La venganza de los Pérez, cap. 23 «Bado encapuchado»

Capítulo XXIII


Bado encapuchado


El coro cantó. Gargantas poderosas. Enarbolados músculos. Himnos diciendo del temerario ondear del pendón en la batalla. Luego, fiestas de sangres por las venas de gloria en carniceras batallas. Fuegos torrenciales y más allá la gloria.
Oíd Mortales, el grito sagrado.
La espada predijo. Centauros llaneros, centauros arribeños desharán las carnes y las armaduras de los duros llegados allende los mares. Indomables repetirán asombrados los himnos de los Libertadores, y a pura emoción, subiendo por las sangres de sus cuellos hasta sus henchidas lenguas, repetirán sus oraciones peregrinas recordando los odios con que fueron agitados. Incinerarán a los antiguos perseguidores de imperiales dolores y espadones sombríos.
¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!
La tierra implacable fulguró su semilla. Sagrados huracanes subversivos. Vientos llevando la almendra hasta el rincón más augusto. Los sonidos alzados en batalla, más allá de las deslumbrantes alturas, se enarbolaron acantilados e implacables. Volcanes esparcidos en magmas salidas a pura cacería como fuego bendito y quebraron el hierro como a un mudo collar de primaveras.
Oíd el ruido de rotas cadenas.
La piedra en su dominio vitoreó la victoria. Furias de pólvoras, escarmientos hasta postrar al opresor en las tierras de Tumusla.
Ved el trono a la noble igualdad
Gargantas poderosas,
Oíd Mortales, el grito sagrado.
Centauros llaneros, centauros arribeños,
¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!
Sagrados huracanes sublevados.
Oíd el ruido de rotas cadenas.
Furias de pólvoras.
Ved el trono a la noble igualdad.
Puma, tormento, suplicio, escalofrío, toma tu herencia y precipita la historia juntando las furias de todos los oprimidos. Baldomero nombró y dijo en una guerrilla de relámpagos, un humano momento donde cae la gota de la vida pasajera.
Luego el coro cantó:

Esta herencia llevas en tu invocado cuerpo / Los que te dieron la patria amontonan sus rumores / Advierten de intenciones aviesas / De puños reunidos de puñales traicioneros / Y claman la voz pedregosa en un aullido / Ten cuidado Bado / Tu nombre dos sílabas humanas / Enarboladas como un relámpago rojo / En la cresta sublime del suplicio / A dónde va tu corazón / No hay ave negra / Que perturbe tus sueños amurallados / Solo el valiente arremete a la garra sanguinaria / En su vuelo de la muerte cada noche / Bendito tú eres entre todos benditos / Te cegarán los ojos / Como a Hipólito te arrancarán la lengua / Tus pedazos esparcirán en cuatro direcciones / Y ahí estarás excelso / Diciendo a dónde dirigirnos / Para alcanzar la victoria / La Revolución suena vigorosa / Es un bien necesario / Los lobos hambrientos / Vistieron sus pieles esa amarga noche citadina / Nada será igual cuando los alcance la Justicia.

Fue necesario repasar la historia para palpitar el canto del coro. En sus voces no había desesperanza, sombra de verdugo sí, navegando tristeza en un río de sangres y había amor y había odio. “Para todo hay un tiempo señalado, tiempo para todo asunto bajo los cielos; tiempo de amar y tiempo de odiar”. Así decía Bado cuando le hablaban de esos sentimientos. Y con ellos, asidos fuertemente, tomaba su tarea sin distraerse de su verdadero sentido.
Tenía un nuevo documento para entregarle a Sousse. La “Orden del día N.º…”. Número y fecha borroneados, ignoraría la queja si el alcahuete protestaba por los borrones. Bado no sabía si el documento estaba en esas condiciones o sus superiores habían decidido ocultar esos datos. La “Orden…” resumía una reunión en Buenos Aires. La leyó varias veces para comprender su sentido. Había varios nombres, todos en iniciales. “PyP”, “ALH”, “JVR”, “TM”, y otros que también parecían tachados o recubiertos con blanqueador. Luego del resumen, autorizaciones de dos asesinatos encomendados a las jaurías en el norte. Una parte del texto de la “orden” había sido expresamente suprimida. Bado suponía que en ella figurarían los nombres de las víctimas. Por eso lo convocó a “Acacia Negra” al periodista. Para darle ese nuevo testimonio que alimentara la hoguera. Sousse ya había traicionado, como lo hizo Francisco el tío, hacía siglos. Entregó la lengua, los brazos, las piernas, la cabeza, las entrañas del mensajero y se sentó a esperar como lo descuartizaban de a poco y luego hacían una pira cruel donde reducir a cenizas las glorias de las carnes del combatiente.
El periodista, durante la breve conversación en el bar, hizo referencia a un suceso por demás silenciado: la muerte del coronel Arancibia López Huidobro, o Podestá, como lo conocían en los suburbios de la inteligencia, por capricho de un sicario que lo comparaba con los púberes masturbados de un cine clase “c”.
La Logia conocía con precisión sobre la muerte del asesino del suboficial “Pérez”. Podestá no murió asesinado, como hacían correr por los canales subterráneos de la Agencia. Eso era “marketing” de la nueva modernidad, héroes de teflón. No hubo heroísmo en esa merecida muerte. Una catarata de droga se encargó del asunto. Sabían hasta del nombre del morfínico cóctel. “Juana de Arco”, vendida entre los lúmpenes como “la verdadera heroína”. El hombre no dijo ¡Viva la patria! mientras se la inyectaba. Ni imitó a aquel grande, gritando “¡muero contento, hemos batido al enemigo!” Nada de eso. Ni una cuota de dignidad en su muerte. No inspiraba orgullo ese final de adicto. Histérico, perdido, lunático, solo gritó “apurate querés, ¿qué esperás?”, y repitió el pedido un par de veces. Luego expiró babeando un rencor de sepulturas.
Bado, cuando fue a la reunión, estaba al tanto de todo. Ya no escuchaba el coro con su larga advertencia. Su voz era distinta y él la percibió con serenidad. Reconoció que los viejos supieron la verdad desde que llegó la oferta por primera vez. El coro le dijo, entonces:

“Ten cuidado Bado. / Los lobos adquieren apariencias extrañas / En las noches oscuras / Para devorar furtivos / Se esconden en los humanos límites estrechos / de frágiles sentimientos / Porque no pueden ser el amor / Solo las muertes entregan / Luego de saborear la carne humana / Húmeda y fresca / El hombre es el lobo del hombre”.

También le dijeron que muchos de los que conoció o habían sido asesinados o estaban por morir, descartados, como ocurría con ese material que usaron para un fracaso que aborrecían. El fracaso era la pantalla. Una escaramuza antes de la cacería. De todos modos, nunca, nadie se atrevería a decir palabra condenatoria contra los que se arrimaron a la Logia a través de Bado. Solo ellos conocían que buscaron o qué quisieron hacer. O si sabían lo que realmente estaba sucediendo. Eran títeres y no manipulaban los hilos. Simples peones en un tablero en el que no podían ver muchos más allá de sus escaques. Pero todos debieron reconocer que, como dijo Marlene esa tarde, ese “hijo de puta, pervertido, drogadicto, un asesino”, estaba muerto, rindiendo cuentas en los fuegos del infierno.
Bado caminó algunas cuadras para alejarse del bar de la reunión. Repasó una y otra vez el encuentro. Examinó lo hablado. “Este es un documento nuevo. Lo comprobarás por vos mismo”. Fue lo primero que le dijo, mientras el mozo insistía con un par de medialunas para acompañar los cafés.
Sousse tardó en responder, vaciló. Recordaba verlo revolver el café una y otra vez, infinidad de veces. Exagerando. La vista en la taza, acompañando el caprichoso giro de la espuma amarronada del cortado americano. ¿Pensaba en algo? Imposible saberlo. ¿O esperaba otra noticia? Dilataba la conversación deliberadamente. Recordaba cómo llevó su mano derecha al bolsillo de su chaqueta. ¿Tendría un arma? Parecía un cobarde, pero de ellos había que cuidarse especialmente. Bado estaba convencido de que su intermediario no tenía pelotas para asesinar a nadie de frente, cara a cara, y menos a la vista de todos, sin reparos. Mataría, pero entre velos de ataúd, para invisibilizar su traición. Como se supo luego, se desentendió de Marlene hecha harapos de sombra en la sala de un hospital público. Él revolvía su taza de café sereno, mientras la otra, entre ojeras de muerte, funebreaba unas lágrimas en púas, hasta disolverse en un barro costroso, inanimado, de una tumba juvenil sin nombre. “Otra NN”, dijo el sepulturero que ya había perdido la cuenta de los que llegaban sin nombre hasta su última morada.
Repasaba en su memoria como al hombre le costaba hilvanar una frase, una oración sencilla, conjugar un verbo, improvisar una broma. Balbuceaba y quedaba así, suspenso, como mal paralizado.
Sousse hacía como que hablaba, pero callaba. Bado reconsideraba los detalles de los gestos, las expresiones que se iban acumulando en su semblante. Y esa piel que perdía su apariencia humana e iba tornasolando al color de los fermentos, estrangulando las venas, para hacer más exangüe el gesto de la perfidia en ciernes.
Después de un buen rato de estar como varado en la intrascendencia, Sousse atinó a relatar algo que parecía un fragmento acotado de un hecho real. Sin dejar de revolver el café, dijo: “Conocí a un tipo que dijo que participó en la operación, esa de la que me hablaste”. La expresión, “esa de la que me hablaste”, le sugirió a Bado que el hombrecito no quería llamar a las cosas por su nombre.
Habló como quien sabe a ciencia cierta qué es inconveniente mencionar un asunto. Por eso Bado no dudó en hacerlo, le respondió claramente y alzando levemente la voz: “¿En la operación “La Reliquia”? Repitió “La Reliquia, ¿a esa te referís?”, con tranquilidad, mientras no le sacaba el ojo de encima. Este afirmó con la cabeza. Reconoció que sí, que a esa operación se refería. Pero no pudo explicar por qué ese supuesto integrante del grupo que operó en el norte para cumplir la orden de liquidar al ilustre, tendría alguna necesidad de revelar su secreto.
Cuando lo interrogó por qué hubo de franquearle esa verdad, Sousse no supo qué responder. Bado recordaba que solo le dijo: “No sé”. Y agregó “el tipo debe estar atrás de mi investigación.” La “investigación”, como la llamaba Sousse, era en realidad intrascendente. Todo a lo que podía tener acceso era insignificante, de poca importancia.
Ninguna revelación iba a resultar significativa. Ni siquiera la “Orden del día N.º 5” ameritaba tomarlo como confidente a semejante mediocre. Tanto Bado como sus perseguidores sabían que la sola intención de conectar a Sousse fue restregarles por las narices el documento manuscrito del perverso muerto. Y advertirles que tenían más, muchos más, para divulgar cuando fuera conveniente. Allí iba otro para que no dudaran de que así era. Doce cajones cargados de documentos esperaban salir a la luz sin apuros, para alterar a más no poder los ánimos de los esos modernos fariseos.
Tanto la Logia como sus perseguidores usaban a Sousse como un simple transmisor de amenazas acotadas y de las que él no estaba en condiciones de asignar su verdadera importancia y, menos aún, si se trataba de verdades, aunque fueran a medias, o falsedades lanzadas al ruedo para confundir u hostigar una parte a la otra.
Bado trató de rodear el asunto reclamando detalles. Por eso indagó dónde conoció al tipo que le confesó su participación en la operación. “No te lo voy a decir”. Dijo excusándose. Y agregó malintencionado: “Mirá si te mandás por tu cuenta y hacés una cagada.” Bado no lo puteó, por un simple reflejo. Lo hubiese merecido.
Sousse siguió justificándose. Agregó que no había informado de ese subrepticio encuentro ni al director de su diario que, en definitiva, era quien había aceptado llevar adelanta la mentada investigación contratándolo para ello.
—No sé si va a querer seguir con esta historia. –Intrigante Sousse exageró la posibilidad de que el diario decidiera abandonarla–. Cacho estaba remiso a meterse en este asunto. Incluso cuando leyó ese papel de mierda me quiso sacar de la investigación. –Agregó para exagerar las preocupaciones del director. Y remató sus argumentos adjudicándose una acción definitoria: “Acordate que lo convencí yo.” Bado sabía que esa afirmación era pura arrogancia. Sousse no podía convencer a nadie y menos a Cacho, quien lo consideraba un adicto irrecuperable, un mediocre y hasta un pusilánime, y se lo hacía notar en cada oportunidad que se le presentaba.
En su repaso de los hechos, Bado trataba de valorar el nerviosismo que Sousse fue mostrando a medida que pasaban los minutos. Cuanto más tiempo pasaba, más nervioso se lo notaba. Se exaltó cuando Bado lo cuestionó. A cierta altura de la reunión, fue notorio que Sousse entró en un estado de manifiesto desasosiego. Lo último que se preocupó en repasar fue la mención del nombre “Arancibia López Huidobro”, que el periodista introdujo como un ariete en la charla. “Me habló de un tal Arancibia López Huidobro.” Le dijo insinuante.
Bado, acostumbrado a esos virajes violentos en una entrevista, no se dio por aludido. Y al revisar ese tramo de la conversación, su sensación de que esa era la trampa a la que lo estaba induciendo Sousse, se hizo más elocuente. La pregunta inadecuada “¿Lo oíste nombrar?”, acentuó esa impresión. Cuando se intercambiaban “figuritas”, se quejó Bado, había que saber escuchar y nunca preguntar para no incomodar. Era una regla que Sousse sabía y practicaba y la había quebrado sin mediar justificativo alguno. Por eso su respuesta fue atinada y precisa. “Nunca”. Dijo terminante. “No tengo ni idea quién puede ser.” “A ese tal Arancibia López Huidobro nunca lo oí nombrar.” Allí se terminó la conversación. Cada uno a lo suyo. Si tenía alguna novedad, lo convocaría como habían convenido. Solo un mensaje, nada de llamados, nada de palabras.
—¿Vos tenés ese archivo? –Fue lo último que Sousse le dijo antes de que abandonara el bar. Bado giró sobre sus pasos y volteó para mirarlo.
—¿Sos pelotudo o te entrenás todos los días? –Le respondió repitiendo una expresión que Cacho solía usar contra Sousse muy a menudo y qué, confidente, Marlene, le había confesado.
Salió del bar y caminó rápido, las manos en el bolsillo, la cabeza gacha, la gorra ajustada sobre las cejas. Llegó a la intersección de una avenida. Se detuvo mirando la vidriera de un negocio de ropa masculina. Trató de captar por el reflejo del vidrio si alguien, en frente, caminaba a su par tratando de pasar disimulado. Sin llegar a relajarse, la ausencia de cualquier extraño en el bar le dio la seguridad de que no estaba siendo seguido.
Solía ser cuidadoso para entrar o salir de un encuentro, trataba de captar los detalles del entorno, las fluctuaciones en el tiempo, las disonancias de los sonidos, las alteraciones del movimiento. Lo fue en esa oportunidad. Cometió otros errores, pero no esos.
El bar no estaba tomado como tampoco sus inmediaciones. A simple vista no notaba nada que anunciara un seguimiento. Las persecuciones, por otra parte, desde bastante tiempo atrás, se realizaban por cámaras. El seguimiento directo, físico, tenía por objetivo amedrentar más que develar desde y hacia dónde se dirigía una persona.
Las cámaras eran un escollo difícil de sortear. La cabeza gacha, la gorra con visera, lo poco que tenía a mano para disimular su rostro. Desde que se desarrolló el software para el control social ya no bastaba con cubrirse para esconder la cara. Las dimensiones antropométricas de cada individuo podían ser captadas y guardadas en una rica y compleja base de datos. De los recién nacidos, fotografiados de cuerpo entero, se podía proyectar su futura complexión física con enorme porcentaje de acierto. Así como con el cuerpo, su fisonomía.
Aferrado a sus hábitos dio varias vueltas manzanas. A favor del tránsito y contra este. Luego buscó un taxi. Más tarde, el subte. Revirtió su campera que de un lado era color marrón, y del otro, gris perlado. Hizo todos los cortes que consideró necesario para no servir de lazarillo de algún perseguidor enganchado con o sin conocimiento de los movimientos de Sousse.
No estaba a más de diez cuadras de su departamento. El semáforo interrumpió su marcha. Podía haber corrido, aprovechando el tiempo que tardaron los conductores en poner en marcha sus vehículos. Pero al dejar pasar ese par de segundos de ventaja, debió esperar en la esquina a tener el paso seguro.
Una combi frenó de golpe frente al lugar en donde estaba parado esperando que cambiara la luz del semáforo. No la vio venir. Recordaba mientras trataba de recuperar la lucidez, que lo tomaron de los brazos y lo arrastraron hasta la camioneta. Una vez adentro, la puerta se cerró con violencia y el vehículo se puso en marcha a alta velocidad. Aun en el piso, lo encapucharon, luego sintió ese golpazo que lo desmayó.
A partir de entonces no pudo ver nada. La capucha no solo se lo impedía, sino que lo ahogaba, no podía respirar con facilidad. No supo cuánto viajó ni a dónde lo llevaron. Se despertó cuando lo bajaron de la combi de un puntapié en los riñones. Cayó al piso que parecía anegado. Era agua sucia, servida, estancada de varios días, tal vez de una afluencia de un caño pluvial. No le pareció cloaca.
Lo levantaron entre dos personas y lo arrastraron unos metros. Lo sentaron en una silla metálica. Allí lo amarraron. No recordaba cuántas veces lo trompearon. Sí, qué le preguntaba con insistencia “¿Quién es tu jefe, pendejo?”
“¿Mi jefe?” Pensó. Sus captores repitieron la pregunta una y otra vez. “¿Quién es tu jefe, pendejo?” “¿Quién es tu jefe, pendejo?”
Qué sentido tenía hablar de una bandera. ¿Esos tendrían un estandarte bajo el cual invocarse? Él lo tenía y lo sentía glorioso.
¿Imaginaría alguno de aquellos esbirros cómo es el ondear majestuoso de la enseña patria en los combates memorables por la independencia? ¿Cómo flamea señalando un porvenir de libertad? ¿Cómo se inflaba orgullosa en las puebladas?
Su suerte no habría de ser muy diferente a la de tantos. Lo supo desde siempre. “Yo caigo. Otro ocupará mi puesto”, se afirmaba que dijo el suboficial “Pérez” antes de dar un último suspiro. Mientras lo azotaban una y otra vez, recordó, sin reconocer cómo, la leyenda del marqués de Yavi. Un recuerdo surgido al azar de la golpiza.
¡Juan José Feliciano! Así se sabe morir, eternamente puro. En Juan José Feliciano imaginó su destino, esperando augusto la batalla postrera. La memoria es autónoma en la muerte, sin fatigas elige por voluntad propia cada recuerdo que alborea en el corazón un heroísmo. Oyó cantar a Abigaíl una vez, en un bar “es preferible morir de pie que vivir de rodillas”. “Es preferible”, se repitió tres veces, mientras un tajo redondo abría un hueco de bordes roídos en el pecho, como entreabriendo hacia el corazón un pasadizo, para amputarlo aún latiendo.
“¡Quien es tu jefe, pendejo!”, repetían, mientras horadaban los huesos en busca de un tormento formidable. Las costillas crujían, bufaban los pulmones agobiados, se acongojaban los tejidos de tensiones.
¿Mi verdadero jefe? El que le dijo a Juan José Feliciano “¡ahora es el momento!”, y el hombre huyó por las Lomas de Medeiro. Con galope furioso, galope electrizado, guiado de esas candelas azabaches que eran las palabras de la Juana Gabriela subidas en banderas a sus ojos. A través de la capucha negra de trama áspera y ruda, hilada en sepulturas, hasta podía suponer ese horizonte de la Salta combativa que le entregaba una libertaria parábola magnífica, a pesar de los rústicos tormentos. Entonces Bado, buscó entre sus dolores los vínculos entre nombres y batallas, entre nombres y castigos, entre nombres y muertes.
“Juan José Feliciano Fernández Campero y Pérez de Uriondo Martiarena”. Alguien dijo ese nombre en una charla formal cuando ingresó a la Logia. Lo recordaba como si fuera el propio. Por asombro, seguramente. Nombre con aires de banderas cargadas de pólvoras, pólvoras fermentadas ya en colosales combates, cuando llovían lanzas, puñales y trompadas, y Holmberg fundía la metralla. Y el maturrango huía hacia el norte, derrotado.
Y oyó que repetían en sincopada oratoria: ¡Juana! ¡Juana! ¡Juana! Llevando las cadenas en su bella cabeza, sin delatar ni a su sombra, que la siguió a muerte hasta la sepultura. “Las mujeres son una calamidad”, habrá repetido Pío Tristán al saber del “movimiento retrógrado” que, al redoble del tambor amoroso de una patria de auroras tempestuosas, hacia el marqués volcando la batalla, definitivamente.
¡Si se habrá maldecido ese nombre entre los godos! ¡Juan José Feliciano! Si se habrá repetido el hombre de la hereje ¡Juana Gabriela Moro! ¡Espía! ¡Saboteadora! Y en llanto flagrante por la patria bendita, ¡emparedada a muerte! Invencible, soberbia. ¡Divina tú eres entre todas las mujeres!
Y Gertrudis y Celedonia y Magdalena y Juana y María y Martina y Andrea, contigo, en ti, de puros ideales, benditas mujeres entre todas las mujeres, hechas legiones desesperando al invasor con sus mensajes. Mientras el otro, caído en los ruedos de Yavi, dejaba atrás las glorias del Puesto del Marqués y de Colpayo, a la vera del primo combatiente, deshaciendo a espadazos a los Angélicos, para que surgieran bermejos, hostiles, gatillados, los santos Infernales que sustentaron la esperanza de la patria.
Atrás quedó para siempre el Tucumán del Congreso, con sus proclamas de independencia, y caminó sus destinos de amarga sepultura jamaiquina, en un lúgubre bodegón de un barco hacia la tumba.
Como Juan José Feliciano, así morir no era un desperdicio. “Yo caigo. Otro ocupará mi puesto.” Será tu voluntad, así en la tierra como en el cielo.
Y Bado pensó en el nombre “Juana”, mientras lo azotaban con más fuerza hasta despellejarle la espalda. “Como Juana de Arco. ¿Qué edad tenía Juana de Arco cuando murió?” Abigaíl le dijo “creo que diecinueve”. La misma que ella suponía debería tener. Nunca conoció su edad exacta, solo aquella que figuraba en el documento que le dio Marian.
“¿Quién es tu jefe, pendejo?” Coreó el verdugo. Bado ya no escuchaba las preguntas repetidas por los autómatas de los flagelos. “¿Quién es tu jefe, pendejo?” “¿De quién es este número de celular, pendejo?! “¿Dónde vive el puto con el que te juntás, pendejo?”
Lo despabilaron con un baldazo de agua helada. El agua, la capucha, el calor, hacía irrespirable el poco aire que le llegaba. Estaba abombado. Escuchó que una voz diferente cambió su pregunta. “¿Quién es el puto con el que te juntás, pendejo?”
¿De quién hablaba la voz inquisidora? ¿De Acacia? ¿De Gavino? ¿De Abigaíl? ¿Eran esos los nombres de la tríada espía develando misterios y asomando la muerte del perverso en una triunfal aguja pavonada? Detrás de la golpiza se perdían las preguntas. Sintió entre las amarras que lo sujetaban a la silla, el roce de tres cuerpos que le intentaban respuestas a esa hora del castigo.
Un cuerpo no tenía cabeza. Brutal, decapitado, en cuclillas y arrinconado en degüello en la encrucijada de unas raras paredes de un cuartucho roñoso, mirando a través de sus amputaciones el ir y venir de una cuchilla enorme que manaba sus filos delgados como los vellos de su angelical pubis. Un Mateo iracundo convocaba con su exigencia cruda al homicidio. ¡Muerte al ojo que mira! ¡Muerte a la mano que acaricia! ¡Muerte al pie que anda a su albedrío!
El filo pederasta se masturbaba entre desesperaciones, y eyaculó un golpazo que sesgó el pescuezo pequeño como a un tallo jugoso. ¡Ni vio venir el golpe matador desde esa altura enorme contra su frágil acurrucamiento en el oscuro rincón de ese cuartucho! Mientras rodaba la cabeza sin destino, el hombre limpió con su lengua la sangre acaballada en el borde opacado del cuchillo.
Bado creyó que hasta podía tocar la sangre que serpeaba entre el pecho y la ingle de la muerta. Y pegado a su capucha negra, ese hombre de olores hediondos, que ni cerca ni lejos aspiraba alucinado el perfume de un clítoris impúber, le daba también una brutal azotaina con su vara de sauce, para que revelara el secreto de los dos espíritus.
Detrás del hombre que lo golpeaba inmisericorde, podía ver al niño que pendía de un árbol en los fondos de una casa en ruinas. El rancho era un promontorio en medio de un escampado de desgracias. Por una ventana que miraba a un horizonte de indiferencias, la mujer bebía su brebaje humeante. Y una furia de azotes caía a cada uno por igual en ese preciso instante. A Bado atado en esa silla metálica y fría; al niño colgado de la rama ampulosa.
El que era niño caía de repente, desde la altura de un aparejo nefasto que chirriaba energúmeno tres risitas melosas. Caía en estado de muerte. De sus gruesas heridas que reptaban a su albedrío por la espalda abriendo surcos profundos en los frágiles tejidos, manaba también sangre en abundancia. Cuando la sangre tocaba la tierra, se hacía en costrones como raras pepitas y brotaba de angustias unas germinaciones negras que buscaban los soles para alimentarse. Luz y pura luz y nada de agüitas prodigiosas, gastadas tiempo antes cuando todavía lloraba. Ya no quedaban lágrimas posibles. Los ojos disecados ya no sabían de emociones.
En alquimia confusa, la sangre degollada y la del azote se unían amorosas. Decapitada y flagelado, entonces, se desvanecían. Se evaporaban en dos espíritus los cuerpos, que unieron sus fluidos maravillosos con la cadencia de los golpes de una vara de sauce y al raspón vigoroso de una cuchilla asesina. Alquimia incierta. Amalgama furtiva. Tornaron ambas en irreconocible sustancia prodigiosa. Se reunían de abrazos para eternizarse de amor más allá de la muerte. Eran tres partes integrantes y un solo ser definitivo: Abigaíl. Él no sabía quién era, pero recordaba su historia.
Bado escuchó intercalada entre golpe y golpe la misma pregunta. “¿Quién es tu jefe, pendejo?” En seguida un consejo siniestro. “Mejor hablá, pendejo, porque te vamos a destrozar a golpes.”
Lo desnudaron. Arrancaron su ropa que quedó hecha jirones. Lo sujetaron a lo que le pareció era el elástico de hierro de una cama. Pensó “viene la picana”. Estaba en lo cierto. A la primera descarga, le sucedieron otra y otra, incontables. Y las mismas preguntas.
—¿Quiénes son tus jefes, pendejo?
—¡¿Quiénes son tus jefes, pendejo?!
—Danos los teléfonos que usan, pendejo.
—¡Danos la dirección de tu casa, pendejo!
—Danos la dirección del puto, pendejo.
—¡¿Quién es el puto con el que te encontrás, pendejo?!
Lo despertaron otra vez con agua helada. Uno de los torturadores lo sacudió por el hombro. “¡Despertate sorete! No estamos descansando.” Gritó patético el cobarde. Mientras la electricidad recorría su cuerpo, escuchó como si alguien le hablara a la distancia. Le preguntó siniestro por Marlene.
—¿Así que vos sos amiguito de la muertita? –Bado no alcanzaba a comprender a quién se refería. Pensó en Abigaíl–. Mirá que sos boludo hermanito. Meterte con esa pendeja reputa. Esa te hizo el entre para nosotros.
La reunión con Marlene, cuando la conoció, fue preparada. Ella lo buscó hasta que hizo el contacto. El encuentro fue en un boliche por Plaza Italia. La muchacha ofrecía vincularlo a un periodista mediocre que estaba dispuesto a trabajar unas notas sobre un asunto tan extraño como fascinante. “Un boludo”, le dijo despectiva. Después reconoció que era su macho. Tiempo después le ofreció conocer “al amorcito”. A la que le decían “Dos Espíritus”.
Fue autorizado a sostener la relación con esa muchacha de nombre falso y, luego de un tiempo prudente, a vincularse al periodista. A sabiendas de que atrás de ella estaban los enemigos de siempre. Y que al periodista después lo iban a usar para difamar a la Logia y a su prócer.

Lo del “amorcito” fue de prepo, Marlene se lo impuso sin aceptarle quejas. Los viejos comprendieron magnánimos el desajuste. Pero Bado sentía verdadera lástima por Marlene. Por eso el coro lo advertía, recurrente. Comprendía que era apenas algo mayor que una niña y, sin embargo, estaba agriada definitivamente.
No parecía desmayado. Parecía ausente mientras se repetían las voces y las preguntas.
—¿Quiénes son tus jefes, pendejo?
—¡¿Quiénes son tus jefes, pendejo?!
—Danos los teléfonos que usan, pendejo.
—Danos la dirección de tu casa, pendejo.
—Danos la dirección del puto, pendejo.
Y otra vez el agua fría, cayendo sobre su cuerpo desnudo como de una altura imposible de medir.
Lo liberaron del elástico metálico al que estaba sujeto. No recordaba cómo despertó vestido. Supuso que alguien lo vistió, pero con otras ropas, no eran las suyas. Las que le pertenecían las mandaron a quemar. Esas tenían olor a muerte.
Escuchó una conversación que tardó en comprender. Alguien decía “no soltó prenda hasta ahora”. Luego lo arrastraron hasta un auto y lo encerraron en el baúl.
Mientras cerraban la tapa, uno de sus captores le habló con tono funerario. Le dijo “yo soy el visitador Areche”. Sabés de qué hablo, ¿no es cierto, pendejo? Bado no respondió, pero sí que sabía que quería decir el nombre del visitador Areche.
—Vamos de tu amiguito. Se llama “matar dos pájaros de un tiro. Aunque en el caso de ustedes, serían dos pajarracas. ¡Ustedes salieron de la jaula de las locas! Yo creo que a los dos le va a ir mal. ¡Qué digo mal! Muy mal. Tenemos todo el tiempo del mundo para que les vaya muy-mal. Si, en cambio, hablás, tal vez los matemos sin que sufran demasiado. Pensalo bien pibe. Se les acabó la cuerda. No vale la pena morir de esta manera.
El viaje fue corto. Aunque ignoraba dónde estuvo, supuso al arribar al edificio del departamento de Abigaíl que no podían haber transcurrido más de veinte o veinticinco minutos desde la cámara de tortura a ese destino. Salvo que se hubiese desmayado. No estaba seguro.
El auto se detuvo durante unos minutos. Uno de los hombres, credencial en mano y arma en la cintura, llamó en portería. Tocó durante un buen rato donde decía “Encargado”. La voz por el portero eléctrico se escuchó enojada, pero la advertencia del sicario amainó las ínfulas del encargado. El hombre bajó algo desprolijo, se justificó diciendo que estaba durmiendo la siesta, y repitió varias veces “lo siento, señor”, “lo siento, señor”.
—Abrime la cochera, tengo que entrar. Después metete en tu departamento y ni se te ocurra salir o te reviento. ¿Entendiste? –El encargado asintió con un leve movimiento de la cabeza. Estaba demudado y temeroso. Los hombres, esos que se apuraban en llevar el auto dentro del edificio y estacionarlo en la cochera, no estaban amenazándolo por nada.
El sicario preguntó por el ascensor de servicio. Lo señaló sin mirar al hombre.
—¿Llega al noveno piso?
—Sí señor. –Respondió con voz temblorosa.
—¿Quién está ahora en ese piso?
—Nadie señor. Todos vuelven a la nochecita. Ahora no hay nadie.
—Bien. Ahora andate. Ya te avisé que no salgas, si no, estás muerto hermano. Nada peor que morir al pedo. Con vos no es la cosa.
—Sí señor. Ya mismo me voy. Ya me voy.
—Ah, chabón. –El encargado giró advertido de la voz demandante del verdugo–. No viste nada.
—Acá no pasó nada, el del correo me hizo bajar al pedo… –El sicario sonrió complacido.
Luego de estacionar el auto en el garaje del edificio, sacaron a Bado del baúl. Desde afuera no se podía ver lo que ocurría, el portón de la cochera era ciego e impedía la vista del interior; Bado estaba casi inconsciente.
—¡Despertate capucha! –Le gritaban mientras le pegaban con las culatas en la cabeza.
—¡Despertate puto! ¡Vamos a esperar a tu novio!
Subieron por el ascensor de servicio. Dos, con Bado, dos, por el ascensor principal. Abrieron sin dificultad la puerta. El último se ocupó de desenroscar la lámpara que iluminaba la entrada del departamento de Abigaíl. Al ingresar, uno de los matones pateó un tapete. Ese desplazamiento del felpudo que daba a la cocina, justo a la izquierda de la puerta de entrada al departamento, fue la señal que le hizo comprender a Abigaíl que el departamento estaba tomado. Reaccionó, pero el tiempo que tardó en percibir que el felpudo no estaba en la posición correcta no fue suficiente para escapar.
Bado, al escuchar la llave en la cerradura de la puerta de entrada, quiso incorporarse. Trató de advertirle de alguna manera. Gritar no podía, estaba amordazado. Pero un ruido extraño, el caer de un mueble, un adorno, tal vez le hubiese dado ese segundo de ventaja que Abigaíl no tuvo para huir. Apenas se movió, uno de sus captores le aplicó un brutal puntapié en el hígado. Bado cayó, inerte.
Desde donde se lo mirase, se podía apreciar que el color de su piel mudaba a un amarillo pálido, macilento, biliar, de alguien a quien la vida se le escapó por alguna herida emboscada entre órganos y músculos.
Los ojos se le vaciaron. La boca se retorció hacia abajo y ese sonido vital de su respiración frecuente, dejó de oírse por completo.

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