La venganza de los Pérez, cap. 19 «Tesoros en Titiri»

XIX

Tesoros en Titiri


El General preguntó si ya habían llegado a Macha. Insistió con este asunto. El jefe guardó silencio, esperando el momento de brindar una respuesta. El tiempo que se tomó para responder le permitió pensar para qué lado iba a disparar cuando el General insistiera sobre el punto. Hacía días que no hablaba, solo dormía. Pero cuando volvía con el asunto de sus tesoros en Titiri, se ponía pesado, cuestionador y enojadizo.
Abrió los ojos que estaban más desteñidos que de costumbre. Le pasaba cuando se angustiaba. Preguntó varias veces por el cura Araníbar, Juan de Dios Araníbar, el cura de Macha. Si era Juan, nombre sagrado y de Dios, debía haber cumplido su encomienda con enjundia. Esperaba que el propio Zelaya le confirmara que las banderas estaban a salvo.
El jefe le insistió con su afirmación que en los sagrados cuadros de Santa Teresa que había en la capilla de Titiri se habían resguardado los tesoros de la revolución y de la independencia. Las banderas nunca fueron capturadas por las realistas después de la derrota de Ayohuma. De lo contrario, estarían adornando los escaparates de las matanzas coloniales, como símbolo de un triunfo contra la libertad americana. Nada de eso había ocurrido.
El General desconfiaba de la afirmación del hombre. Si la respuesta se la hubiese dado Amanda, María de los Remedios, la mismísima capitana y Madre de la Patria, o de Manuela Mónica, la hubiese dado por cierta sin desconfianza. Pero ellas estaban ausentes sin que alcanzara a develar los por qué. Los hombres, aunque cuidadosos y tan amorosos como aquellas que supieron defenderlo, no podían suplir ni con todas sus dedicaciones, lo que aquellas mujeres representaron en la vida del General.
Como hacía mucho tiempo no reclamaba, insistió para que lo reclinaran nuevamente en su camastro. Almohadones especialmente tejidos por unas viejas patriotas sirvieron para recostarlo con absoluta comodidad. Eran tan mullidos y acogedores que el General se sintió a gusto como no lo estaba desde que salió de la casona, aquella de la que debió huir para evitar su asesinato. Recordaba el momento en que un soldado suyo, un suboficial de rango que no podía precisar, aquel de los relatos sobre el combate del monte Destartalado, le dijo con voz grave y preocupada “Hay que irse, mi General. Vienen a matarlo”, y él aceptó sereno ser sacado por los fondos de la propiedad para iniciar un nuevo éxodo, como el que hizo en Jujuy, a punta de bayoneta, para salvar la patria de una muerte segura.
En esa posición, reclinado sobre los almohadones, pudo pensar mejor en algunos sucesos. No lo veían así desde hacía bastante tiempo. Algo en el clima, algo en el ambiente, le devolvía cierta frescura que parecía perdida y amenazaba con extinguirse definitivamente. Alguien conjeturó que, al aproximarse al río venturoso, el recuerdo del pabellón izado por primera vez podía resultar un zumo vivificador y otorgarle nuevas energías, aunque estas fueran solo temporales. Hasta se consideró imitar las salvas de las baterías Libertad e Independencia para estimular esa recuperación que entusiasmaba a todo el grupo de custodias.
El General bebió algo de agua limpia y cristalina. De napas puras y muy profundas, los paisanos la recuperaban para esa avanzada patriota. Las preocupaciones por la deshidratación pasaron a un segundo plano. Podían concentrarse más en la fuga y en recabar información sobre los movimientos de los grupos de tareas que persistían en la persecución.
Llamó a uno de los muchachos por su nombre.
—¿Llegamos a Macha? –se tomó un respiro que impresionó a los hombres–. ¿Vino Zelaya? –Reclamó su presencia sin demasiada energía. Los hombres guardaron cuidadoso silencio. La falta de respuesta no incomodó al General. Cerró los ojos y se llamó a silencio.
Tan de repente como abandonó el largo soponcio que siguió a la fuga casi por semanas, volvió a encapsularse silenciosamente. Como si se hubiera replegado en toda su humanidad, pareciendo más reducido, más enjuto, más reseco. Dormía su fatiga, pero parecía sereno.
El General soñaba. Miraba a sus custodios a través de ese sueño, a los tres bisoños y al jefe experto. Los muchachos angustiaban la espera, tratando de oír el breve silbido de su anémica respiración. Y ellos miraban el sueño del General a través de su pellejo trasparente. La sangre fluía lentamente, arrastraba esas angustias de Titiri como si fueran una roca monumental por las arterias. Soñaba, no cabía duda. Iba a caballo a la batalla. “Pozo santo, pozo santo, pozo santo”, repitió tres veces con voz de metales las dos palabras que sonaban a espinas de piedras ardientes. Luego de la voz llegó a la lengua una humedad espesa. Sintió hasta en la saliva la nueva victoria, y ya miraba por un ojo planetario a Lima desde los bríos de la obstinación insurreccional altoperuana. Las montañas se levantaban como paredes de colosales minerales y desde la cúspide de sus rugosidades se bordaban de lanzas y macanas para desollar entre banderas al invasor cruel y sanguinario.

El animal que montaba no era cualquiera. Era un caballo blanco, tan altivo como soberbio, avivado del furor de las bombas y el clamor de los fusiles. Sabía el caballo, el idioma de la guerra como ningún otro ser vivo en aquellas geografías portentosas. Le entraba por el hocico el olor de las sílabas que tableteaban cromáticas las pólvoras incendiadas del enemigo desde las bocas redondas de sus armas.
El caballo había perdido parte de una oreja en una contienda, pero oía como ninguno. Escuchaba hasta los murmullos imperceptibles de los portadores de la mita, la encomienda y el yanaconazgo. Sus amenazas escondidas. Sus venganzas que destilaban sangre originaria.
Él, y solo él, escuchó el batifondo guerrero que replicaba “condocondo” a orillas del Poopó. El caballo tres veces le dijo al general “condocondo”, y se llamó a silencio. Se lo dijo tres veces como tres magníficos truenos que respiraban humos de batallas que quemaban de solo reconocerlos.
Tenía un hoyo en la nuca, una fosa amañada con sus bordes ardidos de una batalla antigua donde un lanzazo brutal le perforó la memoria inútilmente. Recordaba por la herida el olor del Huaqui en hecatombe, espeluznante, mientras veía correr los miembros dislocados de cuerpos sin cabezas cayendo por la ladera de un monte siniestrado. Los que no cayeron allí, murieron a garrotazos por centenares. Podía repetir bufando los tiempos de la cruel derrota, cuando el cielo aún no era ni azul, ni blanco, ni celeste, sino rojo de sangres de los esclavizados. La bandera aún era solo promesa. Toda la estirpe alfareraria fue sometida al dolor de los tormentos y usada como levadura de la repetida esclavitud que en nombre de la espada y de la cruz se les asignaban como eterno destino.
“Pozo santo, pozo santo, pozo santo”. Tres veces el General le respondió al caballo. “Pozo santo, pozo santo, pozo santo”, repitió por si el animal quería pasar por sordo. Y este le respondió también tres veces “Vilcapugio, Vilcapugio, Vilcapugio”, y recitó apesadumbrado “en Ancacato, Baltasar desesperará la derrota”. El General se encogió de hombros mientras la bestia sacudía su cabezota para agregar quejoso “y sonará tres veces un tambor desgraciado en medio del combate”. Insistió mefistofélico, casi cacofónico “condocondo, cuando lea las cartas su derecha resultará victoriosa”. El General se desoló en el anuncio. Torvo animal pedante, repitió “Vilcapugio, Vilcapugio, Vilcapugio” y olió el enojo del General ya subido a su montura.
El General le clavó las espuelas, no por revancha, sino por ansias. Las espigas en plateado azuzaban al bruto que enfurecido galopaba enflechado, lanzado así, de puro coraje.
El galope incitaba al viento a sublevarse. Y el viento se sublevaba y sublevaba la tierra. La tierra entraba en guerra henchida de cenizas. Las del Túpac desmembrado. La de Micaela Bastida Puyucahua, que aun su lengua convocaba rebelde y levantisca y no podía domarse ni a patadas de odios en su pecho.
La naturaleza misma se incorporaba al combate. Llovían en escamas los martirizados de la revolución en Chuquisaca, y eran escamas ardientes, como brazas que dolían sobre los masacrados invasores. ¡Hay sí dolían cuando cremaban las carnes rociadas de metralla!
Un pulmón subversivo aventaba las arenas lanzadas como brunas esquirlas en batalla, lacerando las carnes de los ignotos infantes asaltantes que llevaban la contienda sobre sus rudos hombros. Las metrallas aplastaban esas carnes hasta la pura pulpa, donde la sangre esperaba en estado sólido de coágulo hasta el hueso, un milagro de sobrevida que no llegó nunca.
El General cifró un nombre. “Joaquín González de la Pezuela Griñán y Sánchez de Aragón Muñoz de Velasco”, nombró preciso, “marqués de Viluma, virrey del Perú, capitán general de ejércitos”, que en Aznapuqio rindió su soberbia absolutista para marchar a la metrópoli definitivamente. Al nombre de Joaquín, le seguía en susurro la maldición de “Condocondo”, a orillas del Poopó, como dijo el caballo, y los tres toques de un tambor errado.
A bandera desplegada sonaba la victoria que se prometía generosa. Y Polledo y Arévalo y Echavarría y Araoz y Forest y Superí y Balcarce y Perdriel, arrollaban a gusto por izquierda y el centro a la fuerza enemigo. De repente el avance se agotó en retirada.
Sonaron los tambores de la amarga desgracia, nadie sabía por qué ni para qué. Tres veces, como dijo el animal, sabedor de la guerra. De perseguidores a perseguidos. En un abrir y cerrar de ojos el combate dejó sus favores a la patria y los regaló al opresor. La caballería se desbandaba. La infantería fracasaba por enésima vez en cargar la derrota para disimularla entre los parches de sus harapientos uniformes. La artillería abandonaba los gritos y rugidos de sus bombas, aherrojados sus artilleros entre sus miedos. Los invasores no huían a la buena de Dios, privados de su suerte como en Tucumán y en Salta. ¡Si en Tucumán hasta sus sombras abandonaron en la fuga! Y tras ellos, una manga prodigiosa de langostas espectrales acosaron su retirada a mordiscos, desgarrando los uniformes hasta el propio pellejo. Mientras los tiranos huían, brotaban tacuaras inmensas e inmortales, que exhibían sus filos definitivamente. Por aquí, dijeron altivas, no volverás jamás a ensangrentar la patria.
Pero en el “Pozo Santo”, pampa de Vilcapugio, pampa de los insurrectos eternos, la prodigiosa manga escapó de la historia. Las tacuaras apagaron sus filos. Las cenizas se dispersaron en vientos de mazmorras. El General ya no soñaba. Se apeó de su caballo que soportó las cargas, para abrazar a los derrotados que se desbandaban en racimos inútiles. Se alzó hasta un cerro portando la gloriosa bandera. Sobre el lomo magnífico de la montaña augusta convocó a los trescientos que se hicieron a sí mismo banderas. Eran las tres de la tarde y el cielo estaba perdido en la humareda del combate.
Sus custodios velaban el sueño en perfecta vigilia, conmovidos hasta las lágrimas, al sentir la derrota entre sus propios tejidos. A ellos, casi doscientos años después, le llegaban los lamentos del “pozo santo”, que preanunciaban las lágrimas que en Ayohuma luego, las niñas auparían para arrojar la muerte y el dolor a prudente distancia, salvando a los heridos de una muerte terrible.
Desde un lugar ajeno a la escena, se oyó al General decir desde la altura de ese cerro ensangrentado: “No siempre puede uno lo que quiere, paisano, amigo, ni con las mejores medidas se alcanza lo que se desea: he sido completamente batido en las Pampas de Ayohuma cuando más creía conseguir la anhelada victoria; pero hay constancia y fortaleza y pregunto a los paisanos alzados en armas si hay constancia y fortaleza para sobrellevar los contrastes, y me dicen que sí, que hay hasta dar toda la sangre por la sagrada causa. Nada me arredra para servir a la Patria, siempre la Patria; por ella son mis deseos de acierto, los de lo mejor por la causa, por el bien general que me consume. Nada me arredra a servir, aunque sea en la clase de soldado, por la libertad y la independencia. Yo soy su compañero y comandante hasta que la muerte me sorprenda.”.

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