La venganza de los Pérez, cap. 17 «Fuegos del odio»

XVII

Fuegos del odio

“El Morro” estaba al salir para la reunión con López Teghi. La pidió porque no podía soportar más a “Pérez y Pérez”. Hubiese deseado pedir un cambio de sección, pero no se admitía ese procedimiento. Solo podía ocurrir si los propios jefes así lo acordaban.
Pedir el traslado de la partida presupuestaria de una dependencia a otra, de por sí resultaba una tarea titánica. Pero por el simple disgusto o incomodidad de un subordinado, era una causa perdida. Ningún funcionario de mayor jerarquía (tanto del que dependía el solicitante como el jefe de la dirección a dónde el disconforme pedía su traslado), admitía esa situación porque implicaba una reducción en los ingresos de la repartición, producto del capricho de un inadaptado. La ley no escrita, pero practicada era “las partidas son sagradas. No se tocan.”
En efecto, esa ley no escrita decía con claridad que nunca se debía aceptar el menoscabo de la partida presupuestada por la simple petición de un subordinado en estado de hostilidad. De las reducciones, como del ridículo, jamás se volvía. Y la discordia en un empleado era casi una afrenta irreparable. Por algo el Viejo Vizcacha sentenció “hacete amigo del juez y no le des de qué quejarse”. En el sistema burocrático, los jefes solían ser jefes, juez y parte. Una pequeña y modesta trinidad, pero muy efectiva.
Contra ellos, los empleados de menor jerarquía, llevaban siempre las de perder. Era preferible que se dejaran llevar por el consejo del viejo gaucho. Además, la disminución del presupuesto suponía el aliento a una próxima extinción; los afectados quedaban expuestos a nuevos recortes hasta que reparticiones mayores los fagocitaran. Los jefes de estas, al tomar conocimiento del suceso, se comportaban como lobos hambrientos a la caza furtiva de víctimas de la fauna administrativa. Con movimientos sagaces podían ver agrandado su rebaño de funcionarios con la incorporación de esos insatisfechos que, de inmediato, eran destinados a las tareas más humillantes y menos calificadas. El destrato a los disconformes era la consecuencia de un pedido de traslado efectivo. Por eso siempre fue un gran disuasorio de rebeldías.
Por otra parte, las funciones de “El Morro” estaban, desde la última reforma, bajo la supervisión directa de “Pérez y Pérez”. Era prisionero de quien aborrecía. De esa condición solo saldría jubilado, preso o muerto, no cabían otras posibilidades. “El Morro” se encargaría imprudentemente de ello, pero López Teghi lo salvaría solo por disgustar a su oponente.
En la reunión con los peritos, cuando se reveló el secreto del rollo en la boca, estuvo apartado un instante con López Teghi y ahí convino el encuentro. Sin embargo, “Pérez y Pérez” fue puesto al tanto por el propio jefe.
—“El Morro” nunca aprende que estas cosas no se pueden dejar pasar –manifestó “Pérez y Pérez”, que parecía dispuesto a algún tipo de sanción contra su insubordinado. No podría nunca incluirlo entre los discrepantes (lo hubiese hecho con gusto), pero los superiores no se lo permitirían. Era el mejor forense que tenía la institución. López Teghi, sabiendo que nunca un jefe debía prestarse a las maquinaciones de los subalternos y menos ajenos, y que era un error malquistarse por el capricho de un funcionario de menor rango, no bien recibió el pedido de “El Morro” dio aviso a su colega.
—¿Y qué me querrá decir? –Intrigante e irónico, preguntó López Teghi.
“Pérez y Pérez” de un pequeño portafolio que llevaba extrajo una copia del informe original de la autopsia de Podestá. Se la dio a leer. López Teghi leyó con atención.
—Usted coincidirá conmigo que no se puede permitir que esto quede incorporado al legajo del coronel. –“Pérez y Pérez” justificó su decisión por las pocas felices revelaciones que “El Morro” volcaba con pluma florida en el informe.
—Entiendo. ¿Y usted cree que el forense quiere hablarme de esto?
—Supongo. Estaba tan caliente conmigo porque suprimí esos párrafos comprometedores, que mi asistente tuvo que calmarlo antes de reunirnos. Es un hombre violento y eso un día lo va a hacer perder los estribos.
—¿Usted conocía estas prácticas sexuales del coronel?
—Seguro.
—¿Sus adicciones?
—También. No hay nada novedoso.
—¿En qué nivel se manejaba esta información?
—En el más alto.
—¿Y con qué fondos el coronel cubría estas erogaciones extraordinarias que debieran insumirles sus extravagantes gustos?
—Desde que el mundo está organizado en Estados, los vicios privados de sus funcionarios se solventan con fondos del propio Estado. Nadie invierte de su peculio para la joda. El erario público es donde pacen todos los vicios de sus burócratas.
—¡Gastos reservados! –Exclamó López Teghi alzando su mirada, buscando en algún lugar más allá del horizonte burocrático las responsabilidades de tales dislates presupuestarios. Suspiró resignado y volvió a la lectura de los párrafos suprimidos.
—¿Esto se vincula a ciertas discrepancias que tuvimos sobre la investigación? –López Teghi creyó hallar otro motivo a los conflictos que se suscitaron en los momentos iniciales de la pesquisa y que promovieron su retiro de las averiguaciones de inmediato.
—No. Solo que estos dos aspectos no nos está permitido divulgarlos. –Respondió “Pérez y Pérez”.
—Perfecto. Le doy seguridad que nada será revelado, pero pongo en su conocimiento que mi equipo avanzó mucho en el esclarecimiento del asesinato por caminos independientes, desde ya, y sin ánimo de interferir en su trabajo. Es que hay asuntos que, muy a pesar de mi voluntad, se tocan con estos eventos desafortunados. No puedo impedir que mis hombres busquen verdades donde hay delitos.
—Lo suponía. Y lo entiendo. Yo hubiese hecho lo mismo.
—Y por ser sincero, debo confesarle que ya estaba al tanto de estos inconvenientes en la biografía del coronel.
—También lo suponía.
—Lo que el médico forense diga no va a agregar mucho. A lo sumo me clarificará hasta dónde lo repudia como jefe a usted.
El comentario final de López Teghi no le mereció ningún reproche. Murmuró comprensivo pensando tanto del “Vasco” como de “El Morro”: “Si no quieres que algo se sepa, no lo hagas”.
Quien le sugirió a “El Morro” hablar con López Teghi fue su propio suegro, Beliel, un numerario de inteligencia. Sentía más afecto por el forense que por sus propias hijas, Alida, Celena y Magdalena, nacidas de su matrimonio con Nidia. Contradecía en un todo, la etimología de su nombre.
De Alida Celena recelaba por su alcoholismo, era un exceso que detestaba y mucho más en las mujeres, quienes, a su juicio, se volvían grotescas al desvariar por los efectos del alcohol. Para colmo, su hija era también una fumadora empedernida, dos vicios que el hombre detestaba.
Magdalena, para él, era intrascendente, ñoña, insubstancial. Obesa y sicópata, “dos defectos”, como decía, que también lo deprimían.
Beliel fue subordinado de López Teghi durante sus últimos años de servicio por una actividad que lo vinculó al hombre quien trabajaba por entonces en una consultora privada. Lo consideraba un pragmático total, a la usanza estadounidense, imbuido de un claro y prolijo sentido de la austeridad y el ahorro. Se lo promocionaba como un jefe moderno. Suponía que se parecía más a un verdadero CEO de una gran corporación, que a un burócrata de carrera en la administración pública. Solo podía suponerlo, porque en toda su larga carrera, jamás conoció a ningún CEO de ninguna corporación. Apenas si trató con personas del aparato burocrático estatal, del escalafón intermedio, ni muy abajo, ni muy arriba, la legión eterna de anodinos soberanos de la mediocridad.
Compartía con su yerno una profunda aversión contra “Pérez y Pérez”. Le molestaban sus modos, su sonrisa, su olor. Cuando debió cursar algunos estudios bajo su tutela, sus calificaciones fueron poco alentadoras. Su superior lo encontraba carente de iniciativa creadora y dotes de estratega, indispensables para dar el gran salto en la función. Se trataba, en efecto, de un funcionario de atildada carrera, obsesivo y controlador, pero muy cuidadoso de no meter la pata. “Pérez y Pérez” prefería a aquellos que se animaban a más. “Los únicos que no se equivocan son los que nunca arriesgan”, le dijo en una oportunidad en que lo reprobó en un examen.
Estaba retirado. Cobraba una buena pensión que le permitía vivir sin sobresaltos. Procuraba persistir en los hábitos adquiridos durante su entrenamiento, especulaba con la posibilidad de reintegrarse al servicio activo; razonaba que su edad no debía ser un impedimento para ello. Lo que no pudiera realizar porque ya no era joven, lo podía suplicar con su experiencia. Reconocía que “Pérez y Pérez” era su gran obstáculo para un hipotético reintegro. Estaba equivocado de cabo a rabo. La impugnación a sus ascensos y mucho más a un posible reintegro, no provenía de ese jefe al que detestaba, (que, por otra parte, no lo tenía en cuenta para nada), estaba mucho más arriba, en donde los ascensos se vinculaban a las distintas camarillas en que se organizaba la Agencia. Solo aquellos que por esas formaciones semiocultas de la organización estatal eran seleccionados, ascendían los peldaños de las jefaturas, o se mantenían activos y postergaban sus retiros. Él no integraba esas cofradías, estaba en la periferia de los centros de decisión y desde esos suburbios no tenía posibilidades de regresar.
Participó en alguna oportunidad de un “grupo de la maldad”, dedicado a pergeñar situaciones agraviantes a víctimas seleccionadas por los superiores y que debían ser sometidas a difamaciones y denuncias de modo sistemático. En eso fue muy eficaz. Disfrutaba destruyendo reputaciones. Y así como aprendió a defenestrar a inocentes, aprendió a transformar en santos varones a verdaderos crápulas. Su participación en ese sistema perverso sí le valió meritorias calificaciones y edulcoradas felicitaciones por su labor.
Nada de su malicia se había diluido con los años, por el contrario, incapaz de volcarla en actividades para el Estado, se había acumulado en el sustrato de sus tejidos como un jugo pernicioso que desesperaba ser vertido oportunamente. “Pérez y Pérez” podía ser un buen destinatario de su ponzoña, por eso intrigaba con su yerno, incitándolo a rebelarse contra su jefe. Pero cuando de malicia se trataba, ese jefe los superaba largamente.
Alimentaban su esperanza, los comentarios mordaces que sus viejos colegas todavía activos, deslizaban contra los nuevos aspirantes ingresados en los últimos años, que incomodaban con su mediocridad y sus afanes por ser promovidos como investigadores o como burócratas de la administración a la vieja guardia experimentada. Pero en eso confundían los tantos, “Pérez y Pérez” también los repudiaba por acomodaticios y anodinos.
Beliel era alto, delgado, morocho, lucía ese típico bigotito anchoa de la década de los cincuenta, cuando la moda masculina estaba regida por los galanes del cine nacional que lucían, todos, esos bigotes afinados como un dibujo sobre el labio superior. Coronaba la testa de esos actores una abundante cabellera engominada.
Conservaba intacto un viejo Valiant III, una pieza de colección a la que no le faltaba ningún componente original. Para garantizar su cuidado, solo lo ponía en marcha una vez a la semana y lo echaba a andar un par de vueltas alrededor del predio del estacionamiento. Volvía a la cochera donde el auto permanecía en custodia y entonces dedicaba horas al lavado y lustrado. Ningún otro automóvil lucía como ese.
Casado en primeras nupcias con Nidia, se divorció de ella como quien consuma un aborto iniciado años atrás. El matrimonio con esa mujer fue un error desde su concepción y había quien creía que, en realidad, Beliel lo consumó para aparentar que disfrutaba de una familia feliz, una fachada para encubrir sus verdaderas funciones de alcahuete.
Nidia padecía de obesidad mórbida y era fumadora compulsiva. Beliel la detestaba tanto como un enemigo comunista. Y eso que era visceralmente anticomunista. Nidia se casó con él por puro despecho. Su padre, un italiano corpulento, afirmado en una ideología casi feudal, la sacó a empujones de los brazos de un hombre bastante mayor que ella, y que juraba arrodillado, suplicante, solo tener las mejores intenciones para aquella jovencita de cuerpo escultural, de busto exuberante, de caderas ansiosas y entrepierna caliente. La pareja estaba verdaderamente enamorada. A su padre eso le importó un bledo.
Nidia se quedó sin amor para siempre; vacía, agriada. La imposición paterna le anuló ese sentimiento estimulante de la pasión, que es la exaltación del amor en su forma más temperamental. No le quedó ni una miga de pasión, de embelesamiento apasionado, que solo conoció cuando él la tocaba con delicadez casi puritana.
Prohibida del amor deseado, encontró en Beliel un mequetrefe con el que armar esa simulación de familia. Los meros lazos maritales no abonan el amor y menos lo recrean, por más certificado de matrimonio que los avale. No se llega a la pasión por los sellos administrativos ni por las definiciones de una ley hecha a espaldas del cariño. Regulan las herencias, las dotes, las inversiones, los intereses, pero no producen enamoramientos. Nidia soportó dos coitos para dos gestaciones. Dio dos hijas para la continuidad de la especie y cumplió así con el mandato social. Sería esposa, fiel por desgracia y no por deseos, madre biológica para una pura combinación de químicas humanas, y una infeliz con cadena perpetua.
Después de los dos nacimientos, cerró sus piernas al marido para siempre, su vagina solo se humedecía con el recuerdo del amado prohibido, y ese, para su desgracia, había muerto en un confuso accidente de tránsito.
Beliel estaba muy decepcionado de la parición de Nidia. Esperaba al menos un varón a quien trasmitir su vocación e involucrar en el sistema. Sabía, por experiencia práctica, que las mujeres llevadas a esas circunstancias, perdían mucho más que su decencia, compartiendo los vicios de tipos distribuidos a lo largo de las jerarquías del Estado. Aceptó hasta con resignación que así fuera el destino de Alida. Incorporada al trabajo de Inteligencia por su propia gestión, supo que su hija pasó por las camas de varios jueces y otros tantos secretarios de juzgados, a fin de recabar informaciones que no eran trascendentes. Así era el trabajo, se justificó resignado.
A Magdalena la descartó por completo; la consideraba inútil hasta para distribuir correspondencia. La menor de sus hijas nunca trabajó en nada productivo. Era quejosa, melindrosa, díscola, y quedó destinada a cuidar de la madre, quien ya presentaba claros signos de la enfermedad que la llevaría a la tumba.
Nidia se las ingenió para llevar a sus extremos la gordura y el cigarrillo. Magdalena la siguió en los dos excesos. Alida Celena, en cambio, no era obesa, pero era una fumadora enfermiza y alcohólica.
Un día cualquiera, intrascendente para la familia como cualquier otro, Beliel se marchó del hogar sin aviso. Simplemente no volvió más. Luego de un largo período de ausencia, reunió a sus hijas y les presentó a su nueva esposa sin mediar ninguna explicación. Nunca aclaró como la conoció. Las hermanas descartaban que mucho antes de divorciarse ya estaba enredado con ella.
La nueva esposa de Beliel era una pituca cincuentona, alegre y de pocas luces, que fue aceptada con indiferencia, pero sin rechazo; no valía el esfuerzo. A ninguna de las dos le interesaba la vida marital de su padre.
Beliel simulaba estar feliz con su nueva pareja. Más joven (era bastante mayor que ella), más delgada, más coqueta. Ignoraba que su atildado esposo la mantenía bajo estricta vigilancia. Viejos elementos de inteligencia, aburridos de sus monótonas vidas de jubilados, se ofrecieron para realizar seguimientos, sospechando que la cincuentona podría tener algún affaire con un hombre de su edad o más joven. La vigilancia no se limitaba a esos seguimientos, dentro de la propia casa los realizaba el propio Beliel. Simulaba abandonar el departamento que compartía con la mujer, invocando algún trámite. Abría y cerraba la puerta, fingiendo dejar la vivienda. El pequeño palier le permitía hacer la jugarreta al amparo de ser descubierto. Como siempre bajaba y subía por las escaleras para mantener su buen estado físico, la ausencia de los ruidos propios del funcionamiento del ascensor le permitían no levantar sospecha.
Aprovechando que la rubia permanecía en la cocina leyendo el diario o mirando alguna telenovela, se escondía debajo de la cama matrimonial esperando pescar a la esposa infraganti en alguna falta, en algún desliz, del tipo que fuera. Podía estar horas tirado allí abajo, esperando un suceso provocador que le permitiera franquear su delirio obsesivo y controlador. Nunca descubrió nada. La buena pituca, además de simpática, era insulsa y carecía de toda picardía. Bastante le había costado conseguir marido a edad avanzaba, como para rifar su relativa comodidad por la promesa de un pene juvenil. No cambiaba sexo por comodidad, ni siquiera lo consideraba.
Nidia, sola, divorciada, sin amistades y casi ni parientes que la visitaran, gastó sus días comiendo y fumando y fumando y comiendo. A esas escasas actividades se le sumaba beber una gaseosa barata con esencia gusto a naranja. Evacuar y orinar una vez al día, lo que atrofió sus riñones hasta la disfunción renal. Hasta allí llegaban sus actividades diarias. Ese círculo vicioso, evacuar-orinar-fumar-comer-beber-fumar-fumar-fumar, se repitió hasta el colapso, hasta que, por el exceso de peso, ya no pudo caminar más. Arribó al estadio de la postración casi total, y solo podía desplazarse de la cama al baño, con mucho sacrificio. Usar el retrete era todo un desafío. Las más de las veces se orinaba o defecaba encima y debía esperar, a veces horas, para que alguna de sus dos hijas la aseara. Si no se ensuciaba, trajinaba fatigosa del baño a la cocina, a comer lo que fuera. Volvía con su ciclo enfermizo: comer-fumar-fumar-comer-beber-sudar-fumar.
Bañarse era una operación complicada; no podía entrar a la bañera. Por su peso, por el volumen de sus piernas, no podía alzarlas para superar la altura de la misma. Se debía higienizar asistida por sus hijas, fuera de la ducha, usando unos cacharros para volcarle agua y luego enjabonarla.
El necesario cuidado para higienizar los numerosos pliegues que producían los rollos de grasa que circunvalaban todo su vientre y por debajo de sus senos, llevaba una enormidad de tiempo que enfurecía a las hijas. Ni hablar del secado, que debía ser cuidadoso para evitar la proliferación de hongos que dieran lugar a infecciones cutáneas irreparables.
De ese modo, el aseo se volvió esporádico y sujeto a la voluntad de sus hijas que no desesperaban por asistir a la obesa. Cuando hedía a sudor y orín, las mujeres se decidían al bañado para no soportar los humores que hasta se tornaban nauseabundos.
Magdalena vivía con Nidia. En el departamento contiguo, Alida con “El Morro”. La cercanía las intoxicaba como un curare imposible. La casa de “El Morro” y Alida era modesta, la de Magdalena y su madre, ruinosa. Las habían heredado del abuelo materno. Se trataba de una suerte de condominio de seis apartamentos construidos por la familia paterna y que fueron vendidos en su mayoría para costear los gastos de un tío parrandero que malgastó la fortuna familiar en prostitutas y lujos.
A Alida le molestaba vivir en aquella casa, sabía que con “El Morro” estaba en condiciones de mudarse a un apartamento mejor, más amplio y luminoso. No solo por una mayor comodidad hubiese preferido salirse de aquel apartamento pequeño y deteriorado, sino, y en especial, para tomar distancia tanto de la madre como de la hermana, una distancia que no podía imponer de otro modo que no fuera por una importante lejanía geográfica. Hasta tanto, el alcohol brindaba un pasaje a la tierra del “nunca jamás tuve estos padres abominables”.
Nidia, la noche en que quedó casi descerebrada al producirse la muerte de gran parte de su cerebro, se desplomó en el baño de la casa. Las arterias estaban tan obstruidas, que ni gotas minúsculas del juguito vital que debía oxigenar los tejidos del cerebro llegaba a gran parte de la masa encefálica. El cerebro murió casi por completo. Hubo que romper la puerta para poder ingresar y rescatarla. Para ello, sus hijas pidieron a gritos la ayuda que solo un par de vecinos aceptaron brindarle. Luego, convocaron al servicio de emergencia médica que contrataron, previendo una contingencia similar.
Los camilleros del servicio médico se negaron a su traslado aduciendo que la camilla no soportaría el exceso de peso de la mujerona descerebrada. Sin embargo, el temor real de los hombres, eran quedar aplastados bajo la camilla. Los camilleros hicieron toda clase de reproches que las hijas no estaban en condiciones de responder. “El Morro”, ausente, hubiese festejado las ocurrencias de los hombres aquellos, quienes no dejaban de protestar por la convocatoria.
Se trataba de dos morrudos españoles de algo más de un metro sesenta cada uno, de espaldas muy anchas y cabeza cuadrada, quienes al observar la escalera por la que debían descender un piso hasta la planta baja, se convencieron de que eran incapaces de soportar la humanidad aquella que dejaba caer desde la altura de la camilla en dirección al piso, una espesa cortina de tejido adiposo.
La escalera se retorcía como una espiral y ofrecía todo tipo de dificultades para encarar la empresa del descenso de la obesa con alguna seguridad de no terminar aplastados por esa masa de carne y huesos que babeaba y balbuceaba incoherencias, producto de la descerebración producida por el infarto.
Sus recriminaciones hacia la enferma movían a risa.
—¡Pero cómo ustedes han dejado que esta cosa se ponga de este volumen! –Decía uno de ellos mientras señalaba despectivo el voluminoso cuerpo de la enferma.
—Me ofende, me perturba, me acobarda, tanta humanidad en una sola. ¿Soy yo acaso el forzudo del circo? ¿Ven ustedes alguien con la capacidad de mover este monumento flácido? –Melindroso, el otro se manifestaba.
—He pasado parte de mi vida llevando y trayendo gente que se moría de a ratos, en su casa, en la ambulancia, en el sanatorio. Pero nunca algo así, un reyuno, un bovino, un porcino, descomunal. ¡Quiero jubilarme íntegro! ¡O lo más íntegro posible! No habrá forma que yo mueva esta tripuda barrigona. Llamen a los bomberos si quieren sacarla de este cuchitril con una escalera endemoniada.
Y sanseacabó. No hubo forma de alterar la intransigencia de los dos españoles. Ni las amenazas de un juicio por abandono de persona, ni los llamados intimidatorios a los directivos de la clínica para que pusiesen en caja a los díscolos camilleros. Nada los removió de su posición. Fue el concurso de seis hombres fornidos, convocados de urgencia entre amistades y vecinos, los que zanjaron el difícil momento. Mientras ofrecían sus hercúleos brazos para la titánica tarea, alentaron a los camilleros, en busca de una necesaria distensión, a dirigir la operación de descenso de la paciente. Los españoles aceptaron de buen grado su elección como conductores de las muchas maniobras que se debieron hacer para descender el cuerpazo hasta la ambulancia.
A pesar de las estrecheces que ofrecía el ancho de la escalera, el tamaño de la litera, más las cascadas de tejido graso que caían a un lado y otro de la misma, los hombres sortearon no sin angustias el trabajoso descenso hasta la ambulancia que hizo el traslado al hospital.
Los médicos fueron pesimistas. Dijeron que se trataba de un cuadro de infarto cerebral agudo y que cabían pocas esperanzas de sobrevida. Beliel se compadeció del trámite. Contrató el servicio fúnebre sin consultar a las hijas; esperaba que la muerte arreglara las cosas.
Sin embargo, desdiciendo a los médicos, decepcionando a Beliel, la sobrevida de Nidia fue asombrosa. No podía hablar ni caminar. Las tomografías sugerían a los neurólogos y neurocirujanos convocados por la excepcionalidad de aquella paciente, que tampoco estaría en condiciones de comprender gran parte de los sucesos de la vida cotidiana. Eso no sería un verdadero inconveniente. Qué comprendiera algo de la vida cotidiana a nadie, pero absolutamente a nadie, preocuparía. La incomprensión de hasta el más trivial de los asuntos no cambiaría el curso de ningún acontecimiento, ni del más pueril de ellos.
La mujer siguió viva más allá de lo esperable. Beliel se vio obligado a cancelar el servicio funerario con la misma rapidez con que lo contrató. Puteó desde que salió de su casa hasta que llegó a la funeraria. El hecho le demostró que arriesgar no servía para nada. Arriesgo dinero, y mucho, contratando un servicio lujoso para las honras fúnebres de su ex mujer, pero esta lo embromó desistiendo de abandonar el mundo terrenal. Lo único que logró con su audacia, fue malgastar ahorros, los que apreciaba mucho más que a la mujerona. Una lección que debió anticipar por su experiencia. Era su experticia, la maldad y no la buena voluntad.
El augurio nefasto que “El Morro” repetía en cada oportunidad que se presentaba, se había cumplido hasta en sus minúsculos detalles. “Tu madre se va a pudrir en vida. Un día la gorda va a estallar y ahí las quiero ver a ustedes, las hermanitas inútiles lidiando con ese adefesio.” ¿Cuántas veces se lo dijo? Decenas. A diario, casi, con más inquina una vez que otra. Y luego, para acentuar su desprecio, el recuento meticuloso de cadáveres de obesos a los que les realizó la disección para estampar en las límpidas hojas oficio de la burocracia de la Justicia, las abominaciones de órganos pantagruélicos, las mugres añejadas entre pliegues oscuros de tejidos malsanos, anormalidades extraordinarias de miembros impresionantes, todas las deformaciones que el sobrepeso desmesurado provocaba en las personas. “El Morro” se regodeaba en describir con minúsculos detalles el cerebro reducido a ese estado viscoso en que habría quedado el de su madre, de hemisferios laxos, –le repitió–, hemisferios flácidos –insistió–, macilentos, como espumarajo, derretidos en su geografía, llenos las circunvalaciones hasta en sus cavidades más hondas de micro infartos del tamaño de una nada insignificante, pero letales, por toda la anatomía del órgano, y que habían ido desmenuzando las capacidades de la gorda, hasta dejarla reducida a esa montaña de tejido graso, inconsciente. Y Alida, que recordaba la macabra descripción que “El Morro” hacía de esos cadáveres cuando hablaba de su madre, se resignó espantada. La fatídica premonición se completó en el momento en que se derrumbó en el baño de la casa. Así, su ideación suicida se consumó definitivamente. La mitad del camino hacia la razón de su suicidio ya estaba completada. ¿Y ella? ¿Aportaría la otra mitad que le correspondía, de acuerdo a esa fantasía, para completar el total de la desgracia? ¿No había sido ella, quien insinuó a la muerte por propia mano, si ese suceso fatal de su madre ocurría?
Pero la desgracia no se completó de ese modo. Allí quedó, asistiendo ese cuerpo inmenso de atrofias irreparables, metiendo la mano en las heces de la paralítica, arrojando con una cucharita comida para llenar un estómago implacable, vertiendo jarras de gaseosa para calmar una sed interminable.
El infortunio de la muerte le llegaría en el abrazo ardiente entre el sulfuro, el hidrógeno y el oxígeno. O del agua fuerte, el salfumán disolvente. O la ligazón entre el hidrógeno y el flúor. Ya fue también predicho, que, en esa trinidad de la tabla periódica, descartado el fuego, “El Morro” cifraba la defensa de sus bienes terrenales. Alida Celena debió reparar en que nunca se debe invocar a la muerte, porque esta suele tomarse en serio cualquier convocatoria.
Una tarde inexpresiva, templada, “El Morro” estaba listo para concurrir a la cita con López Teghi. Ensayaba el discurso que iba a pronunciar ante el otro encumbrado jefe de la Agencia. Llevaba anotaciones de todas las irregularidades que, a su entender, incurría a diario “Pérez y Pérez”. Algunas podían ser consideradas solo producto de la desidia, otras, de su incapacidad. Pero algunas de ellas las consideraba más bien propias de una traición, de un comportamiento poco acorde con las obligaciones que tenía por su alta dignidad. Sospechaba de muchos comportamientos oscuros de su jefe. Es que “Pérez y Pérez” había agotado su paciencia. Aquellos tachones que anulaban porciones enteras de la autopsia de López Huidobro eran una afrenta a su condición de forense en jefe. No era la primera vez que lo censuraba o minimizaba al extremo sus sesudos informes. Pero esa vez se pasó de la raya, así lo entendió “El Morro” cuando Diosdado le devolvió el sobre con las correcciones que “Pérez y Pérez” hizo al informe de la autopsia.
¿Quién no se sentiría de ese modo frente a esos atropellos? ¿Quién aceptaría mansamente que alguien sin el menor conocimiento decidiera, porque sí, eliminar elaboradas conclusiones luego de largas horas de estudio, análisis y comparaciones?
Él, como especialista, no tenía responsabilidad alguna en las desviaciones sexuales del finado coronel. Ni su jerarquía en la organización lo hacía más viril o menos homosexual. Con respecto a las drogas, al cóctel de cocaína, químicos y alucinógenos que el más que cincuentón consumía a diario los últimos tiempos, no escapaba al conocimiento que todos tenían sobre el asunto. ¡Si había que verlo en las condiciones que llegaba! Sus gritos, sus insultos al personal, su trato degradante con los profesionales de su área. Nada lo conformaba, nadie le caía en gracia.
“El Morro” se diferenciaba del extinto por lo que él creía, era su dominio de las argucias del vicio. El suyo, la pederastia, era tan exigente como la cocaína, como el éxtasis, como el LSD, o más incluso. Porque de solo pensar en esas vulvas rosadas e indemnes entre sus dedos, su lengua, penetrándolas agrestes, puñalero, la lujuria fluía por sus tejidos y los hacía arder hasta el placer agudo en orgasmo perpetuo en cuerpo y alma. Allí, se convencía, radicaba su dominio. No andaba por las calles asaltando pendejas, exhibiendo en público sus amancebamientos con infantas. Era un pervertido, no un estúpido llenándose las arterias de una “Juana de Arco” incinerante hasta la muerte.
Viajaba esos kilómetros hasta donde el gaucho Moreira lo esperaba expectante, para complacerlo a cambio de una buena suma de dinero, de su “droga” extraordinaria, inoculándose infantes por la uretra, insuflando sus testículos de los jugos vitales de una niñez en estado de esclavitud sexual hasta la muerte. Creía que desdijo en los hechos la premonición que supo dictó “Pérez y Pérez” al propio López Teghi, de que un día, llevado por su ira incontrolable, habría de cometer un desaguisado del que nadie podría liberarlo.
Para “El Morro”, las habladurías de “Pérez y Pérez” contra él, eran para distraer el fondo del asunto que los enfrentaba. Estaba convencido de que su jefe no anuló parte de su informe porque le preocupara la dignidad del muerto. En definitiva, quien la había mancillado, quien la había hecho papilla con sus acciones, era el propio occiso. Lo había hecho por salvar su propia situación. No deseaba que semejante asunto se filtrara por su legajo y abriera la posibilidad de que Asuntos Internos lo responsabilizara por incapacidad en la conducción, por el final tenebroso de un alto oficial todavía en ejercicio, o por algo mucho peor. No eran pocos los que hacían correr la especie de que “Pérez y Pérez” lo puso a López Huidobro en situación de asesinato.
Y, por si fuera poco, estaba ese fracaso de la operación “La Reliquia”, del que “Pérez y Pérez” se desentendía, amparándose en que había sido él uno de los que promovió la defección del coronel a cargo de la mansión condenatoria, justamente, aduciendo que sus vicios serían determinantes en un posible fracaso. Así fue. Todo terminó en un zafarrancho, un papelón institucional.
López Teghi, un hombre medido y práctico, creía “El Morro”, no podía nunca consentir esta situación. No debía hacerlo. Y él estaba dispuesto a darle todos los argumentos que tuviera a su alcance para que promoviera el retiro efectivo y anticipado de ese jefe detestable. Y si fuera posible, su más completa defenestración.
¡Adiós sus refranes rebuscados! ¡Adiós su petulante erudición! ¡Adiós el perfume Acqua di Gio! Más costoso que el miserable sueldo que muchos de los empleados percibían por sus servicios. ¡Adiós asistente protogay con nombre papal! Gordo, fofo y engreído, con ese nombre ridículo, que se evocaba en un asqueroso que besaba leprosos como un entretenimiento. Percibía tan cerca su liberación que estaba verdaderamente exaltado.
Dejó su departamento. Bajó la estrambótica escalera retorcida por donde descendieron con esfuerzos hercúleos por última vez el cadáver pantagruélico de su suegra. Caminó por el largo pasillo hasta la puerta de entrada. Estaba listo para salir cuando oyó con claridad que alguien hacía sonar el timbre del contestador en su casa. Abrió para sorprender al visitante. Se trataba de un mensajero de una empresa privada de correo.
—Carta documento para… para… Idelfonso Aturbi.
—Sí, soy yo. –El muchacho le entregó la carta y una planilla donde firmar. “El Morro” firmó confundido.
Cerró la puerta detrás del mensajero. Abrió la carta documento y leyó con atención. Claramente, decía “demanda de divorcio”. No reparó tanto en todo el palabrerío que, estaba convencido, había redactado el mediocre, pero interesado abogado de su esposa, a quien conocía al dedillo. Se detuvo en la parte que refería los bienes a considerar. En la carta no faltaba ninguno. Para el dinero, la memoria suele ser implacable. Todos, en prolija lista, estaban estampados en el documento.
Debería haber puteado sin escatimar palabras. “¡Maldita hija de puta!” Hubiera dicho en otro momento. Y repetido hasta el hartazgo: “¡Maldita hija de puta!” O “Puta comemierda”, u otras combinaciones de insultos diferentes con los que descargar su ira. Debería haberlo hecho. Pero no lo hizo ni sintió verdadero deseo de hacerlo. Contrario a lo que él suponía le iba a producir ese suceso que esperó durante meses, lo tomó con calma. Alardeó sobre el fracaso de todos los vaticinios que se hicieron sobre su persona. Volvió a su apartamento, se encerró en su estudio y allí esperó a su mujer.
Llamó por teléfono para cancelar su encuentro. No sabía cómo López Teghi iba a reaccionar a la cancelación, pero estaba en un estado de desinterés tan potente que la conversación hubiese resultado contraproducente.
El jefe no lo atendió, un subalterno recibió el mensaje. Le pidió en reiteradas oportunidades que lo disculpara ante él; el novato se comprometió a transmitir el mensaje. “El Morro” nunca se interesó si llegó a tiempo el aviso y las disculpas.
Alida Celena entró sin hacer ruido. La casa estaba en penumbras. Desde el estudio, la voz de su marido llegó con claridad.
—Alida, ¿sos vos?
Alida estaba temerosa. Temblaba. Tantas veces la amenazó, que estaba aterrada de ingresar al departamento. Obligó a su abogado a desistir de enviar la demanda de divorcio. Decidió esperar un tiempo más, tal vez lograra alcanzar un acuerdo de palabra y evitarse el entuerto de un inacabable juicio de divorcio. Su abogado le dijo que se extrañaba de esa expectativa, porque su marido “jamás va a aceptar ningún arreglo”. Y luego, preocupado, le sugirió que no regresara a la casa, que se refugiara de un familiar, de un amigo o se alquilara un departamentito hasta que se completara el trámite de divorcio. Alida sonrió descreída e insistió con su voluntad de darle tiempo a “El Morro” para reflexionar.
—Alida, ¿sos vos? –insistió “El Morro”.
—Soy yo, sí.
—Vení que quiero hablar con vos. Quiero que hablemos de nosotros, que nos pongamos de acuerdo con este asunto de nuestro divorcio. Estoy cansado de todo esto y no vamos a pelear al pedo por unos mangos roñosos.
Alida se extrañó de la oferta que su marido le estaba haciendo. Al escucharlo, se felicitó de no autorizar el envío de la carta documento con la reclamación. Después de todo, tal vez, sus bravuconadas sobre las consecuencias que le acarrearía la demanda de la división de los bienes matrimoniales, fueran solo eso, bravuconadas sin mayores consecuencias.

Dejó su cartera y su abrigo sobre un pequeño sillón que estaba de frente a la puerta de entrada, en el hall del departamento. A la izquierda del sillón, en el espejo de pared que colgaba, Alida se acomodó el cabello. Se vio hasta bonita con el gesto distendido. Las palabras de su esposo la habían generado cierto estado de satisfacción que se reflejaba sanamente en su rostro.
Caminó con bastante seguridad hasta la puerta del estudio. La luz que venía de él era tenue, pero permitía apreciar la silueta del hombre de pie, delante de su escritorio. Atinó a ver tres latas de duraznos, suponía vacías, a las que les había quitado sus etiquetas. No era extraño que el forense tuviese distintos recipientes sobre su escritorio, las más de las veces con inmundicias de su trabajo. Ella estaba acostumbrada a ver brebajes sanguinolentos y trozos de órganos en cualquier recipiente. Era otro de los motivos por los que detestaba a su esposo, ese hábito enfermizo de andar con tripas por la casa, ventilado sus perfumes de muerte mientras reía burlándose de los espantos de la esposa.
Alida entró y saludó con un gesto con la mano, “El Morro” la invitó a sentarse. Había dispuesto uno de los sillones del estudio de frente al escritorio, más o menos en la misma dirección en la que estaban alineadas las tres latas. Él, de pie, apoyado contra el escritorio a medio sentarse, quedaba a la izquierda de los recipientes. Estos estaban al alcance de su mano que llevaba enfundada en un grueso guante de látex. “El Morro” era diestro, poco hábil con la izquierda, su mano inútil, como decía. Tal vez por eso no había persistido en la carrera de cirujano y se había dedicado a la de forense. La estabilidad y motricidad de la mano izquierda era suficiente para serruchar un hueso o fetear tejidos muertos.
—Hablemos de nuestro divorcio. –No mencionó la carta documento.
—¡Qué grata sorpresa! Me alegro de que seas vos quien se decide hablar civilizadamente el tema. No va más lo nuestro. Ya no nos queremos.
—¿Y eso que tiene qué ver? –respondió “El Morro” con ironía.
—No voy a discutir del amor con vos. Sabés que quiero el divorcio, quiero rehacer mi vida.
—Querés rehacer tu vida –repitió acentuando cada palabra con sarcasmo–, pero no estamos acá para discutir de amores fracasados.
—Bien. Entonces, ¿para qué estamos? –preguntó Alida intrigada.
—Para arreglar el asunto de los bienes, una equitativa división. ¿Te parece?
—Vos sabés, mejor que nadie, los bienes que tenemos. Esos hay que dividirlos por dos. Si querés, se puede estudiar una división que no implique venderlos todos, repartir en partes equivalentes a sus valores.
—Supongo que tenés una propuesta. –Su marido, algo inclinado hacia adelante, preguntó con una extraña sonrisa entre sus labios.
—No pensé en nada de eso. ¿Querés que veamos eso así le comento al abogado mañana?
“El Morro” se llenó de ira suponiendo que Alida le mentía descaradamente. Acababa de recibir la carta documento que le envió su abogado ¡y ella le hablaba como si ignorara el asunto! Era una puñalada trapera. El hombre estaba seguro de que ella disfrutaba pasando por ingenua.
—Podría ser, tu abogado es experto en sacarle plata a los demás. Mejor ganar tiempo y no dilatar estas cosas desagradables. No vamos a pelear por dinero, ¿o sí?
—Por mi parte, –dijo Alida– no es lo que busco. Haciendo una divisoria de bienes como corresponde no hay porque pelear por nada.
“El Morro”, con una actitud tan serena y agradable como hacía años Alida no le veía, se inclinó algo más hacia adelante. Ella hasta pensó que él buscaba algún contacto físico, algo que no compartían hacía mucho tiempo.
—Los bienes y ningún comentario de nuestras privacidades.
—No, claro. Te di mi palabra que de otro asunto no iba a hablar.
—Supongo que nunca le dijiste al abogado tuyo sobre ninguna otra cosa… nuestra…
—¿Nuestra? Tuya, dirás.
—No, nuestra, de los dos, vos también tenés lo tuyo.
—Al lado de tus vicios, lo mío es de carmelitas. Pero quedate tranquilo porque nunca le dije nada. Espero no tener que hacerlo, pero eso ya depende de vos.
—¿De mí? ¿Te parece?
—Sí, de vos –sostuvo Alida con energía–. Firmás el divorcio y se acaba todo, sin peleas, sin infidencias.
—¿Y si no?
—Y si no, Dios dirá.
—¿Y qué podría decir Dios al respecto? ¿Qué podría decir Dios sobre este asunto?
—No hablo con Dios hace tiempo. Lo que sé, es que me dijo una vez que los bienes matrimoniales son gananciales, mitad y mitad. Cincuenta y cincuenta. La mitad para vos, la mitad para mí.
“El Morro” retomó su posición, echándose hacia atrás. Apoyó su mano derecha muy cerca de la lata más próxima, miró fijo a los ojos de Alida, se frotó sus manos y luego la cara.
—Estuve con tu papá.
—¡Ah! Qué suerte. A mí no me llama hace semanas.
—Viste que tu papá siempre repite que las mujeres son una fatalidad.
—Una calamidad, dice, no una fatalidad. No sé qué boludo le dijo eso y él, que es tan boludo como el otro, lo repite cada vez que puede.
—Le pregunté qué haría él si su mujer, para quitarle todos los bienes por los que trabajó sin descanso durante casi toda una vida, recurriera a secretos conyugales, cosas… de esas de las que no conviene hablar nunca.
—No necesito que me digas qué te respondió.
—Que se defendería a como diera lugar.
—Conmigo no vas a tener ese problema salvo –y exageró indebidamente la palabra “salvo”–, vos me obligués.
—Te vuelvo a preguntar: ¿Serías capaz de ventilar en un juzgado algún secreto que compartimos? ¿Te atreverías a ese escándalo?
—Espero no tener que hacerlo. Repito, por si no me escuchaste: salvo que vos me obligués. –“El Morro” aspiró el aire del ambiente profundamente.
—“No me obligués” no es la respuesta que deberías darme. Como en la tele, “respuesta equivocada.”
Alzó su vista hacia el cielorraso que estaba ennegrecido por la humedad. Miró a Alida a los ojos, con un gesto con su mano izquierda le pidió a la mujer que se acercara. Alida dudó, temió una trompada o un cachetazo.
“El Morro” percibió la actitud recelosa de Alida. Le dijo que se tranquilizara, “solo quiero garantías de tu silencio, de ciertas cosas”, que de ningún modo tenía intenciones de golpearla, no era tan burdo, poco atento. Solo se aproximaba a ella para seguir buscando una solución conveniente a las dos partes.
Alida se relajó y se acomodó en el borde del sillón. Inclinó su cuerpo hacia adelante y aproximó su cara, suponiendo que a lo sumo iba a escuchar una grosería como acostumbraba a escuchar de boca de “El Morro”, o un relato degradante de sus escarceos sexuales con jueces, secretarios y pendejas, o que la acusaría de adulterio y esas cosas. No vio venir el ácido, no se percató que a medida que ella aproximaba su rostro, “El Morro” tomaba una de las tres latas que estaban apoyadas sobre el escritorio, la más cercana, la menos visible. Alida no se interrogó, en ningún momento de la conversación, por qué “El Morro” llevaba un grueso guante de látex para manipular productos peligrosos que protegía su mano. La escasa luz del ambiente ayudó a disimularlo hasta el ataque. En lo que dura una nada, le arrojó su contenido a la cara. Alida cayó como golpeada por una fuerza brutal contra el respaldo del sillón. Su grito fue tan espeluznante, tan desgarrador, que se escuchó en todo el vecindario.
“El Morro” la observaba imperturbable. Mientras la mujer se retorcía de dolor, recitó esos versos de los que Diosdado no comprendió su significado hasta el homicidio de Alida.
—“El matrimonio y la horca son hechos fatales. / Tal vez lo supieron / Somayeh Mehri, Raana y Nazanin. / Shirin Mohamadi. / Raana Por Amrai, Fatemeh Qalandari. / Raana y Fatemeh, / Raana y Fatemeh, / Mahnaz Kazemi. / Masoumeh Atai, Zivar Parvin / Maryam Zamani, Arezo Hashemi Nezhad. / Un león entre mujeres es lo más peligroso.”
Como si nada ocurriera, como si esos gritos solo fueran un disturbio que no merecía reparos, habló con serenidad.
—Viste que no te iba a pegar, no soy tan bruto, tan poca cosa. Me gusta el fuego, pero era inconveniente. Elegí el ácido. No es tan vistoso, pero es efectivo, disuelve los tejidos, elimina la piel, los músculos, los nervios y perfora los huesos. ¡Cómo se va a comparar eso con un simple cachetazo!
Alida, desesperada, no podía dejar de gritar. “El Morro” se apartó un poco. Mientras observaba a la mujer retorcerse de dolor, retiró las otras dos latas y se apartó del escritorio.
Alida se arrojó sobre el mueble. Atormentada por el dolor, desparramó todo lo que estaba sobre él buscando algo con que aliviar su martirio. Luego, casi desmayada, cayó al piso.
La roció con el ácido de la segunda lata, esa vez sobre el pecho y la ingle. El grito fue tan fuerte, que alguien, en pánico, llamó al 911, con la seguridad de que algo horrible estaba ocurriendo en algún lugar muy próximo. Como Alida no dejaba de gritar, volcó la última lata en su garganta. El gritó cesó de golpe, el ácido fulminó la garganta y las vías respiratorias superiores y penetró devastador los pulmones. En ese instante, Alida murió.
Sereno, “El Morro”, llamó al 911 luego que se aseguró que Alida Celena estaba muerta. Al operador que atendió la llamada le dijo que, en su casa, su esposa había tenido un horrible accidente por manipular ácidos de manera indebida. También les dijo quién era, dónde trabajaba, su profesión, y les aseguró que la mujer estaba muerta. Muerta. Bien muerta.
Cuando dictó su dirección, la operadora le dijo que habían recibido un llamado desde esa misma zona hacía instantes, denunciando que una mujer gritaba desesperadamente. Le preguntaron si esos gritos estaban asociados con el accidente que informaba habría tenido su esposa. Se limitó a decir que sí, que así era. Se trató del grito luego de que el ácido le quemara el pecho y la ingle. Terrible, le dijo a la operadora. Esta quedó sin palabras.
Le preguntó si el silencio fue el producto del fallecimiento de la víctima. Le respondió que no, que la muy torpe bebió ácido, por lo que quemó su garganta, las vías respiratorias superiores y los pulmones, la tráquea y el estómago, ¡y hasta los intestinos! Y que esa ingesta sí le causó la muerte. ¡Era una bebedora empedernida! Confundió el ácido con un gin con tónica. Una burrada. La recepcionista del llamado cortó la comunicación.
Un grupo de asalto se dirigió al domicilio de “El Morro”, temían que un desquiciado los rociara con ácido, pero nada de eso ocurrió. Se entregó tranquilo y mostrando una recatada satisfacción. Lo esposaron, lo sacaron de la casa con la cabeza cubierta con una campera y lo llevaron a la comisaría. Debajo de la improvisada capucha, llevaba una generosa sonrisa. De allí, luego de la intervención judicial, fue directo a la Alcaldía de los Tribunales. Quedó detenido a disposición del juez de turno.
Los bienes gananciales estaban a salvo, y él obtendría un arresto domiciliario o una condena por insania. Eso si el sistema no decidía salvarlo, después de todo, amigos son los amigos. En un tiempo no muy prolongado, volvería a la calle a disfrutar los frutos de su abnegado trabajo. Hasta podría ir a vivir al feudo de Moreira, con quien obtendría la mercadería suficiente para atender su vicio a demanda. Tal vez el viejo proxeneta hubiera recuperado esa mercadería maravillosa, ese párvulo que oscilaba entre la niñez y la primera adolescencia, un ejemplar extraordinario de quien no se podía adivinar a simple vista el sexo.
“Dios siempre recompensa a los justos”, se dijo mientras se acomodaba en el duro camastro de la oscura Alcaldía. Procuraba un sueño reparador para las fatigas de ese día temible. Su única angustia en esos momentos, era saber cuán dañado habría quedado el piso de madera de su escritorio, rociado del ácido que contenían las tres cilíndricas latas que todavía descansaban prolijamente alineadas al borde de su magnífico escritorio, como se ocupó de dejar, antes de que la comisión policial le colocara las esposas. Pensó en la ironía del momento, salir de su escritorio, todavía con ¡esposas! Carcajeó hiénido, satisfecho.
Los policías no comprendieron su risotada.

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