La venganza de los Pérez, cap. 15 (2) «Descartable»

XV (2)

Descartable

Marian abandonó la oficina de Segni con fastidio. Era algo más del mediodía y debía salir a la ruta. Antes de ponerse en marcha leyó la orden escrita en una nota sin identificación alguna, del modo que no se podría atribuir a ninguna dependencia estatal. Debía dirigirse a una jurisdicción provincial, allí, en una ranchada mugrosa la esperaba Moreira, quien era una especie de jeque en esa parte de la provincia, en donde habían capturado a Gavino, un niño escapado, mientras huía en sentido oeste por la ruta.
Para entonces, sus captores, ya sabían que el muchachito se había cargado a un pariente, se dijo un tío, con la bayoneta de un fusil antiguo que el padre tenía de adorno junto a una riestra de orejitas disecadas. El fusil estaba tirado en el piso, todavía tinto en sangre.
La patrulla que se hizo presente en el lugar les informó que fueron alertados por los vecinos que, espantados, escucharon los alaridos de una mujer. Sospecharon que se trataba de Ambrosia, la mujerona, esa que estaba siempre en actitud ausente, como perdida, y que solo bebía mate cocido de la noche a la mañana. Algunos creían que había quedado así, luego de sufrir la fuga de su hija, Acacia, una noche, años atrás, y de la que ellos mismos se encargaron de decir en el pueblo, nunca más tuvieron noticias.
El chisme decía que la patrulla encontró a Eleuterio agazapado sobre un cúmulo de tierra removida, de unos dos metros de largo por un metro de ancho, que sugería una tumba reciente. En efecto, era el enterramiento de Dionisio.
El hombre, en cuclillas, sin sus pantalones ni sus calzoncillos, como si fuera a defecar sobre el montículo de tierra, parecía ido, idiotizado. Murmuraba unas oraciones, párrafos bíblicos, aunque difíciles de comprender para el neófito.
Al escarbar, no solo se toparon con el cadáver del hombre que presentaba dos severas incisiones, una en el bajo vientre a la altura de la ingle, y la otra en el pecho, justo en el corazón. La autopsia revelaría que la bayoneta lo seccionó en dos partes exactas.
Algo más abajo y a la izquierda, yacían los restos de otro cadáver, ya disecado. Se habían preservado los huesitos, la osamenta íntegra, de una joven mujer, más bien una niña, de mediana altura y contextura. La cabeza estaba sepultada a unos treinta centímetros de distancia del resto del cuerpo.
A Abigaíl, el destino de Ambrosia, su madre, se lo informó Marlene durante sus confidencias. Le mostró un pequeño recorte del diario pueblerino. Allí se podía apreciar una borrosa fotografía de una mujer a la que Abigaíl reconoció sin inconvenientes. Marlene leyó la crónica con cierta pausa. “La mujer, de nombre Ambrosia, poco después del ingreso de la policía a su casa y, aparentemente, como resultado del interrogatorio sobre el hallazgo de los dos cadáveres, el del hombre bayoneteado y el de una niña, ya disecado, se habría suicidado clavándose un cuchillo en la garganta”. Abigaíl no atinó a reaccionar. Inspiró profundo. Trató de asistir a su corazón que latía desaforado. “¿Dos cadáveres?” Se preguntó devastada.
“La policía sospecha, –continuó la muchacha su lectura– que el hallazgo de esos huesos descarnados, se corresponderían con el de una niña, de entre diez y quince años de edad, probablemente hija de la suicidada, dada por desaparecida hacía algunos años y de quien no se tenía noticias desde entonces. Sus padres, en oportunidad de la desaparición de la menor –informaron los vecinos horrorizados–, sostuvieron que la niña se había fugado con un peón rural de quien nunca dieron mayores precisiones.”
“No se mató con un cuchillo, –corrigió Marlene la crónica, sin poder disimular cierto regocijo– rompió el vidrio de una mesa de luz que estaba al costado de la cama –Abigaíl podía recordar el mueble hasta en los detalles, con precisión– y escogió el trozo más largo y más puntudo. Con ese pedazo de vidrio, se quitó la vida.”
Fue una daga transparente. De filos cruciales, rudos como los rudos surcos que se abren en una carne blanda. Seccionó la arteria de lado a lado. Fue a la izquierda del cuello, con tanta brutalidad que se desangró en un abrir y cerrar de ojos. Hasta la última gota de sangre, dijeron los testigos que presenciaron el drama, la mujer cogoteaba como intentando decir alguna cosa. El hombre, que había sido retirado del galpón donde se encontraron los dos cadáveres, el de su hermano, de nombre Eleuterio, y el de una menor que se supone era su otra hija, fue llevado a la habitación en donde agonizaba la mujer. Allí, de rodillas, sucio de las sangres que se mezclaban a su arbitrio, sermoneó intempestivo, condenando el sexo gris de piedra de los infieles, que barruntaron ignominias en el nombre Dios, su señor, creador del sexo y de la tierra.
La crónica terminaba señalando que el hombre se negó a hablar del cadáver de la infanta, sepultado en los fondos de ese rancho olvidado. Fueron los forenses los que sentenciaron que murió degollada. Con un tremendo tajo que separó de un golpazo la cabeza del tronco.
A Abigaíl, el destino de la familia no la conmovió. Los odiaba. Pero descubrir que tuvo una hermana que fue asesinada resultó un golpe odioso, un brutal empujón desde el martirio fraternal, percibiendo la sangre que manaba de las amputaciones siguiendo las formas del cuerpo decapitado sobre la tumba profunda. Cuando se lo contó a Bado en esa reunión con Marlene, este compartió la angustia y se deshizo en penas junto a ella.
Marian nunca pudo digerir la historia. Si alguna vez viajaba por esos rumbos, hacía piruetas para esquivar la zona donde atormentaron a Abigaíl esos perversos y degollaron a su hermana como si fuera tan solo una gallina. Cuando fue aquella vez a comprar al niño, ni una letra de esos homicidios conocía. Llegó como quien anda de turismo, conociendo algo de una provincia que es grande, como un país.
Arribó más rápido de lo que suponía. El Acceso Oeste no estaba cargado. Y el tramo por adentro de Luján, si bien la retrasó por casi una hora, lo pudo compensar por la autovía Luján-Mercedes. Al pasar por Luján sintió deseos de arrimarse hasta la catedral para adorar a la Virgen, pero temió que un retraso le diera argumentos a Moreira para joder el arreglo.
Debía volver a la capital con el niño y convenir cuál sería el destino del purrete. Nunca imaginó que se lo iban a adosar a ella para que lo preparara para un comprador. Tampoco que lo llegó a querer más de la cuenta.
Al pasar por Luján, se prometió volver con un presente para la Virgen y un donativo para los pobres. Ella nunca se olvidaba de dónde venía.
Manejó durante varias horas. En un descampado vio un auto estacionado con cuatro hombres dispuestos dos a cada lado. Uno de ellos hizo como una seña, discreta, suponiendo que se trataba de la mujer que enviaban para cerrar el trato.
En efecto, Marian redujo la velocidad y se introdujo por un caminito de tierra bastante estrecho, que la llevó hasta donde el auto estaba estacionado, impidiendo el paso de su vehículo.
—Vengo por lo del pibe, Moreira me está esperando.
—Síganos –le dijo uno de los hombres con cara y actitud de mastín.
Moreira la vio llegar desde su sillón, debajo de una improvisada galería de techo de paja.
Las moscas abundaban y revoloteaban zumbantes alrededor de su cabezota. Había unas verdes enormes, que parecían seguir un rastro de carne putrefacta por detrás del hombre que no se molestaba con el zumbido penetrante de los insectos. Por el contrario, parecían acompañarse mutuamente. Un humo azul salía de una chimenea no muy grande. Se trataba del tiraje de una salamandra que se mantenía encendida para calentar agua y sostener el abrigo del rancho durante la noche y la madrugada. La tarde-noche con frío rocío prometía helada y quienes debían hacer la guardia, agradecían a Moreira sus siempre cariñosos cuidados.
“Hay que cuidar la tropa”, decía cuando se le mencionaba el asunto del cobijo a los propios, “un jefe no es nada si sus hombres lo resisten”.
Comer en abundancia, beber con emoción y disfrutar la vida, era una concesión que hacía a sus subordinados quienes le eran fieles; allí los riesgos eran mínimos y salvo alguna agarrada con proxenetas engreídos, el trato entre las autoridades les aseguraba una estadía confortable. Si, además, Moreira se sentía a gusto con el enviado, pedía por su permanencia. Tres o cuatro años asignados a esa tarea, aseguraba un buen dinero, una buena estancia, y la seguridad que, por ese tiempo, la muerte no esperaba a la vuelta de la esquina.
Se puso de pie para recibir a Marian. Un guardaespaldas lo cubrió a la expectativa de que nada malo le ocurriese al “jefecito”, como lo llamaban. El hombre observó a la visitante por encima del custodio.
—¡Pero miren quien ha venido! –exclamó con ironía– ¡La gran “Mariam”! Viene a pichulear, a regatear por el putito.
—Marian, Moreira, Marian. Sin “m”. Con “n”.
—¡“Mariam” querida! No bien te llegaste a este humilde rancho y venís a ladrar como perra cimarrona. –Señalándola a sus custodios siguió hablando con una sonrisa mugrosa–. Ínfulas del porteñaje, que no sabe del buen trato y el respeto a los mayores. Soy viejo, pero no de mierda.
—Hacémela fácil, Moreira.
—Te la hago como quieras, si bien sabés que yo, te la haría de todos modos. –Los hombrones festejaron la ocurrencia.
—Todavía el viagra no viene en damajuana, viejo. Para hacerme algo a mí, vas a precisar un lindo injerto de palo de escoba.
—¿No les digo que la porteña solo abre la boca para ponerse una pija adentro o decir groserías?
—Con vos la única posibilidad que tengo al abrir la boca es para putearte, lo otro está descartado porque la tenés de adorno. Ya no te sirve ni para mear.
Los hombres proponían con sus gestos moler a palos a la visitante. Moreira les indicó que se calmaran, que todo aquello era parte del regateo con la cogotuda prostituta de la capital.
—Vine por el pibe que se apropiaron.
—¿Nos apropiamos? –dijo esto y miró a cada uno de sus hombres–. ¿Nos apropiamos? Nosotros no somos apropiadores. Apropiadores son los tuyos que todavía tienen que devolver ¿cuántos secuestrados? ¡Ah, no! ¡Perdón! Secuestrados no, reubicados decían. ¿Cuántos son? ¿Trescientos? ¿Cuatrocientos?
—Dejá de hacerte la Carlotto, querés.
—San Ramón Camps me proteja de zurdos y subversivos. Yo rezo todas las noches a San Echecolatz para que me proteja de brujas como vos y otros engendros de la modernidad.
“Rescatamos”, dirás, nosotros “rescatamos” a este nene y a otros que los mierdas de sus padres abandonan como a perros. Nosotros nunca nos apropiamos de lo ajeno, solo rescatamos para que las cosas no se echen a perder.
—Sí, bueno, dale viejo, ya estoy conmovida de tu espíritu caritativo. Dame el nene así me vuelvo rápido a Buenos Aires.
—No tanto apuro, señora, aquí tenemos nuestro tiempo.
—Dale Moreira, trae al pibe que me quiero ir, no aguanto tu olor.
Moreira hizo un gesto a su ayudante, indicándole que trajera a Gavino. Marian, al verlo, quedó sorprendida. Tardó unos minutos en reaccionar.
—Parece buenito, pero es como un animalito peligroso. Apenas lo educaron, lo usaban para el desfrute y para eso no hace falta ir al colegio.
—¡Qué mierda que sos, viejo! ¿De dónde lo sacaste? –Preguntó sin dejar de observar al niño.
—Lo entregó un camionero que lo levantó en la ruta. El hombre, como buen camionero, sabía que un niño así no podía andar viajando a cualquier parte sin mayores. Así que cuando vio este parador, nos pidió que recibiéramos al chico para que no se perdiese. Lo dejó a nuestro cuidado. Nada más atinado. Nosotros ya lo revisamos todo, de adelante y de atrás, porque nos interesa la salud de la infancia. Está un poco dilatado, pero con el tiempo se le va a….
—Cortala, por favor. Tu ternura me tiene impresionada.
—Somos gente de campo, siempre dispuesta a ser solidarios. Llamamos a la departamental que vino rápido, porque estos asuntos de menores son muy serios para la autoridad. Justo venían de un rancho donde hubo una masacre. Un pendejo –dijo y miró a Gavino–, un pendejo así, como este, con cara de zonzo y cuerpito de nena, ensartó a un pariente con un cuchillo y se rajó el muy desgraciado. El tipo se murió desangrado y el mocoso escapó para la ruta para que no lo agarre la ley. ¡Qué barbaridad! ¿No le parece, señora “Mariam”?
—Estoy conmovida “Don Momierda”.
—Me lo suponía, siendo usted tan sensible y tan delicada. Así que hicimos una pequeña averiguación. ¿Qué descubrimos?
—¿Qué descubriste, viejo?
—Que el asesino era este. Así como lo ves, una cagadita de nene, sin músculos, sin cerebro, sin pito, que ni huevitos tiene. Y encima de asesino y fugado, no existe, no nació nunca, no está asentado en ningún lado, ni en el registro civil, ni en la iglesia, ni en la libreta de almacenero. No existe, no está, ni nombre tiene. Ni siquiera es un desaparecido que no está ni vivo ni muerto, como diría el general glorioso hace ya tantos años. ¡Este sí que no existe!, es menos que un espíritu. Y si no existe, ¿quién va a pedir por él? ¿Los parientes? Los parientes lo quieren matar. ¿La policía? La policía lo va a mandar a la “villa” para que lo violen los peores malandras. Así que lo mejor es que nos lo quedemos nosotros, que le vamos a dar mucho trabajo, por atrás, y lo vamos a cuidar como lo que es.
—Si vos te lo pudieras quedar, apenas te distraigas, se escapa, Moreira. Hasta el animal más estúpido se da cuenta de que al lado tuyo solo va a tener mugre y moscas.
—Este, si fuera un poco inteligente, se queda conmigo. Acá no le va a faltar nunca algo que llevarse a la boca. –Los matones rieron descaradamente.
—Hasta una lombriz sabe que tiene que rajar de vos, viejo. Y eso que la lombriz come mierda. Ya sabés que no podés quedártelo Moreira, ya lo sabés. Así que no te hagás ilusiones.
—Se va a quedar conmigo, te lo aseguro.
—No me jodás viejo, sabés bien que no te lo podés quedar –insistió Marian–, es zona nacional, lo agarraste en una zona nacional. No podés quedártelo.
—Que mierda che, con el unitarismo. Si estaba don Juan Manuel, la historia sería distinta. Y a vos, ni te cuento lo que te hubiera hecho el Restaurador. No le gustaban las cogotudas del puerto que buscaban gringuitos para abrirse de gambas. Era hombre de campo, como nosotros. Doña Encarnación te hubiera hecho limpiar los pisos con tu lengua.
—Pero el Restaurador se murió hace mucho y la Encarnación, antes. Así que, desde Urquiza a esta parte, tenés que respetar las jurisdicciones.
—Así es, ¡qué le vamos a hacer! Hablemos de plata, entonces.
Marian se desentendió de Moreira. Miró absorta al muchacho. No pudo dejar de observarlo. La mujer y Gavino, pero en especial el niño, establecieron a través de sus miradas una conexión que se hizo íntima sin que ninguno de los dos pudiese explicar cómo sucedía aquello. Aunque hubiesen deseado impedir ese acontecimiento, no lo hubieran logrado. Tan amorosa comunión surgió del contacto de la luz de sus ojos y para Gavino, niño sin amor como pocos, la calidez de la mirada de Marian, condición que ni ella misma suponía, lo serenó y a partir de entonces confió en ella como no lo había hecho con ninguna otra persona en su breve vida.
—Es hermoso –dijo Marian con sincera emoción–. ¿Cómo puede ser tan lindo?

Moreira disfrutaba la escena propia de una maternidad que consideraba imposible en una mujer que pasó su vida regentando un prostíbulo de la Agencia.
—Pero che, perra, nos vas a hacer llorar a todos. Te reconozco que es lindo, pero está bastante desfondado. Tiene el culito muy roto.
—Qué sorete que sos.
—Señora, cuide su vocabulario que hay un niño presente. ¿O es una niña? ¡Me confunde! ¡Me confunde!
Marian miró a Gavino casi con emoción. Moreira captó el sentimiento de la mujer y movió la cabeza de un lado al otro, sorprendido.
—¡Las cosas que voy a ver todavía en mi vida! Al final, tenía corazón la porteña mal hablada. ¡Qué sorpresa! Yo pensé que era como el hombre de hojalata.
—Si me querés decir lesbiana frígida, decilo. No me ofende. Conozco lesbianas que valen cien veces lo que vos y todas estas mierdas que te rodean. Antes de pinchar con vos, cualquier lengua es buena. Vos con ese cebo que te cuelga de todos lados no podés calentar ni a una chancha alzada.
—¡Pero señora! ¡Qué poca urbanidad! En su barrio se ve que no se preocupan por el buen trato.
—Vení nene. Vení conmigo.
Marian lo llamó, invitándolo con un movimiento de su mano. Gavino trató de soltarse de la mano del hombre que lo retenía. Moreira le indicó con un cabezazo que lo dejara ir. Caminó sin vacilaciones hasta donde estaba Marian. Sus pequeños pies lo llevaron en línea recta hasta la mujer. A sus espaldas, Moreira le habló fingiendo ternura en la voz.
—¡Nene! –gritó, pero Gavino no se volteó–. ¡Nene! ¡Te estoy hablando! –Caminó más decidido hacia Marian–. Mirame nene, podría ser tu abuelo–. Gavino apuró el paso.
—¿No te querés quedar con este abuelito? Yo te voy a untar en vaselina y vas a ver qué bueno que soy cuando estoy calentito.
Marian estuvo a punto de putearlo, pero el muchachito se acercó y le tomó la mano con fuerza y confianza. El gesto la distrajo de su pelea con Moreira. Gavino entornó sus ojos haciendo una señal que solo ella podía ver y por la que creyó entender que le estaba reclamando irse lo más rápido posible del lugar. Gavino solo esperaba que ella lo sacara de ahí sin importarle a dónde lo llevara luego. Nada podía parecer peor que ese rancho mugroso y esos hombres que lo miraban de manera que él comprendiera qué le esperaba esa noche en ese lugar.

—¿Cómo te llamás? –le preguntó Marian sin poder dejar de observar ese rostro tan bello como confuso.
—Gavino. –Dijo el niño con voz casi inaudible mientras entornaba sus ojos nuevamente, esperando que ella le diera la señal de que lo comprendía. Marian movió su cabeza afirmativamente para que supiera que entendió el mensaje de sus ojos.
—Ya te saco de acá, ya nos vamos –dijo para serenarlo. Para Gavino, esas palabras fueron de las mejores que escuchó en los últimos tiempos.
—¿Estos hijos de puta te hicieron algo? –Preguntó llena de odio. Gavino movió la cabeza negativamente.
Moreira escuchó por lo bajo, lo que Marian le preguntó al niño. Sonrió con cinismo. Tenía un principio al que nunca faltaba: la mercadería nunca se manoseaba, no era de uso personal y menos cuando se trataba de un niño o niña. La mercadería era sagrada, ¡sagrada! Exclusiva para los clientes que apreciaban ese cuidado de parte del proxeneta. Moreira sabía que nadie querría penetrar a una niña o a un varón si sospechaban que habían sido disfrutados por sus captores antes que la selecta clientela, son contar los arriendos en exclusividad. Privarse de esas tentaciones era saber cuidar el negocio. Su mayor disfrute, después de todo, era contar el dinero peso a peso, billete a billete. Con el dinero se obtenían en otro lupanar los placeres que se deseara. De eso él sabía más que muchos.
Los clientes necesitaban creer que esos cuerpos infantiles eran una exquisitez a la que tenían derecho por un mandato especial, un mandato humano, no divino, pero muy especial. Ellos, y solo ellos, consideraban que tenían derecho a ese disfrute que los aproximaba a los antiguos esclavistas que sodomizaron generaciones enteras. Eran los protagonistas de la evolución del derecho de pernada de los señores feudales, derecho aggiornado por la dinámica de la compra y venta de mercancía. El capitalismo es prodigioso cuando de corromper se trata. Todo está a la venta, todo se puede comprar. El dinero es el dios de la modernidad.
¿Qué los hacía diferentes al resto de los hombres? Su condición social, su potestad económica, su jerarquía, su alcurnia. Eso los volvía diferentes del resto de los mortales y los convencía de su derecho a la serena pedofilia. Moreira sabía alimentar esos sentimientos y cuando los aproximaba al clímax les quitaba el dinero a manos llena.
Abandonó sus especulaciones. Cuando había que tratar asuntos de negocios, las elucubraciones podían nublar el entendimiento y engañar el buen sentido de la oportunidad.
Así que volvió de esos pensamientos al regateo del negocio. Aspiró con energía el aire que llegaba desde una arboleda poblada de eucaliptus y miró a Marian entrecerrando los ojos enrojecidos. Luego de escupir una pasta verde y negra, murmuró un par de insultos y retomó la disputa con la mujer.
—¡Pero señora! ¡Cómo va a preguntar si le hicimos algo! ¿Qué se cree que somos? Sabemos cuidar el negocio, carne fresca para gente importante. Aquí, los únicos privilegiados, son los niños. –La patota río con desparpajo. Marian apretó a Gavino contra su vientre como tratando de protegerlo. Él se sintió cómodo porque no recordaba que alguna vez, alguien, lo apretara contra su cuerpo y la transmitiera la calidez que solo la piel sabe entregar a otro cuerpo.
—Ya nos vamos, ya nos vamos –dijo mientras permitía que Gavino se aferrara a ella con fuerza–. Arreglo esto y nos vamos a Buenos Aires.
—¿Se van a Buenos Aires como si nada? ¿Y lo decís así? Será creída la madama, será creída. –Hizo un gesto afeminado con su mano y buscó la sonrisa cómplice de sus matones–. Despacito señora, despacito –y frotó sus dedos haciendo la señal del dinero. Gavino volteó para observarlo.
—Quiero contar viyuya –dijo–; ¡viyuya! ¡Mosca! ¡Tela! ¿Capisco?
—No vas a hablar de ese asunto delante del chico –lo reprochó Marian.
—Bueno, entonces que se dé vuelta. Lo habló por detrás, total este por atrás, tiene más experiencia que vos. –La mujer lo miró con desprecio.
—Esperame en el coche. –Le indicó Marian, que le dio un suave empujón en dirección al mismo–. Y no toques nada, querido. –Gavino se dirigió al automóvil. Marian volvió donde estaba el proxeneta.
—Acá tenés el sobre. –Moreira lo revisó.
—¿Esta mierda que es? –Exclamó casi a los gritos.
—Tu plata.
—¿Esta mierda? –Preguntó enfurecido. Tiró el sobre al piso, disconforme– ¡Esta mierda me querés pagar por esa joya!
—Dale Moreira, no te hagas el boludo.
—Quiero cincuenta mil.
—Cincuenta mil patadas en el orto, viejo de mierda. Vos no vas a creer que vine por mi cuenta y te pago lo que se me cantan los ovarios. Cumplo órdenes, como vos viejo boludo. Me dieron esto y me dijeron “para Moreira”. Acá tenés la guita, es toda tuyo. Por mí te podés limpiar el culo con cada uno de esos billetes, y déjame de romper los ovarios.
—¡Ovarios! ¡Ovarios! ¡Para la mierda que te sirven! Cincuenta o nada. O llamó al Juez.
—Por mí llamá al Papa, Moreira. Vos sabés bien cómo son estas cosas. De paso, si llamás a ese juez de mierda que regentea prostíbulos, avisale que va a tener un quilombo, que se va a tener que meter en el culo todos los títulos honoris causa que tiene …
—Pero esto no paga ni una pierna de ese pibe. ¿Sabés lo que vale? Indocumentado, parece una muñeca, desvirgado. ¿Y me querés arreglar con esta limosna?
—Si es por mí me lo llevó sin darte un mango. Pero sabés que lo convenido es lo que se paga. Hubieras hecho las cosas bien, ibas al Juez de menores y allí negociabas. Ahora tenés que arreglarte con esto que te mandan de Buenos Aires, porque esta jurisdicción es nacional. Y vos lo sabés. Así que no me jodas. Bastante que me vine hasta acá a hacerles un favor a tus jefes y a los otros.
—A mí, sí me hacés el favor, me dejás contento. Pero decile al porteñaje que son cincuenta o nada. Me tienen que pagar el precio que yo pongo. Todas las semanas tengo que elevar la recaudación. Mil, diez mil, cien mil. Cada vez más, más, más. Piden y piden y nunca dan ni mierda. ¿Y a mí qué? ¿Y a nosotros qué? ¿Esto? –señaló el sobre mientras gritaba–. ¿Esa mierda? ¿Y a estos que lo cazaron que les doy? ¿El saludo? ¿Y al juez que le digo? ¿Qué me birló una puta del puerto?
—Yo qué sé. Decile que es un Juez hijo de puta. Eso decile. Y, además, a mí me importa un carajo la manutención de tus matones. Son tus machos, no los míos. Yo no vine a resolverte tus dramas. Con los míos me alcanza. Si quieren más guita, rómpanse el culo como hacemos nosotras todas las noches con tipos de mierda como ustedes.
—Andate, andate antes que pierda la paciencia y te haga cagar a trompadas. ¡Puta de mierda!
—Te quedaste corto, viejo. Reputa, reputísima, ¡mil veces reputísima! Pero para vos viejo choto, ni el olor de mi bombacha. Y ojalá te atragantes con el pito de este negro feo que se está rascando las bolas desde que llegue. Dale algo para la ladilla.
—¡Andá puta de mierda! ¡Ojalá se hagan mierda en la ruta!
Marian corrió hasta el automóvil donde la esperaba Gavino, que estaba asustado como no lo había estado desde aquella tarde aciaga en el cuartucho de mala muerte. Ella sabía, por experiencia, que algún matón esperó una señal de Moreira para meterle un cuetazo por la espalda. Pero el viejo proxeneta entendía que Marian solo era una mensajera y matarla solo complicaría las cosas con los de arriba. A los nacionales no se les podía matar el personal como si se tratase de una vizcacha o una liebre. Todos conocían las reglas de juego y violarlas, permitía la venganza que nunca resultaba amena. El viejo sabía que no tenía forma de que el asunto se volviera más favorable a sus intereses. Esperó unos minutos y le ordenó a uno de sus hombres que recogiera el sobre con el dinero. Miró cuántos billetes había dentro y luego lo llevó a su bolsillo. Poco para repartir. “Esta noche hay asado” prometió. La peonada servil celebró con alegría. Mirando partir el automóvil, echó una última puteada contra la porteña “meretriz mal avenida”, dijo en voz baja y volvió a su silla bajo el alero.
Marian subió al automóvil escapando de la patota de Moreira, encendió el motor, aceleró a fondo y salió a la ruta. Sospechaba que cualquiera de esos sicarios podía simular un “lamentable accidente”. Estaba sola con el niño y echada a su suerte.
Tomó en dirección a Buenos Aires a gran velocidad; no podía dejar de repetir como un salvoconducto milagroso, una y otra vez “¡viejo de mierda! ¡Viejo de mierda!” Gavino la observó con entusiasmo y sonrió con una alegría nueva para él. Coincidía con la mujer, ese era un verdadero “¡viejo de mierda!”
Desde ese momento habían pasado seis años. Abigaíl recordaba siempre el viaje a Buenos Aires. Marian puso la radio. Para Gavino fue la primera vez que escuchó música, no sabía qué era, pero sonaba agradable. La única música que escuchó hasta entonces eran los perversos salmos que el trío de pervertidos cantaba mientras colgada de la rama del robusto árbol.
Marian le preguntó cuántos años tenía. Le respondió que no lo sabía. También le preguntó si sabía leer y escribir y Gavino movió negativamente su cabeza.
—Y en tu casa, ¿qué hacías? –Gavino miraba por la ventanilla, pero no respondía. Mientras manejaba, Marian relojeaba al muchachito.
—¿Tenés nombre por lo menos? –El niño movió afirmativamente su cabeza– Ah, qué bueno, ¿y cómo te llamás?
—Gavino, señora.
—Yo me llamo Marian, nada de señora, por favor, me hacés sentir una vieja chota. –Gavino asintió con la cabeza y dejó ver una corta sonrisa. –Y tu apellido, ¿cuál es?
—¿Qué es apellido?
—Viene después del nombre.
—Después de Gavino no viene nada.
—Te pregunté qué hacías en tu casa, si no ibas a la escuela.
—No. No hacía nada. No me dejaban. –Respondió el niño.
—¿Nada? ¿Y por eso te escapaste?
—No. Me escapé porque maté a mi tío.
—¿En serio lo mataste, nene?
—Sí, con una bayoneta.
—¿No me mentís, nene? No seas bolacero que no me gusta.
—No miento.
—¿Y cómo hiciste para cargar una bayoneta? Mirá los bracitos que tenés, son una cagadita –Marian sospechaba que el niño fantaseaba.
—Así. Así hice. –Gavino le mostraba cómo había tomado el arma y la había hundido en la panza del tío pervertido.
—¿Por qué lo mataste, nene?
—Porque se lo merecía.
—¿Sí? Qué te hizo. –Gavino fijó su mirada en sus rodillas–. ¿Querés contarme?
Gavino se mantuvo en silencio.
—¿Querés contarme?
—No sé… –Gavino no sacaba la vista de sus rodillas.
—Querés contarme algo que yo tenga que saber.
—No sé.
—No sabés o no podés.
—No sé. Hago lo que usted me diga.
—Contame. Quiero que me cuentes. A partir de ahora, cuando quieras algo, me lo decís. Lo único que no quiero que me pidas son consejos porque para eso no sirvo. ¿Entendiste?
—Si señora.
—Marian. Te dije.
—Si señora.
Gavino le dio la espada. La mujer miró con cierto asombro el movimiento del niño que empezó a desabrochar su camisa y la dejó caer hasta la cintura. Marian tuvo que detener el auto en la banquina. Se tapó la boca con las manos. No tuvo palabras.
Subió la camisa de Gavino hasta el cuello con gran delicadez. En años, nunca había sentido una caricia como esa. Por primera vez, desde los azotes, pensó que hasta podría llorar. Pero se aguantó. Se había prometido solo llorar por algo extraordinario. Bien podría ser un amor. Marian lo abrazó con cálida ternura, nunca olvidaría ese abrazo.
Volvió a mirar hacia el frente del auto, por el vidrio delantero. No supo qué decir cuando vio que unas lágrimas rodaban por las mejillas de aquella desconocida. Él le hubiese recomendado que las guardaras. Pero sintió vergüenza de darle consejos a un adulto, justo una persona que lo había acariciado por primera vez en su vida.

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