La venganza de los Pérez, cap. 18 «Amílcar»

XVIII

Amílcar


A pesar del paso del tiempo y que nunca más fue sometida a nuevas torturas, Abigaíl sufría un dolor constante en sus coyunturas y una disfunción crónica de los ligamentos. No sufrir tormentos le permitió cicatrizar los que padeció, pero los que el tío y el padre le propinaron durante los años de su infancia, la dejaron sin fuerzas, casi impedida de levantar un peso incluso leve, siempre incapaz de mover sus brazos con plástica armonía.
En ocasiones, cuando perdía el control de su motricidad, se asemejaba a esos muñecos articulados con hilos elastizados en su interior, que se dislocan por completo cuando el niño que juega con ellos deja de tensionar los elásticos.
Las cicatrices se ablandaron y disimularon hasta cierto punto, embadurnada en cremas sofisticadas que Marian aplicaba con amorosa dedicación varias veces al día. Habían perdido casi por completo su apariencia de lombrices rojas que recorrían su piel ocre en todas direcciones, por la espalda, por las caderas, por las piernas. Algunos de sus selectos clientes, muy pocos por disposición de Marian, quien obedecía a su vez al espectro detrás del espejo, disfrutaban en recorrer con un dedo los recuerdos de esas cicatrices de la infancia.
Los captores bonaerenses, que debieron vender a disgusto el niño a Marian por órdenes superiores, se percataron al instante de esa incapacidad y disfrutaban tironeando de los antebrazos para forzar las articulaciones. Cuando halaban, entre risotadas crueles, se dejaba oír un apagado chasquido de las coyunturas separándose, como si dos dedos mojados castañetearan expresando una discapacidad reumática. Cuando Marian le preguntó si lo habían maltratado, el niño mintió, temeroso de que los hombres se vengaran de su delación y obligaran a la mujer a abandonarlo con ellos.
Para entonces Gavino no gritaba. No gemía. Si le hubiesen preguntado cómo había llegado a tal estado de indiferencia, no habría podido explicarlo. Fue una metamorfosis no solo en su anatomía, también en su capacidad de manipular el dolor. Se trató de un cambio producido entre las tantas veces que colgaba amarrado del árbol de los tormentos.
Marian le dijo, con aires doctorales, que la capacidad de controlar el dolor estaba en su cerebro, un puro producto de su personalidad, de su psiquis. Y, además, que su predisposición a modularlo era una capacidad no extraña en otros seres humanos. Se sabía de hombres que habían sido bestialmente torturados a los que no se les pudo extraer ninguna información porque el dolor no lograba quebrar su voluntad. Supo, por comentarios en “ServuS”, de un ignoto suboficial que murió en esas circunstancias.
Otros, incluso, no sufrían padecimiento alguno y no había tortura que les hiciera sentir ni el más mínimo suplicio. Esa rara cualidad era la maldición de los verdugos, y aunque su fracaso los obligaba a recurrir a instrumentos y métodos de tortura que solo practicaron siglos atrás los maestros del martirio, los inquisidores de la iglesia, nada lograban en su cometido de atormentar para quebrar al cautivo y extraerle una confesión por más pueril e inútil que fuera.
Abigaíl se sustraía de los comentarios de la matrona y repasaba la actitud indiferente de su madre cuando lo torturaban, impasible al dolor que padecía el hijo, bebiendo su taza de mate cocido. Tal vez en esa herencia materna estuviera la explicación de su adquirida analgesia. Marian la contradijo. La analgesia congénita, afirmó, solía ser bastante extraña, y si ese fuera su caso, bien valdría encomendarse al récord Guinness, que, por otra parte, sospechaba, debería pagar buenas sumas por los fenómenos de la naturaleza humana. A Abigaíl todo eso le parecía ridículo.
Desde niño, también, se había acostumbrado a dosificar sus lágrimas. Llorar lo reservó para un momento significativo, trascendente en su vida. Se prometió, en oportunidad de un día de tormentos, que las lágrimas surgirían solo para ocasiones de íntima soledad o de amor, que anhelaba poder conocer, si era que el amor en verdad existía.
Pendiendo del plátano aquel, azotado, imaginaba enamoramientos. Los hombres aborrecibles intuían algo en la mirada del niño, una especie de blandura de tonos inexplicables que sustraía al imberbe del momento y los colocaba en un estado que los perturbaba. Querían dolor y no lejanía y abstracción en esos ojos.
Divagaba, colgado, sobre el amor filial, sobre el amor fraternal, sobre el amor carnal. ¿Conocería en alguna oportunidad esa gracia? ¿O la muerte se impondría algún día, cuando la fatiga del castigo terminara por vencerlo definitivamente y lo arrastrara aun pendoneando de la rama para subirlo a la muerte?
El día que tomó el Remington Patria con la bayoneta calada y la ensartó furioso en el vientre y el pecho del torturador, pudo despejar esa duda. Mientras huía a la carrera, solo observado por el “Rubio botella”, tuvo la íntima convicción que había protagonizado por primera vez un acto de amor soberano, arrobado a la orilla de la sangre de Dionisio, hecha un emplaste de mugre y coagulitos repentinos.
Se preguntó ya liberada del pasado, una noche, recostada en la cama de su departamento del barrio de Belgrano, si su retorno al rancho no radicó tanto en la intención de matar también a los odiados padres, como creyó en ese momento, sino en estirar la satisfacción de apreciar el borde de la sangre encharcada que reflejaba su imagen como un espejo bermellón salido del muerto y que se agrupaba caprichoso haciendo reflejitos perversos. Tal vez las pretensiones de la muerte son difíciles de descifrar, más aún para un niño atormentado. Pero estaba segura de que uno de esos amores con los que divagó en la tortura –y de ello sí que sentía certezas–, lo desentrañó de las sospechas guardadas en esa vieja valija familiar, arrumbada en el rincón del cuartucho donde su tío lo violó la primera vez, mientras se travestía inocente.
Las ropas de niña envueltas en papeles blancos, cada prenda perfumada con un minúsculo jabón de tocador con forma de rosa, guardadas en bolsas de nylon muy viejas, buscaban un cuerpo y un rostro de niña que no se alcanzaba a manifestar con plenitud. Abigaíl no entendía si se trataba de un sueño surgido en la desbandada de los dolores, o de un descubrimiento desesperante que resonaba desde un vacío abstruso, indescriptible.
Fue Marlene quien una tarde de reposo silente, la anotició de su hermana muerta. La crónica del diario del pueblo decía el modo en que se acabó esa vida. A Marlene la verdad le pesaba como un difunto subido a sus espaldas. Y puteaba porque Marian dejó deliberadamente el recorte para que la propia Abigaíl lo encontrara. “Zorra”, dijo, “flor de zorra”. Se escuchó decir “eso no se hace, hija de puta.” Marlene sintió como una gangrena tajante que abarrotó su lengua, fulminando las palabras a más no poder. Por eso tardó en decir “esta muerta, es tu hermana”.
Ese día, Abigaíl, lloró sin consuelo. Tal vez por eso reservaba las lágrimas con tanta dedicación. También le refirió que el comentario decía que los hermanos eran tan parecidos físicamente, que bien se los podía haber considerado gemelares. De Acacia recordaban su desaparición, de Gavino, su huida. De los dos, su fisonomía andrógina.
Para descubrir a Acacia se miraba al espejo. Buscaba rescatar su imagen de ese limbo nebuloso en que permanecía y que no le permitía definir el rostro de la hermana a la que no conoció ni en fotos. El retrato de Acacia, para disgusto de Abigaíl, permanecía encerrado en una emboscada de ausencias y agonías.
Esa angustia de querer ver a través de los ojos de la muerta, la poseyó desde entonces. Nunca supo si las revelaciones del periódico eran las que esperaba, pero las había reclamado y Marlene, por lealtad, se las entregó.
Abigaíl fue posesa del fantasma fraternal que la amortajó desde entonces, como quien arropa al niño desnudo cuando lo descubre indefenso. Incluso el día de su propia muerte, cuando saltó, fantástica langosta, desde el balcón del noveno piso y se hizo leve como plumón sincero, mecido por el escaso viento que comprendía abrumado el trágico final de aquella figura humana cayendo y cayendo y cayendo. En ese instante, quizás, habrá reconocido la delicada mano de la delicada Acacia, espectral, acompañándola hacia el estadio último, antes de encontrarse con la selva, el coliseo y la colina, perdida en medio del camino de la vida que tantas veces repitió del Dante obligada por Marian.
Aceptó esa relativa tranquilidad que consiguió cuando prestó algunos servicios en “ServuS”, el lupanar regentado en apariencia por Marian –aunque su control efectivo lo ejercía Marcia–, al que concurrían figurones de la vida pública, políticos y jueces en especial.
De aquel niño torturado y analfabeto, Marian construyó esa forma juvenil y casi femenina, de mediana altura, pero espigada, amorosa, de discurso fluido y citas precisas, de preciosa caligrafía y hasta lectura culta. Marian siempre actuó bajo el estricto control de un hombre al que detestaba. Ese apreciaba la evolución del niño-niña y exigía celeridad en la metamorfosis. Le importaba muy poco la explicación de la crisálida con la que Marian trataba de justificar la lentitud y cuidados en la transformación. Sin embargo, el hombre encontró convincente la explicación sobre la naturaleza de los “dos espíritus” que coexistían dentro de esa humanidad, que un tal Amílcar señaló cuando vio por primera vez una foto de Gavino, antes de la transformación, apenas llegado al burdel, cuando ninguno sospechaba que sus destinos se encontrarían en un pituco festín de Barrio Norte, luego de la inauguración de una exposición de óleos.
Esa naturaleza que encerraba en el cuerpo esmirriado, agua en espesura, tierra en gotas, fuego en manantiales y vientos cristalinos, se hacía perfumes que destilaban flores y sofisticaba el resultado último. Le daba cierto halo místico, de ambigua religiosidad, de misterio sentido. La rareza de una ascendencia ajena, hasta le prometía un toque de precioso ritual, de talismán encantando, de fruta prometedora.
Aunque Abigaíl nunca tuvo idea exacta sobre qué quería decir su protectora con el asunto de los “dos espíritus”, se dejó llevar por esa advertencia de la matrona. “Dejá que los espíritus decidan”, le sugirió convencida, como si realmente supiera de qué le estaba hablando. Así hizo.
Marian se aferró a la idea de que, si las cosas se orientaban en ese sentido, era absurdo que ella opusiera resistencia al destino. Toda su vida dejó que el destino decidiera por ella, y no iba a cambiar de actitud a esa altura de las circunstancias, menos con ese monstruo que, emboscado tras un espejo a través del cual podía observar los cambios sin ser visto, la acosaba como un perturbador moscón zumbándole la oreja con su cantinela. “¿Y?… ¿Para cuándo la mariposa?” –Le decía salivando las palabras–. “¿Para cuándo? Puse mucha plata en tu mercancía, ¿Para cuándo?”
Marian debió reconocer que los resultados que entregaban los “dos espíritus” fueron mejores de lo que esperaba cuando empezó a asistir a la metamorfosis. El tal Amílcar supo de qué hablaba, cuando dijo lo que dijo. Gavino se desvaneció con el tiempo, hasta que quedaron apenas unos rasgos vinculados a su particular anatomía y no a su personalidad. Era una dócil semilla varonil, en un humus femenino que fermentaba incubando un nenúfar fascinante.
Abigaíl, por su parte, siempre creyó que Marian se inspiró en Acacia para modelarla. ¿Sería posible? La meretriz no podía ni asomarse al reflejo del rostro de la hermana muerta. La roció con el Dante y sus infiernos para aproximarla al lecho de la niña difunta. Y la obligó a respirarla en los poemas de Schiller, y beberla en la Oda que un sordo imaginó en planetarios corales, para insinuar las formas que un fantasma virgen podría tener al escapar de las maceraciones de una cruel sepultura.
La Oda la Alegría la recitó hasta el cansancio, mientras Marian hacía sonar en su reproductor de CD’s la novena de Beethoven, por la Sinfónica de Berlín, dirigida por Furtwängler, por consejo del espectro detrás del espejo oscuro. El disco se lo pidió al Senador amigo, un exquisito melómano, quien, sin saber por qué Marian se había vuelto adepta de la “Coral” de Beethoven, aprobó de agrado la versión que le reclamaba la mujer. De todos modos, quiso saber por qué siendo ella una amante de la cumbia y el cuarteto, los que bailaba no solo con entusiasmo, sino con gracia popular, se había volcado a la música de Beethoven. Marian nunca respondió ese interrogante; no supo cómo explicarlo sin revelar, por entonces, un secreto que era conveniente conservar con total discreción hasta el momento oportuno de su revelación.
Abigaíl con el tiempo logró autosostenerse. No hizo fortuna, no se lo hubieran permitido, pero Marian se ocupó en que pudiera ahorrar. Solo le daba trabajos que sabía, redituarían una buena ganancia. Aportaba su amo también mucho dinero sin que ella lo supiera.
Tenía orden de no jugarla a cualquier baboso que se presentara con sus bolsillos llenos de billetes de la corrupción del Estado. Debía preservarla. Y cuanto más la mezquinaba, más crecía la fama de su pupila. Eso mejoraba las posibilidades de cumplir con lo que estaba planificado, aunque ninguna de las dos supiera de qué se trataba a ciencia cierta. Abigaíl menos que Marian, quien algo intuía por su larga experiencia en la esclavitud aquella.
Alquiló el departamento donde vivía en el barrio de Belgrano, era un noveno piso, amplio y elegante. Tenía toda la comodidad que había deseado desde que accedió a la vida en la gran ciudad. Garaje y baulera, ascensor privado que daba a un palier pequeño, adornado con un tapiz que la propia Abigaíl había confeccionado. De allí se pasaba a un recibidor no muy pequeño. Un reloj de pie y un organito vistoso, pero muy desafinado, se enfrentaban con un elegante sillón antiguo, regalo de un fulano que eyaculaba de solo verla. Luego el living comedor, amplio y muy iluminado. Dos ventanales grandes daban a la calle y recibían tanta luz y aire que Abigaíl disfrutaba todas las mañanas. En el mismo invierno acostumbraba abrir de par en par las ventanas para complacerse del frío que erizaba su piel que se ruborizaba. Pasó tantas noches a la intemperie con la helada alfileteándola con las agujitas del rocío congelado, que no precisaba en pleno invierno más que un modesto abrigo, tal vez una camisola y una prenda de hilo.
Seguía al living una amplia e iluminada cocina-comedor. Daba un pequeño patio en el que abundaban flores de estación. En invierno, violetas de los Alpes; en verano, Alegrías del hogar. En azulejo veneciano una reproducción de la flor de la Acacia que ella misma realizó asistida por Marlene, quien, a esa altura, se había transformado en su única amiga. Mostró habilidad para las artesanías.
Por un pasillo se iba a la otra sección del departamento. Allí había dos ambientes. El primero, una especie de escritorio. Algunos libros y muchos discos. Pendía un retrato de Schiller, un capricho de Marian. Hasta le quiso regalar un escapulario con la imagen del poeta. Alguien le dijo que no exagerara. Abigaíl se negó rotundamente a esa extravagancia.
El contiguo, más amplio, su habitación. Al fondo, el baño. Había elegido ese departamento casi exclusivamente por el baño.
Cuando volvía de atender un cliente necesitaba bañarse y lo hacía con obsesión. En distintos momentos del día se duchaba; no se lavaba con fruición, sino como quien lava la desesperanza.
Cuando retornaba de estar con Podestá se sumergía en un baño de inmersión y dejaba que el hidromasaje relajara su humanidad ablandando la costra como de barros de sepultados con que la embadurnaba con sus humores. Entonces el baño podía prolongarse por una hora.
La modesta fortuna también se amplió, en ocasiones, por los pagos que recibía por obtener de los melifluos y gordinflones palurdos que alquilaban sus servicios, que no siempre eran sexuales, alguna información que ella transmitía a Marian y Marian a una persona que desconocía. Un chantaje oportuno, una traición organizada con base en la información, o, simplemente, la publicidad de hábitos sexuales poco recomendables de esos doscientos encumbrados publicitados del sistema, podían ser una redituable fuente de ingresos. Nunca supo el volumen del botín que producían aquellas revelaciones, pero creía que debería ser importante, porque las sumas recibidas por el servicio le parecían generosas. Por eso concluyó que mucho mayor debería ser el porcentaje del pago que Marian recibía. Estaba equivocada, Marian le dedicaba todo el dinero a la pupila, no se quedaba ni con una moneda de ese trabajo.
En el lupanar su exótica figura, su apariencia andrógina, hipnotizante, fue reclamada por prominentes corruptos adinerados. Pero Marian la entregaba a cuenta gotas. La mezquinaba con gran habilidad. Sentía, detrás del falso espejo, esa amenaza de martirios que le respiraba carnicero en la nuca, advirtiéndola para que no jugara la ninfa a unas babosas repulsivas, esos piojos despreciables.
Cuando comprendió que la breva estaba madura para cumplir con su destino, se lo hizo saber a “Pérez y Pérez”. Este le ordenó ofrecerla al Senador amigo, pero no para sus bacanales. El Senador, figura pública de reconocida trayectoria, lujurioso, pero discreto, quien, a pedido de Marian que se ofreció como garante del acuerdo, la introdujo en un ambiente selecto al que nunca hubiera podido ingresar de otro modo. A sabiendas o no, la puso en el camino del coronel.
La hizo participar de algunas fiestas de pudientes que alternaban su esnobismo por el arte con saturnales descomunales a las que el político eludía con elegante discreción. Fue él quien le presentó ya en persona a Amílcar, el artista plástico que quedó pasmado con su sola presencia. El mismo que predijo su condición de “dos espíritus”. El afecto del hombre le valió a Abigaíl la posibilidad de frecuentarlo. Fue quien la presentó a todas sus amistades, variopintos figurones del arte, la política, la farándula.
Marian, como estaba pactado, informó a “Pérez y Pérez”, que se celebraría con un ágape la enésima exposición de los óleos del artista en una renombrada casa de exposiciones. Y aunque Marcia tenía relación amistosa con él, “Pérez y Pérez” se opuso a usar esa vía para concretar el encuentro de la pareja. Quería que Podestá disfrutara el momento, que fuera palpitante, edénico, insinuante. Como cuando fueron acabados los cielos, la tierra y todos sus ornamentos, y Dios dijo con su tronante voz “no es bueno que el hombre esté solo”. Pero “Pérez y Pérez” estaba incapacitado de exigirle que no abundara en el árbol de la tentación.
Era una apuesta. Un negocio, un trueque. Esto por aquello. “Quid pro quo”, sentencia latina (que “Pérez y Pérez” solía usar a voluntad cuando la ocasión lo ameritaba), bien podía servir para manifestar el agasajo de la esclavitud de una anatomía misteriosa.
Una mercancía fatal, una forma del dinero mutado a músculos, vasos, espíritu. Mercadería humana que al fin y al cabo en su desnudez vital tal vez sirviera para llevar la empresa al final necesitado. ¡Terminar con “La Reliquia”! Sueño inútil de acallar por una eternidad los gritos de las revoluciones.
Tal vez ello ayudara, y Podestá sirviera antes de su propio final a ese objetivo supremo. Y el rosario quedaría en el oscuro secreto de las relaciones de Estado. Por eso “Pérez y Pérez” quería emoción, un lúbrico efecto en el encuentro, y no un indecente pastiche de arrabal prostibulario.
Fue el propio artista, con su multitudinaria invitación, quien convocó, entre todas sus amistades y compradores, a Podestá y otros militares que en alguna oportunidad habían asistido a sus inauguraciones. Los tres caminos de ese modo confluían. El de la ninfa, el artista y el poseso de la Juana de Arco.
Cuando invitó a Abigail, Amílcar le dijo que él la haría conocer al hombre de su vida. No fue casualidad lo suyo. A veces una simple seña permite al buen conocedor entender qué se espera que haga. Una imperceptible inflexión de la voz de Marian, o el simple roce de una mano conocida, un susurro oportuno es suficiente. Marcia, por orden de “Pérez y Pérez”, se ocupó de avivarlo de lo que se esperaba del encuentro.
“¿El hombre de mi vida? ¿Qué te hace creer eso?” Debió preguntarle a Amílcar, pero ella sabía, y por eso guardó silencio, que el misterio del destino no existía en ese submundo. No había azar ni magia y mucho menos amor en todo ello. ¡Amor! ¡Qué absurdo! Si Marian le habló tantas veces de cómo al amor lo habían ahogado en una palangana. “No te hagás ilusiones”, le dijo y agregó “no creas en boludeces”.
Algo, por encima de su voluntad, había resuelto con quién debía pasar sus días, aunque no tuviera, y no hubiera podido tener, aunque se lo hubiera propuesto, conciencia del animal al que se estaba aproximando. Lobo, lobo del hombre, lobo, y estaba todo dicho. Para saber con quién trataba debió estar en alguna oportunidad del otro lado del espejo. Y eso nunca ocurrió ni podía ocurrir.

***

El marchand, que fue de la partida, insistió para que Abigaíl fuera retratada, pero en un óleo para exponer en su galería. Encontraba sublime la exótica figura de la joven. Una foto suya, expuesta al fondo del amplio salón donde se realizaba la reunión, observaba a todos los comensales que no podían dejar de mirar la belleza de la obra plasmada por Amílcar. Era una combinación de fotografía y óleo que le otorgaba a Abigaíl una excentricidad superadora de la propia que, de por sí, era alucinante.
Esa reunión fue donde se vieron por primera y definitiva vez con Podestá. De ahí marcharían enfermos a la muerte. El coronel nunca hubiese aceptado conocerla en el burdel. No concurría a esos sitios. Por el contrario, sabedor de sus fines últimos, sentía profunda repulsa por esos lugares de perdición y espionaje. Consolidaba su repulsión a los piringundines –aunque fueran sofisticados y hasta confesaran sin ambigüedades su pertenencia orgánica a la institución estatal–, que venía de sostener el cadáver del camarada muerto con un preciso disparo en la nuca, un hombre que frecuentaba los burdeles con devoción casi religiosa. Sostenía que la lujuria en cualquiera de sus formas llevaba a la muerte de manera precisa. Y cuando la lujuria estaba al servicio de los manipuladores de la información resultaba aniquiladora. Nadie mejor que él para sostener esa verdad. El coronel López Huidobro era un preciso conocedor del verdadero origen y destino de aquellas divulgaciones de las fechorías sexuales que los poderosos se prodigaban con desfachatez.
Abigaíl, esa noche, parecía un diamante capaz de jadear ardiente y concitar la pasión extrema. Una celada de sexo a la que no había modo de eludir. Tenía algo que nunca nadie pudo explicar, era capaz de inflamar los sexos con su sola presencia. No porque hiciera algo que despertara la lascivia y provocara la incontinencia en quienes la rodeaban. Simplemente ocurría. Era una especie de don y de desgracia fusionadas. Gracia y desventura, conciliadas. Al instante que se incorporó a la fiesta del artista, la figura de Abigaíl impregnó las pupilas de los invitados. Pero en López Huidobro esa estampa no se quedó en el borde del ojo, hamacándose entre luces y sombras. Fue por su nervio óptico, a un lugar imposible de su mente, a un recodo de la psiquis, un lugar a donde solo él y muy de vez en cuando ingresaba para convocar a su sexualidad en estado puro. Una materia caliente y feroz que lo apaleaba por dentro y bajaba hasta la uretra y lo quemaba. Si Amílcar le hubiese preguntado en ese preciso instante qué le sucedía, qué deformaba su rostro y alargaba la mirada hacia un punto infinito, hubiera recurrido a la zozobra de Juana de Arco en medio de la hoguera para explicar su estado de ánimo, ese fuego fatal que micrón a micrón la quemaba las membranas más sutiles de todos sus órganos y lo hacía eyacular un fuego a pesar de que se resistiera.
La miró agazapado, hecho un nudo. Y a pesar de estar en pleno conocimiento de la verdadera razón por la que participaba de la reunión, fue víctima de ese embrujo repentino que siempre provocaba Abigaíl.
No era fácil dilucidar aquella figura que bisbiseaba cálida, lanceolada como una flor serpentina. Cabello café, corto, rapado en el costado derecho, dibujado el pabellón de la oreja de ese mismo costado con cinco diamantes entre rojos y azules que alborotaban como tildes de singulares iridiscencias. De atractiva altura, delgada, sensual, plenaria, caminaba como suspendida en el aire, liviana, dejando una estela que aspiraba a ser sorbida para brindarse.
Si alguien de su pueblo natal hubiera tenido la oportunidad de verla así, suavemente inclinada hacia adelante, descubriendo un insinuante escote que apenas mostraba sus minúsculos senos sin sostén, con una luz amarilla bajando del rostro al cuello y al pecho sensual, lo hubiese remitido a la imagen de la hermana muerta, Acacia.
Amílcar se llegó por detrás de la muchacha y casi lamiendo sus cinco esporas diamantinas de la oreja, le dijo que mirara con discreción en dirección a donde López Huidobro se hallaba expectante. Ella volteó apenas la vista y lo vio de pie en la parte más alejada del salón, en una actitud para nada ausente, por el contrario, francamente expectante. Era una figura esculpida en una materia difícil de describir, una especie de mármol que el sol había encerado y por el que circulaba una sangre que se hacía negra entre sístole y diástole potentes. Abigaíl reconoció el tono curtido de la piel del rostro, reparó en las manos que parecían de un artista y percibió ese filo imposible que la mirada del hombre permitía descubrir mientras recorría con sus ojos todos los claroscuros de aquel salón atestado de luces y de sombras.
Amílcar le dijo “ese es el hombre”. Abigaíl se encogió de hombros como si no le importara la persona aquella. Pero no fue así. Le pidió que, antes de presentarlos, recitara para él un fantástico poema.
—¿Para él o para vos? –Le preguntó con algo de cinismo.
—Para mí –mintió Amílcar– ¡solo para mí!
—Mentiroso. –Le dijo mientras él le acariciaba una mano como si realizara una delicada pincelada. La quería exhibir en su esplendor, como a una flor exótica o un mítico animal salido de una fábula griega. Abigaíl no pudo sustraerse al tono íntimo del pedido del amigo.
—¿Qué poema Amílcar? –preguntó sonriendo.

El hombre se acercó más al pabellón de su oreja. La sorprendió con su pedido. De todos modos, no pensó en ese instante en negarse. Asintió con un grácil movimiento de cabeza, después de todo, para eso estaba, para lucirse y a ella le gustaba.
Se dispuso a acariciar los versos. Amílcar le indicó con la mano extendida un ¡alto!, y la llevó al centro del salón como quien exhibe un prodigio con algo de nuez de Adán y algo de hembra. Una luz acorazada la iluminaba de arriba a abajo acariciándola para saborearla. Los comensales miraban entre extasiados y embobados, todos expectantes. Podestá, algo alejado, detrás de otros comensales, la miraba con ojos encabritados, la boca reseca, la lengua vacante, abarquillada; la aorta abarrotada de hormonas sustantivas.
Amílcar, extasiado, dijo que su encanto solo era comparable al del mismísimo Giovanni Carestini y todos exclamaron “¡oh!” asombrados, como si supieran de quién les estaba hablando. Con un gesto le indicó que empezara. Como para dar el impulso inicial, el mismo recitó el primer verso.
—¡Oh amigos, no estos sonidos!
El coronel sintió un vapor de acero que rompía su tedio. Se deshizo de amenazas y esperó el recitado como una ablución extraordinaria e inesperada.
—Entonemos más bien unos / más gratos y alegres… / y llenos de alegría / ¡Alegría! ¡Alegría! –Recitó Abigaíl siguiendo al amigo en sus intenciones.
Amílcar, ladino, espiaba con el borde del ojo los gestos del comensal asombrado a medida que el recuerdo de la Oda iba deslizándose por las circunvoluciones de sus hemisferios cerebrales. Desde el lugar en que este se hallaba, se oyó recitar una voz masculina.
—O Freunde, nicht diese Töne! / Sondern laßt uns angenehmere / lastimen und freudenvollere. / Freude! Freude!
Abigaíl quedó suspensa. No atinaba a precisar de qué boca habían salido esos versos en alemán. Marian, hasta el tormento, se los había hecho estudiar. Abigaíl no conocía el idioma en que estaban escritos, jamás se propuso aprenderlo, la malhumoraba de solo mencionarlo. Pero repetía con perfecta fonética el recitado incomprensible. Amílcar insistió para que continuara. Llevó su dedo índice a los labios y le ordenó al adusto militar, silencio. Este, como nunca antes, con una distendida sonrisa, asintió con la cabeza, condescendiente.
Abigaíl, en un momento de introspección, recitó contradiciendo la expectativa:

—Esta luz, este fuego que devora. / Este paisaje gris que me rodea. / Este dolor por una sola idea. / Esta angustia de cielo, mundo y hora. / Este llanto de sangre que decora / lira sin pulso ya, lúbrica tea. / Este peso del mar que me golpea. / Este alacrán que por mi pecho mora.
Abigaíl descubría a medida que recitaba esos versos, que solfeaba a Lorca con la sangre espesada y el aire calentado en los pulmones, que estaba actuando como nunca antes lo había podido hacer. En cambio, Amílcar, estaba enfurecido, aunque supo disimularlo con prodigiosa elegancia.
¿Era ella la que dejaba caer las estrofas como un escándalo maduro de sentimientos nunca descifrados? Ni cuando Marian, insistente, la inducía a practicar el fatigoso arte del recitado, se había sentido así, como quien recorre latitudes impensadas de regiones extrañas y dudosas. Hasta ese momento nunca le había hallado sentido alguno a ese aprendizaje trabajoso.
Abandonó sin aviso a Schiller porque se le hacía vascular, imponente, acuciante. Se desvió a Lorca porque se le hacía hormonal, latente, arrebatado, sabiendo a estrógenos en la comisura de los labios. Amaba a Lorca, con quien se identificaba.
Y aunque Amílcar deseaba que no se alejara de los versos selectos por Beethoven y la instaba con un gesto tan severo como dulce a continuar recitando al alemán, Abigaíl siguió como un animal silente, disipando en feromonas esos sonoros versos musicales, y continuó:
—Son guirnalda de amor, cama de herido, / donde sin sueño, sueño tu presencia / entre las ruinas de mi pecho hundido. / Y aunque busco la cumbre de prudencia / me da tu corazón valle tendido / con cicuta y pasión de amarga ciencia.
Al terminar el auditorio, sorprendido y agraciado, la ovacionó encendido.
Amílcar creyó desmayarse ante la poética impertinencia de la protegida. Pero estaba hecho. Lo sabía. Lo comprendió en el instante en que descifró el borde de los gestos del militar. Le temblaba el labio inferior, se demoraban sus fosas nasales buscando un aire refrescante, fálicas las pupilas dilatadas se ahondaban lúbricas, indecentes. No había teatralidad. Claro que no. Algo inexplicable había penetrado la osamenta endurecida del cancerbero aquel, distendido de su porte de mástil peligroso. ¡Tanto esperó que esa crisálida resolviera su anatomía en esos años!
Amílcar podía ver en los rincones nerviosos de López Huidobro, esas insinuaciones ardientes que avisaban de un sexo en crucial incontinencia. La testosterona carcajeaba subida a sus hombros, reclamando en apuros palpar fragoroso las curvas que incitaban su celo. Olía al cordero como el lobezno inmaduro; presagiaba las sábanas enrolladas alrededor de los sudores de dos cuerpos, abrazándose carnívoros, fatigando desesperación por acabar atroz, ardiente.
Amílcar abrazó a Abigaíl y la tomó de la mano. Se aproximó a su oreja, esa que estaba engalanada de diamantinas bicolores.
—Qué pedazo de hija de puta que sos. Casi me cago encima del susto, odio las desobediencias que involucran lobos. –Le dijo a través de una sonrisa hipócrita.
—¿Lobo?
—Sí, lobos. –Amílcar insistió tratando de disuadir a Abigaíl de su duda.
—¿Por qué le iba a dar lo que quería? Que ruegue, que pida, que se entregue. –Le respondió tan modosa y silenciosa como era posible en el bullicio aquel de la parranda.
—Creo que acabó tres veces mientras vos recitabas. Pero por el amor de Dios, nena, ¡no jodás con este tipo! Es un lobo entre hembras, de lo más peligroso. –Fue la única advertencia que surgió de sus labios.
—Es solo un hombre, de tantos –menospreció Abigaíl a ese manifiesto de lobo en celo que jadeaba angustiado.
Amílcar suspiró resignado. Y guardó silencio. Él, bien sabía cuán equivocada estaba Abigaíl.
Llevó a la muchacha hasta donde López Huidobro estaba como estatua adulzorada, ojeroso de espera, soportando el careo. Los puso frente a frente. Juntó las manos del hombre con las de la muchacha. ¿Era solo un hombre, como tantos? Abigaíl sintió al lobo traspasar la delgada capa de su piel y morder el músculo primero y luego el nervio y luego el hueso hasta el tuétano. ¿Era solo un hombre, como tantos? ¿O era un lobo como ninguno?
Abigaíl nunca había sentido una amargura de filos como aquella. Se estropearon sus penas, se le amartilló el corazón de desesperanza, y a medida que una runfla de sepulturas la invadió repentina, sintió alejarse infinita de todas las palabras amorosas y dejó de mirar a los ojos del hombre que Amílcar le estaba presentando. Caviló por primera vez el sonido de la cuchilla tajeando la garganta de Acacia, mientras la sangre bullía, llorante, padeciente, hasta agotar la vida en la hemorragia. Tuvo deseos de llorar, intensos deseos como no lo ocurrió jamás que ella recordara, salvo cuando supo de la muerte de Acacia. Sostuvo las lágrimas fatales, como pudo tan sola y desamparada. ¡Se había prometido no llorar jamás salvo de amor! Pero en ese roce de pieles de las manos, ¡sintió tantos deseos de llorar!, que estrujó los lagrimales hasta dolerle como no le había ocurrido desde las fúnebres verdades sobre la hermana asesinada.
—Nunca, a nadie, jamás, le he encontrado dos espíritus en armonía como a esta niña. –Dijo Amílcar mirando el fondo de los ojos de Podestá–. Es nuestra We’wha. ¿Entendés lo que eso significa? –López Huidobro no pronunció palabra–. Si las mujeres son una calamidad, como solés decir a menudo, su parte femenina establece una excepción que vas a tener que reconocer. Esto es un regalo de Dios. No sé si te lo merecés. Espero no equivocarme.
Luego de un momento en que quedó silencio y en el que parecía reflexionar sobre algún asunto del que prefirió no hablar, apretó las manos de él contra las de ella. Amílcar las sostuvo por un instante breve y los dos tuvieron la sensación que quiso decirles algo, pero que se arrepintió en ese preciso momento. Miró primero los ojos del hombre, luego los de Abigaíl, retiró suavemente sus manos y se marchó en dirección a donde su marchand estaba merodeando a un muchacho a quien no alcanzaba a reconocer.
Por una sola vez en su vida, López Huidobro no supo qué decir ni cómo comportarse. Estaba allí por una última misión, pero quedó flechado como un impúber que descubre su sexo entre admiraciones. Tal vez allí, quién lo supiera, decidió morir a su manera. Abigaíl se sintió colgada nuevamente del frondoso árbol del fondo de la finca familiar, mientras un azote furioso revolvía las heridas, hasta desarmarla de humanidad, hasta casi matarla.
Amílcar los miró a la distancia, como quien observa dos novios difuntos que en procesión se acercan cabizbajos a su condición de muertos que no saben reconocer sus contornos de tumbas.

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