La venganza de los Pérez, cap. 15 (1) «Descartable»

XV

Descartable


Abigaíl le confesó a Bado en esa reunión a la que la llevó de prepo Marlene, que era esclava en una red de trata, aunque eludía denominarla de ese modo. Le hablaba como si se tratara de un trabajo full time en el que la herramienta era el propio cuerpo, pero su explicación no le dejaba a Bado lugar a dudas a qué se refería.
—Red de trata –le dijo con absoluta convicción.
—Lo dijiste vos, no yo. –Abigaíl respondió procurando que sus palabras desdijeran sin convencimiento la conclusión del muchacho.
No atendía clientes oportunistas porque un tipo la había comprado, ¡exclusiva!, para él, como si fuera una perra de raza. O como se compra una vaca. Para coger con ella algunos viernes, de ese modo estaba descartada la reproducción. El tipo odiaba a las mujeres, “son una calamidad”, decía mientras la penetraba, “son una calamidad”, repetía maniático. Un hijo de puta como pocos. Salvo su padre y su tío, nadie como él se había ganado esa consideración con tanto esmero. Además, un drogadicto y un asesino.
Marlene reiteró que era nada más ni nada menos que el asesino de su compañero, el suboficial “Pérez”. Bado escuchaba confundido. Era un submundo que ignoraba.
No volvió sobre el tema del suboficial, ese asunto estaba terminado. La venganza de los “Pérez” podría servir de lindo título para un libro, pero la logia no estaba interesada en eso. Esa negativa selló el destino de Bado. “Pérez y Pérez” tomó la decisión sin vacilar. “Así es la vida”, dijo y se encogió de hombros. Recordó a su camarada Podestá, “de algo hay que morir. Lo que no sirve se descarta”, agregó sentencioso.
Con respecto a sus desgraciadas vidas en la red de trata, ¿en qué podía ayudarlas? Cuando Marlene escuchaba esas palabras de la boca de Bado “¿en qué podía ayudarlas?”, sonreía satisfecha. Entendía que crecía lento pero constante un sentimiento solidario. Eso le habían pedido. Si no cumplía, la molían a palos. Tenía demasiadas magulladuras como para hacerse la gila. No sabía que su trabajo ya había sido descartado como ella misma, cuando Bado dijo “no” a la oferta de la venganza. Los “liquidables” muchas veces trabajaban para nada y no saben que la muerte los espera a la vuelta de cualquier sombra. Son carne de descarte.
Bado les dijo que se tomaran el raje, cuando pudieran, que se salvaran. “¿Por qué no luchan?”, les dijo. Abigaíl se rio como una criatura. ¡Si fuera tan simple! ¿Luchar? Como todas las suyas, no tenían patria, no tenían bandera, no tenían leyes, no tenían ejército. “Seguro. Lucharemos. Porque se trata de cambiar las cosas”, razonaba con ella, burlándose liviana. Abigaíl rechazaba la forma en que Bado abordaba la cuestión. Le explicó en detalle que había asuntos que no funcionaban como él se los representaba. Él insistió con la lucha. A medida que Abigaíl le hablaba, el coro de la advertencia sonaba más fuerte en su cabeza.
“Ten cuidado Bado / Los lobos sanguinarios / Abren sus coléricas bocas para mostrar sus dientes / Dentaduras de puñales filosos / Lengua empapada en sangres de inocentes / Se presentan amables y temblorosos / Pero llevan consigo amenazas / Venganzas de cruz, espada, fuego, piedra / Implacables tejen la trama de la muerte / Lloran lágrimas de falsos dolores / Congojas indescifrables de carnes humilladas / Muestran sus doloridas entrepiernas masticadas / Y prometen sus pieles como guaridas / De caricias de lenguas y de dedos inocentes / Beben tu néctar esperando el momento / Coserán tus ojos y tu boca / Con encarnizados hilos de sangre para siempre”.
Pero Bado dudaba. Nunca fue indiferente. Ni de niño. El coro se retiraba y volvía el lamento a ocupar su lugar en la escena. Las dos subidas a sus inmensos coturnos para ganar altura, con sus trágicas máscaras, recitaban un texto que parecía sincero. La palabra muerte siempre estaba presente. Frágiles como estambres, atormentadas bocas, abominadas pieles sobre pieles, sexos a dentelladas crudas, solo desesperanza como una paloma muerta.
Así de corto era su destino. A la distancia de un tiro en una falsa escena de celos. De un empujón cuando estaba por pasar el tren. De un desmayo justo frente a una amplia ventana de un piso 20, a donde la citó un cliente. De una mano que las molía a trompadas. De una sobredosis inyectada a patadas en el vientre.
Abigaíl explicaba cómo era ese López Huidobro, o Podestá, como lo llamaba Bado. Un lobo de hombres, vestido de lobo de hombres. Saboreaba la muerte reducida a una pústula de maldad en la punta de la lengua. Y cómo recitaba en cuánta oportunidad tenía “las mujeres son una calamidad” prometiendo una caverna venenosa donde encerrarlas a todas para acabar con ellas para siempre. Y que ella pensaba que los tipos como él eran la verdadera calamidad, con ese olor a muerte pegado en las uñas, la piel que se marchitaba a saltos, hasta en sus últimos repliegues contaminados de hipocresía, histérico de cicatrices como escorias estampadas.
“¡Yo no beso a nadie! ¡Yo no beso a nadie! ¡Me da asco la saliva! ¡Me da asco la saliva!” “¡Imbécil hijo de puta!” maldecía Abigaíl cuando hablaba del “coronel”, como lo llamaba en son de burla. Bado movía los ojos, eléctricos, cautivados.
Le preguntó si estaba enamorado de alguien. Bado dijo que no. Marlene tocó con su pie, la pierna delicada de Abigaíl por debajo de la mesa. “¿Podríamos enamorarnos?” preguntó. Bado movió negativamente su cabeza. Abigaíl sonrió amable. Le dijo que ella no sabía amar. No podía desentrañar qué era el amor para alguien descartable como ella. O como él. Como quisiera llamarla, a él se lo permitiría. Ahora contenía ese enojo que surgía de la confusión de los sexos. Después de todo, ya se había asumido como “dos espíritus”. A diferencia de otras circunstancias, allí sentados, frente a frente, podía hasta mofarse de su propia androginia. Bado no quiso preguntar de qué se trataba eso de “dos espíritus”. Se quedó con lo que Marlene le respondió en la primera reunión, “es una condición”.
Le dijo que comprendía las miradas en la calle. ¿Es o no es? Escuchaba el susurro. Los hombres, boquiabiertos, pasmados, intrigados, discutían a sus esposas.
—Es una mujer –decían comprensivos.
Las mujeres, en cambio, de olfato mefistofélico, recriminaban a sus hombres por babosos.
—Es un hombre. Un travesti. Un puto. No ves un carajo, imbécil. ¿Ahora te gustan los pendejos disfrazados de mina? ¡Con razón! Ahora me explico. –Y sanseacabó. Si los maridos se atrevieran a seguir el debate, dirían presuntuosos comentarios imperdonables.
—Ojalá vos tuvieras ese cuerpo. –Pero eso prometía una trifulca, un divorcio o una buena trompeada. Era preferible conservar las apariencias.
—Si cariño. –Repetían aburridos. Y a otra cosa, mientras seguían con el borde de la mirada su paso a la distancia.
Le habló de Marian, su “madama”, o su protectora. A Bado la palabra “madama” le causaba gracias. Abigaíl aceptó que era una palabra graciosa. “Madama”, “meretriz”, “golfa”, “puta” “perra” como prefiriera llamarla porque de todos modos las palabras no podían cambiar las cosas. Le confesó que tenía hacia ella un sentimiento doble, pena y agradecimiento. El muchacho le recriminó esa dualidad, sobre todo lo del agradecimiento. Para él las cosas se presentaban con meridiana claridad en dos tonos definidos, blanco y negro, sin grises para ese asunto que no tenía matices. Marian no podía ser fiable, era su meretriz, no su madrina. Marlene escuchaba entretenida.
Abigaíl no consentía ese rechazo. Marian, después de todo, era parte y no tenía ninguna capacidad de decisión. Apenas un peldaño por encima de “las chicas”. Pero nada más. Con la misma facilidad con la que una muchacha era eliminada, a Marian la podían cepillar en un instante. Bado no se animó a discutir ese argumento, no conocía el ambiente como ellas. Además, insistió Abigaíl, Marian no le mentía mucho y hasta le hablaba con sinceridad de asuntos que parecían importantes. Muchas veces la desilusionó sobre el amor, y eso sí que la angustiaba; se lo explicó a su manera, sin metáforas, como muchas otras cosas.
—El amor no existe para nosotras, mamita. El amor no existe, nena. Lo cagaron a trompadas. Lo molieron a palos. Le arrancaron el corazón y lo vendieron por dos mangos para un guiso de mierda. ¡Dos mangos! ¡Entendelo! ¡Dos! ¡Dos! –y poniendo los dedos en “v”, remarcaba el pobre valor al que había sido reducido el amor, según Marian, para cocinarlo para unos vulgares antropófagos–. Lo ahogaron en una palangana como a una gata recién nacida, que nadie quiere. ¿Viste que a las gatas las ahogan apenas nacen? Así hicieron con el amor. A vos no te ahogaron en una palangana porque te entregaron a ese tío hijo de puta que tuviste.
Y de inmediato agregaba:
—Querete vos que sos a la única que le interesás de verdad. Lo demás es cuento. Solo les interesa cuánto te pueden sacar algo, sexo, plata, lo que sea. Pensá en vos que este cuerpito que tenés no te va a durar toda la vida. Mirame a mí y vas a ver que tengo razón. Juntá la guita que puedas. No le des al fulano de qué quejarse para que no te mate a palos. Si te da dos pastillas, chupate una y la otra tirala a la mierda. Si te da un bife pedí perdón, para que no te dos, o tres o cuatro. Mirá que los tipos cuando se les da por pegar, pegan y pegan y pegan.
Cuidate amorcito, porque nadie te va a cuidar más que vos misma. ¡Usá forro siempre! No importa que el gil te diga “a mí me gusta sin forro porque así siento más”. Si quiere sentir más que se la haga con papel de lija, vas a ver cómo siente y se deja de joder.
El que te dice así, te lo aseguro, te caga la vida. Son tan hijos de puta esos tipos que, si se pescaron una peste, lo primero en que piensan es en pegársela a alguna mina solo por cagarle la vida.
Mirándola a los ojos y acariciándola con extraña ternura, le explicó:
—Después de todo, yo te coloqué bastante bien. El tipo es un capo, un coronel, un jerarca. No estarás de diez, pero tampoco estás en la villa. No será Romeo, pero tampoco vos sos Julieta.

Abigaíl reconocía que así era. Marian la transformó. La educó. La vistió. Y le dio esa apariencia exquisita que con la que entró en ambientes que ni sospechaba que existan.
Marian no dejaba de hablar. Cuando le negaba la posibilidad del amor, de enamorarse intensamente, algo que anhelaba sinceramente, su voz sonaba como a dinero, pero a dinero sucio, a billete ajado por un intenso manoseo. No ocurría a menudo, pero había momentos en que Marian mutaba su voz aflautada y sensual y vociferaba como subida a un coturno roñoso, áspero y pedregoso desde donde su voz se deformaba. Y no podía evitar esa sensación que le provocaba escucharla. Todo su cuerpo se sentía como el resultado de un capital acumulado en roña en el que se transparentaba por la piel, músculos, nervios, arterias, huesos, un juguito nefasto que circulaba llevando la esencia una plusvalía extraída en la milenaria explotación de las mujeres.
Marian le dijo que, en definitiva, ellas no eran sino simples mercancías y que de una u otra forma terminarían engrosando el capital de algún pervertido. Eran eso, promesa de capital de un hombre que las llevaría en sus bolsillos, en sus testículos, ensalivadas bajo la lengua o donde cupieran y que las gozaría hasta que se hartara. Luego las descartaría como se lo hace con un desperdicio e irían por otro cuerpo joven en que zambullirse hasta extraerle la última gota de vida como hicieron con ellas.
¿Qué cuál era el futuro? Creyó que alguien le preguntaba escondido entre unas penumbras azules. A ella, a medida que se ajaba por el paso del tiempo, la esperaría un obeso sudoroso que no estaría ni siquiera en condiciones de alcanzar su inútil pene apretujado por su vientre derramado más allá de la ingle. Y Abigaíl, en quien alguna vez su juventud se extinguiría, cuando la androginia de sustancia femenina se sublime como se evapora el más lujoso néctar de la felicidad que reposa en el fondo de unas calaveras, y apareciera cierto grotesco masculino, la rentaría algún viejo libidinoso necesitado de sexo homosexual clandestino, a quien ni sus inyecciones ni prótesis alcanzarían para disimular su condición de minusválido moral, flácido y abominado de todo sentimiento verdadero.
Entonces Marian le proponía a Abigaíl imaginar un final posible para cada una de ellas. ¡La muerte! ¡La muerte! ¡Compañera de siempre! Acurrucada a su lado, en todo momento, en todo lugar, pegadita a la piel del costado como una costra imprescindible.
Ella bebería champagne, fumaría la mejor droga, amaría a alguien que le jurara que la amaba de verdad, no más fuera ese último instante, y se arrojaría al río como la Storni se arrojó al mar; caminaría por el fango pegajoso del río hasta que un cardumen de restos de basura la llevaría hasta la unión con el mar donde moriría entre espumas y sales marinas. Buena muerte, amada muerte. Y nadie encontraría su cadáver porque quedaría allí, para siempre, aferrada a la muerte su última compañera, la de todos.
¿Y Abigaíl? ¿Cómo moriría su “dos espíritus”? Ella no quiso responder o directamente no se atrevió a hacerlo. Marian acarició nuevamente su cabeza, comprensiva. Siempre consideró que, en realidad, Abigail, debió morir tantas veces colgada de ese aparejo siniestro, que la verdadera muerte la descartó llena de pena.
Cuando Marian le habló de la muerte, ella escuchó el murmullo de las hojas de una acacia negra que le impusieron un silencio de árboles. Cuando cesó ese murmullo, la conversación retomó su naturalidad. Abigaíl pudo entonces volver a escuchar la voz de Marian, sonando como siempre, aflautada, sensual, preguntando sobre el pasado.
—¿Me oís, nena? ¡¿Me escuchás?! –Reclamó la madama con un leve empujoncito en el hombro derecho. Abigaíl asintió con un movimiento de su cabeza.
—¿Cuántos años hace que te conozco, nena? ¿Cuatro? ¿Cinco? –Preguntó nostálgica.
—Seis. –Abigail respondió precisa.
—¡Ya seis! ¡Cómo pasa el tiempo! Cuando digo así me siento más boluda que de costumbre.
—Es que todo pasa muy rápido. Muy rápido. A veces pienso en el pasado y creo que fue hace un siglo que escapé de casa.
—Lo bien que hiciste en matar a ese hijo de puta y salir carpiendo. De los otros hijos de puta se ocupó la vida. Ya lo sabés. ¿Qué edad tenés ahora, nena?
—No sé. No sé mi edad. La que ustedes me pusieron en el documento. Creo que diecinueve, ¿puede ser?
—Y sí, puede ser. ¡Diecinueve! ¡Qué pendeja! Parece ayer que me obligaron ir a buscarte.
Para Marian no parecía haber pasado seis años completos desde que la convocaron por el asunto de un niño capturado en inmediaciones de una ruta nacional. Recordaba con exactitud la reunión con Segni por ese asunto. El fulano, por orden de sus superiores, reclamó su presencia. La citó a una oficina por el barrio de Constitución.
Marian llegó algo retrasada. Era su costumbre. Tal vez un modo de sentirse con mayor autonomía de la que en realidad gozaba. Pasados ya seis años, recordaba que decidió llegar tarde para joderlo al tipo que la convocaba. Y si la llamaran nuevamente para el mandado, volvería hacer lo mismo. Algo de respeto, algo de cuidado con ellas y sus muchachas, eso exigía cansada de abrir las piernas para esos tipos de mierda.
Recordaba que llamó por el portero eléctrico con dos largos timbrazos. Segni en tono de burla la invitó a pasar. Subió por la escalera, no usaba ascensores; les tenía fobia. Al llegar al departamento del cuarto piso, Segni la esperaba con la puerta abierta. Abrió sus brazos en señal de bienvenida. Podía todavía verlo exhibiendo su atlética figura nada cautivante, si amenazadora.
—¡María! ¡María! ¡Acaso te llamaras solamente María…! No sé si eras el eco de una vieja canción… –Segni cantó entre amable y desafinado.
—Marian, pedazo de nabo. Respetá los nombres que para eso me bautizaron. –Dijo la madama en tono de reproche.
—El otoño te trajo, mojando de agonía, tu sombrerito pobre y el tapado marrón…

¡Eras como la calle de la Melancolía, que llovía… llovía sobre mi corazón…!
—Dale Cátulo, ¿para qué me mandaste llamar?
—Yo no, mi querida “Maaariaaam”, no María. Yo no mando, no ordeno, solo obedezco. Soy una especie de “ciborg” malvado. Carne y metal. Algo de carne, algo de huesos y metal. Calibre: el supremo. Glock, la más mía, la lejana… Para vos, Ma-rian: “Safe Action” Pistol.
—Pero esa es de plástico, como vos. ¡Ah! No. Vos sos de goma. Látex “camaleón”.
—Qué berretada. Yo: “Prime”. ¿Y tú? ¿Sífilis? ¿Blenorragia? ¿Cosas peores?
—No, nunca me acosté con vos. Estoy sanita.
—Es cierto querida lo primero, lo segundo, lo dudo.
—¿Vas a seguir boludeándome como hasta ahora?
—Tengo nitrocarburación ferrítica que me hace inoxidable, anticorrosivo, resisto tus ironías, tus burlas, tus malos tratos, solo por amor. ¡Amor! ¡Amor! Como diría el Pastor Jiménez, antes de huir con toda la guita.
—Bueno, –dijo Marian con aflicción–, decime que querés así me puedo volver a escuchar chicas inteligentes.
—Mi jefe, mi amado, venerado, extraordinario y superior jefe me encomendó un encargo para vos.
—¿Cuál? –preguntó Marian extrañada.
—¿Cuál encargo?
—No, cuál jefe, boludo.
—El único, el mejor, el más extraordinario. El de apellido rantifuso. – Chanceó Segni.
—Acá todos tienen apellidos rantifusos, mistongos. Y nombres ridículos.
—Es verdad. No somos Borges.
—Hacen lo posible por demostrarlo. ¿Para qué me hiciste venir, pesado?
—Compañera, correligionaria, camarada, tráteme bien que todo lo que hago lo hago ¡por la causa! –Segni continuaba en tono de broma la conversación.
—La causa, la causa, la causa… de todos mis males son los tipos como vos…
—En cambio, vos, sos la de todos mis desvelos.
—Bueno, dale, que no tengo más tiempo que perder hablando huevadas.
—Querida María Mariam de los Malos Tratos, tenés que ir a ver a Moreira.
—¿El bonaerense?
—El mismo que viste y calza.
—¿Y qué hice yo para ir a ver a ese tipo? –Preguntó con verdadero fastidio.
—Vos no sé, pero él tiene algo que nos corresponde.
—Explicame porque no entiendo qué puede tener él, que les pertenezca a ustedes y para lo que me necesiten a mí.
—Me extraña araña. Los muchachos de Moreira se apropiaron de un chico, un niño, un purrete, un mozalbete, un impúber.
—¿Y yo que tengo que ver? Vayan a buscarlo y díganles que se los devuelva.
—No es tan sencillo, querida Marian. El jefe no quiere compromiso directo. ¿Sabés que pasa? La cosa de la trata lo tiene a mal traer, afecta sus sentimientos morales, parece.
—Dejate de joder. Ustedes no tienen moral alguna.
—¡Pero che…! Qué mala onda, hoy.
—Bueno. ¿Y?
—Simple. Quiere tu siempre desinteresada colaboración. Vos trabajás en nuestra jurisdicción y, como diría el gran refranero, “una mano lava la otra”. Vas, lo ves a Moreira que te tiene en alto aprecio, y chau picho. ¿Estamos?
—¿Dónde decís que lo agarraron al pibe ese?
—En una ruta nacional, camino a la hermosa provincia que tiene el ombú más grande del mundo. En este sobrecito están los datos. Cuando empecés tu viaje, abrilo con elegancia y leelo.
—Fácil para vos decirlo, pero todos sabemos que Moreira no lo va a soltar ni en pedo.
—Marian, querida, mi benemérita asociación ya habló con la benemérita institución de ellos. Te lo tienen que dar.
—Lo va a querer vender. Ese no larga nada.
—Está todo arreglado, se paga lo que vale. Ni un peso más, ni un peso menos. Su peso en billetes de cien. Nada de cambio chico. Dicen que es flaquito, así que no va a pesar mucho. Al contado. Acá tenés el sobre con el dinerillo. –Marian tomó el sobre, miró el fajo de billetes, no los contó y lo guardó en su cartera.
—¿Es de la jurisdicción de ustedes y se lo tienen que comprar?
—Política de la casa. Compra y venta de personas. Vos me comprometés, yo te comprometo. Nadie se puede hacer el gil. O, diría el jefe, transparentando la cosa: política de buena vecindad. Hoy por vos, mañana por mí. Si ellos hubieran pasado por el Juez de menores, es de ellos. Pero lo metieron en una red, de una, y ahí ¡zas! cagaron. Todo clandestino. Pero Yahvé está en todos lados y sabe todo. Yahvé llamó y los delató. Ahora tienen que arreglar, porque si no Yahvé los va a castigar. Y ya sabés que Yahvé es bueno, pero si te quiere castigar, puede ser malo, verdaderamente malo.
Marian lo observaba preguntándose para sí “¿quién carajo será ese Yahvé?”– Además, como dice el refrán, les conviene arreglar con nosotros porque “más vale un mal arreglo que un buen juicio”. Considerá que es un trato entre parientes. De primos a primos.
—Putativos.
—Bueno, putativos, si gustás. Arreglamos con ellos que son malos pero razonables. Si no hay que coimear al juez, al fiscal, al de minoridad, la asistente social y dale que dale. Sale más caro que puta fina.
—No seas guarango, querés.
—Perdón, sí, perdón. El nene estaba en área nuestra. Ahí no pesca nadie más que nosotros. Gordo, gorda, flaco, flaca, lindo, linda, feo, fea. Grande, chico. Todos nuestros sin excepción. Hay que cumplir las reglas.
Ellos pescan en toda la provincia, y nosotros en la nación. ¿No es verdadero federalismo eso? Y si no, hubieran ido al juez de menores.
—¿Y yo tengo que ir a ver ese hijo de puta?
—No tenés buen concepto del amigo Moreira y sus muchachos.
—¿Se nota? Es un asco de tipo. Tiene olor a cebo, actitud de cebo, cerebro de cebo. Encima labura para ese juez de mierda, ese pedófilo hijo de puta.
—¡Eh! Más respeto por la Justicia.
—Hijo de puta, maldito viejo hijo de puta. Me cago en la Justicia.

—¡Vas a hacer saltar los micrófonos! Y más aprecio para Moreira. Algún elogio, che, no es para tanto. El tipo es algo sucio, algo asqueroso, pero es del palo.
—Todos los algo que se te ocurran los tiene ese viejo de mierda…
—Y bueno, tomalo con soda. Como decía el actor: “¿Qué va usté’acerle? ¿Va usté’a pegarle? ¿Va usté’a matarle? Pues hay que dejarle.” El jefe quiere que vos lo veas. Confía en vos. Solo en vos. Sos sus ojos. Si yo fuera él, te cantaría: ¡María! ¡La más mía! ¡La lejana! Te anticipo, el pibito es una joya, algo único, pocas veces visto. Mandaron unas fotitos todo desnudito, un primor. Ya tiene comprador, viste qué rápido se mueve el mercado de la carne.
—Otro hijo de puta debe ser el comprador.
—Cuidado con eso, amiga, cuidado. Y considerá que no va para tráfico de órganos, así que tan mal no le va a ir.
—¿Y qué tiene de especial el nene? ¿Tres piernas? ¿Dos pitos? ¿Dos cabezas?
—¡Ah! Ya lo vas a ver. Te agrego que es indocumentado. No existe. ¿Sabés lo que significa eso?
—Sí, claro.
—Nadie lo puede buscar porque no existe.
—Pero hay cientos, miles de esos.
—Indocumentado. Analfabeto.
—¿Y? Conozco cientos así, está lleno de pibes que no tienen documentos, no saben quiénes son y no saben ni leer ni escribir, los arrean como ovejas y los llevan a los puterios del interior, o más lejos. Si no es sexo, es droga, si no es droga, es contrabando…
—¡Qué patética estás hoy! Te agarró la justiciera. ¿Con quién garchaste últimamente?
—Por qué no te vas a…
—¡Basta de palabrotas, por favor! ¿Sabés lo que es desgrabar todos tus insultos? Andá a ver al muchachito ese, compralo como te pedimos de tan buena manera, y después me decís si hay cientos como ese.

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