo imagina?
—Soy algo ingenuo, López Teghi.
—No aceptaré que siga burlándose de mí.
—No lo hago, amigo, para nada.
—Le repito mi pregunta…
—No es necesario –lo interrumpió “Pérez y Pérez” algo fastidiado por el tono amonestador del burócrata–. No dimos con él.
—¿Cómo? –López Teghi estaba realmente indignado–. Ese pendejo que puso a las órdenes de López Huidobro es un agente doble.
—¿El pendejo? ¡No! ¡Qué va! Está equivocado, nunca lo fue, nunca podía serlo. ¿Usted lo vio? A quién se le ocurre. Apenas un cebo útil.
—No es la información que yo tengo.
—Está confundido, amigo, es la información que nosotros hacemos circular. Es mejor que los relicarios crean que nosotros atribuimos a ese muchachito la condición de doble agente. No hay que levantar la perdiz. Ese muchacho fue reclutado por nosotros a sabiendas de quien era. Lo proyectamos, le dimos cabida para que hiciera su tarea y nos condujera a quien realmente nos interesaba. Pero no resultó como esperábamos.
—¿Y Reinafé sabe de esto?
—¿Usted qué cree?
—Eso es inadmisible…
—¿Qué carajo es inadmisible?
—¡Lo que me está diciendo!
—¡Por favor! Parece un sacerdote cuando habla. Si quiere darme lecciones de Excel las acepto, pero de doble juego, no me hable porque usted es un novato en este asunto. En Inteligencia no hay nada que sea “inadmisible”, entiéndalo ahora, que todavía está a tiempo.
—Sus resultados no respaldan su soberbia.
—Él debía conducirnos al agente doble. Pero nunca estuvo en contacto con él, nunca. Ha sido un simple instrumento, nuestro y de la otra parte. No fue él quien resolvió cómo modificar la orden para la captura de “La Reliquia”, él solo la ejecutó.
—Y quién fue, entonces, ¿puedo saber?
—El topo, el verdadero topo, el doble agente… Todavía quedan algunos. ¿Leyó “La chica del tambor”?
—No vine a hablar de literatura con usted…
—Como guste. El agente doble, por ahora, vivito y coleando…
—Un fantasma, según usted…
—Otra frustración en mi carrera, nada por qué cortarse las venas.
—Es ese pendejo.
—Olvídese, el muchacho no nos sirve más, no nos conduce a nadie y a nada. A veces se gana, a veces se pierde.
—Nosotros nos ocuparemos de él, nuestros interrogadores lo harán hablar.
—No tiene nada útil que decirnos.
—Siempre hay algo que decir.
—No lo que nos interesa, no tiene ni idea de quién se trata. Pero si quiere torturarlo para satisfacerse, no me voy a oponer. Suelo usar esos procedimientos como terapia, aunque en este caso no lo recomiendo. Cuanto más se hable del asunto, más pondremos en guardia a los relicarios. Es mejor estimularlos a que se confíen de sus éxitos. Es un procedimiento que suele usarse, una técnica del judo.
—Sus procedimientos son calamitosos… –López Teghi lo recriminaba sin poder disimular su ira.
—Usted cuestiona mis procedimientos porque todo lo mide desde la perspectiva del ahorro del presupuesto que le impone la mierda de su hoja de cálculo. Pero ese ahorro no sirve para un carajo. Todo lo que se hizo fue correcto, porque el fin justifica los medios. Todos los funcionarios involucrados en esta operación fueron como extras de una gran película. Estoy dispuesto a aceptar de una clase “c”, como le gustaba al finado. No me molesta para nada. Argentina tiene mucho de cine clase “c”.
Esa filtración, ese doble agente, es mi regalo. Es todo suyo. ¡A ese le tocará eliminarlo a usted! ¡Y a usted le tocará dirigir la incursión final para capturar a “La Reliquia”! Porque a mí ya me destinaron a una gira. ¡López Teghi!, –exclamó “Pérez y Pérez” abriendo los brazos como si estuviera por abrazar a su interlocutor–, usted me reemplazará en mi puesto, porque así lo dispuso el señor presidente a pedido del señor general, o el señor general a pedido del señor presidente. Como se dice, el orden de los factores no altera el producto. Y yo me voy de gira por un largo y descansado período. ¡Chau López Teghi! ¡Dios acompañe su quehacer y lo bendiga de éxitos!
—Yo no involucro a Dios para nada. Las cosas de Dios me las tomo muy en serio. Reconozco sí, que le hice llegar al señor presidente mis opiniones sobre todo este asunto.
—Lo sabemos. Usted fue mi pasaporte a una gira internacional, se lo agradezco de corazón. ¿No comprende que usted también fue manipulado en todo esto? –López Teghi miró al hombre con asombro por su afirmación. “Pérez y Pérez” sonrió satisfecho.
—También debe saber que por mi intervención el señor presidente quiere un informe de todo lo ocurrido. –López Teghi le respondió cómo si al otro lo intimidara en algo sus intervenciones ante el presidente.
—Lo tendrá. Le aseguro que lo tendrá. No de mi mano, claro. El general está trabajando en él. Y cuando pueda acompañarlo con una escueta nota que reseñe que hemos cumplido exitosamente la orden de captura y ejecución de “La Reliquia”, allí le entregará al presidente el informe que pidió. Si además captura al doble agente, entrará en la historia del sistema como uno de los más encumbrados miembros que honró esta sagrada institución de la patria. “López Teghi”, dirá la placa, “el que acabó con “La Reliquia” y con todos sus servidores. Vanaglóriese, amigo, está en su derecho.
López Teghi quedó suspenso, tratando de asimilar que ese momento trascendente lo encontrara a él a cargo del operativo. Nunca lo hubiera imaginado. Caviló un instante, moviendo en ambos sentidos su cabeza. Sus ojos no revelaban un estado de satisfacción y si un profundo odio hacia “Pérez y Pérez”.
—¿Cuándo veré al señor general?
—No lo sé, ni siquiera está en este edificio. Solo él sabe si alguna vez lo va a recibir.
—¿Y eso de que me invitaba a beber algo?
—El mozo, quería verlo beber su meo.
—¡Hijos de puta! –Un silencio pícaro se hizo por unos largos minutos.
—El personal de carrera no lo aprecia, López Teghi, más bien lo repudia.
—¿Cómo sé que el general está al tanto de toda esta mierda?
—Aquí estoy yo, rebelando asuntos de los que usted no tenía ni idea o solo vaga sospecha. ¿Cree que yo haría esto sin su orden? Cuando el general considere que corresponde, de la manera que mejor le parezca, se comunicará con usted. –López Teghi suspiró disconforme.
—Usted debe pensar que le debo algo.
—¿Quiere que le diga una verdad? –“Pérez y Pérez sonrió al pronunciar la palabra “verdad” a la que pocas veces recurría.
—Seguro, aunque no creo que usted pueda decir una verdad.
—Sí, puedo, si puedo. Pocas veces, pero puedo. –Aspiró profundo y se tomó un tiempo para continuar–. Lo que usted piense me importa un carajo y no por rencor. No tiene importancia para mí lo que usted haya pensado, piense justo ahora o pueda llegar a pensar en el futuro. Y le repito, no por rencor. El rencor insume muchas energías y usted no las merece. “La Reliquia”, sí.
Quiero que le quede claro: lo único que me interesa en este momento, en este preciso momento, es el fin exitoso de la operación “La Reliquia”. Quiero que se termine de una buena vez, que acabe este espectro de una revolución que no debió producirse nunca, que nos alejó de las naciones más progresistas, y nos sometió a esta condición de incorregibles. Me alejaré en mi largo viaje por las capitales del mundo, y esperaré las noticias de sus éxitos y glorificaciones. Usted comandará algunas esferas de la Agencia de acuerdo a lo que el presidente le reclame. Pero déjeme decirle algo. Y no lo tome como una ofensa…
—Creo que no hay más que tenga que escuchar de su parte.
—Si hay, se lo aseguro, palabra de “El faraón”, –dijo alzando una mano como si fuera a realizar un juramento–. Palabra de “El faraón” como usted me hace llamar. Antojos de la “corte del faraón”, como sus acólitos nos llaman. –López Teghi enrojeció de ira.
—Cuando lo conocí y lo vi actuar, cuando leí sus quejas y sopesé sus sospechas, concluí con que Kaplan tenía razón cuando sostuvo que “para el que solo tiene un martillo, todas las cosas son clavos”. Aunque a medida que se sucedió esta conversación creo que la definición inicial de Kaplan es la más apropiada para gente como usted. –López Teghi no sabía ni a qué ni a quién se refería–. En verdad dijo: “Si le das a un niño un martillo, le parecerá que todo lo que encuentra necesita un golpe.” Usted a veces anda a los golpes, martillando las cosas. Sabe que en sus días finales López Huidobro leía para su diversión el “Malleus Maleficarum”, o “Martillo de Brujas”. Soñaba con hacer de las mujeres una pasta pútrida e irreconocible; un puré de clítoris y vaginas. Y murió a manos de una droga que lleva el nombre de una doncella del siglo XV, y de un fenómeno andrógino, una extraña manifestación de la feminidad. ¿No es una cruel ironía? ¿Una venganza impúdica de la naturaleza del sexo femenino?
—¿Y para qué me dice esto? ¿Para qué mierda me sirven sus reflexiones?
—No lo sé, en verdad, no lo sé. Venía masticando estas ideas y esperaba esta oportunidad para decírselas. No lo hago por franqueza, usted comprenderá que si hay algo que no soy es un hombre franco. Diría de mí la Biblia que soy una persona indigna, un hombre inicuo, que ando con boca perversa, y guiño los ojos para inducir a engaño, que hago señas con los pies, señalo con los dedos, que reboso de perversidad el corazón, quien continuamente trama el mal, el que siembra discordia. Así que no es por amor que le digo esto. Ni como diría Borges, por espanto. Solo lo pensé y deseaba decirlo antes de no volver a verlo. Es un problema de empacho.
—Convengo que me gané un enemigo.
—No deseo ayudarlo y tampoco defenestrarlo. Si quisiera, ya lo hubiera hecho. ¡Mire “El Morro”! Zafó, después de todo porque no tuve necesidades de revancha. Sin mi indiferencia usted no podía haberlo liberado jamás.
Su futuro individual me es del todo indiferente. Sé que usted es solo un ave de paso y por eso no me inspira ningún sentimiento en particular; me resulta como una simple fórmula en una ajena hoja de cálculo, un extraño alfanumérico, una sustancia informática que remite al silíceo. No mucho más que “El Mayordomo”, un inútil con ínfulas de sabiondo, o, para simplificar los adjetivos “un pelotudo”. Pero ¿qué ganaríamos con su fracaso? ¿Qué ganaría yo si a usted le va mal? Su derrota, en definitiva, sería el triunfo de nuestros enemigos. Y si es cierto aquello de que el “enemigo de mi enemigo es mi amigo”, no voy a ser yo quien desdiga a Churchill. Cuanto antes triunfemos, usted se irá, y todo volverá a ser como entonces. Si quiere, piense que soy un nostálgico, pero a diferencia de López Huidobro, a mí no me seducen ni Juana de Arco ni eróticas distorsiones de la sexualidad. Y a diferencia de los relicarios amorosos, nunca tuve madre, tampoco sentimientos.
Todas las noches antes de acostarme me repito mirándome al espejo: “No tengo amores, solo objetivos”. “No tengo moral, solo objetivos”. “No tengo principios. Solo objetivos”. Y luego duermo como un lirón.
Como diría alguien más sabio que yo “a veces soy un zorro y a veces un león. El secreto del gobierno es saber cuándo ser uno u otro”. Pero también dijo, y es bueno que lo tenga presente, “un ejército de leones mandado por un ciervo nunca será un ejército de leones”. ¿Qué Dios lo bendiga?
—Ya le dije que no involucro a Dios en estos asuntos. Las cosas de Dios me las tomo muy en serio.
—Pero aquí solo practicamos el pecado. No se trata de Dios, se trata del Diablo. Tendrá que dejar salir su infierno si no quiere fracasar en el intento. “Te sentarás en el cerebro de los verdugos, de los jueces sordos y ciegos, de los políticos corrompidos. Serás lo que todos niegan ser, uno de los nuestros.” –Con esas extrañas palabras desapareció por la puerta que daba al patio de palmeras. El eco de su respiración quedó flotando en el aire por unos largos minutos, mientras López Teghi trataba de valorar todo lo que había escuchado de boca del jefe a quien debía reemplazar desde ese preciso momento.

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