La venganza de los Pérez, cap. 16 (1) «Un cambio significativo»

La venganza de los Pérez, cap. 16 (1) «Un cambio significativo»

XVI

Un cambio significativo


Retornó a su departamento, llorando, angustiado. Marlene no estaba.
—¿Marlene? –la llamó–. ¿Estás en la pieza? –Silencio.
Marlene no respondió a su llamado. Salvo los lejanos ruidos de la calle, en el departamento no se dejaba oír ni el más leve sonido. Buscó en la habitación, en el baño y la cocina. Absurdo, se reprochó. Si Marlene estuviera, hubiera respondido. La casa estaba vacía. Se enfureció. Como en otras tantas oportunidades, él regresaba y la muchacha se había marchado. A veces por unas horas, otras, días. Incluso por una semana completa. Recordó cuando llegó a ausentarse, en una oportunidad, por un mes. Sousse estaba convencido de que esas ausencias se debían a que andaba con algún pendejo, cubriendo su cuota de sexo juvenil.
Error. Marlene nunca estaba de juerga, en su vida no había nada que festejar. Solo iba a presentarse en su base, a donde era convocada. Cuando llegaba la orden, había que responder con rapidez. Las veces que no lo hizo, porque se resistió o, simplemente, se distrajo, las consecuencias fueron tremendas.
Esa tarde, apenas recibió la orden por un mensaje de texto al celular que tenía asignado, salió como disparada. Por experiencia, sabía que algo que involucraba a Sousse estaba por desencadenarse. Una resolución que abarcaría las dos vidas, la suya y la del mediocre periodista. Si se le hubiese preguntado qué la hacía suponer eso, no lo hubiera podido explicar. Pero conocía, a pesar de su corta edad, los mecanismos de desenlace de una operación destinada a quebrar a una persona. Ella misma participaba de algo semejante contra Bado, cuando le llevó la propuesta de un encuentro entre los “discrepantes” y la logia. En un sobre cerrado, apenas una pequeña esquela impresa proponía “un encuentro entre los mandos para coordinar acciones”. Bado estaba bien aleccionado, nada de reuniones, nada de “espíritu de colaboración”. Cada gato por su pared. Si los “discrepantes” deseaban desertar de sus mandos, los felicitaban, golpearían juntos, pero caminarían por separado. Todas las entrevistas serían solo con Bado, hombre de confianza, vaso comunicante. La presencia de Abigaíl no modificó las cosas, ni su oferta de colaborar en “la venganza de los Pérez”. La logia no promovía la venganza, no por una cuestión moral, sino por una inteligencia política. Ni su fatídica historia hizo cambiar de parecer a los responsables. A Bado, sin embargo, lo conmovió su relato, por eso el coro sonaba sus ditirambos en enérgicas advertencias.

“Ten cuidado Bado. / Los lobos de escalofríos, sanguinarios / agazapados palpitan sus dentelladas / e implacables conciben besos de muerte / en las frutales bocas de los inocentes / Para devorar las felicidades / Se esconden en los pliegues de las mansedumbres / de inocentes sentimientos ancestrales / Ya decidieron suprimir el amor / y luego de saborear tu humana carne / Húmeda y fresca y náufraga de odios / Suprimir tu corazón de empeños amorosos”.

Tras la advertencia, el coro se retiraba y dejaba lugar a las asperezas de manos fragantes, a las miradas de labios fatigados, a los iracundos racimos de palabras.
Mientras Sousse viajaba desde Constitución hacia Barrio Norte, Marlene lo hacía hacia Congreso, a su base, en donde estaban esperándola. Eran viajes paralelos. Dos paralelas que se apartaban cada vez más. En un sentido y en otro, irreparablemente. El tiempo, a su arbitrio, los alejaba a uno del otro hacia destinos desconocidos. Y, sin embargo, al mismo tiempo, los disponía para ser parte significativa del final de una celada que pondría al hombre a merced de sus captores. Si ella hubiera podido advertirlo, no lo hubiese hecho. No le interesaba. No faltaría a sus órdenes, y aunque lo hubiese deseado por alguna razón sentimental o de simple solidaridad, no hubiese transgredido el orden establecido. Sabía el costo que pagaría por ello.
Para Marlene la solidaridad era puro cuento. De paso por ServuS, en una oportunidad que brindó algún servicio, se lo dijo la meretriz con todas las letras:
—A las hembras nos ahogan en un balde al nacer. ¿De qué solidaridad me hablan? Ni tiempo de llorar tuviste que ya te metieron la cabeza en el agua y te ahogaron. –Ella se llevó esa reflexión como se lleva un prendedor en el pecho, desde entonces.
Entonces: ¿De qué solidaridad le hablaban? ¿Alguien, alguna vez, se convencía mientras fumaba el enésimo cigarrillo, lloró no más que una lágrima por una de esas hembras que se retorcían mientras el agua inundaba sus pulmones hasta la asfixia? Nadie, afirmaba con bronca, nadie.
¿Solidaridad? ¿Alguno de esos repetidores de mentiras vio morir de asfixia entre las manos de un hombre, a una hembra? Los ojos reventados, la nariz laxa, la lengua retorcida, el lívido color que llega con la muerte tiñendo la piel con su substancia oscura.

Ella, como muchas otras, no era mucho más que una de esas cachorras con destino de muerte en un balde lleno de agua sucia, en una cama roñosa, en una bañera obscura. Pero que, por un misterio del destino, no fue a dar a un bote donde ahogarse, sino a una red donde pudrirse. ¿Solidaridad? Sermones de iglesias, de todas, mentiras en liturgia que se dicen porque suena bonito en los discursos. ¿Quién fue solidario con ella cuando la raptaron siendo apenas una niña? Nadie. ¿Quién se compadecía de sus golpizas? Nadie. ¿De sus abusos? Nadie. Ella no podía ser de otro modo. Y Juan Antonio, si había algo que no le inspiraba, era solidaridad ni misericordia. Así lo tenía razonado desde entonces y no encontraba motivos para cambiar de parecer.
En el asunto “Sousse, Juan Antonio”, sin dramatismo, no deseaba bajo ningún aspecto advertirle de nada. Tenía desprecio por él, sincero desprecio, por su forma de hablar, de caminar, de beber, de fumar, de pensar. Lo consideraba un creído, sin capacidad de reflexión, atrapado en la superficialidad de las cosas. Cuando la asaltaba un sentimiento de piedad trataba de no ser demasiado severa con el hombre, pero era un sentimiento breve, que duraba un suspiro, mucho menos que el aleteo de una mariposa, que la abandonaba rápidamente y dejaba su lugar al elocuente repudio.
Discernía con claridad adulta sobre los valores, o su falta de ellos, en una persona. Sousse, para ella, era un incapacitado espiritual, un lisiado moral, un evento inoportuno de la biología que le habían adosado como trabajo. Un despojado de buenos sentimientos, un hombre que tenía nada en el corazón y que estaba irremediablemente vacío.
Atribuía a los vicios, que tienen siempre voluntad propia y dominan a las personas hasta matarlas, la responsabilidad de tanta minusvalía. El alcohol, las drogas, su genética mediocridad, lo habían reducido a eso que ella tenía que ver día a día, salvo esas esporádicas fugas a la base o en sus escasos encuentros con Bado, o con Bado y Abigaíl. Sousse era una persona maleable, posible de modelar al antojo de sus verdugos. Él era el único que no se podía percatar de ello.
Marlene descendió del colectivo; el “12” la dejó a unas cuadras de su destino. Por Entre Ríos buscó la calle a donde se dirigía. Era pequeña, frágil, bonita, despeinada. Su apariencia inducía a engaño. A cierta distancia, parecía una niña. De cerca, no se podía tener esa impresión. Todos los atrapados en las redes de trata desde la infancia se parecen unos a otros sin importar el sexo, así en la anatomía como en su destino, así en el cuerpo como en el alma. Siendo aún algo mayor que una niña, estaba como marchita, cruzada de manera confusa por heridas invisibles que le sumaban años incondicionalmente. Regimientos de cicatrices invisibles asombraban su anatomía de caverna. Fumaba mucho, en exceso, y echaba un humo que parecía invencible. Se le notaba en el aliento, en la voz, en el lenguaje ajado, en las manos, sin sentido de dedos encerados. Hasta en los labios mustios había un cierto tono amarillento nicotínico que le deba ese aspecto de mayor edad de la que realmente tenía. Pecas en el rostro, caídas desde las cejas hasta el hoyuelo del mentón, apenas redondas, minúsculos besos naranjas, pero besos ebrios de irregulares colores naranjas. Distribuidas a lo largo de las mejillas a partir de la nariz iban hacia las orejas que se hacían silvestres bajo algo de cabello. Sobre las pecas, a centímetro de distancia, ojos marrones, intensos, dos látigos estampados, dos espadas, dos heridas mordiendo donde se posaban. Y sobre ellos las cejas gruesas, pobladas, con aire de Frida Kahlo, con ese mismo rasgo de incógnita sublime de la mexicana.
Cuello corto, espaldas pequeñas. Su busto era poco significante, incluso se diría que no había desarrollado, si se la miraba a la distancia y con ligereza, eran dos frutas que yacían como hazañas sobre el pecho corvo. En cambio, las caderas estaban bien formadas, rigurosas las curvas que bajaban en cadencias hacia los muslos macizos, en armonía perfecta con las rodillas y las pantorrillas. De pies pequeños, llevaba unas sandalias chatitas de cuero crudo y sobre los tobillos pulseras de cuentas de cristal, color jade y azul marino, una seguida de la otra, que echaban reflejos iridiscentes, cuando la luz del sol atardecido les daba como de chanfle al caminar apurada.
Caminaba serena, distraída. Era una linda tarde en la que el sol diseminaba sus luces fermentadas, torrenciales, generosas. Eran luces que iluminaban las crestas de los edificios y tatuaban los árboles de brillos. Se detuvo en una esquina cercana del Congreso, distraída del espectáculo que los ramos de colores y perfumes brindaban ante la indiferencia de los ajetreados transeúntes, que apenas percibían el festejo en el cielo.
Una combi blanca de vidrios polarizados, detuvo su marcha intempestivamente en la misma esquina en que ella se detuvo por la orden roja del semáforo. Le cerró el paso sin que ella atinara a comprender qué ocurría. Una trompada llegada del fondo del odio le estalló en medio de la cara; brutal, precisa, paquidérmica. Cuando volvió en sí no estaba segura de sí estaba viva o muerta. Se percibía desconectada de la vida por un tiempo sin medida, flotando en un limbo que alternaba una bruma gris, inasible y una oscuridad poderosa, enterradora. Entre las sombras sonaba un murmullo de muerte en tiempo de martirio. Una sirena gritaba a viva voz por las calles atestadas y los ruidos le llegaban hasta las menudas terminaciones de sus nervios por cada una de las heridas abiertas.
El servicio de emergencia la trasladó a un hospital público. A donde la llevaron, no podían comprender la golpiza que la habían propinado. Por los párpados traumatizados entraba apenas un haz de luz insignificante. Luz blanca, que lastimaba su retina herida por los golpes brutales. Encandilada por ese rayo de luz, turbada por el trauma, atravesando un entresueño, la muerte, majestuosa, se abrió paso entre su confusión. Todo lo que deseaba saber era si ese era el tránsito hacia el cielo. ¿Por qué no habría ella, después de todo, ir al cielo? Ya había estado una temporada en el infierno, desde niña hasta entonces. ¿Sería suficiente? No podía tener deudas con los guardianes del cielo, esos que se reservan el derecho de admisión y deciden a qué lugar de las alegrías o los tormentos se deben dirigir los recién arribados.
Entraría recostada en esa dura camilla con su boleto de ida y les diría que ya no deseaba volver al punto de partida. Les explicaría que siempre había querido huir, pero fue inútil, no encontró nunca la salida, el modo de escabullirse por alguna rendija del sistema. Cada vez que lo intentó, alguien aparecía para mostrarle que no había escapatoria por ningún lado.
Allí estaría bien, descansaría sin angustias y, por qué no, hasta podría enamorarse como no le había ocurrido en toda su vida terrenal. El amor fue un suceso del que fue privada en todas sus formas. Se puede morir de amor, pero no vivir sin él. Y ella necesitaba saber que el amor, en alguno de sus modos, aún existía. La muerte tal vez le compensara esa ausencia. Para ella, enamorarse la muerte era una posibilidad de amar hasta el último instante.
Alguien le puso la estampita con la imagen del papa Francisco en su mano. Tal vez una enfermera. ¿Quién otro podía compadecerse de esa niña?
—Es una nena, ¡la puta madre que me parió! ¡Es una nena! –El médico de guardia gritaba enfurecido.
—¿Una nena? Preguntó una enfermera horrorizada.
—¡Es una nena, la puta madre que me parió! ¡Es una nena como la mía! ¡Qué pedazo de hijo de puta hay que ser para hacer esta barbaridad! –El médico siguió gritando rabioso.
Bastó el examen ginecológico para que todos supieran cuál había sido la suerte de esa muchacha.
—Tiene lesiones vaginales muy antiguas. También anales. Hay rastros de malos tratos por todo el cuerpo. ¡Hay que ser un tremendo hijo de puta para hacerle esto a una criatura! –La enfermera se persignó y se refugió en un rincón para llorar a escondidas.
La intervención médica demostró que no solo se trataba de abuso sexual. La droga estaba asociada a su condición de reclusa. Prostitución y drogas, el gran mercado de las modernas Sodoma y Gomorra del libre mercado y la inagotable plusvalía, la había devorado viva y deglutido, para transformarla en eso, un guiñapo sanguinolento, entumecido, de pies a cabeza, con diagnóstico incierto.
“Violencia de género”. “Abuso y violencia contra una menor”. “Brutal violación de una niña”. Los medios hacían sonar los titulares estridentes con una música trágica de fondo. Titulares en enormes letras blancas sobre estrepitosos paneles rojos, azules, verdes, multicolores, resumían en un precario lenguaje y forzada sintaxis el espantoso suceso. Imágenes sacadas de no se sabía dónde, en las que se podía apreciar mujeres brutalmente golpeadas, reforzaban la puesta con tonos patéticos. La monserga monótona de los locutores, lubricaba el morbo en busca de una mayor audiencia.
Del otro lado de las pantallas, familias enteras se espantaban de solo imaginar un futuro ni siquiera parecido al de esa niña para algunas de sus mujeres. Un odio sano crecía a borbotones y reclamaba justicia. ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Ni una menos! ¡Vivas nos queremos! ¡Ni una menos! ¡Vivas nos queremos! Un clamor que pocas veces encontraba eco en las autoridades que remoloneaban como si en realidad supieran el origen de la brutalidad y se regodearan por el destino último de las víctimas. “Es que también, –diría Segni repitiendo a un superior– ¡las mujeres son una calamidad!”
Los médicos se preguntaban cómo les había llegado la información con tanta rapidez a todos los medios. Cronistas de los distintos canales de televisión, radios, diarios, periódicos, llegaban a la guardia del hospital tratando de alcanzar una ventaja significativa sobre la competencia.
Los médicos, los enfermeros, asistían impotentes a esa invasión díptera que expandía su condición parasitaria, como si una miasis de fanáticos alados atacara los lacerados tejidos sociales y los descompusiera en una primicia purulenta.
La rapidez con que la novedad se transmitía hacía suponer que alguno del nosocomio cobraba comisión por pasar rápido los detalles de los casos criminales más impactantes.
Periodistas conmovidos casi hasta las lágrimas y que ocupaban largos espacios de sus informativos, afirmaban que se trataba de una jovencita que fue sometida a una brutal golpiza y arrojada a la calle como un desperdicio, desde una combi en una esquina en pleno centro.
Reclamaban por testigos; la mayoría de los que se presentaban en condición de tales, eran tan poco creíbles con sus dislates y descripciones delirantes que debieron ser descartados de inmediato. Los otros, que posaban por serios y reflexivos, no aportaron ninguna información verdadera. Llegaban cargados de sospechas, de teorías tan extravagantes como conspirativas sobre por qué y cómo fue atormentada la muchacha. Nada útil. Todo se reducía a un pasatiempo de idiotas y nigromantes que deducían el mundo desde una peculiarísima percepción de la realidad. Mucha habladuría. Mucha mojigatería. Mucha figuración berreta.

Embarrar la cancha para que un barro pestilente ocultara hasta la menor evidencia, ese era el método. Abrumar con información falsa presentada como si fuera la verdad revelada, la divina verdad llegada de la mano de un par de querubines de rostros candorosos enviados por un dios egregio para poner orden en todas las cosas del mundo terrenal. En la maraña de falsificaciones, la verdad objetiva desaparecía y cada mentiroso hablaba en su propia lengua hasta desaparecer el lenguaje común de la verdad. Una torre de Babel edificada por mentirosos e idiotas a los que Marlene era quien menos les importaba. A la verdad, los poderosos y sus alcahuetes, la envuelven en cáscaras duras, la desvían por atajos incomprensibles, la llenan de sospechas inquietantes. A la mentira, en cambio, la presentan a los sentidos de manera franca y abierta, precisa y majestuosa, y un sensualismo ordinario la envuelve pretensioso. Por eso es fácil caer en el engaño de la mentira atraídos por la molicie que nos ofrece y la frivolidad que nos reporta; y tan difícil, aunque sepamos necesario, acceder a la sustancia verdadera de las cosas. La verdad, muchas veces, nos resulta ajena por ignorancia y por comodidad.
El informe médico fue devastador. Un vocero designado por el director del hospital leyó circunspecto y conmovido el parte oficial.
—La víctima, de quien no se tienen datos filiatorios –comenzó leyendo el emisario–, presenta politraumatismos graves en todo el cuerpo, y otras lesiones significativas. Rotura del maxilar inferior en tres partes con pérdida de numerosas piezas dentales. Rotura del pómulo izquierdo y del orbital derecho.
La descripción de las lesiones acalló el griterío de los cronistas. El vocero continuó con la lectura del parte médico:
—También una lesión a nivel del parietal derecho con fisura de cráneo y coágulo subdural consecuente. Tres costillas fisuradas y una fracturada. El pulmón izquierdo colapsó producto de la perforación del órgano por la fractura de la costilla. Estallido del bazo por la golpiza. Los cirujanos que están interviniendo a la víctima en estos momentos por sus múltiples lesiones, informaron que debieron extirparlo. Hay evidencia certera de abuso sexual en la zona genital y anal. No se descarta que se le hayan suministrado drogas para ejecutar la brutal agresión. Se ha ordenado el análisis toxicológico correspondiente. La víctima no muestra signos defensivos. Su pronóstico es muy reservado. El próximo parte médico se dará mañana por la mañana si la autoridad judicial interviniente así lo considera pertinente. Les rogamos paciencia y que despejen la sala de guardia. Muchos otros pacientes necesitan de nuestra atención. Muchas gracias.”
El silencio que siguió a la lectura del informe no pudo quebrarse por largos minutos. Se pudo ver a varios de los noteros lagrimear a escondidas.
Alguien lanzó una campaña por Facebook. El rostro de Marlene destrozado fue subido a una página que se viralizó en minutos. Tras la foto de portada, un texto decía: “Difundí esta foto. Ayudanos a encontrar a las hienas que fueron capaces de hacer esto. ¡Todos somos Uxia! ¡Todos somos Uxia!”
Sousse permanecía en su cama, no dormido, como en estado de hibernación, en posición fetal. Ese modo stand by alcanzaba tanto al cuerpo como al alma. Sonó su celular. Dudó en atender la llamada. Reflexionó si no se trataría de su hija, Cacho, o la propia Marlene, de quien no tenía noticias desde la mañana y quien no le había dejado ni una esquela diciendo a dónde iba y cuándo volvería. Respondió el llamado. Casi no podía hablar, estaba ahogado y desesperado.
—Como le va Sousse. ¿Mirando la tele para pasar el rato? –Segni podía escuchar con claridad el llanto ahogado de Sousse.
—No, ¿por qué debería estar mirando la tele?
—Yo que usted lo haría. Están pasando en todos los informativos una noticia que tal vez le interese. –Segni terminó la comunicación abruptamente, sin esperar la respuesta de Sousse.
Tomó el control remoto que estaba sobre la mesita de luz a la derecha de la cama y encendió el televisor. Pasó por todos los canales, solo difundían propagandas. No estaban en el aire, en ese momento, los informativos. Dejó el televisor encendido esperando saber a qué se refería Segni. La imagen del rostro desfigurado de Marlene ocupó toda la pantalla. Sousse quedó estupefacto. Se ahogó en su llanto, sin consuelo. No podía controlar el temblor de su mandíbula, castañeteaban sus dientes como replicando una sospecha funeraria.
La voz del locutor en off repetía de manera clara y convincente una información que circulaba por todas las redacciones desde hacía, tal vez, una hora.
Dijo con voz profunda y de barítono:
—Fuentes policiales confirmaron que se trata de una menor. La autoridad judicial, a cargo de la causa, no permite que sus datos personales sean difundidos porque así lo indica la ley en casos en que estén involucrados menores. Se trata de un grave delito sexual contra una menor de edad. Un horror. Fuentes bien informadas, hicieron saber que su nombre sería Uxia, y tendría entre 15 y 17 años de edad.
Luego de un silencio premedito, agregó:
—En una página en Facebook creada especialmente para denunciar este atroz ataque, se subió la foto de la niña víctima de la golpiza. Es parte de una campaña a través de las redes sociales para que se ubique al responsable de este aberrante hecho.
Sousse quedó paralizado. Seguía escuchando la voz del locutor que se hacía cada vez más espesa, lenta y acusatoria. La voz ya no era una voz, era un sonido pegajoso que se incrustaba en su cabeza e iba desmenuzando su cerebro célula a célula. La interrupción de la sinapsis de las neuronas resultaba un alfilerazo que lo torturaba y lo hacía perder la dimensión exacta de la realidad a la que estaba asistiendo.
—Con la consigna “Ayudanos a encontrar a la hiena que hizo esto. ¡Todos somos Uxia!” –dijo el locutor con fingida convicción– la foto ha causado un fuerte impacto en los usuarios de las redes sociales y, en especial, de todas las organizaciones dedicadas a la lucha contra la violencia de género. Las autoridades del ministerio de Seguridad afirman que tienen algunas pistas firmes para esclarecer el atroz crimen.
Sousse temblaba sin poder controlar los espasmos, estaba casi convulso. De rodillas en el piso, lloraba desconsolado. Se tapaba el rostro con sus manos y luego lo frotaba con furia como si esa violencia pudiera devolverlo a una situación gratificante donde Marlene estuviera aún rozándolo en la cama, piel a piel, como hasta apenas unos días ocurría.
Estaba vencido y acobardado. Las últimas palabras del locutor, antes de ir a la tanda, lo devastaron.
—Se está tras la pista de una relación sentimental con un desconocido –continuó diciendo el locutor–. Con autorización de las autoridades judiciales que tienen a su cargo la causa, se pondrán en el aire la imagen de la niña antes de la paliza, para que puedan reconocerla posibles testigos. Mientras tanto, se busca con preocupación a sus familiares. Se ha tomado conocimiento de que habría una denuncia por búsqueda de paradero, radicada hace algún tiempo, en una comisaría del gran Buenos Aires, sin embargo, las autoridades provinciales niegan la información.
Sousse repetía monocorde mientras se hamacaba como un autista “¿Uxia? ¿Uxia? ¿Uxia?”
Sonó su celular. En la pantalla, con claridad, el llamado aparecía como ID desconocido, privado. No tenía dudas quien era el que lo estaba llamando nuevamente. No sabía qué hacer. Lloraba. Temblaba.
Atendió, pero no podía hablar.
—¿Vio la tele, Sousse? ¡Qué notición! ¿No le parece? –Escuchaba a Sousse llorar desconsolado.

—Deje de llorar, hombre, deje de llorar. ¿No le gustaba coger con pendejas? Ahí tiene la consecuencia. Yo le dije, “fíjese bien en donde la pone”. No me hizo caso.
—Pero… pero… yo nunca… –Balbuceó Sousse, desconsolado.
—Pero, pero, pero. ¿Pero qué? ¿Se la va a pasar haciendo pucherito?
—Yo nunca la maltraté, yo no le hice eso…
—¡Ah! ¿Y quién sabe eso? ¿Usted? ¿Yo? ¿Marlene? ¿Uxia? ¿El fiscal? ¿Los miles que lo están buscando por las redes? Maltrato, maltrato, maltrato. ¿Cómo le definiría usted, Sousse? Porque quiero que sepa que hay pila de semen suyo preservado como prueba de sus abusos sexuales. Hay bombachas, apósitos, hisopados con su semen, hay evidencia de sobra. La nena era muy meticulosa con ese asunto. Se echaba un polvo, iba al baño, se pasaba el hisopo, lo guardaba en un envase hermético y ¡a la heladera! ¡Y usted ni se daba cuenta! ¿Usted nunca miraba la heladera, Sousse? ¿Para qué carajo la tiene? ¡Hay que ser boludo, mire! Otro polvo, otra bolsa estéril, ¡adentro la bombachita!
Y cuando usted tuvo que usar profilácticos porque se pescó una peste por andar con cualquiera… ¡Qué tipo usted! Tenía una nena en casa y se va a coger con una puta de Once. ¿También le gustan negras Sousse? ¿Sexo interracial? No se priva de nada, ¿Eh?
Segni tomó aire y dejó oír una risa siniestra. Continuó:
—Como le decía: ¡tenemos como… como… un montón de profilácticos suyos! Pero un montón, Sousse. Un montón. Un montonazo. Como a usted le gustaba que la nena se lo retire porque era como “acabar de nuevo”. ¿Era así que le decía a la nena? “Esto es como acabar de nuevo, sacámelo despacito…”. Bueno… qué cosa, es bueno que sepa que no solo se los sacaba, sino que los guardaba y los conservaba bien fresquitos, pero bien fresquitos. Un encanto de putita. –Segni guardó silencio unos segundos solo para oír el jadeo cobarde de Sousse–. Sabe Sousse, ¿me escucha o ya se murió del susto?
—Lo escucho, pero….
—No, no, nada de “peros”, déjeme hablar a mí, ahora, cierra el culo y no hable boludeces, porque no me hace bien a esta hora, me da acidez. ¿Me entiende?
—Sí, sí…
—Qué bueno que me entienda, supuse que no era tan pelotudo. ¿Usted sabe qué bien se imprimen las huellas digitales en el látex de los profilácticos? ¿Sabe eso?
—No… no lo sabía.
—Es bueno que la sepa, la verdad siempre hace al hombre dichoso. Claro que es algo tarde que usted sepa esto, pero la dicha, aunque llegue tarde, siempre es dicha y se disfruta. O algo así. No soy bueno para los refranes.
Con seguridad, en todos esos profilácticos, deben de estar las huellas dactilares suyas y de la nena. Ah, y la saliva de la nena, también. Y el flujo vaginal de la nena. Y la sangre mezclada con semen. Todo Sousse, todo. Los fluidos son muy vengativos con los hombres desprevenidos, con los pedófilos, los pederastas, la fauna de degenerados que desgracian este mundo de Dios.
¿Y sabe qué, Juancito? Todo eso, un día, a cierta hora, cierta persona, un “testigo encubierto”, o alguien molesto porque usted se metió en cosas que no debía, le podría surgir la idea de ir a depositarlos en el juzgado correspondiente para que hagan el ADN y puedan definir el perfil genético del responsable. Y yo conozco gente que está muy dispuesta a salir de testigo. Muchos. Muchos más de los que usted se imagina. Entonces la Justicia, esa que usted tanto admira, lo va a convocar en calidad de imputado. Im-pu-ta-do. Repita conmigo, Sousse. Im-pu-ta-do. –Sousse repitió las sílabas obedeciendo mecánicamente la orden de Segni.
—Im-pu-ta-do. –Balbuceó al borde de un nuevo vómito.
—Muy bien. Muy bien. Pero no confunda las cosas, Sousse, no lo van a invitar de putas. Lo van a im-pu-tar, lo van a convocar para extraerle una pequeña muestra de sangre, para cotejar su ADN con el del sospechoso. ¿Y qué va a pasar? ¡Bingo! ¡Bingo! ¡Aleluya! Tenemos al violador y golpeador criminal. ¿Sabe una cosa, Sousse? Yo creo que le va a ir muy mal, pero muy mal.
El hombre no podía dejar de llorar.
—¿Por qué me hace esto…? –preguntó ridículo.
—No hay que andar escarbando en ciertos asuntos que están muy por encima de su entendimiento, y mucho más de su iniciativa.
—Pero yo solo quería una historia para vender…
—¿Usted quería vender algo Sousse?
—Una historia, solo una historia.
—Yo le voy a proponer que me venda algo. Porque usted tiene algo que me podría dar y lo ayudaría mucho a salvar esta desagradable situación.
—¿Qué cosa? ¿Qué cosa?
—Entrégueme a su fuente.
—¿Eso quiere? ¡Eso quiere! Usted sabe que yo no puedo entregar a mi fuente. No podría volver a trabajar nunca más en la vida.
—Usted sí que es boludo, Sousse, y BOLUDO con mayúscula, como le gusta decir a usted. A cómo están las cosas, lo menos que le va a ocurrir es que no va a volver a trabajar de periodista. ¿Usted sabe lo que les hacen a los violadores en la cárcel? –Sousse se desmoronó.
—¿Sabe lo que le hacen a los que además de abusar, matan a golpes a una nena para que no pueda hablar sobre sus desgraciados abusos? ¿Y a usted le preocupa que no va a poder seguir trabajando de periodista si me entrega a su fuente? Usted es el campeón de los boludos, reciba mis felicitaciones porque hasta hoy no había tratado con alguien como usted.
—¿Qué tengo que hacer? ¿Qué quiere que haga?
—Ya le dije, entrégueme su “fuente”. Con pito y todo. Con un moñito.
—Pero yo no tengo cómo comunicarme con él, se lo juro…
—No Sousse, no jure al pedo. Es feo, sabe, muy feo. El perjurio es pecado, no sea perjuro. Hasta a mí me da bronca que perjure. ¿Me entiende?
—Lo lamento, Segni, lo lamento de verdad.
—Usted no puede decir una verdad, aunque le demos una damajuana de pentotal. Ya sabe lo que quiero, ya sabe lo que tiene que hacer.
—Tengo que esperar que me llame, porque él me llama cuando quiere. Si yo lo contacto le juro que le tomo una foto con mi celular y se la entrego.
—No Sousse, usted no comprende, no quiero una foto, porque tengo cien, mil, diez mil, de ese pendejo. De frente, de perfil, cagando, comiendo, en todas las poses. Tengo todo. Ni sé cuántas fotografías tengo de ese hijo de puta. Lo que quiero es que usted me lo entregue. ¿Entiende? Que le mande un correo, que lo llame, que le mande una paloma mensajera. Como mierda pueda, pero que me lo entregue. Cuando lo llame haga una cita. Se toma un café con el fulano, distendido, amistoso, clandestino, como hasta ahora. Y cuando yo entre con algunos amigos más, diga en voz muy alta y enérgica: “¡Este es el hijo de puta que mató al coronel Arancibia López Huidobro”! Recuerde Sousse, recuerde, se lo mencioné en la primera entrevista. ¿Se acuerda?
—No… no… –balbuceó Sousse.
—¿Ve lo que hace la droga? Le quema las neuronas, viejo. Encima las suyas ya están reblandecidas por la edad, por el alcohol, por el viagra. La primera vez que me vio hablamos del coronel López Huidobro, ¡yo se lo mencioné! ¡Tarado! ¡Usted no se acuerda un carajo de nada! ¡Qué tipo de mierda! Repita conmigo, Sousse, repita: coronel…
—Coronel… – Sousse repetía mecánicamente.
—Muy bien. Ahora López.
—Lo-Lo. López…
—No. Lolo, no. ¿Qué “lolo”? ¿Está jodón Sousse? ¿Todavía está jodón?
—No. No. López.
—Eso. De nuevo.
—López.
—Repítalo.
—López.
—¡Muy bien! –Festejó sarcástico Segni–. Huidobro. Dígalo bien porque es difícil.
—Huidobro.
—¡Extraordinario! Va en camino de ser el mejor periodista de la Agencia, repite todo lo que le decimos y hasta lo hace bien. Se acuerda que le dije una vez “la obediencia es la clave”. Yahvé es bueno, y muy bueno con usted. Sea obediente y será recompensado. Si no Yahvé lo va a castigar y ni se imagina que malo es Yahvé cuando se enoja con alguien…
—Pero yo… señor…
—Es todo lo que le pido. No es mucho a cambio de su vida. Y un futuro promisorio de trabajo y ascenso social. ¿Usted sabe qué importante es en este país la movilidad social?
—¿Un coronel? ¿Cómo que mató a un coronel? –Perplejo, Sousse preguntó extraviado–. ¿Qué tiene que ver ese coronel en todo esto?
—Ya le dije bastante, Sousse. A usted lo tengo agarrado de todos lados. Si no lo encanan por violador y homicida, lo encanan por ser cómplice del asesinato de un alto oficial del ejército. Entrégueme a su “fuente” y pasemos a considerar un futuro brillante para su carrera. Siempre necesitamos de periodistas experimentados y sagaces al servicio de la causa, obedientes como usted.
—No, no, no… por favor… le doy todos los datos, pero no me obligue a entregarlo en persona, por favor.
—Como usted quiera. Sepa elegir Sousse, elija bien, no se equivoque una vez más en su vida… El camino del perdón y el futuro acomodado está a su alcance. Y el de la perdición, ni le cuento.
La comunicación se interrumpió. El celular de Juan Antonio no tenía línea. Sousse, en el piso, se acurrucó tratando de aproximarse a las consecuencias de lo que estaba viviendo.
Se sobresaltó cuando sonó nuevamente el celular. Supuso que era Segni, para hostigarlo con el objetivo de que entregara a Bado, como le exigió, pero estaba equivocado. La Pantalla del celular le decía que el llamado era de su hija. Sintió espanto.
Hizo un gran esfuerzo por recomponer su voz. Atendió el llamado.
—¿Pa? ¿Hola pa? –Sousse sintió pánico al escuchar la voz de su hija. Era un llamado que no esperaba por ninguna causa. Por alguna razón asoció a su hija con Segni y no pudo contener nuevamente una diarrea nerviosa y repugnante. Torció el rostro eludiendo su propia hediondez y procuró parecer sereno y despreocupado.
—Hola hijita… ¿Cómo andás? ¿Qué necesitás?
—Yo nada. Pero tengo ocho llamadas tuyas. Todas perdidas. Y ocho mensajes con el mismo texto. ¿Te pasa algo?
—Qué raro, no sé, estoy confundido, no creo haber llamado.
—Pa, ¿cómo no crees haber llamado? ¿Llamaste o no?
—Los mensajes esos, ¿qué dicen?
—Cuidate nena. Los ocho. ¿De qué me tengo que cuidar?
—De nada… no sé. No sé de qué se trata… tal vez fue un error.
—¿Ocho veces te equivocaste? ¿Era para otra el mensaje? ¿Para quién? ¿Con quién te metiste, ahora, pa?
—No me metí con nadie, hijita, te juro.
—No sé qué pasa. Hoy iba para la facu y un tipo se me acercó y me dijo “¿Vos no sos la hija de Sousse, Juan Antonio?” Sousse no pudo contener un vómito, se retorció de dolor.
—Pa, qué pasa, ¿querés decirme?
Trató de recomponerse.
—No. Nada, te lo juro. Quedate tranquila. Decime, ¿cómo era el tipo que te abordó?
—Y pa, parecía cana. Era un viejo.
—¿Viejo? ¿Un abuelo?
—No, boludo. De tu edad. Más o menos.
—¿Cincuentón? ¿Fornido?
—Sí, grandote. ¿Lo conocés?
—No, de dónde.
—Mucho pelo negro, enrulado, con pocas canas. Teñido. Para mí se da una viaraza bárbara. Cara cuadrada, de cana, con anteojos negros.
—¿Te dijo algo más?
—Sí, pa. Te mandó saludos. Dijo: “Mandale saludos de parte de Fausto”. Y cuando se estaba yendo volvió, me agarró de un brazo y me dijo: “¿No viste lo que le pasó a esa nena, ayer, que la tiraron en la calle desde una combi?” Yo me asusté, pa, no sé de qué me hablaba, pero me dio cagazo. Le dije que no sabía nada. Me soltó y se fue. De golpe se dio vuelta y me gritó “cuídate nena, hay cada viejo hijo de puta suelto”. Y se tomó un taxi. ¿Lo conocés pa? ¿Pasa algo?
La comunicación se interrumpió repentinamente. Segni, con voz pausada y cínica, llamó a Sousse por su nombre.
—Papito Juan Antonio… Juan Antonio… se burló cínicamente–. ¿Pasa algo, pa? ¿Pasa algo, papucho? –Segni impostaba su voz afeminándola ridículamente–. ¡Ay! Sousse, Juan Antonio, ¡qué barbaridad! ¿Hasta dónde querés que lleguemos para que entiendas? Juan Antonio Sousse, periodista entrometido, curioso, irresponsable, hombre mayor que degusta menores de edad, de la misma edad que su amada hijita, que le gusta chupetear whiskys importados y embocarse drogas de buena calidad, porque la nacional es muy berreta. ¿Entendiste ahora qué te espera si seguís negándote?
—Sí. Sí entendí. No puedo más. No puedo más.
—Entonces ¿entendiste?
—Sí, sí.
—¿Seguro?
—Seguro, seguro, lo juro.
—¡Qué bueno! No jurés en vano, eh. Ya te dije que odio que jurés en vano. Porque si jurás en vano, Yahvé no va a ser más bueno con vos, te va a castigar y mucho, te lo aseguro. Porque hay cosas tan feas que Yahvé se puede ver obligado a hacer. Mirá, tengo un amigo que es muy religioso y dice que Abraham en realidad tuvo que matar a su hijo para que Dios creyera en su fidelidad. Y vos tenés una hija tan joven, tan linda, tan inteligente. ¿Va a tener que seguir el camino del hijo de Abraham? Sería una lástima, Juancito…
—No, por favor. Por favor, no. Le juro que entendí, entendí. No le haga nada a mi hija, por favor. ¡Basta! ¡Basta!
—Entonces cumplí con lo que te pedí. Cumplí y, como ya te dije, Yahvé te va a recompensar. Dios siempre es generoso. Si cumplís, por ahí tenés mejor suerte que Abraham. ¡Ah! Otra cosita. Decile al nabo ese que la bate de fuente, que querés el archivo. Repito: el archivo, ¿entendiste?
—¿Qué archivo?
—No te hagás el boludo Juancito. El archivo de dónde sacaron la “Orden del día N.º 5”.
—¿El archivo? ¿Así le digo?
—¿No querés anotarlo? Mirá si te olvidas y Yahvé tiene que violar a tu hija. –Sousse estaba desquiciado.
—Sí, el archivo, sí. Quédese tranquilo. Voy a cumplir con todo.
—Más te vale. Cuando el pendejo te llame, compórtate sereno, casi como un boludo, como hasta ahora, que eso te sale con naturalidad, ¿entendiste?
—Si… si… claro…
—Te estoy controlando. Cuando arreglés hora y lugar, enviá un mensaje de texto a este celular del que te mando el número. Al final escribí “tengo al tipo”. No te equivoques.
Sousse, obediente, agendó el número del celular como le ordenó Segni y esperó el mensaje de Bado. Segni no volvió a llamarlo y, al contrario de lo que creyó al principio, la ausencia de sus llamadas lo asustó más que sus amenazas.
No fueron muchos los días que pasaron cuando recibió el esperado mensaje. “Acacia Negra” decía. “Acacia Negra, 16 horas” sonó como una piedra hostil, como un golpe de flecha en la cabeza.
Sousse se recostó en su cama, agitado. Temblaban sus manos y casi no lograba marcar las teclas para imprimir las letras correctas. Envió el mensaje al número de celular que le ordenó Segni. “Acacia Negra, dieciséis horas, tengo al tipo”. Segni, del otro lado del mensaje, sonrió complacido, pero no respondió.
Se quedó profundamente dormido esperando la respuesta. A las tres menos cuarto sonó insistente su celular. Se despertó angustiado. Atendió.

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