La venganza de los Pérez, cap. 20 «¿Qué será de nosotros?»

La venganza de los Pérez, cap. 20 «¿Qué será de nosotros?»

XX

¿Qué será de nosotros?


El cadáver de Podestá yacía desnudo sobre la pequeña cama de una plaza. Las luces que brotaron de a chorros, en su departamento, anunciaban en sus intermitencias una desgracia esperada. Silverio tenía sus órdenes. Cuando golpeó la puerta de servicio para que Abigaíl le abriera, las repasaba una a una. Las conocía desde hacía tiempo, desde el momento que lo convocaron para planificar un eventual ataque de “Juana de Arco”, que terminara por hacer caer las defensas de Podestá.
En esa oportunidad solo preguntó, por no opinar (era una reunión de selectos sicarios, no vulgares matarifes), cómo se suponía que sería aquello de saltar de una terraza a otra para escapar de la escena del crimen. Nadie le respondió porque todos consideraban la pregunta intrascendente. Órdenes son órdenes y solo cabe cumplirlas.
—¿Aunque sean una boludez?
—La boludez más grande del mundo –respondieron al unísono los hombres.
Si hubiesen deseado buscar pelea, alguno habría dicho con tono arpía “mirá lo que pregunta este boludo”. Pero nadie quería pelearlo, no estaban para ello.
Silverio no insistió por cabrón, solo porque imaginaba el salto desde su propia humanidad de más de 130 kilos y lo suponía imposible. Tal vez una pluma, una hoja reseca llevadas por un oportuno y benigno viento podría hacer cumplir la propuesta. Pero para un ser humano, por liviano que fuera, por más angelical que se sintiera, ese salto sería imposible. Una terraza estaba ocho metros de la otra. El lote que los separaba lo ocupaba un pequeño negocio cuyo techo era una dura loza de concreto. Quien intentara el salto no alcanzaría el extremo propuesto, sino que caería en línea recta hasta el fondo, más de quince metros de caída libre, hasta golpear contra el techo del negocio. Quedaría estampado como una mala mancha de vísceras, huesos y sangres rotos.
Recordaba que alguien, a su espalda, le tocó el hombro, y con voz pausada y serena le dijo que a él no le estaban pidiendo que hiciera ese salto. Y que, si el chabón obedecía saltar, “porque la gente es así de estúpida, ¿viste?”, se mataría. Propuso apostar diez a uno a que no sería capaz de lograr el salto. Porque esa era la idea. Era una apuesta a ganador. Terminó diciendo “no sé si me explico”. Todos movieron afirmativamente la cabeza, pero con un dejo de indiferencia que no se podía eludir.
La duda de Silverio promovió una solución alternativa. El degüello. Todos, por fotos, conocían el cuello de Abigaíl. Fino, delicado, frágil. Alguien preguntó cuánto podría pesar el travesti. ¿Cincuenta quilos? ¿Cincuenta y cinco, como mucho? “Tal vez”, dijo Silverio. “¿Y vos?”, le preguntaron. Sonrió. Dijo algo así como “hace mucho que no me peso”. Pero estaban seguro de que pasaba largo los cien kilos. “Ciento treinta, por lo menos”, corrigió uno de los sicarios. “¿Nada más?” Una pregunta que no fue chicana, mirando las dimensiones de ese hombrón de casi dos metros, con sus hercúleos brazos, su grueso cuello y enorme cabezota; se suponía que no estaría lejos de ciento cincuenta kilos de peso. “¿Cuánto podría durar ese enclenque entre tus manos? ¿Minutos? No valía la pena exagerar ni en broma. ¿Minutos? ¿Cuántos? Dos, tres, cuatro. ¿Cuánto podía vivir una persona sin respirar? “Nada”, dijo uno que pasaba por sabiondo. “Nada de nada”, los demás cantaron a coro y luego rieron. Pero nadie hablaba de la asfixia, todos insistían con el degüello, era más novelesco, rimbombante, se escuchó decir entre risas.
¿Cómo podría defenderse el travesti de un ataque desde atrás, aferrado contra el pecho por ese inmenso brazo izquierdo, mientras una larga y filosa cuchilla seccionaba músculos, tráquea, yugular, carótida, todos los tejidos, para desangrarse hasta morir junto al otro?
“¡Dios lo tenga en la gloria!”, imploró uno regordete por el ánima del futuro muerto con rango de coronel, mientras se persignaba repetidas veces expectante del degüello del otro, del “putito” que estaba lindo, dijo y babeó sonriendo como un animalito indecente.
“¿Qué cuánto duraría entre esos brazos?” El tiempo que tardara la hemorragia en vaciar de sangre esa escuálida humanidad. Coincidieron todos con el diagnóstico.
El más avezado se animó a preguntar:
—¿No resultaría más fácil estrangularlo?
—Ponele… –Reflexionó otro muy experto, incapaz de disimular su cansancio. Había visto correr tanta sangre que aprendió a ahorrarla para no tener que limpiar y limpiar luego como una fregona cualquiera–. Limpiar sangre es más difícil que limpiar mierda. –Sentenció sin interesarse por si algún otro acompañaba su afirmación.
—¿No resultaría más fácil estrangularlo? – Repitió convencido de que el enchastre de sangre no era la mejor solución. Alguien repitió “ponele”. Y después todos callaron.
Las tres propuestas no apuntaban a resolver la escena de las muertes, sino a disfrutarla. A Silverio el juego lo afectaba en primera persona, por lo inútil.

¿Cómo convencería a Abigaíl de realizar el salto? Silverio se adelantaba a la posible respuesta del amante de Podestá cuando le propusiese saltar al vacío. “No lo voy a hacer”, le diría con seguridad. ¿Lo llevaría a los golpes? ¿Lo desmayaría para cargarlo luego seis pisos y tirarlo por la terraza al vacío?
El estrangulamiento se presentaba como la opción menos complicada. Con su fuerza, por su tamaño, sería casi un trámite romper la glotis y provocar la asfixia. Pero, salvo por el salto al vacío, el degüello o estrangulamiento le dejaba otro cadáver que ocultar.
Su orden era, de ser necesario, preservar el cadáver del superior, pero no el del travesti.
—¡Dios lo tenga en la gloria! –Volvió a santiguarse el mismo hombre por el mismo ruego, por el mismo futuro finado. Pero esa vez ni mencionó al travesti.
Nadie como un sicario sabe que dos son multitud, como repetía “Pérez y Pérez” corrigiendo al inglés. El freezer era amplio como para embutir el cadáver del coronel, pero no estaban seguros de que también el de Abigaíl. “¿Y por qué no tomás las medidas y después hablamos?”. Uno respondió sin pausa “no hay tiempo”. De ahí, cada uno, partiría a su nuevo asesinato. No era un recreo, era un trabajo.
El degüello, Silverio, lo descartó desde el principio. De pensarlo nada más le pareció una porquería. No solo porque seguía teniendo el problema del segundo cadáver, sino porque imaginaba la sangre filtrándose por todas las hendiduras de piso y muebles, enchastrando de evidencias toda la habitación.
¿Qué sentido tendría entonces ocultar un cuerpo en el freezer para evitar la putrefacción, pero dejar otro fuera en la terraza aplastado como una mosca contra un vidrio o estrangulado o degollado en el propio departamento de Podestá?
Los hombres cabecearon intrigados. ¡Cuántas dudas, cuántas preguntas sin respuesta por un “travuco” de menos de cincuenta quilos! “Cuarenta y cinco”, corrigió el más viejo mientras se ponía de pie para marcharse luego de prestar atención a una foto de Abigaíl.
“Cuarenta y cinco kilos, ponele”, dijo uno que consideraba que el peso de la víctima siempre era un dato a tener en cuenta. “No es lo mismo uno que dos, ni dos que tres”, caviló con tanta seriedad que hasta pareció inteligente.
Todos se encogieron de hombros y con unas palmadas en la espalda de Silverio se fueron despidiendo uno por uno con amabilidad. El último, mientras se retiraba, le dijo que, en ese caso, él sugería estrangularlo, ponerlo en el freezer y ahí trozarlo. Como a un pollo. La sangre no se desparramaría, si eso era lo que preocupaba. “La sangre nunca se lava con agua”. Silverio lo tenía presente. “Bien trozado, no a lo guarango”. Y le explicó su fórmula, la tenía sistematizada y podía repetirla como un versito. Primero, uno y acomodo. Luego cuento: uno, dos, tres y acomodo. Cuento de nuevo: uno, dos, tres, y acomodo otra vez; uno, dos, tres, vuelvo a acomodar para que quede prolijo. Cuento: uno, dos, tres, termino. Así de simple. De ese modo tal vez cupieran los dos cuerpos en el limitado espacio del refrigerador.
—No entiendo –dijo Silverio. Pidió que le explicara la fórmula detenidamente.
—Simple, –dijo–; uno: cogote. Primero el gañote adentro del freezer, así la sangre cae pa’dentro. “Sensato”, festejó en voz alta Silverio.
—Cabeza al tacho… al freezer, digo, vos me entendés. Luego uno, dos, tres. Tobillo, rodilla, ingle. En ese orden. Acomodo. ¿Entendiste? –Silverio dijo que sí, aunque parecía dudar de la secuencia.
—Del otro lado, uno, dos, tres. De nuevo: tobillo, rodilla, ingle. Acomodo. ¿De qué lado preferís empezar? –preguntó con total seriedad.
—Del izquierdo.
—Bien. Entonces tobillo izquierdo, rodilla izquierda, ingle izquierda. Acomodo. Luego del otro lado. Tobillo derecho, rodilla derecha, ingle derecha. Acomodo. Todo adentro para no chorrear. Si sos prolijos, ni una gota se te escapa. Luego muñeca, codo, axila. De un lado y del otro. Respetá el orden que te indico porque los miembros te ayudan al corte porque hacen como palanca. Punto de apoyo, fuerza, corte. ¿Entendido?
—Completamente –dijo Silverio como un buen alumno.
—Acomodás tranquilo. Un piecito en un rincón, una manito en otro. Así hasta que acomodás todas las piezas como en un rompecabezas. El torso lo acomodás contra el pecho del jefe, como si estuvieran… vos me entendés. Y adelante del torso del trolo, la cabeza. Tiene que entrar todo perfecto. A veces, hay que apretar un poco pa’ que se termine de acomodar, pero nada del otro mundo. Eso sí, ponete unos buenos guantes y si tenés máscara usá máscara, si no, antiparras y barbijo. Cuidate los ojos, la boca, cuidate hermano, ¡cuidate! porque con los putos nunca se sabe si no tienen Sida. ¿Viste? Morir de Sida por un puto es terrible, es lo peor que hay.
—Eso es ciencia pura. –Dijo un matón que se había quedado a escuchar la explicación del compadre, mientras salía de la habitación. El hombre más viejo, desde el pasillo, movió complacido su cabeza, aplaudió un par de veces y se marchó. Se despidió de Silverio agitando la mano como los otros.
Como fuera el asunto, él estaba fregado. No había forma de que zafara del quilombo. Y esa certeza, en la habitación, adquirió su verdadera intensidad con el muerto a su frente y el travesti allí parado, paralizado de horror, confuso, respirando con un sonido gutural que no lo dejaba concentrarse. Silverio repasaba algún dato que sus pares le dieron en ese conciliábulo esa tarde, pero toda la escena le parecía un verdadero desastre y no lograba pensar con claridad.
Entonces escuchó la pregunta de Abigaíl. “¿Y qué será de nosotros?”. Se detuvo en sus ojos, con sorpresa. “¿Qué será de nosotros?”, oyó nuevamente la pregunta.
—¿Qué dijiste? –la interrogó exaltado.
—No dije nada. –Abigaíl se excusó, temblando.
—Algo dijiste. Yo escuché que algo hablaste. –Abigaíl se dio por descubierta.
—¿Me vas a matar? –Se lo dijo mirando la mano sobre la empuñadura de la cuchilla–. ¿Me vas a matar? –repitió suavemente– ¿Acá? ¿Con esa cuchilla? –Silverio reparó en su mano que se aferraba cada vez con mayor fuerza al mango de madera de la faca. Vaciló.
Abigaíl se tapó el cuello con las dos manos, repitió ese gesto defensivo e inocente. A su frente se le presentó un espejo que le devolvía su imagen, pero con la garganta abierta. Y atrás, Eleuterio y Dionisio bromeando con una sangre que escapaba de su carótida con frescura, mientras una manita indescriptible acariciaba la cabeza mientras rodaba hacia un agujero poco profundo cavado en la tierra negra a la distancia de un cuerpito decapitado. Le dijo a la manita de dedos de porcelana: “¿Qué será de nosotros?”, y la manita movió sus dedos como si la saludara para despedirse.
Silverio se detuvo esa vez en sus labios, húmedos, escasos, lineales. Le preguntó en voz alta “¿qué dijiste?”
—Solo te pregunté si me ibas a matar, acá, con esa cuchilla.
—Eso ya lo escuché, digo lo otro.
—No dije nada.
—Sí. A la mano que te saludaba para despedirse, ¿qué le dijiste? –Abigaíl no se sorprendió por esa revelación. La tomó con naturalidad.
—“Qué será de nosotros”, le pregunté.
—¿Nosotros? ¿Vos y yo?
—Sí. Nosotros. ¿Qué será de nosotros? De vos y de mí, de todos.
—¿Seguro? –preguntó Silverio.
—Seguro –respondió Abigail.
—¿Te dijo algo?
—No. Nada.
—¿Y qué más le preguntaste?
—Nada, no quise preguntarle nada más. –Silverio guardó silencio. Al cabo de un instante insistió curioso.
—¿Y te dijo algo?
—Nada, solo me saludó o creo que me saludó.
El hombrón, entonces, retiró su mano de la cuchilla y bajó los brazos definitivamente. Se rascó la calva, con resignación.
—¿Y acá qué pasó? –preguntó mirando al finado.
—Golpeé, me abrió y entré. La vecina de enfrente no me espió esta vez. Él cerró la puerta tras de mí y me tomó del brazo.
Podestá estaba desnudo, parecían desprovistas de pieles, sus deshumanizadas carnes. Se dejaba ver el músculo mustio, la sangre espesa, el hueso apolillado.
Nunca la recibía así, la osamenta salvaje a simple vista, con ese perfume amarillo de trituras de huesos. Una marca en la cara que no se le había visto antes, lo hacía azul, como ácido, venenoso. Larvario se acostó desconocido, en la cama nupcial. La aguja la colocó él. “¡Dale, dale!”, decía, desesperado. “¿Qué esperás?”, gritó enfadado. “Dale, ¿qué esperás?” Cuando iba a empujar el émbolo tomó su mano y apretó con fuerza. Lo miró a los ojos, lo miró a la boca, lo miró a la nariz. Solo hizo un ruidito, involuntario. Como un escalofrío de ronquido en la garganta. Ni siquiera. Menos. Se relajó por completo y miró hacia el techo, pero los ojos parecían ver sin mirar o estar más allá del cielorraso.
Y así fue. Aunque Abigaíl no pudiera relatarlo con exactitud. Émbolo y jeringa conexos al alma de la aguja cilíndrica, perfecta; deslizando en muerte un arrogante murmullo en líquido por las venas y arterias. La morfina, en raro morse, telegrafió funeraria la extensión de la vasta potestad que ejecutaba a su albedrío. Penetró matrona en todos los tejidos, descifró las claves del sistema respiratorio, desconectó bronquio por bronquio, alvéolo por alvéolo, hasta que disoció por completo lo que hasta entonces se había comportado con precisión genética inapelable. Lo que parecía un viaje a regiones multicolores en la que una caleidoscópica nebulosa se hilaba y deshilaba perenne, fue en verdad el conducto magnífico al fin de la existencia. La muerte se presentó en esa jerigonza intraducible de la que solo los muertos comprenden su lúdico silabeo. Así de simple, si Abigaíl pudiera explicarlo con detalle, pero no podía.
La muerte fue sonido oscuro. La muerte fue voz de piedra. La muerte fue sombra iracunda. ¡Y sus colores! Fermentos bochornosos entre matorrales de sangre, solitarios. Del negro de los abismados a los paganos de las llamas. Tal vez un rojo o casi un rojo de sangres apropiadas de los atormentados, y a medida que expiraba, águilas desesperantes vaciaban sus entrañas con sus potentes garras y crueles picos, en vuelos de la muerte como jamás fueron vistos. Tanto se moría, tanto tornasolaba el color en silencioso espasmo.
Vibró un instante, imitando el eco mortal del cascabeleo calizo de la cola inflada de una cascabel enfurecida. Pero fue un instante, mortecino, breve; un reflejo exangüe de corcheas en franca decadencia hacia la tumba, que sincoparon un jadeo terminal de escalofríos.
Un suspiro calcáreo fue lo último y posible. Un reventar nada venerable, álalo, póstumo, regurgitado. Al que mató la muerte, la condena sublime. ¡Game over! ¡Shut down! El sistema sufrió un error fatal e irreparable. ¡Viva la muerte! ¡Viva la muerte! El último gramo de oxígeno se perdió inútil en la boca pastosa, que, entreabierta, dejó ver una porción modesta de su lengua viscosa, pandeada de lado a lado, sin disculpas. Solo hubiese deseado el hermoso rosario negro a la hora de la muerte. Amén.
Silverio moderó su naufragio. Cabeceó confundido, sabiendo de su condición de liquidable. Miró a Abigaíl desde el fondo de sus pupilas y enrareció de repente su semblante con una propia marca que le entregó cierto brillo. Se resignó finalmente, se persignó y besó sus dedos en cruz mientras pensaba en alguien que amó, pero que fue un suspiro en su vida.
—No podés salir con ese disfraz –dijo temiendo que el muerto lo escuchara desobedecer– ¿Tenés ropa para cambiarte?
—Sí. Una casaca, un shorcito y chatitas. No preciso más.
—Cambiate entonces. Poné toda la ropa con la que viniste en ese rincón. La peluca, los zapatos, todo, ¡todo! No dejés nada. ¿Entendiste? –Abigaíl asintió con un leve movimiento de su cabeza.
Lo primero que se quitó fueron los zapatos de taco aguja. Cuando se sacó el vestido, Silverio giró para no mirar. No llevaba ropa interior. Por la pequeñez de sus senos no usaba sostén. Tampoco llevaba bombacha. Cuando se percató de la vergüenza del grandote, le dio la espalda para ponerse la casaca y el short. Entonces Silverio miró. Las formas femeninas de la espalda que se derramaba en las caderas, lo alteraron, como siempre ocurría cuando alguien miraba las formas de Abigaíl.
Con un gesto le indicó que se fuera. Le preguntó si tenía un gorro con visera para ocultar su rostro. Ella movió afirmativamente la cabeza y se lo mostró. Silverio le indicó cómo ponerlo para que las cámaras no pudieran captar su imagen.
—Sacate los aros. Si tenés anillos también sacátelos –le dijo antes de despedirla. Ella obedeció. Uno a uno los quitó y puso dentro de su bolso. Cinco pequeños orificios quedaron al descubierto luego que retiró las cinco gemas multicolores. No llevaba anillos. A Podestá no le gustaban.
—No toqués nada. Yo limpio el picaporte de la puerta de entrada, Caminá mirando a la vereda, no levantés la cabeza. Caminá tranqui, no llamés la atención. Mové poco el culo. A esta hora hay poca gente en la calle. Van a pensar que sos una pendeja que vuelve de la joda. Muchas cámaras de la zona no funcionan. Que tengas suerte. Cuando Abigaíl estaba por salir, escuchó que Silverio le hizo una pregunta final.
—¿Todavía querés saber qué será de nosotros? –Con un suave movimiento de la cabeza, sin voltearse, Abigaíl dijo que no.
—Si podés, –le dijo resignado– tomate el piro a cualquier lado.
—No tengo a donde ir. Cuando llame, no me responderán; cuando pregunten por mí, me negaran tres veces –le dijo ya saliendo. Abigaíl cerró la puerta tras de sí. Salió a la calle y caminó tranquila como le pidió Silverio. La cabeza gacha, pero de tristeza. Se asumió tan desdichada y solitaria como cuando llegó esa noche debajo de su blanca e inmaculada capelina blanca.

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