La venganza de los Pérez, cap. 26 «Fausto»

XXVI

Fausto


Sousse llegó puntual a la reunión a la que lo convocó el director del diario. Su aspecto era calamitoso. Llamó la atención de todo el personal en la redacción. Despeinado, ojeroso de quien hace días no duerme, mal vestido. Su camisa fuera del pantalón, que estaba muy arrugado. El olor a tabaco apestaba el ambiente, y al respirar exhalaba restos de whisky y ron baratos. No tenía una expresión humana. Parecía un vitraux patético.
Lidia, la secretaria del director, apenas lo vio, pensó que solo una desgracia abrumadora podía dejar a una persona en esas condiciones. Una desgracia grande, enorme, esas que oprimen el corazón hasta dejarlo exangüe, y devastan el alma por un largo tiempo, cuando no, para siempre. Por verlo en este estado, atinó a preguntarle si se sentía bien. Si no prefería un médico. Sousse ignoró la pregunta.
—¿Dónde está Cacho? –Preguntó por compromiso.
—En su oficina Juan, con un productor. ¿Te sentís bien? –la mujer insistió–. ¿Seguro no querés un médico? –Sousse volvió a ignorar la pregunta.
Entro al despacho de Cacho sin llamar. Frente a su vista, justo en la misma dirección de la puerta de entrada a la oficina, en su escritorio estilo americano, acomodado en el sillón de cuero negro, Cacho, sentado con aires de suficiencia manifiesta, lo miró con una amplia sonrisa que cubría casi toda su cara de lado a lado. Sousse dirigió su mirada a donde estaba cómodamente sentado un hombre que departía amablemente con el director del diario. A la derecha de Cacho, no muy apartado, también sonriendo, de buen humor, agitando sus manos alborotadas, estaba Inocencio Segni.
Cacho alzó los brazos en signo de festejo. Segni lo siguió con una exclamación de aprobación. Sousse, en cambio, cayó vencido de rodillas. En ese preciso instante sintió el peso de muchos muertos sobre su espalda, muertos que además le reclamaban por su comportamiento, por su cobardía, por su falta de hombría para afrontar los sucesos que había provocado. Y los muertos lo tiraban hacia abajo, enojados, como queriendo quebrarle la columna vertebral para obligarlo a reptar como cualquier invertebrado a los pies de su dominador, el hombre ese que no se sabía qué celebraba, vestido de blanco, semejante al ángel exterminador.
Sousse, hincado, con la cabeza gacha, lloraba desconsolado. No era un llanto común, un llanto de alguien que padece una pena comprensible. Un desamor, una pérdida esperable, un desaliento. No se trataba de un llanto de esos que con unas cuántas lágrimas salen en forma de despecho, de abandono o de locura. No. Era más bien el llanto de un condenado al pie del patíbulo. Era como el llanto de los desesperados náufragos abandonados a la deriva, deshidratados, devorándose unos a otros, caníbales brutales, sedientos locos. Era un llanto de muertes, una crueldad de Dios por algo que solo el convicto y Él sabían.
Cacho se incorporó de un brinco; estaba pasmado por la patética escena que protagonizaba Sousse. Desorientado, no deseaba, esta vez, insultarlo por incomodar aquella reunión o por teatralizar un problema de ese modo. Estaba asustado. En todos los años que conoció a Juan Antonio, y eso que lo conocía desde hacía casi dos décadas, y lo había visto derrumbarse para acabar siendo eso que era, un mediocre, un alcohólico y un adicto, jamás se mostró con esa angustia, esa pena tremenda que hasta hacía doler el alma ajena.
—Loco… ¿Qué tenés? ¿Qué te pasa? –Cacho desorientado le preguntó casi tomándolo por la cabeza en gesto caritativo. Segni, por su parte, dejó la silla en la que estaba sentado y se dirigió hasta la puerta que permanecía abierta, impúdica. Se podía ver a algunos integrantes de la redacción expectantes y, delante de todos ellos, a Lidia, observar la escena con tanta angustia como el que más.
El visitante salió, cerró tras de sí, y mirando a los empleados les habló en voz baja y en tono amigable.
—Su colega ha pasado por una delicada situación personal. Aunque él no quiere que se sepa, ha ayudado a resolver un crimen horrible en calidad de testigo reservado. Es un héroe. Tengan comprensión.
Algunos no pudieron evitar las lágrimas. Lidia, la más conmovida, y prendida del tono comprensivo y edulcorado de Segni, se ofreció para asistir al compañero en lo que necesitara. Pero si le hubieran dado a elegir, hubiera escogido socorrer a Segni, aunque al hombre se lo veía entero, sin angustias, hasta despreocupado, si no fuera por la escena que Sousse estaba protagonizando.
La deslumbró ese hombre fornido, enfundado en su impecable ambo blanco, sus zapatos del mismo color, sus mancuernas de oro en la camisa al tono, combinando con el traje de manera precisa. Las manos grandes, de cirujano, o de pianista, por qué no, de dedos recios, largos, hasta robustos, que eran proporcionados. El rostro cuadrado, varonil, afeitado al ras. De labios no demasiados finos, apretados, de un rosa subido, y unos dientes que competían en blancura con el ambo. Su abundante cabello negro enrulado, con pocas canas, caía sereno algo por encima del pabellón de sus orejas. Y lo que más impresionaba a Lidia era su porte, su virilidad manifiesta. Su aire donjuanesco y seductor. Segni captó al instante que la mujer había quedado prendada de su persona. Ella no estaba dispuesta a perder la oportunidad. A Sousse lo conocía de sobra y aunque ahora la conmoviera la pena del compañero, su mediocre existencia, su caída sin fin, la inspiraban más sentimientos de rechazo que de conmiseración.
Con voz muy aterciopelada, impostando la voz para extremar su candencia de barítono, Segni le dijo que, por el momento, solo se trataba de permitir que se repusiera. Agradeció tierno las humanitarias preocupaciones de sus colegas y, al retirarse, rozó las manos de Lidia con sus rudas manos, con una sutileza estudiada, en una especie de caricia que coronó la galantería con la que la trató durante la breve conversación. Volvió a entrar al despacho del director, sin desaprovechar la oportunidad, giró con discreción y dejó su mirada en la de la mujer que esperaba ya con ansias que el galán la invitara a una salida esa misma noche. Luego cerró la puerta del despacho.
Cuando Segni se detuvo al lado de Sousse, este lloró con más angustia. Cada vez más fuerte.
En toda la redacción se hizo un silencio incómodo, prieto; incrédulos todos, no atinaban a sospechar cuál había sido ese suceso tan conmovedor, tan personal por el que había atravesado Juan Antonio y que lo había despachado con tanto dolor hasta el trabajo.
Entre Cacho y Segni ayudaron a Sousse a incorporarse y tomar asiento en un sillón de móvil, que el propio Segni arrimó para que se acomodara.
Lo miró sin quitarle los ojos de encima, se los pegó a los suyos que, melindrosos, trataban de escapar furtivos a la observación insistente del verdugo. Segni, atento a los gestos de su sometido, a su ronco gemir, a las lágrimas que no podía dejar de derramar, esperaba tranquilo el devenir de los hechos.
—Amigo –le dijo con tono fraterno a poca distancia de su rostro–. ¿Qué le está pasando? Vengo a contratarlo para un unipersonal y lo encuentro así, derrumbado, abatido.
—Dale Juan, ¿qué mierda te pasa? –preguntó Cacho intrigado–. ¿Una vez que vas a ligar algo grande y estás así, hecho pelota, como un trapo? ¿Qué te pasó?
Sousse levantó la vista y observó a sus interlocutores. Segni no le perdía la mirada.
—Perdón, perdón –balbuceó– es que estos días han sido muy difíciles para mí.
—¡Me imagino! –exclamó Segni risueño–. Es un secreto a voces que su colaboración como testigo reservado ayudó a resolver tan horrible crimen.
Cacho, y el propio Sousse, quedaron suspensos por la afirmación del otro. Sousse no sabía de qué hablaba su atormentador. Cacho menos, quien ni siquiera tenía idea de los sucesos en los que su cronista se había visto envuelto. No llegaba ni a sospechar las razones que tenía para comportarse de ese modo, desbordado, lleno de angustias, patético.
—No sabía nada, Juan. ¿Por qué no me tiraste una línea, por lo menos?
—Me extraña, Cacho. No podía –lo reprendió Segni.
—¿Y usted cómo sabe Fausto? –Sousse, al oír el nombre con el que lo llamaba el director a Segni, recordó que el propio Cacho le había hablado de un tal Fausto, quien había gestionado su participación en la investigación sobre “La Reliquia”.
—Mi productora es muy importante, Cacho. Llegan informaciones de todos lados, le diría, de cada rincón del país, incluso de los más alejados. Es muy difícil que nosotros no nos enteremos de algo que está ocurriendo o que está por suceder. Es nuestro oficio.
—Juan, si necesitás tomate una licencia. Estás hecho pelota. Así no podés laburar. –propuso Cacho para que el cronista pudiera reponerse–. Es la primera vez que te pido que descanses. ¡Siempre te jodo con que sos un vago de mierda!
—¡Eh, amigo! Es un gran periodista. No es vago, será reflexivo. –Segni exageró en su voz la alabanza. Cacho estuvo a un tris de decir “no me jodás, viejo”, pero se contuvo temiendo poner en riesgo el negocio.
—Juan, hágale caso a Cacho –dijo Segni, paternal–, tómese una licencia. Total, tenemos tiempo para discutir su unipersonal. ¿Qué le parece unas pequeñas, pero reconfortantes vacaciones? –Sousse movió su cabeza negativamente.
—No, para nada. Prefiero trabajar, eso me distraerá y ayudará a reponerme. –Rechazó la oferta.
—¡Claro! Un periodista de raza, pasada la catarsis ¡a trabajar! Ese espíritu me gusta. ¿Usted lo formó como periodista, Cacho? Es un león.
—¡No! Qué voy a formar. Este ya vino así de fábrica –se excusó Cacho–. Más bien lo puteo seguido por las cagadas que me hace –rieron a coro los dos hombres. Sousse no podía salir por completo de ese estado de ánimo abatido por la presencia de Segni. Este comenzó a caminar de un lado al otro del despacho, inquieto. Gesticulando con ampulosidad y hablando en voz muy alta. La cadencia de su voz se hizo metálica, estridente, rimbombante.
—Entonces, señores… entonces, señores… –repitió afectado–, conversemos sobre el programa, si eso es sanador. Salgamos de este estado de tristeza y preocupación –ordenó Segni y recuperó el tono delicado de barítono con el que sedujo a Lidia.
Cacho se acercó a Sousse y le presentó al visitante.
—Juan. Este señor es el Fausto que te nombre varias veces.
—Mi nombre es Juan Antonio. Un gusto. –Se presentó Sousse y extendió su mano a Segni como si no lo conociera.
—Mi nombre es Juan Jorge. Tenemos algo en común, ¿vio lo que es la casualidad? Los dos nos llamamos Juan.
—¿Pero usted no se llama Fausto?
—De apellido, amigo. De apellido. Apellido paterno. El de mi madre, Spies. Escuchen bien “Spies”, no “espíen”, que es otra cosa. Una profesión detestable. Ni “es pis”, gracia con la que me atormentaron de niño mis compañeros de escuela. Bullying escolar, le dicen ahora. Vivimos la época en que se ha globalizado hasta la brutalidad infantil.
—Qué curioso. No conocía a nadie de apellido Fausto. Solo hombres que llevaban ese nombre. –Dijo Sousse, tratando de parecer sorprendido.
—¡Hay tantas cosas curiosas en esta vida! –Burlón Segni le respondió.
Cacho intervino ansioso por llevar la conversación al tema del programa y para poder discutir todo lo referido a honorarios y gastos.
—Juan, vos sí que tenés suerte. ¿Mirá lo que conseguiste con tu investigación? Que la productora de Fausto se interesara en vos para el unipersonal. ¿Cómo se llama su productora? No lo recuerdo –preguntó Cacho para llevar la conversación al tema que le interesaba.
—International “Faustus” Association, o en castellano, Asociación “Fausto” International. “AFI”, la sigla, muy fácil de recordar. ¡Muy fácil! Antes se llamaba “Servicios Internacionales”, Sí, pero decidimos cambiarle la razón social. “AFI” suena más “académico”. ¿No les parece?
Sousse estaba aturdido y no reparó en el juego de palabras que Segni proponía. Cacho, por su parte, se hizo el distraído para no responder.
Luego repitió:
—“AFI”. ¿Escuchaste, Juan? “AFI”, “AFI” Juan, –insistió–. La productora se llama “AFI”, recordalo.
—Seguro, Cacho. –Respondió Sousse abrumado.
—Pero quiero decirles, amigos, –discurseó Segni, haciendo gala de su histrionismo–, que la conducta firme, leal, que mostró el señor aquí sentado, su disposición a ofrecerse como testigo reservado en el crimen de esa nenita violada, golpeada, abandonada, me ha impresionado profundamente. Estoy conmovido por ese gesto suyo –y apoyó su mano en el hombro de Sousse, quien empezó a temblar sin poder controlarse.
—¿Juan? ¿Vos ayudaste a resolver un asunto semejante? ¡Qué pelotas, viejo! –Cacho estaba conmocionado. Sousse no sabía qué responder.
—Lo estoy diciendo, amigo. Crea en mi palabra. Se lo está diciendo Juan Jorge Fausto, productor de televisión y pronto también de cine. La conducta del señor nos terminó de convencer a mis socios y a mí, que este es el hombre que precisamos para nuestro programa. Queremos alguien probo, sincero, sin dobleces. Y acá está el más calificado: Juan Antonio Sousse.
—¿Tienen alguna línea de cómo será el programa? –Preguntó curioso Cacho.
—¡Si hasta tenemos el nombre!
Segni se llamó a silencio. Los otros dos quedaron expectantes. Creyeron que el productor les informaría el nombre sin dilaciones. Pero continuó con el misterio.
—Díganos cuál, no nos va a dejar con la intriga. –Cacho reclamó la primicia.
—“Solo la verdad” … ¿Qué les parece? Cuando supimos la actuación de este hombre, nos surgió el título del programa como una verdad revelada por Dios. “Solo la verdad”, título, “y nada más que la verdad”, bajada.
—¡Qué bueno! ¡Qué bueno! Me gusta. ¿A vos Juan? ¿Te gusta el nombre del programa?
—Sí, claro. Es atractivo.
—Ahora, Fausto… –dijo Cacho, dejando entrever una duda.
—Cacho, por favor, llamame Juan o Juan Jorge, Juanjo, si preferís.
—Bien. Juanjo: ¿con la investigación qué vamos a hacer? ¿Cómo la va a seguir? Este da lástima –dijo señalando a Sousse–. Y si arranca con un personal no va a tener tiempo ni de ir al baño a mear. Segni interrumpió a Cacho abruptamente, aunque conservando su cortesía.
—¡Nada de investigaciones! Dejemos eso de lado. A quién le importan esos temas esotéricos, de muertos, aparecidos, trasnochados.
—Sí, claro. A mí siempre me pareció algo traído de los pelos. Pero este me hinchó tanto las bolas que con esa historia íbamos a tener un éxito extraordinario y nos íbamos a llenar de guita todos, que yo invertí mis buenos pesos en la historia. Este no vive del aire. El whisky que toma es de los caros. Y de lo demás no quiero hablar porque no es oportuno ventilar intimidades.
—¿Ese es el problema? –preguntó Segni acompañando sus palabras con un gesto de incredulidad–, ¿ese es todo el problema?
—Bueno, sí, por lo menos uno de ellos y no menor. –Se justificó Cacho. Sousse lo miraba extraviado.
—Amigo, eso se arregla fácil. Pauta oficial, mucha pauta oficial, y más pauta oficial. Para cubrir esos gastos, para subsanar el lucro cesante, para dejarle al medio algo más que unas buenas ganancias. ¿Lo vale? ¡Ya lo creo! Por habernos puesto en contacto con este señor periodista. Y por ahí, hasta terminamos siendo socios.
—¿Socios? No sé. Es para pensar. Pero lo de la pauta oficial me interesa. Andamos medio escasos de la pauta –Cacho pasó el aviso–. Usted sabe mejor que yo que la pauta oficial se reparte un 50% entre amigos y un 50% entre parientes. Y yo, no soy ni amigo ni pariente de nadie que reparta la pauta.
—¡Pero Cacho! ¡Por favor! ¡Estamos entre amigos! ¡Casi parientes! Aquí los tres somos como hermanos de profesión. Si hasta se podría decir que sabemos qué hace cada uno de nosotros todo el tiempo. ¡Feeling! Tenemos ¡Feeling! –Segni bromeó solo para desestabilizar a Sousse. Juan Antonio volvió a ese estado de angustia con el que ingresó al despacho de Cacho.
—Será entre ustedes dos. Yo, desde que me separé, no tengo feeling con nadie. –Cacho no aceptó compartir la comunidad que Segni proponía, confianzudo.
—Aquí mismo le doy mi palabra, se lo prometo, no va a escasear más la pauta oficial. Se lo aseguro. Nosotros somos distribuidores de pauta oficial de muchos ministerios, dependencias, entes autárquicos, del Estado nacional, de todas las provincias e incluso de la mayoría de los municipios. Prestamos servicios en todos los ámbitos del Estado, ¡en todos! Y no exagero. Uno de nuestros anunciantes más importantes es la Aduana.
—¿La Aduana? No sabía que publicaba pauta.
—Cacho: todos los entes oficiales tienen presupuesto publicitario. La Aduana, de lo que quieras. Por las fronteras pasa lo que pidas.
—Pero, Fausto, digo Juan Jorge…
—Juanjo, con confianza.
—Bueno, Juanjo. Yo quiero pauta, no contrabando.
—¡Me imagino! Pauta y más pauta. ¡Qué otra cosa! ¿Verdad? Contrabandear es un delito, pautar es un sentimiento.
—¡Está como Ubaldini, ya! Si usted me da su palabra que eso está asegurado…
—¡No dude, amigo! No dude de mi palabra. Mis socios y yo, si hay algo que tenemos, es palabra. ¡Palabra de honor! –Y alzando la mano izquierda y apoyando la otra del lado del corazón, juró con cinismo–, ¡lo juro! ¡Palabra de honor! Cultivamos la fidelidad y la verdad por sobre todas las cosas. Confíe, Cacho, confíe en mí. Confíe en nosotros. Confíe en “AFI”, productora integral de servicios. ¡Servicios! De eso se trata. ¡Servicios! A la comunidad, por el bien común, por el bienestar general.
Necesitamos confiar, generar confianza, eso necesitamos para progresar. ¿No vamos a perder a nuestro periodista estrella por una agachada? ¿No le parece?
—Por una agachada no. Pero hay que cancelar contratos, ver el material que queda cómo se archiva… Todo sale plata, Juanjo. Y a vos, Juan, ¿qué te parece?
—Si a vos te cierra, a mí también. Yo siempre quise un unipersonal, para mí es la gloria.
Segni preguntó por el baño. Cacho lo acompañó a la puerta y le indicó donde estaba el sanitario para hombres. Volvió junto a Sousse y le palmeó la espalda.
—La verdad que me alegro por vos –le dijo Cacho, palmeándolo con afecto–. ¡Qué contenta se va a poner la pendeja esa con la que andás! ¿Cuándo me la vas a presentar, Juan? Acá todos lo queremos conocer. ¿Y tu hija? Con esta salís de perdedor, ¿no es cierto? Basta de puteadas de la bruja. Dios está de tu lado. Si no es Dios, es Fausto, que tiene un pacto con el diablo. –Cacho río a carcajadas.
Fuera de la oficina se escuchaba un murmullo creciente, Cacho se asomó. Segni estaba rodeado del personal del diario. Solo escuchó que alguien dijo: “cuando salga lo vamos a celebrar”.
Segni le pidió a Cacho conversar a solas con Sousse. No puso reparos. Les propuso que permanecieran en su despacho, debía atender con cierta urgencia varias reuniones con las redacciones de nacional e internacional que había postergado por ese encuentro. Saludó con efusividad a su visitante, acarició la cabeza de Sousse y se marchó.
Al abandonar su despacho, todo el personal lo rodeó y lo agobiaron de preguntas. Fausto (Segni), les había dicho que miraran el canal oficial por la noche, allí se iba a hablar del caso que Sousse, con su colaboración, ayudó a resolver. Les aclaró por enésima vez que el nombre del compañero no se iba a dar a conocer, porque era un testigo de identidad reservada, y la reserva, era lo último que se podía perder en ese caso.
Segni y Sousse quedaron solos. Segni se acomodó en el sillón de Cacho. Hubo un largo silencio.
—¿Todo se encamina, Sousse?
—¿Es así?
—Creo que sí, salvo que usted haga una boludez.
—No estoy en condiciones de hacer nada.
—Me alegro. Por usted, por su hija, por todos.
—Por mi hija. Eso me preocupa.
—Despreocúpese. ¿No somos amigos?
—¿Amigos?
—Totales. Sousse. Totales. Usted: ¡Pum para arriba! Al estrellato. Se lo dije. Otros para abajo. Unos suben y otros bajan. Movilidad social en el marco de la oferta y la demanda. Nada nuevo en la viña del señor. ¡Ah! ¡Me olvidaba! Quiero felicitarlo.
—¿Por qué?
—Por lo de López Huidobro, extraordinario. Es ingenioso cuando tiene que zafar de un apuro.
—¿Lo de López Huidobro? ¿De qué me habla?
—De la respuesta que le dio al bobo ese cuando tuvo que sostener la conversación esperando nuestro arribo. Eso lo descolocó, porque él sí sabía de qué le hablaba.
—¿Por qué no vinieron?
—¿A dónde?
—A capturar al tipo
—¡Por favor! ¿En qué país vive, usted? Esto no es la dictadura. Qué, ¿íbamos a entrar con un grupo de tareas y sacarlo encapuchado al tipo a la vista de todo el mundo? No… no se puede hacer eso ahora. Hay que ser más cuidadoso.
—Y entonces para qué mandé un mensaje de texto.
—Para dar aviso. Para vincularse. Hay que vincularse, Sousse. Siempre.
—¿Aviso? ¿A quién? Si no vino nadie. ¿Con quién me tenía que vincular?
—Se lo digo así, con grandes caracteres, usted que es periodista va a captar la importancia de la noticia. Primera plana de los diarios de la tarde: “División de delitos sexuales”. Alguien tenía que hacerse cargo de lo que le hicieron a esa pobre nena. ¿No te parece? ¿No me digas que no viste la televisión?
—¿La televisión?
—¡El show que te perdiste, Juancito! Esta noche mirá el programa del canal oficial, una joya. Como productor voy a hacer historia. Miralo y después me decís cómo te hicimos quedar. Eso sí, a tu “fuente” no le fue bien como a vos.
—Vi los tres videos… Me quería morir cuando los vi…
—¿Todavía te querés morir? Porque eso te lo resolvemos en un instante.
—No, claro…, perdón, perdón. Y al muchacho ¿qué le hicieron?
—No preguntés boludeces. ¿Qué carajo te importa? Viste un videíto pedorro y te pusiste sensible. No te hagás el sentimental conmigo, Juancito. A vos, el chabón ese, te importó un carajo. Hablá con propiedad, no digas “¿Qué le hicieron?” decí “¿qué le hicimos?”
—Estaba mi hija en el medio.
—Por eso mismo. Acá no hay que preguntar nunca. No te metás donde no te llaman. Vos no lo conociste al tipo, no sabés ni quién es. ¿Me entendiste? Ni a él, ni a la pendeja.
Sousse bajó la cabeza y lagrimeó.
—Dejate de joder Sousse. Esa pendeja tenía más cogidas que gata callejera, tenía la concha como una cacerola.
—Por favor…
—¡Por favor! ¡Por favor! Dejá de lamentarte. Esa pendeja estaba muerta antes de nacer. Padres de mierda, amigos de mierda, vida de mierda. Todos borrachos. Todos faloperos. Todos prostituidos. ¿Quién te crees que era? ¿Cenicienta? Haceme el favor, dejá de hacerte la Madre Teresa. La caridad, a otros. Vos ponete las pilas que la primicia que te vamos a dar va a recorrer el país. Tené presente que bastante bien saliste de esta. La mayoría no vive para contarla. Y, además, resolviste varios quilombos de un saque, no siempre se presentan estas oportunidades.
Segni dejó de hablar, se puso de pie y se dispuso a salir. Caminó hasta la puerta. Antes de dejar el despacho de Cacho, le dijo a Sousse que volvería a llamarlo ya para el programa. Y le volvió a reiterar el aviso sobre el programa especial que a la noche se iba a difundir con el crimen de Marlene.
—¡Está buena la secretaria de tu jefe! Me tira onda. Está caliente conmigo. ¿Está mal que la invité a salir? Yo le tiro mi celular y la invito. Una distracción no me va a venir mal.
—Te felicito. Es buena mina.
—No la quiero para casarme, Juan Antonio.
—Claro.
—Ves la diferencia entre vos y yo; yo no cojo nunca con pendejas, busco minas de mi edad. Como corresponde. Aprendelo. El que se acuesta con chicos, amanece meado. Segni abandonó el despacho y buscó con su mirada a Lidia.
Sousse esperó unos minutos antes de salir a la sala. Apenas si tenía fuerza para incorporarse. Debía mirar las cosas desde otra perspectiva. Tal vez Segni tuviera razón. ¿En qué estaba pensando, cuándo se enganchó con Marlene? ¿Cómo nunca se dio cuenta de que era menor y puta? Se justificó en el amor. Él la amaba, pero nunca sospechó de su condición. Al final, la sabiduría popular se imponía, “el que se acuesta con chicos, meado se levanta”. ¡Y qué meada fue esa! Casi se ahoga en medio de olitas de urea, ácido úrico, agua. Un desastre.
Se arrepintió de haberse dejado convencer por la pendeja de meterse en el quilombo ese de “La Reliquia”. Hasta sintió bronca por dejarse embaucar por una “putita” (así lo pensó). ¿Para qué? ¿Por un fantasma ridículo? “¡Qué putita de mierda!”, repitió para sí varias veces, cada vez con más energía, buscando convencerse de sus razones.
Reconocía que al principio creyó en la historia, hasta le pareció atractiva la idea de misteriosa logia defendiendo la patria. Pero al tiempo comprendió que nada era cierto. Por eso no estaba preparado para lo que vendría. Cuando creyó, primó su parte de incrédulo, se dijo. Cuando descreyó, quedó solo el Juan Antonio de siempre. Como el mismo se presentaba, “ingenuo, tranquilo, alegre.” Marlene le hubiese dicho “un verdadero boludo”, pero ya no podía reprocharle nada, estaba muerta.
En un acto de introspección, reflexionó allí sentado, solo, en el despacho del director, cómodo como nunca antes se había sentido en ese lugar a donde por lo general Cacho lo llamaba solo para putearlo. Se dijo, convincente, que, en cierta forma, Segni tenía razones para haberle hecho lo que le hizo. ¿Para qué husmear entre uniformes? ¿Qué tenía que importarle a él grupos de tareas, torturas, incestos, violencia de género? Así le fue. Ahí tenía las consecuencias, y eso que él creía a rajatabla que había salido bastante indemne de semejante despelote. A Bado lo borró de sus preocupaciones. Cada uno sabe en qué se mete, se justificó.
Tenía la oportunidad de empezar una nueva vida. Estaba decidido a aprovecharla. De testigo de identidad reservada a periodista estrella. Al salir del despacho del director vio que todos sus compañeros lo esperaban. Habían hecho un semicírculo. Lo ovacionaron. Segni, detrás de todos ellos, llevaba la voz cantante.

El tipo no tenía tapujos para nada. Acababa de amenazarlo por enésima vez, y ahí estaba, preparando una despedida apoteótica para el “héroe” que ayudó a resolver un crimen truculento. Flirteando con Lidia a la que ya había invitado a cenar.
Todos, uno por uno, lo fueron abrazando y felicitando. Por su aporte como testigo y por su logro profesional. ¡Un unipersonal! El sueño de todos los periodistas.
Lidia estaba prendida a Segni, ya lo tenía agarrado del brazo. Si supiera, saldría rajando. Pero no había forma de que él la advirtiera. Ya no cabía esa posibilidad, ni entonces, ni en ninguna otra oportunidad. Estaba incorporado de “facto”, como Segni decía socarronamente, al equipo de Juan Jorge Fausto. A la “AFI”, Asociación “Fausto” Internacional. O al equipo de Inocencio Segni, la versión truculenta del amable caballero vestido de blanco. Un gótico Dorian Gray tan vanidoso e imperturbable como el personaje, pero capaz de descogotar a Sousse de un solo golpe.
Juan Antonio podía sentirse en parte como el propio Johann Fausten, el teólogo, quien se entrenó en la magia negra para invocar al mismo diablo con el afán de imponerle su voluntad. Pero no fue Sousse-Fausten quien se impuso al demonio. Fue Lucifer quien ganó la partida sin siquiera un esfuerzo importante. Como Fausten, Sousse acababa de firmar un pacto con sangre. No con la suya, en ese preciso instante, con las de Bado, Abigaíl, Silverio y Marlene. Su sangre quedaba reservada para una ocasión por venir. Estaba atado así a ese contrato de por vida. Y no solo la suya, la de su hija también, que quedó como prenda de garantía.
Por su parte, Inocencio Segni, o Juan Jorge Fausto, como se quisiera llamarlo (de todos modos, ninguno de esos dos era su nombre verdadero) como Mefistófeles, súbdito del diablo-funcionario del Estado que veneraba y protegía, accedió a simular buena conducta hacia Sousse mientras este cumpliera todo lo que se le ordenara, por los años que su repartición lo estableciera; al término de lo cual el alma del falso héroe sería definitivamente propiedad de sus captores. Estos decidirían cuándo y cómo el moderno prócer entraría al reino de los injustos. Porque del cielo ya se había privado por decisión propia.
A partir de la firma del contrato infame, habría lugar a nuevos y peores excesos, pero no a arrepentimientos; la letra chica decía precisa que no se recuperaría jamás la libertad ni se otorgaría nunca una libertad condicionada a quienes por propia voluntad y cobardía entregaron su alma por vanidad, vicios, lujuria, a cambio de la sangre de amores y amigos. La sangre, nunca, se diluye con agua, una sentencia que se escuchó repetir en otros escenarios donde otras muertes ejercían sus dominios. Y tampoco con whisky, aunque fuera importado.
Esa misma noche, en su cama, solo, bebiendo un Vintage Balblair 1975 que compró usando el dinero de un adelanto que Cacho le otorgó como una recompensa, encendió el televisor para ver el programa tal como se lo indicó Segni. Toda la pantalla la ocupaba una foto de Bado, o Baldomero, como realmente se llamaba. La imagen de Marlene, definitivamente Uxia, nunca se volvió a exponer. Una tutora (no tenía familia según las autoridades judiciales), se presentó asistida por un letrado y amparándose en los derechos de la infancia, logró imponer una total censura a la difusión de su verdadero rostro. El otro, el destrozado, la carita destruida a golpes, el propio programa desistió de repetirla. Los demás noticieros, como advertidos de la situación, imitaron al canal oficial. Todo debía circunscribirse al criminal, y a su acompañante, que estaba también siendo investigado.
Mientras bebía sorbo a sorbo, escuchaba como una letanía la voz del locutor que repetía una y otra vez, una y otra vez, una información elaborada en los sótanos de la Agencia.
—“Esta es la imagen del asesino. Su nombre, Baldomero, su apellido, Dorante. Alias “Bado”.
Sobre el resto de los involucrados, las autoridades han impuesto, por ahora, el secreto del sumario. Solo se dio a conocer la filiación del asesino. Se sabe que el asesino tiene un hermano a quien se le ha dictado la orden de captura nacional e internacional.
La de la niña, por su condición de menor, no puede ser difundido. Sus tutores han logrado que la Justicia imponga una censura total sobre su identidad y sobre el destino de sus restos mortales. Nuestro programa quiere honrar esta decisión no solo porque emanó del Poder Judicial de la Nación, sino en homenaje a esta criatura, vilmente violada y asesinada. ¿Se lo a signado como cómplice? No lo sabemos.
El del otro hombre, el que se encontraba con Baldomero Dorantes al momento de la detención, tampoco se difundirá, por razones vinculadas al éxito de la pesquisa. Los periodistas de investigación habituados a sortear las dificultades propias de los secretos judiciales, no han podido acceder, hasta ahora, a ningún dato verificable de esta persona. Quién era, por qué se hallaba en ese departamento, qué lo unía al violador y asesino.
Las autoridades han reseñado en un comunicado oficial cómo la comisión policial logró llegar al departamento del barrio de Belgrano, en el que sospechoso se hallaba escondido.
También informó en ese mismo comunicado que se trataba de un hombre joven, de condición atlética, entre veinticinco y treinta años de edad, quien al comprobar que no tenía posibilidades de fugarse, decidió suicidarse.
Para sorpresa de la fuerza de seguridad, el responsable del crimen contra la niña, estaba acompañado de otro hombre, más joven, tal vez de veinte a veinticinco años de edad. Este, por razones que aún no se han podido establecer, tal vez al tomar conocimiento de la presencia policial, decidió arrojarse del noveno piso en el que estaba junto al criminal. ¿Un pacto suicida? ¿Cuál fue su participación en el horrendo crimen?
Todos esperamos, se arroje luz sobre tan luctuoso suceso y se esclarezcan definitivamente todos los pormenores de este aberrante crimen. Basta de impunidad, es el clamor de la sociedad.
Los restos del asesino están depositados en la morgue judicial. Al momento, nadie los reclamó.
Del otro joven se está a la espera de que algún familiar permita establecer su identidad, profesión, trabajo o estudios, si los hubiera tenido.
Las autoridades están convencidas de que es muy probable que el tal “Bado” regenteaba, y aquí abrimos un signo de interrogación ¿junto al otro hombre muerto?, una vasta red de trata de personas para la esclavitud sexual.
Las evidencias abundan contra un refinado burdel de nombre ServuS que fue clausurado por las autoridades judiciales. Regenteado por una conocida prostituta con frondoso prontuario, que es buscada en la provincia de Buenos Aires y en zonas aledañas. En todas las rutas nacionales se han establecido rigurosos controles para dar con la fugitiva.
Un testigo, quien aceptó revelar su identidad por propia voluntad, Oliverio Moreira, un paisano de un lugar que mantendremos en reserva por razones obvias, hombre dedicado a tareas rurales, confirmó que la madama, cuyo nombre por ahora se mantiene en secreto para no entorpecer la investigación, solía realizar viajes a la zona para capturar niños y niñas para ponerlos al servicio de su red de prostitución. Además, sostuvo, esa organización delictiva también se dedicaba al tráfico de estupefacientes, llegando incluso a traficar con sofisticadas drogas de diseño de muy dudosa calidad y muy alto precio, que vendían por todo el país y que habían llegado a iniciarse en la exportación a países europeos.
La droga se la conocía con el nombre de “Juana de Arco”. Un verdadero misterio, la denominación del estupefaciente, o una burla siniestra contra aquella mártir francesa que murió quemada en la hoguera, acusada de brujería.
Sousse no dejó de beber mientras escuchaba el noticiero. Cansado, apagó el televisor. Se mostró desinteresado ya de esas novedades. Él estaba a salvo y eso era lo único que importaba. No podía ni quería volver a llorar, no quería escuchar noticias abrumadoras. ¡Basta! ¡Basta! Era el grito que se acumulaba en su boca húmeda de whisky.
Finalmente, degustó la noticia hasta disolverla sumergida en el costoso whisky, y esa combinación abrió las papilas gustativas y estimuló su lengua. Esa sensación benéfica hizo que, por primera vez en mucho, se sintiera cómodo.
La soledad no le sentaba nada mal. No estaba su nena, cuyo recuerdo se iba diluyendo en el pasado reciente como el hielo en el vaso de whisky. Empezaría por olvidar sus nombres, si es que alguno de ellos fue el verdadero. Marlene, Uxia, demasiado teatral para ser ciertos.
Luego iría olvidando su rostro, y por último con su cuerpo.
No sentiría nunca más el sabor de su cuerpo, pero el mundo estaba lleno de gloriosos sabores. Blends de clítoris tan juveniles como ese. O más. Aunque debería atender al consejo de Segni, “no se acueste con pendejas”. Se dijo que tendría que considerarlo. Segni, después de todo, era el amigo que le quedaba.
Su reciente y acuciante estado de ánimo lo abandonaba lentamente. Ya no se sentía ni traidor ni buchón. La traición, después de todo, puede ser un acto de conveniencia o de obediencia, y por eso se aleja de ser considerada una inmoralidad. Traicionó a unos, pero fue fiel a otros. Cara y ceca de una misma moneda. La vida siempre era como una moneda con sus dos caras.
Empezó a considerar que cierto grado de heroicidad tenía su comportamiento. El heroísmo no siempre se presenta con la misma fachada. El suyo podía tener ese aspecto rebuscado, pero nada de la conducta humana es uniforme por completo.
En alguno ganó seguridad, ya no sería más el boludo que vivía de la limosna de Cacho. Un nuevo Sousse surgía de aquella refriega del destino transformado en el conductor de un unipersonal que lo haría justicieramente famoso.
No podía ser tan difícil olvidar todo aquello. Solo debía convencerse de que no tuvo otra opción más que hacer lo que hizo.
Bebió todo lo que pudo casi hasta vaciar la botella. Después se durmió como hacía semanas no podía hacerlo.

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