La venganza de los Pérez, cap. 25 «Un escándalo de cadáver»

La venganza de los Pérez, cap. 25 «Un escándalo de cadáver»

XXV

Un escándalo de cadáver


Marian nunca respondió el llamado que le hizo. Quería verla. Necesitaba hablar con ella, despedirse. El desencuentro la entristeció. Se conformó con su recuerdo. Podía sentir todavía aquella caricia sobre sus cicatrices, en al auto, luego que lo recogió de la sucia ranchada de Moreira. Y las lágrimas de Marian brotando de sus ojos por esas torturas a las que lo sometieron dos perversos autoproclamados voceros de Dios.
Hasta el noveno piso el ascensor fatigaba los motores que transmitían el empuje a las poleas. Los gruesos cables de acero lidiaron con el ascenso con un leve chirrido como testimonio. Los auriculares ajustados, llevaban música a sus oídos, la aislaban de todos los sonidos del exterior. Cantaba:
“Creo que con una canción / La tristeza es más hermosa / Creo que con una palabra / Puedo decir mil cosas / Pero no creo en el circo / De la información / Toda decanta en tu amor / Y en mi dolor / Creo que es mejor morir de pie / Que vivir de rodillas / Creo que el viento me alcanza / El olor de tu mejilla / Creo en mi guitarra, creo en el / Sol (si me cura las heridas) / Creo en tu voz / Creo en la vida, en la noche / En tu alma y no creo / En todo lo demás / Creo en tu estrella / En aquella que busco / En mi sueño mejor / Para poder luchar.
Creo en esas tardes que viví / Jugando a la pelota / Creo que educar / Es combatir / Y el silencio / No es mi idioma / Creo en tu sonrisa / Creo en mí si te veo hoy / Y me pedís que no / Me rinda / Sigo por vos / Creo en la lluvia cuando cambia / El olor de mi tierra / Creo en el mar / Cuando amanece / Abrazándose a las piedras / Creo en los jazmines / Que un dios me bajó / Esa vez, para poder / Conocerte… mi amor.” (1 ) Al llegar al noveno piso descendió del ascensor, cerró las puertas corredizas y buscó el interruptor de la luz del pasillo. La lámpara que daba a la puerta del departamento del contrafrente, encendida, iluminaba pálida. En cambio, la del suyo, no. La miró extrañada. “Se habrá quemado”, pensó mientras tanteaba en la pequeña cartera buscando el llavero. Introdujo la llave de la puerta en la cerradura; mientras hacía girar la llave, caían las placas de la combinación liberando la cerradura. Repitió un estribillo en voz baja: “Que un Dios me bajó / Esa vez, para poder / Conocerte mi amor.” Abrió la puerta y entró al apartamento.
Duró un segundo. Un único segundo. Tal vez ni eso. Apenas unas décimas. Insignificantes fragmentos de un segundo. La posición del felpudo que daba a la cocina, a la izquierda de la puerta de entrada al departamento, fue la señal que le hizo comprender que estaba tomado. Siempre cuidaba ese y otros detalles aparentemente sencillos que servían para alertarla de alguien que hubiese entrado en su casa. En esa oportunidad no tuvo posibilidad de reacción. Solo si hubiera podido volver a atrás ese modesto infinitesimal del segundo, habría eludido la celada. Pensó con claridad, la leve torcedura del felpudo gatilló la evidencia. ¿Huir? Debía haber visto el desplazamiento de la moqueta floreada una centésima antes o sospechado de la lámpara que no iluminaba. Ya era tarde.
Paradójicamente, tan breve instante en el tiempo transcurrió con una parsimonia sabática. Vio el felpudo, pensó en volver sobre sus pasos, se dispuso a voltearse para huir a la carrera, y una trompada se estrelló debajo de su nariz, impactando la boca y la mandíbula.
En lo que restaba de esa minúscula fracción de tiempo hasta completarse ese solo segundo, sintió como sus labios reventaban por el golpe, saltaban dos dientes del maxilar superior y la mandíbula se estrellaba contra el cráneo, fracturándose en dos lugares. El dolor fue atroz. Las astillas del hueso maxilar se ensartaron en unas terminaciones nerviosas que llegaron al cerebro impotente, también obnubilado por el golpe.
—¡Nocaut! –Se escuchó un medio grito tras el golpazo–. ¡Nocaut al puto! –Sonaron unas desmesuradas carcajadas y luego un chistido, correctivo.
—No estamos de joda. Respeten –dijo el que parecía mandar.
Abigaíl se desplomó. La hemorragia de su boca exageraba la herida. Apenas pudo escupir los dientes rotos desde su base, la encía estaba partida. Probablemente, el diente filoso cortó la lengua, por eso la sangre manaba a borbotones. Toda la ropa se manchó en un instante.
La arrastraron hasta el living comedor. Uno de los cuatro sicarios le puso el pie encima, aplastándola contra el piso. Apenas podía respirar. No alcanzaba a levantar la cabeza. Cuando intentó erguirse para observar, una patada dio en medio de sus ojos. La cara se hinchó por completo.
Dos matones trajeron a Bado de la habitación contigua a puntapiés en el abdomen. Parecía inconsciente. Abigaíl consideró, a pesar de su turbación, que estaba muerto. Su color era extraño. Conoció su color en las reuniones del bar, hasta su olor había mudado a uno pálido y ordinario. Era evidente que lo habían torturado por largo rato.
—Puto… –escuchó a uno de los hombres que la insultaba mientras le pateaba las costillas.
—Te hablo puto… Mirame puto de mierda… Mirame a los ojos.
Los ojos de Abigaíl estaban tumefactos por el golpe. Hilos de sangre bordeaban las pupilas que eran verdes, virándolas a un rojo lívido. Apenas podía ver por una pequeña hendija entre los párpados inflamados. Miraba a Bado, no al torturador, quien no se movía. Con el pie en la cabeza, apretándola contra el piso, no podía incorporarse ni un poco más que esto, como para ver al esbirro que le hablaba.
—Escuchá bien, puto de mierda… Escuchá bien lo que te voy a decir. Vos y tu novio, este buchón que está ahí, van a pedir no haber nacido. No vas a pedir morirte, sabés, puto. Vas a pedir no haber nacido. –El hombre inhalaba con fuerza el aire espeso del ambiente. Lo exhalaba fatigando un cigarrillo negro.
—Vos, no tenés idea lo que te vamos a hacer –agregó amenazante–. Esto que te vamos a dar ahora, es un regalo de la casa. Muestra gratis que se dice. Lo importante viene después, en casa, ahí jugamos de locales.
Gritó ¡gol! Y la pateó nuevamente en el costado.
—¡Gol al puto! Tres a cero y viene para goleada. –Hacía hurras y gestos de victorias.
La sodomizaron un buen rato. Las preguntas se repetían como las flagelaciones. Arancibia López Huidobro. Jefes. Silverio. Jefes. Direcciones. Jefes. Teléfonos. Jefes. Amantes. Jefes. Nombres. Nombres. Nombres. Jefes. Jefes. Jefes.
—¿Así que vos sos el que mataste a nuestro coronel? ¿Vos sos el hijo de puta que lo inyectó con esa mierda? ¿Quiénes son tus jefes, puto de mierda? ¿Quiénes?
Desde que la atacaron no pronunció palabras. Pareció desmayarse luego de otra golpiza. Antes, vomitó sangre y se orinó y defecó encima.
Los sicarios no se apuraron en llevar a Abigaíl y a Bado a la dependencia dispuesta para los interrogatorios, a pesar de sus órdenes que eran precisas. Allanar y secuestrar, así de simple. Chupar a los dos, luego, limpieza, todo sin estridencias, sin rastros. “Pérez y Pérez” lo dijo a los gritos en la primera reunión. “Los quiero vivos”. Y siempre que se refirió a la “rubia mujer”, dijo “la quiero con vida. Los muertos no hablan”. La obediencia debida era un verdadero problema ante la improvisación.
Estaban convencidos de que Abigaíl fue quien asesinó a Podestá y por eso ansiaban vengarlo. Le dijeron mientras la golpeaban, “vos y el gordo hijo de puta del portero”. Supuso, por esas palabras, que Silverio también estaba en su misma condición o muerto. Pero los sicarios desconocían la trama fina de esos sucesos.
La Logia para ellos era solo una entelequia, y hasta descreían de la existencia de una reliquia que pudiera amenazar el porvenir de la Agencia. Por ello se tomaron la licencia de torturarlos en el departamento aquel, desoyendo la orden que se les impartió antes de su expedición. Se suponía que una orden debía ser suficiente. “¡Los quiero vivos!”, tal como reclamó “Pérez y Pérez” en esa oportunidad. Porque él decidiría la oportunidad de las muertes.
Los jefes no solían ser muy explícitos con los asesinos por encargo. Desconfiaban desde que aquellos dos fulleros desobedecieron la orden de ejecutar al prócer en su casa paterna. Todos los desaguisados comenzaron por esa rebeldía. Ese suceso extraordinario, la insubordinación de dos asesinos a sueldo, era el ejemplo que siempre “Pérez y Pérez” usaba para explicar qué grave era un desajuste, aunque fuera mínimo, de la obediencia debida.
Esos malandrines dejaron a sus patrones expuestos a la desgracia de la eternidad del prócer, quienes, acobardados de aniquilarlo, decidieron recluirlo en ese armatoste que resultó la desquiciada mansión norteña. La casona prestó buenos servicios durante decenios, pero culminó siendo una desgracia sin atenuantes. Incesto, locura, muerte de un oficial superior, la casi despromoción de otro, Podestá, que al final también resultó muerto enredado en las cuentas de un exquisito rosario. Una carambola nefasta para quienes tenían que preservar los intereses de los doscientos o trescientos poderosos que gobiernan la nación desde el fondo de la historia.
Para mayores males, allí prosperaron los “Pérez” que en la subsistencia del prócer se hicieron fuertes. Se prepararon sigilosos, clandestinos, y tuvieron tiempo para tejer sus redes subterráneas. Esos cualquiera (esos “negros de mierda” diría el finado), se preocuparon sinceramente del cuidado y protección del ilustre. Y en especial de su legado. ¡Si los habrán visto emocionarse al izar la bandera! Aún era motivo de disputa saber quién autorizó a esas mujeres enfermizas a ejecutar en sus pianos la música del himno, inflamando los ánimos cuando debían anestesiarse. Ni hablar de los relatos malvineros que exasperaron al ilustre hasta lo irreconocible.
Los Pérez fueron tolerados por necesidad, mientras se soportó la subsistencia de “La Reliquia”. Nadie mejor que ellos para eso. La idea de que su intrascendencia era efectiva, estuvo en la base de su perpetuación. Los poderosos nunca se inquietaron demasiado por su ignorada presencia. Ni la del prócer ni la de sus asistentes. Además, consideraban que esos conjurados estaban debidamente controlados. Pero esa soldadesca de baja condición, la “perrada”, todos provenientes de los rincones de la patria donde se amasan en una sola clase de hombres, en una sola clase de soldados, indios, criollos, despatriados de los confines de las provincias y algunos gringos cosmopolitas, se había tomado muy a pecho la perpetuación de ese anacronismo de la historia, su General en jefe (“el más completo de todos”, lo elogió San Martín al hablar de él), ese que no dejaba de repetir “ni amo viejo ni amo nuevo”, algo que a ellos los inspiraba (pero que exasperaba hasta al menos trascendente de los burócratas que tenían conocimiento de su existencia). Y tomaron la bandera de la revolución sin dejarse convencer de que ese era asunto de una época perdida. Se burlaron de la “utopía”, esa resignación de la lucha por la comodidad del escepticismo; repudiaron los cánticos de la globalización, de las bendiciones de la interdependencia, los augurios de la dependencia colonial, y se propusieron llevar la revolución hasta su fin. Así, los “Pérez”, se hicieron chisperos infernales, y preparaban sus gloriosas chispas para encender las praderas. Por eso el estado mayor decidió poner fin a aquel fantasma del pasado después de los fuegos fatuos del bicentenario. Y la ratificación de la orden, pronunció ese derrotero de fracasos.
“Pérez y Pérez” argumentó en una reunión de encumbrados jefes, que, en verdad, los desaguisados, los desatinos, los sucesos equívocos alrededor de “La Reliquia”, se debían a que nunca el Estado había comprendido por completo la esencia de la subsistencia de aquellos ideales. Era cierto que desde el día aquel en que los poderosos hacendados y comerciantes del porteñaje pergeñaron la muerte del prócer hasta la fecha, su difamación, defenestración y olvido, estuvieron a la orden del día. No se andaban con chiquitas aquellos mandamases, si hasta se habían atrevido a planificar el asesinato de San Martín, a quien consideraban demasiado peligroso si se involucraba en las contiendas domésticas que ajetrearon la naciente nación en esos tiempos.
¡Cómo no iban a pretender sepultar definitivamente a ese atrevido que supo apreciar al Paraguay independiente, y en alguna oportunidad hasta alentó esperanzas a los desposeídos con algún reglamento sobre la propiedad de la tierra cuando la fracasada campaña al Asunción!
Cuando “Pérez y Pérez” expuso la foto de un cartel que los fugados dejaron sobre el ancho tronco de un enorme árbol, muchos abrieron sus bocazas para exclamar sus horrores. Ni los mares de antimonio que le hicieron beber al secretario, la persecución soez contra el de la Banda Oriental, la muerte a traición de Don Martín Miguel, ni todas las matanzas, habían podido borrar aquellas ideas que se lanzaron a todo el continente en las jornadas de la guerra emancipadora.

Los sicarios, cuando agotaron sus aberraciones, decidieron llevar a Abigaíl y a Bado para interrogarlos en la base, como se les había ordenado. Los dos yacían en posiciones de tumbas, una boca arriba y la otra, contra el piso.
El jefe de los matones se abanicaba con una revista. La tomó de una mesita ratona que estaba al centro del living y que fue retirada para las vejaciones.
—¡Abrí la ventana que acá no se puede estar por el olor a mierda! –Reclamó irritado a uno de sus subordinados.
—Es que se cagó y se meó este puto, por la paliza.
—¡Qué carajo me importa! Abrí de una vez que me descompongo. Es inaguantable el olor a mierda que tiene este tipo.
El esbirro, obediente, abrió de par en par el amplio ventanal del departamento. No era un balcón, solo un ventanal amplio, una baranda apenas trabajada, de barrotes redondos, antiguos, pintados de negro, y tras ellos, solo el vacío a la distancia de nueve pisos de altura.
Fue un segundo. Ni eso. Apenas una nada de segundo. Insignificantes fragmentos de un segundo. Una milésima de nada. Abigaíl saltó la baranda del balcón como una extraordinaria langosta, un escurridizo saltimbanqui. Y caía. Una simbiosis de una siamesa despanzurrada y un humano irreconocible. Los cuatro sicarios miraron incrédulos como se deshacían sus legajos en pedazos inútiles. Los vientos de la burocracia los esparcía lejos, a donde los sicarios no pueden llegar por la dimensión de sus castigos. A la tierra de nunca jamás, si es que tenían algo de suerte.
Abajo, la nada esperaba conforme que la muerte adquiriera la potestad del golpe estampado en el asfalto. Solo un manchón sería aquello que palpitó apenas unos años que se podían contar con los dedos de una mano de Dios.
Abigaíl caía. Un nochicidio espeluznante. Bado estaba muerto a las patadas. Luego dirían que le estalló el hígado de un golpe paquidérmico.
Abigaíl caía. Sangres amortajadas la envolvían de la cabeza a los pies, y desde algún lugar alguien la miraba de adioses para siempre.
Caía y caía y caía. Habrá repetido un desprevenido que alzó la vista como para observar la luna y le pareció que era un ave, confundidas sus alas que no abrían.
Caía infinita como si no hubiese unidad de tiempo alguna para medir la distancia entre el arriba y abajo. Ni un segundo. Apenas unas décimas, insignificantes fragmentos de una nada de tiempo. Y mientras flotaba hacia la misma muerte, imaginó ese amor que no conoció porque así estaba escrito en las cicatrices rugosas de su pequeña espalda.
Suspiraba adioses de saliva, como si alguna vez hubiera estado boca a boca de amor, los labios abreviados como dos simples tiritas rojas dibujadas. Suspendida en la altura, brevemente desnuda, imaginó una noche de pecados sin martirios, una en la que se asomaría hasta los nervios que debían vibrar en sexual escaramuza. La noche que debió ser y que no fue nunca, de besos en responso, comprimidos, hasta borrar las comisuras, haciendo surcos como arañazos en las pieles de agüitas, de lágrimas de un par de ojos decididos.
Supuso esos ojos que no miraron nunca los suyos afilados de destellos y que debieron escarbar por éxtasis hasta el fondo mismo de las mismas pupilas amorosas, buscando explicaciones, no certezas. Pupilas descubiertas de repente por un par de párpados emocionados, ni abiertos ni cerrados, furtivos, cuyas pestañas curvadas devotamente entre jadeos y suspiros, se estirarían eléctricas por las caricias.
Y luego de los ojos cascados de murmullos, inventó, mientras flotaba hacia la nada, que volverían los labios sobre labios que se harían cada vez más pintados y las lenguas púrpuras y lanceoladas se acecharían de halagos clandestinos. Besos impíos, ardidos, satisfechos. Abigaíl no confundía en su caída eterna ese sueño imposible que le fuera negado, colgando definitiva del aparejo brutal de un árbol aparecido como estatua verde que lloraba disculpas.
¡Sueños! ¡Sueños! ¡Solo sueños! De joyitas de salivas gualdas, ambarinas, que entumecerían la boca de perlitas. Ese sueño de amor que debía vibrar los senos que erectos como dos aguacates tan rosados, demasiado rosados, pálidos, casi exangües, que se harían dos punteros de pasiones.
Las pieles de los amantes dejarían sus caprichos de estatuas y asumirían un color tamarindo, consagrado. Y presumió que irían y vendrían uno sobre el otro, sudando domésticos, fatigando la cama que haría un chirriar de aleluyas obscenos, lúdicos, encabritados. Vibraría Acacia en un lugar desconocido. La sangre degollada y la sangre azotada triunfarían a la ausencia de amores merecidos, deseados, precisados. “No se puede vivir sin odio. No se puede vivir sin amor”, cree que le dijo Bado entre tantas palabras. Amor y odio encontrarían sus reductos en el momento justo, en la anatomía precisa de un par de amantes alimentados a pétalos de flores como enormes guirnaldas coloridas.

¿Los dos espíritus lo habrán querido así? Tal vez esos lémures inquietos se confabularon para cerrar una historia que debía cerrarse inevitablemente. En el veneno de una Acacia degollada, germinó una figura indescriptible, y en el vuelo final de esa figura, el veneno de Acacia se hizo ambrosía y melificó esa muerte, dulcemente.
Amor le fue negado, así, como se niega tres veces, porque sí, por nada, por monedas. Mientras moría se preguntó si no habrá sido en sueños que amó y no pudo entenderlo, tal vez dormida, demasiado dormida, mientras la lluvia caía sobre su piel de heridas y hacía estandarte de imposibles pasiones.
Y llegó el aire y llegó el silencio y llegó el sonido y llegó la luna, y empezaron a llorar invictos, un rocío temprano macilento sobre el cuerpo llegando a su destino. Eso fue todo. Antes el puño, el puño, el puño, apenas un segundo más breve que un segundo después de abrir la puerta. Tantas veces el puño colérico se precipitó fatídico, que desorganizó la anatomía hasta deshacerla. Y ese casi nada de segundo en que se decidió a volar desde la altura.
Quienes la vieron caer aseguran que parecía que no caía; se obstinaba en flamear, como un humo a la deriva, fatídico; columpiando imprevista y así contradiciendo hasta la misma ley de gravedad con sus piruetas.
Desde abajo se apreciaba que era un cuerpo desnudo. Solo las pieles almendras, famélicas, que encubrían los músculos y la osamenta, pudorosas, de aquella incógnita que venía del cielo. ¿Un heraldo de Dios que equivocó el camino? Ni ninfa, ni mujer, se confundía el transeúnte que espiaba esa osadía de nenúfar, lirio lampiño, liso, ávido, puro pellejo, sin un atisbo de vello púbico ninguno.
Y caía, caía. Se oyó una voz de que no se supo nunca de dónde es que sonaba, descifrando unos versos en corcheas: “Creo que es mejor morir de pie / Que vivir de rodillas.”
Cuando golpeó contra el asfalto, la impresión de desnudez mudó a otra cosa, indescriptible. Se persignaron los testigos al escuchar el estruendo contra el piso.
Nadie, humanamente, podía decir de quién se trataba. Las múltiples fracturas expuestas distorsionaron hasta el escalofrío aquella humanidad desencajada. Ni hombre ni mujer-ni ninfa-ni lirio-ni nenúfar. Nada. Simple escándalo de cadáver.
La policía acordonó un amplio espacio con sus cintas roja-blancas y dispuso como un teatrillo alrededor del cadáver para disimularlo. La policía científica se tardó un buen rato en llegar al lugar y recoger evidencia de la muerte.
El cadáver de Bado lo cargó la morguera. Los sicarios que se habían marchado precipitadamente, se dirigían explicándose excusas que nadie les pedía.


[1] Creo, Patricio Fontanet, Callejeros.

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