La venganza de los Pérez, cap. 16 (2) «Un cambio significativo»

La venganza de los Pérez, cap. 16 (2) «Un cambio significativo»

—Hora de levantarse, vago de mierda. Tiene una cita. –Era la voz de Segni–. No se va a quedar dormido justo ahora. Mire que ya lo disculpé una vez por dormirse cuando tenía que cumplir una obligación. Pero a diferencia de aquella, si esta vez no vas puntual a la cita, me voy a divertir mucho con vos… y con tu hija. ¡Ah! Me olvidaba –agregó Segni con cinismo–, una vez que estás con el pendejo ese, repetí el mensaje, te lo recuerdo: “tengo al tipo” Pero cambiá el final, escribí: “que asesinó a la nena”. ¿Agendaste el número? ¿O precisás que te lo recuerde?
—¿Qué asesinó a la nena? ¿A qué nena?
—Sos boludo o te entrenás todas las mañanas. Hacé lo que te digo y no pienses más por tu cuenta.
—Sí, sí. Como usted diga.
—No te olvides: “tengo al tipo que asesinó a la nena”.
Sousse escribió el mensaje en ese momento. Cuando estuviera con Bado no podría hacerlo. Solo debería limitarse a ordenar el envío al número indicado.
Cuando redactó “tengo al tipo que asesinó a la nena”, se autoconvenció que de ningún modo se trataba de Marlene o Uxia o como se llamara. “Imposible”, se dijo, “Marlene no pudo haber muerto, será otra chica cualquiera”. Y con tan poco, se tranquilizó.
Saltó de la cama. Se arregló como pudo. Dejó su departamento como el condenado que va a la muerte, aunque en realidad iba de verdugo.
Decidió tomar un taxi. No podía arriesgarse a que un retraso en un colectivo o el subte pusiera en riesgo la vida de su hija. Desde su casa hasta la cita, en el taxi, se convenció de que no tenía oportunidad. No había alternativa. Pensó, como en el juego de ajedrez, una combinación salvadora, una defensa innovadora, pero no había salida por ningún lado. Jaque mate.
No se trataba solo de su vida. Si lo mataban, especuló, hasta le harían un favor. Pero ir a la cárcel, ser estigmatizado como un violador, golpeador y asesino, le depararía el peor de los futuros. A eso no estaba dispuesto. No moriría siendo la hembra de un sádico detenido en una prisión de máxima seguridad. Conocía en detalle la matanza aquella en la que hasta jugaron al fútbol con las cabezas de los decapitados durante la toma de la unidad penal de alta seguridad. Y ni hablar de lo que le hicieron a la jueza, que nunca se repuso de las aberraciones a las que fue sometida por esos desquiciados. No tenía coraje para enfrentar semejante infierno. Además, estaba su hija de por medio, Segni la involucró. Entendió perfectamente el aviso que le hicieron llegar a través de ella. ¿Y Marlene? No podía hacer nada por ella, ni siquiera llorarla. De Baldomero, se justificó, sabía en qué se metía y los riesgos que corría, allá él y su jueguito de conspiradores, nadie lo obligó a meterse en esos quilombos.
¿Y Marlene?
¿Y Marlene?
¿Y Marlene?

Los dos hombres llegaron más o menos al mismo tiempo. Bado, minutos antes. Trató de observar si el lugar estaba controlado, tomó algunos cuidados mayores a los acostumbrados.
Tenía un nuevo documento para Sousse. La “Orden del día N.º…”. Número y fecha estaban borroneados. Bado no sabía si el documento estaba en esas condiciones o sus superiores habían decidido ocultar esos datos. La orden resumía una reunión en Buenos Aires. Había varios nombres, todos en iniciales. “PyP”, “ALH”, “JVR”, “TM”, y otros que también parecían tachados o recubiertos con blanqueador. Luego del resumen, dos órdenes sobre dos asesinatos encomendados a las jaurías en el norte. Una parte del texto de la “orden” había sido expresamente suprimida. Bado suponía que en ella figurarían los nombres de las víctimas.
Sousse ingresó al café relajado. Antes de salir ingirió unas grageas que Marlene le suministró semanas atrás y de las que le dijo que servían como estimulante. No solo resultaban vivificantes; tenían la capacidad de anular los estados alterados que provocaba la angustia y la desesperación y suplantarlos por otros gratificantes, rayanos en una alucinación placentera. Eso le relajó el gesto. Pudo abandonar ese rictus de muerte que tenía desde que Segni lo acorraló, revelando sus verdaderos objetivos. Lucía un rostro distendido.
Baldomero y Sousse se saludaron. Los dos se invitaron a sentar. El mozo se acercó y preguntó que iban a servirse. Pidieron un cortado en jarrito para cada uno.
Bado miraba el rostro distendido de Sousse y se relajó. Puso en su mano el nuevo documento. A Sousse, el papelito le quemaba como una braza malvada, le pesaba como una roca de púas. Alucinaba ver su mano quemarse y sangrar hasta revelar los huesos que se desvanecerían en cenizas insignificantes. Cuando Sousse iba a hablar, Bado le ordenó que se mantuviera callado. Esperarían a que el mozo les sirviera los cortados. Mejor precaverse de una oreja de goma, nunca se sabía. Sousse sonrió de compromiso, pero esquivó la mirada del muchacho. No podía mirar a los ojos a Bado. ¿Habrá podido mirar Judas a los ojos de Cristo?
—¿Azúcar o edulcorante? –preguntó el mozo.
Bado dijo azúcar; Sousse, en cambio, edulcorante.
—¿Alguna medialuna? ¿Algo para comer? – Les propuso exigente el mozo. Los dos respondieron negativamente. El mozo se retiró con algo de fastidio.
—Ahí tenés otro mensaje para tu crónica. Es pesado. Sabelo.
Sousse tardó en responder. Revolvía el café cuidadosamente como si en realidad batiera un líquido espeso en una urna cineraria. Miraba la taza, el humo que ascendía haciendo unos firuletes blancos, los seguía con la vista ascender y esperaba el momento de hablar sin ponerse en evidencia, hasta parecía tranquilo.
Llevó una mano al bolsillo derecho de su chaqueta como buscando algo. Tanteó hasta estar seguro y oprimió la tecla para enviar su mensaje de texto. Pensó inquieto, ¿cuánto tardaría Segni en ingresar y poner fin a ese encuentro? No previó que pudiera estirarse el desenlace.
Dudaba qué era conveniente fabular. “Soy periodista” –se dijo–, “invento historias todo el tiempo. ¿Qué me pasa?” Es que no había preparado nada para tal contingencia. Todas sus ideas estaban concentradas en una sola consecuencia del encuentro: la captura de Baldomero. ¿De qué iba a hablar? Esperaba ansioso que en apenas un instante apareciera Segni con sus matones y se llevaran a Bado del lugar. Pero Segni no aparecía.
Sousse balbuceó, estaba un tanto paralizado por la expectativa. Tenía que inventar algo con rapidez, si no Bado descubriría sus segundas intenciones. ¿Qué podría ocurrir entonces? ¿Estaría armado? ¿Dispuesto a provocar una balacera en la que lo mataran también a él?
—¿Y habrá más de esto?
—Mucho más. Mucho. ¿Qué te pasa? –Bado sospechó del comportamiento de su contacto.
—Es que vino un tipo a verme, sabés.
—¿Quién?
—No lo sé. No me dio su nombre. Solo me dijo que participó de la Operación “La Reliquia”.
—¿Así te dijo, operación “La Reliquia”?
—Sí, así me dijo.
—¿Cuándo pasó eso?
—Ayer a la mañana.
—¡Qué casualidad! ¿Y por qué te dijo eso? –Preguntó Bado extrañado por la revelación.
—No sé. Me lo dijo. Supongo que el tipo debe estar atrás de mi investigación. Me llamó a mi celular. Fui a verlo.
—¿A dónde?
—Por ahora no te lo voy a decir. Mirá si te mandás por tu cuenta y hacemos un desastre. Ni siquiera hablé con el director del diario. No sé si va a querer seguir con esta historia. Cacho estaba remiso a meterse en este asunto. Acordate que lo convencí yo. –Sousse comenzó a sentir que sus pastillas alucinadoras perdían efecto. La angustia, la zozobra, volvían a ganarlo.
—¿Y entonces? ¿Para qué viniste? Hubieras consultado primero a ese Cacho. –Lo recriminó Bado.
—No sé. Para que supieras. Para no perder tu contacto. También me podés dar algún dato más para que yo lo confronte al tipo.
—Ahí tenés esa orden del día. ¿Y el tipo, cómo es? Podés describirlo, me imagino. –Sousse recordó las palabras con que su hija representó a Segni.
—Grandote, mucho pelo negro, enrulado, con algunas canas, teñido. –Repitió con exactitud las palabras de su hija–. Para mí se da una viaraza bárbara. De cara cuadrada, de cana, con anteojos negros, esos que parece que llevan la gorra puesta todo el tiempo.
—¿Cana? ¿Te pareció un cana? No milico, porque los tipos de la operación “La Reliquia” son milicos.
—Canas, milicos, ¡qué sé yo! Son todos iguales, negros, grandotes, con cara de hijos de puta, ¿entendés? –Se justificó Sousse.
—¿Algo más?
—Sí. –Se llamó a silencio. Esperaba la irrupción de Segni con su grupo de tareas. Pero de Segni, ni noticias.
—Me habló del asesinato de un tal Arancibia López Huidobro. Y del archivo de donde salió esa “Orden del día N.º 5” que me diste. ¿Vos tenés esos archivos?
Bado no se dio por aludido. Entendió la jugada sin confusión. Marlene, Abigaíl, la propuesta de “la venganza de los Pérez”, Sousse…
—¿Lo oíste nombrar al coronel ese? –Sousse trató de alargar la conversación.
—Nunca. No tengo ni idea quién puede ser. Del que te hablé yo se llama o llamaba Podestá, pero a ese tal… ¿Cómo dijiste que se llamaba?
—Arancibia López Huidobro… –balbuceó Sousse.
—Nunca lo oí nombrar.
—Me dijo que a ese lo asesinaron, que lo mataron. ¿Vos sabés algo?
—No sé nada. Nunca escuché nada parecido. Puede ser pescado podrido, para ver saber qué información manejás vos.
—Puede ser.
—Yo no leí en ningún diario de ese supuesto asesinato –dijo Bado.
—Yo tampoco. De ese asesinato no sé nada, y tampoco quiero meterme en semejante quilombo. No me gustan los quilombos.

—En quilombos ya estás metido, te hubieras acordado antes que no te gustan los quilombos. Como treinta años atrás. ¿Para qué sos periodista? Si no te gustan los quilombos te hubieras dedicado a vender corpiños, bombachas o verdurita… algo, en vez de ser periodista. Averigua más y la próxima vez que nos vemos, hablamos de este asunto. ¿Arancibia López Huidobro, dijiste?
—Sí, eso.
—OK. ¿Algo más?
—No. Lo del archivo, viste. Si tenés el archivo.
—Dejate de joder hermano. ¡Mirá si voy a tener en mi casa un archivo de un coronel asesinado! ¡Me viste cara de gil! No está bueno que te hagas el boludo conmigo.
Bado dejó pago su café y salió rápido del bar. Sousse estaba confundido. Esperó en vano el ingreso de un grupo que debía proceder a la captura de su contacto, pero el operativo del que le habló Segni nunca se produjo.
Llamó al mozo, pagó los cafés y salió desconcertado. Tanta angustia, tanta tensión, para nada. ¿A qué jugaba Segni, entonces?
Tardó bastante en regresar a su departamento. Con mucha lentitud atravesó el hall del edificio hacia los ascensores. La máquina parecía tan lenta como él. Perezosa.
Llegó a su departamento y abrió con cuidado la puerta. Estaba a oscuras y en silencio. Encendió las luces de la lámpara de pie, se sentó en su sillón, frente al ventanal. Extrañaba a Marlene. Sacó del bargueño una botella de whisky importado. Una o dos medidas era todo lo que restaba en la botella. Comenzó a beber.
El whisky se acabó en dos tragos. Le quedaba una botella de ron barato, la bebió también a grandes tragos. Llevaba fumado tres paquetes de cigarrillos negros, fuertes. Estaba intoxicado. Apenas podía respirar. El ron le revolvió las tripas y estaba nauseoso.
Trató de no pensar en el rostro de Bado. ¿Sería esa la última vez que lo vería? ¿Segni lo obligaría a seguir ese juego siniestro hasta capturarlo?
Hizo bien en no mirar directo a los ojos de Bado, ese recuerdo lo hubiera perturbado. Las miradas de los que están condenados, pero aún no lo saben, son seguidoras, como esos perros sin amos que buscan desconsoladamente quien los proteja. Sin esos ojos en los suyos, no se sentía un traidor, se sentía frustrado. Se había ilusionado con la posibilidad de que todo eso se hubiese terminado esa tarde en el bar. Pero no fue así, mientras Bado siguiera libre lo mantendría aferrado a la operación aquella, lo sostendría con vigor a esa desgracia y le impedía liberarse de ese abrazo. De ese modo, seguía prisionero de Segni y no podía zafar a su hija del chantaje.
El cansancio lo abatió y se quedó dormido. El poco ron que quedaba en el vaso se desparramó por su ropa. Despertó sobresaltado. Otra vez el celular sonaba insistente, sabía que era Segni. Nunca lo dejaría en paz, lo sospechaba; miró con displicencia el display del celular. No era un mensaje, era un WhatsApp. Sonaron tres campanadas como nunca antes había escuchado. Estridentes, infernales, agónicas, metálicas, mortuorias, enigmáticas. Eran tres videos arrojados como piedras que pedían insistentes ser vistos sin pérdida de tiempo. En el bolsillo de la camisa buscó sus anteojos de lectura. Se los puso excitado. Los videos estaban editados.
En el primero, apenas unos segundos, se veía a un hombre encapuchado, la capucha era negra. Alguien le pegaba con una cachiporra en la mollera.
En el segundo video, algo más largo, le sacaban la capucha al hombre, a pesar de las inflamaciones y la sangre, reconoció a Bado.
En el tercero, estaba desnudo, amarrado a un elástico de una cama, lo torturaban con electricidad. El video duraba varios minutos y no tenía sonido. Suspiró aliviado de no escuchar el infortunado sonido de la corriente eléctrica entre los tejidos, crujiendo áspero mientras golpeaba la sangre contra las paredes de las dilatadas arterias.
A Sousse se le revolvieron las tripas. Le agarró una diarrea incontrolable, corrió al baño, pero no llegó. Se ensució como un niño, una vez más le ocurría esa flojera, su intestino lo delataba insoportable. Segni le hubiese dicho con seguridad “eso le pasa porque es un tremendo cagón”. Luego le hubiese gritado ante todo el mundo “¡cagón!” y reído con furia. Sabía que el hombre lo despreciaba profundamente.
Para su serenidad, Segni estaba muy lejos, o al menos lo suficiente para no oler su mierda. El olor lo descompuso y vomitó. No pudo salir del baño por un largo rato.
Estaba allí tendido, sucio, cuando volvió a sonar su celular. No habían pasado ni diez minutos desde que le enviaran los videos. Esta vez era un mensaje de texto. Era de Cacho, su jefe. El mensaje decía: “Presentate mañana a las nueve en mi oficina. Una productora importante te quiere contratar. Esta vez Dios (o el mismísimo Diablo) está de tu parte. ¡Qué culo que tenés viejo! ¡Felicitaciones! No te quedés dormido. Cacho.”
Segni le diría melifluo:
—Le dije que su vida iba a cambiar por completo.

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