La Reliquia, cap. 14 «Malleus maleficarum»

XIV

Malleus maleficarum


Ese mes de descanso obligado relegó a Sun Tzu. No estaba de ánimos para involucrarse con el arte de la guerra; más dispuesto a la furia que al razonamiento medido y la palabra pausada.
Fue el propio “Pérez y Pérez” quien le impuso la licencia. Así le fue informado: una imposición, pero no fue su jefe quien se lo comunicó. Para joderlo le mandó un recado por un cadete que huyó a la carrera luego de entregar el mensaje. Solo le quedaba aceptar. Cuando “Pérez y Pérez” trataba así a algún subordinado, era porque estaba enfurecido; y ese hombre de carácter afable y hasta risueño, se volvía cruel al extremo si se lo proponía. Era un experto en el arte del engaño y la traición, y Podestá sabía a ciencia cierta que no era de fiar. “Pérez y Pérez”, cuando lo criticaban por sus modos circunspectos, recurría a la ironía.
—Si no fuera quien soy –discurría en sus clases magistrales– sería un buen político. Me sobra discurso y me falta ética.
Disfrutaba con aquello de “que se doble, pero que no se rompa”, contradiciendo a Alem. Así pensó sobre el futuro de López Huidobro, “que se doble, pero que no se rompa”. Hasta que fue convocado por el asunto del rosario. Verlo expuesto sobre la amplia mesa que Reinafé hizo acomodar para su exhibición, terminó por convencerlo de que su antiguo compañero estaba en los límites del infortunio, de la fatalidad organizada en castigo.
Hubo pocas palabras entre los hombres en esa oportunidad. “Pérez y Pérez” ni trató de explicar la tramoya, tampoco Reinafé se lo pidió; dejó en sus manos la forma que tendría el fin de la carrera del “descarado ese”. Lo que no habría era indulgencia, se lo aclaró de entrada. No era posible. El sistema de obediencia debida no lo permitía. Era un problema de principios (explicó apelando a sus modales más serenos), hacía a la fisonomía estratégica de la Institución, y esa no podía ser menoscabada bajo ningún punto de vista. Tolerar la indisciplina por el simple capricho personal, la ruptura de la cadena de mandos, la trampa aviesa contra un superior, equivalía al certificado de defunción de las fuerzas. La disciplina ciega, el respeto a la cadena de mandos y la fidelidad a los jefes superiores era la esencia de su historia y la clave de su supervivencia. Solo los revolucionarios que abrigaban sus díscolas intenciones bajo la bandera celeste y blanca de la desobediencia, apostaban a ese quiebre extraordinario, en medio de una batahola insurreccional organizada. Y por eso era conveniente jerarquizar el concepto de la obediencia a ultranza, el respeto a la cadena de mandos, y ni hablar del comportamiento leal y sincero al servicio de un superior. Sin esa “santísima trinidad”, no había futuro.
Cuando alguien señalaba que la nación era producto de una insurrección contra el ocupante inglés, que los insurrectos conformaron sus propias fuerzas militares en el combate y eligiendo sus jefes en asambleas multitudinarias por voto directo, que hasta el nuevo gobierno se constituyó producto de una rebelión ciudadana y que también extraordinarias desobediencias hicieron posible la nación que disfrutábamos, arrojaban sobre la mesa la orden de captura y asesinato contra “La Reliquia”. Eso era lo que pensaban de esas “milicias plebeyas ciudadanas” ¸ de esos “chisperos” insurrectos portando sus intimidantes dagas y pistolones contra la parte “esclarecida de la ciudadanía” a la espera del revoloteo de un pañuelo blanco para deshacerse de los oponentes, y de las “geniales desobediencias” como algunas “cabezas frescas”, frívolos replicantes de indisciplinas, querían presentarlas. Por otra parte, Reinafé quería dejar claramente establecido que ningún mérito pasado, aminoraba la canallada presente de violar ese sagrado mandamiento.
Sin embargo, y en muestra de la tolerancia que los nuevos tiempos imponían a las conducciones, se aceptó que no sería tratado como un discrepante, ni incluido en la fatídica lista de los “caínes”, los traidores que apuñalaban a sus propios hermanos. Aunque no podría esquivar la condición de liquidable. Como compensación, por su legajo, por sus méritos pasados, no tanto por el desgraciado sino para su entorno y su propio y meritorio jefe, Reinafé aceptó que ingresara a la historia no como un rufián, un vulgar falsificador, sino como un héroe. Consintió hacer del caído, un prócer moderno.
La modernidad necesitaba nuevos próceres. El sistema contaba con poderosos medios para hacerlo. Diarios, revistas, libros, películas, series, redes sociales, un arsenal para inventar un alegórico relato de quienes fueran elevados al rango de prohombres de la nueva civilidad. Banderas a media asta para expresar el luto oficial por la muerte del prohombre, fanfarrias extraordinarias sonando himnos de inmortalidad, napoleónicos mausoleos y monumentos fastuosos para recordar su memoria, calles en todos los pueblos con el nombre del falso héroe. Los nuevos próceres iluminarían el porvenir.
A los apolillados de la guerra de la independencia del siglo XIX, se los toleraría algún tiempo más por inercia de la historia. Luego los reemplazarían por inofensivos animales. Flora y fauna, nada de héroes de la mitología guerrera de la independencia.

Con el sobrevivo milagroso, ya ajustarían cuentas. Más tarde o más temprano lo capturarían para terminar con su perorata de “ni amo viejo, ni amo nuevo. ¡Ningún amo!”, con la que intoxicó la conciencia de numerosas generaciones. Pero, sobre todo, para liquidar el mito de la desobediencia patriótica que ejerció en más de una oportunidad, contradiciendo las órdenes superiores. Se le ordenó jurar fidelidad a su majestad el rey de Inglaterra, no lo hizo; se le ordenó no izar bandera, y lo hizo; se le ordenó no presentar batalla, y lo hizo. Como ocurre con las calamidades, una desobediencia justificó la otra. Como la de aquel, que dio la espalda a la orden de Buenos Aires y cruzó los Andes en campaña libertadora. Pero no terminó en ellos el ejercicio de la desobediencia. Su ejemplo cundió a lo largo de los años, las décadas, los siglos. Si no fue en Tucumán, fue en Ituzaingó; si no se llamó Pomar se llamó Cattáneo, Tanco; Cogorno, Philippeaux. Si no fue por tierra, fue por mar; si no fue por mar, fue por aire. El argumento repetido fue la “desobediencia patriótica” inspirada por aquellos a los que se los llamaba “padres de la patria”. Y esta era una desviación que había que corregir. Los poderosos del planeta lo exigían, y sus perduellis se comprometían a cumplir el pedido. Por suerte, decían, la desobediencia en Malvinas quedó solo en amague.
Se rumoreaba en los laberintos burocráticos de la organización, que estaban a tiro del aniquilamiento de la fantasmal reliquia. Se preparaban algunos contingentes de tropas especiales para una operación que “entraría en los anales de la historia” por su brillante ejecución y sus magníficos resultados. La captura y muerte del prócer eterno, mostraría al mundo que habíamos aprendido de la historia y explicitado definitivamente nuestra voluntad de resultar simpáticos al mundo civilizado, que esperaba de nosotros un comportamiento sosegado, propio de aquellos territorios organizados en el sistema universal de la dependencia.
Los combatientes de Malvinas, por su parte, eran héroes inconvenientes en el nuevo mundo de fines del siglo XX y de la nueva centuria. Estigmatizados como los “chicos de la guerra” o “los locos del casco”, eran inconvenientes, como suele ser inconveniente todo héroe vivo que enfrentó valiente a brutales conquistadores. Alzarse en armas contra los poderes establecidos, arrojarse a la muerte para enfrentar a aquellos que modelaron el mundo contemporáneo desde siglos atrás, era una afrenta imperdonable que convenía no agitar. El olvido, los fármacos y el suicidio, sustancia de la “desmalvinización” como se la llamó, era todo lo que podían esperar del Estado, esos que batallaron al colonialismo con las armas en las manos.

Fabricar héroes era una propuesta apetecible, buena para la sociedad que reclamaba ejemplos y a la que se quería convencer de la grandeza institucional de la Agencia y el portentoso futuro que de su mano disfrutaría el soberano. Se trataba de ofrecerle el paradigma de nuevas heroicidades. Y por añadidura, resultaría estimulante para los demás subordinados, quienes hasta podrían considerarse en capacidad de aspirar al más notable de los reconocimientos. Con eso, creía Reinafé, daba muestra de su generosidad y ecuanimidad.
Lo despidió como era su costumbre, una palmada en la espalda, ese gesto paternal que practicó desde joven, y dándole tranquilidades sobre su feliz destino, en un camino despejado para el éxito de los planes elaborados para zanjar el espinoso asunto.
A decir verdad, “Pérez y Pérez” tampoco estaba seguro de que a esa altura de los vicios y las impertinencias el proyecto resultara posible. Le ofrecería a Podestá el bronce a cambio de una última misión. El “Vasco” tenía aún una clara inteligencia y comprendería que la propuesta lo pondría al alcance de las emociones de la muerte. Sabía que le diría, como en cada oportunidad que se rozó el problema de la muerte, “de algo hay que morir”, como si se tratara de un asunto intrascendente.
Para favorecer su plan, “Pérez y Pérez” lo autorizó para que ejerciera el derecho a la propiedad de ese experimento andrógino que Marian preparó durante algunos años, y en el que mucho dinero invirtió Podestá, aspirando a una obediente compañía en el final de su vida. Marian tenía la orden de contactar a su amigo senador, para lograr que este presentara a “su muchacha especial”, en algún evento coqueto en el que se luciera. Donde Marian dijera, Podestá se haría presente para concretar el enlace.
El coronel conoció a Abigaíl por fotos, las miraba con ojos de coleóptero más allá de los pliegues jugosos de las curvas, las tocaba como si fuera un ciego ante un jeroglífico en Braille, con fruición de perfumes agudos, con pasión de carbones encendidos, con anhelos de sumergirse en ese cuerpo como piedra en el agua; e imaginaba el sudor al húmedo tacto derramado en el momento exacto del sexo entre los amantes.
En alguna oportunidad, tras un falso espejo, observó la metamorfosis que Marian prometió; detrás del vidrio, el rostro cruel, tenso como una máscara, dura argamasa cruel y sanguinaria, solo especulaba para cuándo estaría lista su ninfa, mientras fascinaba frenético la imagen solitaria de ese cuerpo de helechos, de líquenes, de espumas, asombrando los ojos con sus contorsiones de olas de un mar balando a la luna encaramada.
“Pérez y Pérez” aceptó el pedido de Podestá de incluir, en gastos reservados, los fondos que necesitase para atender a su “amorcito”, cómo socarronamente las prostitutas del burdel de Marian la llamaban. Poco tiempo después, cuando creyó oportuno, le propuso una maniobra audaz contra los relicarios, un último servicio antes del retiro. Hasta podría ser trascendente y un tiempo de revancha para el propio sentenciado. Al “Vasco” le atrajo la audaz idea de usarlo como cebo, tentando el espíritu de venganza de los rebeldes “Pérez”.
Un consejero le manifestó a “Pérez y Pérez” sus reservas sobre la operación y su decisión de involucrar al “Vasco” en el asunto. Le dijo claramente, aunque no lo dejó asentado en ningún informe (no por prudencia sino por cobardía), que le parecía arriesgado aprovechar los vicios de López Huidobro para una jugada de impredecibles consecuencias. A esa altura de las circunstancias, corría demasiada droga por las venas del oficial. Pero ese no aparecía como el mayor inconveniente. No. Si no su persistencia en adquirir narcóticos a proveedores de muy dudosa calidad. El consejero le advirtió a “Pérez y Pérez” que la sustancia conocida como “Juana de Arco”, era un cóctel peligroso, y que Podestá estaba abusando de su uso sin atender a las advertencias que los profesionales le habían hecho en cada oportunidad en que pudieron, que no fueron muchas, dada la hostilidad que el “Vasco” mostraba a quien quisiera aconsejarlo sobre sus placeres.
Así lo declaró ante López Teghi, por escrito, cuando las cosas se habían puesto espesas entre los dos jefes y el cadáver de Podestá ya había pasado por la morgue para su autopsia. Cuando el hombre le señaló a “Pérez y Pérez” los riesgos de la iniciativa, este le habría respondido sin emoción: “Son riesgos que a veces hay que correr. El Vasco estaba en perfecto dominio del asunto”, algo que nadie podía corroborar, y que él negó terminantemente, como era de esperar. “No recuerdo nada de eso”, hipócrita dijo desacreditando la acusación. Salvo sus superiores –los que también negarían todo porque el destino de Podestá había quedado en manos de su propio jefe– nadie estaba al tanto de esa maquinación. El único testigo de la sinceridad de “Pérez y Pérez”, estaba tieso sobre la marmórea mesa del forense, intoxicado hasta la muerte. López Teghi le tiró a quemarropa su interpretación del asunto. “Usted lo puso ahí para que lo maten –lo acusó suelto de cuerpo el “CEO”, como lo llamaban–; así resolvió dos problemas, se sacó de encima a un subordinado que fue ejemplo nefasto de su incompetencia, cerrándole la boca para siempre, y eliminó varias piezas que nos hubieran permitido terminar con ‘La Reliquia’ y su banda.”
La solo insinuación de la traición puso en su punto más caliente el enfrentamiento entre ambos capitostes. Aunque “Pérez y Pérez” no respondió airadamente a la proposición de su contrincante como muchos esperaban. Los más bichos comprendieron que en algo acertaba el exceliano “CEO” en sus acusaciones.
Reinafé debió interceder aceptando una reunión a pedido de López Teghi. En el corazón mismo del poder de la Agencia, “Pérez y Pérez” terminó de exponer su versión de los sucesos desde antes que se encontrara el cadáver del “Vasco”. En la conversación le dejó claro a López Teghi que no había ni capricho ni insolvencia en todo aquello, y que esperaba de su parte discreción de equipo, solidaridad con los mandos, precaución en las palabras. López Teghi estaba dispuesto a muchas cosas en beneficio de su propio gobierno, pero no a quebrar la disciplina de cuerpo indispensable para no soliviantar las estructuras de poder en las que él mismo se referenciaba.
A pesar de sus objeciones, compartió el destino final de la fallida operación, dejando sonar las campanas de su WhatsApp en fúnebre canción para el último de los condenados. Después quedaría a cargo de la Institución y dejaría que su ocasional rival brillara por el mundo en viaje de trabajo y estudio.
“Pérez y Pérez” manejó personalmente todo el conflicto con Podestá. Uno de sus superiores, alguien con quien tenía un trato preferencial, aceptó sus planteos sobre lo inconveniente que sería convocar al coronel a un pleno con todos sus pares luego del fracaso en el norte de la operación “La Reliquia”. Lo convenció de que una reunión con todos ellos después de ese fiasco solo depararía mayores contratiempos. Conociendo al camarada como él lo conocía, estaba seguro de que este haría lo imposible por embarrar la cancha con sus recriminaciones. Además, le dijo, que el asunto del rosario ya era un tema excluyente para el mandamás y que no estaba en su voluntad que trascendiera a un círculo mayor del que ya tenía conocimiento. Sostuvo que así se lo expresó en una reunión que mantuvieron. Necesitaba resolver ese problema porque se trataba de una cuestión de Estado, y ventilar el desgraciado suceso solo acarrearía conflictos mayores. Se necesitaba mucha prudencia y poca vehemencia.
Sobre las desobediencias de Podestá había poco que argumentar. ¡Tantas veces discutió con él ese asunto que había perdido la cuenta! Le explicó con paciencia franciscana la cuestión esencial de la disciplina. Le dijo que había decisiones de las que los subalternos no podían ni debían conocer sus razones, debían limitarse a acatar y nunca a reclamar explicaciones y menos a cuestionar. No figuraban en los reglamentos de la Agencia ninguno de esos derechos. Pero a Podestá todas esas palabras le resultaban intrascendentes. Díscolo y rudo, el coronel estaba al acecho, esperando la oportunidad de pasar la factura a quienes decidieron asuntos trascendentes de la fallida operación, sin considerar siquiera sus sugerencias.
Responsabilizaba a todos esos mandos por el fracaso, sin saber quiénes, en realidad, habían tenido alguna participación en el asunto, sin conocer si había alguna explicación para justificar que todo terminara como terminó. Pero por sobre todas las cosas, a pesar de ser un asunto realmente menor, Podestá quería saber a toda costa quien fue el latoso que lo chicaneaba cuando se comunicó con su jefatura pidiendo instrucciones tras la captura de los “Pérez”, luego del fracaso de la operación. “¿Dónde está el boludo ese que me jodía diciendo ‘hágase cargo… hágase cargo’? ¿Quién era el boludo?” A los gritos reclamaba una respuesta. Nunca supo quién, convenientemente escondido, le gritó en el pasillo que lo llevaba a su despacho, “¡Callate vinilo! ¡Dejate de hacer cagadas!” Entre varios tuvieron que contenerlo para que no llevara la trifulca a mayores. A pesar de que no pudo individualizar al de la comunicación ni al del grito, iba a trompear a quien fuera, con tal de descargar su ira. Para su suerte, impidieron su cometido. Estaba gravemente penada cualquier agresión física contra un camarada. A empujones, “Pérez y Pérez” en persona con dos mastodontes de seguridad, lo hizo retirar de la base ese día de furia.
Al contrario de lo que se podía esperar del “Vasco”, aceptó la licencia impuesta sin demasiadas protestas. Estaba fatigado. No sabía si atribuirlo a las tensiones que le impuso el fracaso, a su edad, que ya hacía sentir ciertas dolencias hasta entonces desconocidas, o a la infeliz combinación de ambos. Por otra parte, comía mal y dormía poco. Y estaba muy enviciado. Su jefe le recriminó los vicios.
—De algo hay que morir. –Respondió justificándose. Una respuesta a la que “Pérez y Pérez” ya estaba acostumbrado a escuchar.
En verdad, no le vino nada mal descansar ese tiempo y dedicarse a algunas lecturas que no eran las habituales. Ni Sun Tzu ni Lidell Hart; ni Haushofer ni Mackinder. Se refugió en Mahler y en los textos esotéricos. Mahler lo comprometía. Los textos esotéricos lo divertían. La música y la lectura completaban su particular visión de los asuntos diarios del trabajo y de la vida cotidiana.
De Mahler amaba su segunda sinfonía, “Auferstehung”. Prefería, a todas, la versión de Leonard Bernstein con la Orquesta Sinfónica de Londres. Aunque tenía una colección completa de grabaciones de esa obra dirigidas por el maestro al frente de otras orquestas. Se regocijaba con su audición, “a pesar de su condición de judío”, como manifestaba ante quienes exponía su predilección por el músico.
En más de una oportunidad, se lo había escuchado acompañar el canto de la soprano y la mezzosoprano en perfecto alemán y con rigurosa entonación. Era un talento desconocido para la inmensa mayoría de sus camaradas.
Lo que más le fastidiaba del músico de Massachusetts, por encima de su condición judía, era la de aportante a los Pantera Negra y su Black Power. Subsidiar a esos “negros de mierda” lo exasperaba. Hacía un gran esfuerzo para abstraerse de ese comportamiento político de Bernstein, y limitarse a disfrutar la ejecución de la sinfonía bajo su batuta. Lo divertía el histrionismo que el director ponía en escena cuando asumía la conducción de una orquesta. Lo que para algunos resultaba exagerado, para él resultaba cautivante. Era un actor en la piel de un director de orquesta. En más de una oportunidad imitó sus movimientos, mientras sonaba en su moderno equipo de música el CD con la grabación mahleriana.
Su afición a la música sinfónica se completaba con su admiración por Friedrich Von Schiller, de quien recitaba de memoria muchos de sus poemas. Se exaltaba cuando se trataba de la “Oda a la Alegría”, en el final Coral de la novena de Beethoven, ninguna como la interpretación de Furtwängler al frente de la sinfónica de Berlín. La declamaba íntegra y apasionadamente, ¡O Freunde, nicht diese Töne! ¡O Freunde, nicht diese Töne!, repetía solemne, abrazado a una tiniebla de eucarística ternura, acongojando las palabras en una paz excéntrica y desesperada.
En una noche de óleos y acuarelas empapadas en alcohol, fue la negación de ese poema “sublime” lo que lo excitó colérico hasta el orgasmo. Fue cuando esa extraña figura tan andrógina como psicodélica (su ninfa, su nenúfar), solfeó a Lorca con la precisión de un metrónomo sensual, goteando sexo en cada verso, exponiendo a la intemperie su libido hambrienta y que prometía combinarse palpitante con los fuegos de “Juana de Arco” corriendo maravillosa por sus venas y arterias.
Sus lecturas reclamaban silencio, recato y concentración. Sentado en su sillón hamaca frente al escritorio, que reposaba bajo una ventana amplia que entregaba una luz macilenta, pero uniforme, vestida con dos delicadas cortinas de seda salvaje teñidas al tono rojizo del mueble, leyó esos textos hieráticos.
El escritorio lucía en perfecto orden, solo así disfrutaba la lectura. El equilibrio preciso le devolvía armonía, no había nada fuera de lugar sobre el pupitre. Apilados a la derecha del mismo y en cuidadoso orden, unos libros describían una especie de pirámide escalonada reproduciendo la delicada arquitectura maya, de mayor a menor, de abajo a arriba. Se notaba esmero y delicadez en la precisa distribución de los volúmenes. A medida que leía esos libros que componían la pirámide, los iba acomodando en alguna de sus cuatro enormes bibliotecas, atestadas de volúmenes llenos de anotaciones ininteligibles en su mayoría.
El “Malleus maleficarum” se volvió su preferido durante ese mes. Hurgando en una vieja librería de la Avenida de Mayo encontró un volumen algo deteriorado, pero que conservaba todas sus amarillentas hojas. Salvo algunos subrayados, probablemente realizados por su antiguo dueño, el libro estaba en buenas condiciones. El precio, aunque importante, no le pareció excesivo, tratándose de una obra que era, sin lugar a dudas, una rareza en una librería porteña.
¡Martillar “brujas”! ¡Qué proposición! Martillar “brujas”, martirizar “brujas”, “brujas” contemporáneas, no aquellas perdidas en los repliegues del medioevo. De carne y hueso, puras “brujas” sangrantes, martillarlas hasta reducirlas a una pasta rojiza, pestilente de sus heces, irreconocible al ojo humano, que extinguiera en el martirio las pretensiones destructivas de alterar el orden natural establecido de parte de esas “brujas” advenedizas y especuladoras. En el Éxodo estaba dicho, “no dejarás con vida a la hechicería”. Y repetía como número mágico “22:18”, fuente de razón y justicia divina. Amparado en el texto sagrado, todo lo que quedaba era disponer el ajusticiamiento con las modernas brujas de la perdición. “Con las mujeres –sostenía– nació el pecado que pervirtió el alma de las todas cosas; el pecado original que, al despojarla de la gracia divina, fue la palanca que se usó para derribar todos los reinos del mundo, porque todos los reinos del mundo fueron derribados por mujeres. Una mujer se muestra hermosa, pero solo lo es producto de su falsa apariencia, y tras esa falsa apariencia que desvive a los hombres, agazapada aguarda su traición, contaminando a la víctima con su tacto sutil, su roce sensual, su aliento lujurioso, para al final llevar a la muerte a quien desgraciado convive con ella.”
El rebuscamiento inquisidor ofrecía, de paso, soluciones inexploradas para quien se jactaba del conocimiento profundo de las verdades surgidas de los grandes estrategas que a veces, por qué no, se toleraban recurrir a los favores de fuerzas misteriosas, que ayudaban a atomizar a sus oponentes en porciones precisas de apocalipsis.
¡Martillar “brujas”! Y extender el martilleo exterminador a todas las mujeres. ¡A todas las mujeres!
Se lo habían escuchado en más de una oportunidad, alegre o iracundo, reflexivo o doctrinario, repetir sarcástico “las mujeres son una calamidad”. Y seguir con una frase que se hizo frecuente en su discurso: “pruebas al canto”, para dar lugar a un soliloquio antifemenino extremo. Pasaba por misógino. Era una apreciación superficial.
Fluía en su memoria aquel relato paterno sobre el 17 de octubre del ‘45. Esas mujeres de baja condición que provenían de los lugares apartados del gran Buenos Aires, donde la masa proletaria tenía su asentamiento lejos del centro elegante de la capital. “¡Primero fueron las anarquistas y las comunistas! ¡Después vinieron las peronas (como las llamaba) a exhibir sus impudicias!”
Recordaba escuchar el relato pormenorizado sobre el contraste entre la hispánica Avenida de Mayo, con sus edificios de arquitecturas exuberantes, con la pobreza de los barrios obreros en la geografía suburbana. Y la diferencia entre esas mujeres de condición acomodada, vestidas a la moda y caminando sin sobresaltos por el barrio Norte, por Recoleta, por Palermo, con esas sudorosas mujeronas de los frigoríficos, las curtiembres o las fábricas textiles. Unas, yendo a disfrutar una zarzuela en el elegante teatro Avenida, a pasos del Tortoni que estiraba su porteñísimo espíritu hasta el propio adoquinado, mientras unos músicos de fuste hacían escuchar músicas que sublimaban en alma. Las otras, “revolcándose con algún tipejo de similar condición social”.
Y mientras las damas asistían con sus encajes a los exquisitos conciertos en las galas del teatro Avenida, de repente “apareció esa horda”, desesperaba el padre, de hombres y mujeres de aspecto lamentable, todos “crotos”, sucios de trajinar kilómetros y kilómetros con sus bolsines a cuestas, que hundían sus pies en las redondas fuentes de la Plaza de Mayo para aliviar el trajín de la kilométrica caminata. ¡Qué espectáculo! Y por las calles aledañas venían “esas peronas, verdaderas atorrantas que se atrevieron a la política, hasta el voto”, que portaban unas tacuaras altísimas, de varios metros de largo, ensartados en sus puntas, corpiños y bombachas, como la enseña de una impudicia proletaria, que se había llegado a las puertas mismas de la casa de gobierno a reclamar la libertad de un “ignoto coronel, demagogo y avivado”, en pareja con “una prostituta arribista veinteañera”, como los describía su padre en cuánta oportunidad se presentaba.
Y entre bombachas y corpiños flameando en la punta de las enervadas tacuaras, se escuchaba estridente “¡Perón!” – “¡Perón!”, grito que se repitió durante horas y malquistó los tímpanos de la gente educada. “¡Perón!” – “¡Perón!”, quedó flotando durante días en los alrededores de la Plaza de Mayo, junto a los perfumes proletarios de los manifestantes.
Su padre le dijo con cierta angustia, que “nunca, nunca, pero nunca” (y en la repetición exageró para darle a sus palabras un ribete dramático), se olvidaría de esos sucesos. Recordaba sus exactas palabras aprendidas en las sobremesas familiares.
—Fueron días que ensombrecieron el alma de la patria, –decía con tono funesto– y fueron el origen seguro de otras aberraciones que poblaron la geografía con sus delirios reivindicatorios. Tanto correr anarquistas, tanto perseguir comunistas, para que ese aluvión zoológico viniera a instaurarse en la vida republicana de la Patria. Salvo los días decadentes del fin del ‘Peludo’ –agregaba con un gesto de asco– entre orines y diarios fraguados para el inútil jefe radical. Porque no sé si saben que a Yrigoyen le escribían un diario para entretenerlo, porque el viejo líder radical ya estaba senil –explicaba didáctico una mentira transformada en dogma–. Nada fue peor para la República que esos diez años ruinosos. ¡Y lo que se prometía era mucho peor! Por suerte nos salvó el cáncer. ¡Viva el cáncer!”
Y ni hablar de aquellas que en medio de una huelga ferroviaria corrieron a sus propios maridos por cobardes. Su padre había sido protagonista de esos sucesos, y hasta salvó el pellejo porque nadie corría más ligero que él, si se presentaba la obligación de huir a la carrera.
Las mujeres llamaban a sus maridos huelguistas “borregos”, porque sabiendo que eran objeto de seguimientos e investigaciones, se negaban a tomar medidas drásticas con los alcahuetes y espías rompehuelgas.
Las mujeres estaban alborotadas por las amenazas que la autoridad policial y de inteligencia hacían prometiendo cárceles y torturas hasta quebrar la huelga definitivamente. El presidente en persona se los había reclamado. Era el mismo que pactó para alcanzar la presidencia, para luego del triunfo y a la vuelta del mismo, ahicito nomás, traicionar sus promesas sin tapujos.
Las mujeres les mandaron decir que no las asemejaran con las vacas abúlicas que marchaban por la manga al matadero indiferentes, con esa mirada inicua y complaciente de quien asiste a su propia ejecución con pasmosa alegría. Y que, si no se iban del pueblo, les darían una lección que no olvidarían en su vida.
Los agentes fanfarrones se burlaron de la advertencia. Hacían chistes soeces sobre la sexualidad de las esposas proletarias, campesinas, amas de casa. Se burlaban de la hondura de sus vaginas y de los olores de sus entrepiernas. Y agregaban de palabra centímetros inverosímiles a sus penes, para alardear del tamaño de su hombría, que iba a demostrarse bastante menor, tanto como el tamaño real de sus genitales.
Descubierto el lugar en donde hacían base para el espionaje, las mujeres, cumpliendo su amenaza, lo rodearon por decenas, y comenzaron a apilar leña a su alrededor. Traían troncos pequeños, grandes, resecos, que fueron depositando describiendo un anillo dentro del cual quedó el galpón en donde paraban los alcahuetes y de dónde partían para sus fechorías antiobreras. Los soplones podían ver los preparativos de la hoguera incapaces de intervenir. Si hubiesen realizado un solo disparo, los habrían pasado por las armas al instante.
La montaña de leña se hizo enorme. Alta, consistente, prometedora pira de un fuego aleccionador. Con algo de imaginación, hasta se podía predecir el crujir de las ramas ardiendo mientras las llamas se elevaban al cielo buscando chamuscar los reflejitos coloreados que despintaba la tarde por capricho.
Sin embargo, le dijo su padre, hasta que se encendió la primera chispa, todos creían que el asunto solo se reduciría a una simple amenaza, para imponerles un límite, o sugerir que cesaran en sus actividades contra la huelga. Eso no sería inconveniente. Darían algunos pasos al costado, dejarían bajar las aguas de la ira, y volverían a sus labores de instigadores. Pero una mujer, al grito de ¡Viva la huelga ferroviaria!, lanzó una tea a la montaña de leños, que ardieron con una velocidad inusitada, contra el pronóstico de los alcahuetes.
“¡Hijas de puta! ¡Hijas de puta!”, gritaban los hombres sitiados mientras el fuego se expandía a lo ancho y a lo alto. “¡Locas de mierda! ¡Hijas de puta! ¡Locas de mierda!” Por más que gritaran los acorralados, el ruido de las llamas disimulaba sus alaridos lastimosos. De nada servía que gritaran los espías con destino de juanillos en las celebraciones de San Pedro y San Pablo. Debieron salir carpiendo de la base. Pasar por encima de la furia de las llamaradas y por delante de las mujeres embravecidas. Y a medida que pasaban, las mujeres los aporreaban, se burlaban de sus cuentos sobre el largo de los penes y las bravuras de sus coitos. Del cagazo que se pegaron, sus penes se redujeron a un cartuchito de poca monta, tan flácidos, tan fáciles de quebrar, como la cáscara rugosa de un maní quemado.
Escaparon, “como ratas por tirante”, dijeron las mujeres victoriosas. Si los rompehuelgas se hubiesen atrevido a girar la vista, habrían visto a las señoras hacerles los gestos más obscenos que pudiera hacer una mujer que contempla huir a un cobarde a la carrera. Justamente indicándoles la hondura de sus vaginas y los olores de sus entrepiernas.
Esos relatos de su padre formaron su conciencia. Mientras la imagen del padre se agrandaba, la de su madre entraba al desván de los trastos en desuso. De ella nunca hablaba.
Sobre las enseñanzas paternas afirmó la propia experiencia y consolidó sus convicciones sobre todos los males que las mujeres propagaban.
En su catálogo de abominaciones figuraba la noche en la capilla con esa monja del rosario de finas perlas negras, albergando subversivos y soliviantando conciencias; las locas que daban vuelta en la Plaza de Mayo; las obreras del Swift desafiando fusiles, y ya más acá en el tiempo, esos “carnavales grotescos –como los describía– que se organizan una vez al año para juntar miles de aborteras, lesbianas sodomitas, en algo que llaman Encuentros de Mujeres”. Alguna vez lo mandaron a relevar esos eventos, y filmar y fotografiar los sucesos ridículos que secciones de la Agencia organizaban alrededor de las Catedrales, de los lugares, donde se reunían esas multitudes de mujeres.
No tenía dudas. Las mujeres eran una “calamidad de la especie”. Un “subproducto” de la humanidad, un gambito de una mutación equívoca. “¡Las sirvientas a la cocina!”, repetía a menudo, ante la mirada asombrada de sus camaradas.
¡Martillar “brujas”! ¡Martillar “brujas”! Hasta que no quedara, sino esa pasta enrojecida, tumulto de huesos y tejidos aplastados. Lo sugeriría cuando se presentara la ocasión, alentando la reconstrucción de la moralidad y la nacionalidad puestas en jaque por esa horda de mujeres calamitosas.
Con ese humor hasta se diría disipado, respondió a la citación que su jefe le informó por un mensajero, para esa mañana, luego de treinta días de relativo sosiego. Ya se habían entrevistado en otras oportunidades cuando “Pérez y Pérez” lo puso al tanto de sus decisiones. Pero en la que no mencionó el asunto desgraciado del rosario, algo de lo que no le habló en ninguna oportunidad. Podestá iba a la reunión sin sospechar con certeza de su verdadero destino.
La visita al despacho de su superior le devolvió recuerdos almacenados en todos los sedimentos de su memoria. Días de guardianes victoriosos, de infiernos avivados, de muertos y saqueos, de oscuros osarios de substancias humanas; gratificantes días de esos años de plomo y de audaz compromiso con el régimen militar.
Los sonidos que provenían del salón en el que iba a entrevistarse con su superior, susurros distorsionados que fluían caprichosos, los asociaba –influido por su reciente lectura de la histeria brujeril del Malleus maleficarum– al canturreo monótono de esos jueces eclesiásticos repitiendo al unísono los versículos del manual de los inquisidores de Aymerich (a quien había conocido también por esos días), mientras unos corifeos desnudos daban saltos y describían cabriolas zangoloteando el sexo para divertimento de los priores de los fuegos, que esperaban aparearse con ellos a la luz de unas antorchas siniestras, que no eran sino los cuerpos crepitantes de los condenados por supuestas herejías.

Los olores apenas penetrantes del aseado vestíbulo que precedía como antecámara al despacho de su superior, lo remitían también a sus recientes lecturas. Asimilaba, antojadizo, los vahos delicados del aseo, al perfume de la pregonada santidad del cadáver de Torquemada, que un poema descubierto por azar le permitió conocer. Mientras ascendía ceremonioso la amplia escalera, recitaba para sí, con voz trémula y dicción preciosa: “No tengas pena por los tornadizos, / en apariencia, conversos; / pero cuyo corazón sigue como hollín / del infierno; sufrirán como perros, / así Dios lo quiso, pero volverán de rodillas, / sumisos, blanqueados, aceptos de Dios, al fin…”
Torquemada pudo ser su refugio temporal frente al desasosiego del fracaso; con sus matices dulces y placenteros, incorrupto y milagroso, protegido por esos imaginarios ángeles vestidos de blanco, impolutos, de rubia y ensortijada cabellera, que exhibían un delgado bigotito rubio, nacarado, bajo la recta nariz de perfección griega. Ángeles exterminadores, azraeles subidos al paraíso sin probar el gusto amargo de la muerte, imponiendo la ley sagrada a la humanidad recelosa. El inquisidor español lo inspiró, cuando atribulado discernía sobre estos tiempos de la modernidad, que el coronel caracterizaba como de moral escasa y lasciva.
“Se perdió la moral”, repetía a sus subordinados, quienes lo miraban entre risueños y asombrados. “¡Se perdió la moral!” Deseaba gritar ante la indiferencia de sus banales superiores. “La pérdida de moral –precisaba– conduce a la frustración y a la derrota.”
¿Cuántas veces había arengado a sus hombres sobre ese asunto? La más presente era la de aquel vuelo de la muerte del que conservaba ese hermoso rosario de cuentas negras. La moral, por encima de la experticia, era su sentencia. Recordaba con perfecta exactitud las palabras dichas en ese memorable vuelo: “las guerras se pierden cuando se quiebra el espíritu, cuando se disipa la moral del combatiente”. El profesionalismo no es la moral del guerrero, es solo su vehículo, explicó adusto en aquella oportunidad, mientras las aspas del helicóptero aturdían con sus crueles onomatopéyicos. El profesionalismo desprovisto de la moral –la razón última del combate– era como un cuchillo que carecía del filo justiciero. El filo acerado, el filo ajusticiador que redimía, el filo exterminador lo daba siempre la moral, y la moral era ¡el amor a la causa! ¡Actúen con amor a la causa!, reclamaba a sus subordinados. El amor a la causa común, por encima de la individualidad mezquina, era la virtud en su condición suprema, glorificación del espíritu, estadio superior de la virtud humana, que les daría en comunión la sagrada victoria a pesar de la muerte. Paranoia y religión se fundían en sus razonamientos hasta amalgamarse, en un abrazo perturbador.

Diría Sun Tzu (¡siempre había que volver a Sun Tzu!, se dijo convencido): “El verdadero arte de la guerra es hacer que el adversario pierda ánimo y dirección, que su ejército sea inservible. El mérito máximo es quebrar la moral del enemigo para que este desista del combate.” Volver a la gran moral, pensaba Podestá, era la cuestión en la que aspiraba a consagrarse.
El simple hecho de ascender por esa amplia escalera de mármoles blancos, reforzó ese estado de ánimo despreocupado que supo disfrutar en tiempos juveniles, y que, como en otras tantas oportunidades, lo dotó de agilidad espiritual y vigor físico para encarar cualquier empresa que se le propusiera.
Eran otros los tiempos políticos aquellos, en el que los poderes absolutos permitían disponer de vidas y bienes sin tantos escrúpulos y trámites burocráticos, a los que estaba sometido desde la constitucionalidad de sus servicios. Aborrecía el gobierno de los memorándums. Cuando el papeleo lo atosigaba, desaparecía, sin aviso, por una semana o más. “Pérez y Pérez” se había acostumbrado a ese defecto y lo había disculpado cada vez que provocaba el disgusto administrativo de sus superiores.
“Hombres de acción poco afectos a los documentos”, argumentaba en su defensa. Por ello recomendó a Diosdado como asistente. Pero el coronel odiaba al regordete aquel, lo consideraba apenas un correveidile administrativo, intrascendente. No escatimaba oportunidad para humillarlo, al grito de “¡gordo pelotudo!”, como lo llamaba.
Con el paso de los años se había acentuado en él ese modo de hombre como amanerado, peinado a la gomina, recurriendo cual fetiche al antiguo fijador Lord Cheseline, que un hacedor de recetas magistrales reproducía en exclusividad para él. Rechazaba usar el producto comercial más barato y tan eficaz como el otro. Solo se untaba con aquel que el alquimista producía, a un costo sideral, a su pedido; era un gesto que lo diferenciaba de otros que usaban algún fijador; despreciaba con absoluto rigor asemejarse al común de los hombres. Su rostro conservaba ese tono blanco y mostraba escasas arrugas. Bajo la piel, sin embargo, latía una descomposición que se manifestaba aleatoriamente de acuerdo a sus estados de ánimo. Lucía ese fino y cuidado bigote que estiraba el tajito rubio bajo la nariz recta. Luego de tantos años, inalterado, parecía tatuado con una delicadeza escandalosa, lo que podría haber explicado que ni un solo reflejo blanco se entrometiera con el rubio nacarino del fino y estirado bigotito.
Sus ojos perpetuaban ese fondo claro que lució desde el nacimiento, y sin ser de color celeste pleno, habían virado en algo, tal vez por los años, hacia un tono de cielo en la tormenta. Las iridiscencias de sus ojos desconcertaban a sus interlocutores. Disparaban unas centellas pequeñas, algo azulinas, algo verdosas, que siempre distraían al observador que intentaba escrutar aquel rostro que todavía lucía algo aniñado.
Mantenía aún su forma atlética (aunque mucho más delgado), que iba desde las piernas bien formadas y articuladas a la ajustada cadera no muy grande, que había adquirido ciertas redondeces femeninas. Su armoniosa columna vertebral no evidenciaba ninguna desviación, y como en su juventud, se proyectaba rectilínea hasta su amplia espalda musculosa.
El cuello se había ensanchado y ya no parecía de tamaño mediano, pero aun las dos gruesas carótidas a cada lado, parecían latir intermitentes con independencia, anunciando una enérgica decisión vital. Las arterias asumían una condición de robustos paréntesis que, a cada lado del cuello, acotaban la voluminosa nuez de Adán que siempre exageró su anatomía, para convencer de una masculinidad que ya no podía disimular ese sesgo andrógino enigmático.
Conservaba cierto aspecto seductor, y aunque AC en aquel entonces lo consideró más bien parecido a los galanes de las pretendidas películas pornográficas clase “c” que proyectaban de a tres en el cine Podestá, su arrogancia, su vestimenta y su figura, atraían la vista de los desconocidos que reparaban en él.
Advirtió que, en ese momento, lo atravesaba una sensación de sosiego como entonces, de despreocupación, y pensó en el próximo fin de semana con esa amante exclusiva (“exquisita”, se regodeaba), que había producido una madama para su regocijo, mientras alcanzaba los últimos escalones de la amplia y brillante escalera hacia la oficina que años atrás fuera el despacho del ministro-general. Ya había convenido con su proveedor algo de “Juana de Arco”, para la cruzada de ese fin de semana, entre los aterciopelados pliegues de “su nenúfar”, como la describía en sus pensamientos. A “esa chica especial” jamás se lo dijo, por el contrario, no demostraba ningún aprecio ni cortesía. Le hacía leer el pirograbado en el revés de la puerta del roperito del cuartucho: “Ahora las sirvientas, a la cocina”. “Su lugar en el mundo”, agregaba mordaz. Y repetía sus amenazas por si alguna vez violaba la prohibición de pasar de la habitación de servicio, al interior de su departamento. Con solo chasquear los dedos, una jauría hambrienta, de largos y filosos puñales en sus bocas, la despedazaría para devorarla en apenas un suspiro intrascendente. Cada tanto la golpeaba solo por mantener las cosas en su lugar.
Sin embargo, en soledad, la consideraba la exótica flor que encontró en aquella fiesta de artistas y charlatanes que también deseaban otros libertinos que se babeaban de solo imaginar ese cuerpo desnudo entre sus sábanas. Era suya, exclusiva, enigma de la noche, para apreciarla, para disfrutarla, para someterla. Ella, que como el loto azul egipcio florecía en la noche y se cerraba en la mañana, dulcificaba con sus humores psicodélicos los extravíos desconsoladores del maduro oficial, aunque ella nunca se diera por enterada. Abigaíl, lejos de todo sentimiento de amor, vería cómo a través de la modesta dimensión de la boca de una aguja hipodérmica, una tan líquida como impensada “Juana de Arco”, repartiría venenosos funerales entre los glóbulos rojos del perverso hasta matarlo.
Ya le había advertido “Pérez y Pérez” sobre la inconveniencia de relajar los reparos por sostener una intimidad prolongada con esa pareja. Él mismo participó del experimento, pero siempre acotado a las disposiciones de la Agencia para esos asuntos de la intimidad presupuestada. Los fondos reservados también exigían reserva en todo lo que concerniese a la maniobra en curso. Le señaló como un error entregar una llave de la puerta del edificio a quien fuera, incluso a esa persona que compró para su satisfacción. Se lo advirtió, pero no lo obligó a retractarse, lo que hubiese correspondido a un jefe severo como se lo conocía. No estaba en sus planes llevar la reprimenda a niveles superiores, no concernía a la estrategia definida y, por otra parte, sabía de sobra que a Podestá le importaría un bledo su indicación. Solo un llamado de atención que dejó asentado en su legajo a espalda del subordinado, que lo ponía a cubierto de cualquier inconveniente futuro. La reprimenda de palabra que le hizo, el soberbio la desoyó con arrogancia.
A “Pérez y Pérez” en verdad, lo único que le preocupaba era el destino del plan que Reinafé dejó en sus manos y su feliz culminación; solo en ese sentido le podía preocupar la conducta del protagonista.
—¿Por una llave de mierda me hacés un cuestionamiento? –se defendió Podestá.
—No es por la llave. Sabés bien a lo que me refiero, y es a tu flojera. Aunque vos lo niegues o incluso ni que te des cuenta, empieza a brotar hasta por los poros de tu piel lo que siempre tuviste guardado en lo profundo de tus tripas. Estás reblandecido, un “putito” te hace olvidar hasta de tus obligaciones.
—Si Padre… ¿Cuántos Padrenuestros tengo que rezar esta noche? –respondió irónico al cuestionamiento; lo del “putito” hizo como que no lo escuchó.
“Pérez y Pérez” luego insistió con el asunto sobre la desobediencia. Podestá le dijo que se dejara de hablar para los micrófonos, “conmigo no hace falta que hagás esta boludez”, le reprochó, pero de todos modos el jefe insistió con su discurso.
—La desobediencia crea hábitos defectuosos –le dijo mientras lo señalaba con su dedo índice como un puntero acusador– y la confianza, afectos perniciosos. –Así les hablaba a los aprendices, y los aleccionaba para que no establecieran lazos de afecto y se prepararan para abandonar todo si el trabajo se los exigía. Debían ser sombras sin nombres, aunque tuvieran cien identidades diferentes.
—Nada que lleve más de diez segundos abandonar.
—¿Y la familia? –se atrevió a preguntar un aprendiz.
—¿La familia? Es la Agencia. No hay otra. ¿Usted tiene otra? –repreguntó incisivo al aspirante–. Si es así, agarre sus cosas y tómese el raje. Para esto no sirve.
El “Vasco” se burlaba de su discurso. “Bla, bla, bla, bla”, repetía, moviendo sus dedos simulando una boquita de títere. Pero lo que más le cuestionaba al “Vasco” y este no podía defenderse, era esa actitud de obtener estupefacientes fuera de los canales establecidos.
—No necesito, ni quiero, que me controlen. –Fue su respuesta ante la observación del superior.
—“La ruptura de los mecanismos de seguridad establecidos, solo facilita la penetración enemiga”. Le recordó un concepto de los reglamentos, como en un telegrama hablado. Podestá se encogió de hombros. Se podía haber asegurado que pensó: “me paso por el orto lo que dicen los reglamentos, si total los reglamentos, siempre se pasan por el orto lo que yo pienso.”
Los reclamos nunca surtieron efecto. “Pérez y Pérez” lo repitió en varias oportunidades: “Todo se puede evitar, menos las consecuencias”. Y las consecuencias se precipitarían echando a perder el plan diseñado.
Llegó a su entrevista enfundado en su siempre impecable ambo blanco. Apretaba los labios finos, enigmáticos, que se movían como si recitara un verso o repitieran una oración aprendida en la primera infancia. Los versos del inquisidor tal vez surgieran con decisión propia.
Decidido a cuidar sus palabras, se esforzó en procurar un sentimiento de conformidad. En más de una oportunidad, llevado de sus malos humores, había perdido las formas lanzado palabrotas y crispado los puños, lo que disminuía sus posibilidades ante hombres que eran inconmovibles y que basaban su serenidad en sus atributos de poder. Para colmo, “Pérez y Pérez” (“¡qué apellido de mierda por partida doble!”, lo verdugueaba el “Vasco” siempre que se encontraban), era de los jefes el más severo pero el más sereno, imperturbable, racional, lleno de refranes que aplicaba a cada rato; de un humor ácido, a veces, que parecía ingenuo en otras, y que lo exasperaba. Él, en cambio, era un hombre inclinado a conversaciones cortas, directas, con lenguaje preciso, propio de su formación militar.
Se detuvo un instante en el último escalón. Se dejó agradar por la calidez de esa luz que se proyectaba desde atrás y se reflejaba en el lustre de las enormes puertas de cedro natural que se comportaban como espejos. Iluminado, su rostro pronunciaba la forma de los ojos que parecían más grandes y más claros, y deslizaban leves toques de un celeste claro y un verde jade vibrante, dependiendo del ángulo en que la luz los acariciaba.
Golpeó la puerta con decisión, pero sin brusquedad.
—¡Pase! –se escuchó desde adentro. Al entrar, el “Vasco” observó el rostro relajado de “Pérez y Pérez”.
—¡Vasco! –exclamó abriendo los brazos como para brindarle un alborotado y exagerado recibimiento–. Henos aquí presentes en este histórico salón que supo albergar al general-ministro de voz de pito. ¡Qué dichosos los ojos que lo ven, más lozano que un “clavel” del aire!
Captó de inmediato la ironía del jefe.
—Lo de clavel ya sabés dónde te lo podés meter… –Respondió, mientras un tono rojo subido coloreó el rostro del recién llegado. Su gesto adusto denotaba un sentimiento de furia contenido.
—¡Amigo! Cuánto rechazo por la simple mención del “clavel” del aire. “Así era él, igual que una flor”. –Se burló el anfitrión.
—Sabés bien qué me fastidia cuando vos, en especial vos, me llamás por mi nombre.
—Arancibia, Arancibia… Un clavel del aire. ¡Pobre tipo, che! ¡Respetemos al finado! Que se llamara Arancibia como vos es solo una casualidad. ¿O causalidad? –“Pérez y Pérez” inhaló profundamente el templado aire del salón de entrevistas, y se quedó reflexionando sobre su afirmación. Devolvió una mirada pícara al Vasco, y siguió con el diálogo importunando a su visitante.
—Qué te incomoda más: ¿su condición sexual o que era chileno?
—¡Chileno! Chilenos de mierda. Eso me fastidia. Lo otro no me interesa; con el suyo cada uno hace lo que le parece o lo que lo dejan. Por otra parte, así le fue: treinta y cuatro puñaladas, le dio su amorcito. Murió como una ramera en una noche de puterío.
—Once, no exageres. Y no hables mal de un finado. Y menos digas “a mí esto nunca me va a pasar”. Ya sabés lo que dice el refrán, “No digas nunca de esta agua no he de beber”. Sabé ser modesto, algo que para vos es imposible. Por amor, por odio y por dinero, las personas pueden hacer cosas impensables. Sé de lo que hablo.

—Yo sé cuidarme bien en la vida y en la cama. A tu “clavel” del aire, le metieron once, doce, trece o treinta y cuatro puñaladas, ¡qué importa! Murió por un despechado.
—Lo de despechado, corre por tu cuenta. En cuanto el número de puñaladas necesarias para terminar el asunto, es cierto que una, once o treinta y cuatro, daba lo mismo. Con una bien puesta hubiera bastado. Lo demás es teatralización. Es que los muchachos, a veces, tienden a exagerar en sus afanes profesionales –ironizó “Pérez y Pérez”.
Y agregó silabeando con voz pausada, como si estuviera en ceremonia dirigiendo un discurso a un auditorio imaginado:
—Tanto odio al pueblo hermano de Chile, te pone en la vereda de enfrente del abrazo de Maipú entre San Martín y O’Higgins.
Podestá miró incrédulo a “Pérez y Pérez” y se encogió de hombros, demostrando con claro gesto lo poco que tenía en aprecio aquel histórico saludo de los libertadores.
—Dos masones se saludaron. ¿Qué más se puede decir? ¿Qué tuvo de extraordinario ese abrazo?
El superior movió la cabeza de un lado a otro, sonriendo en franca desaprobación por el desprecio supino que López Huidobro demostraba por aquellos hombres de armas de la emancipación suramericana.
—Ni San Martín se salva con vos. Por eso te pusieron en la operación “La Reliquia”. –Sentenció sin gesticular. Hizo un gesto leve con su mano derecha, invitando a su visitante a pasar hacia adentro, hasta el escritorio.
—¿Me pusieron o me pusiste? Explicame eso.
—Te puse, perdón, te puse, me hago cargo. –Se corrigió el jefe.
El sol de media mañana pasaba por unos cortinados muy diferentes a aquellos de paño grueso y color bordó que adornaban el amplio ventanal cuando el ministro-general ocupaba su tiempo en aquel amplio salón. Ya no estaban las estatuas femeninas de cuerpos desnudos convenientemente dispuestas a los lados del escritorio en el que atendía los asuntos de Estado. Guarnecido por las dos ninfas, se ocupó entonces del espinoso asunto del rosario de la monja extranjera.
Tampoco estaba la alfombra de delicados dibujos bucólicos que al general-ministro le provocaba verdadera conmiseración pisar, mancillando los cuerpos de rollizas desnudeces de las mujeronas, esas, que le recordaban a su esposa desnuda, sin mayores atributos que los excesos de adiposidades que la deformaban, mortificando a ese hombre de armas destinado a servir en funciones ejecutivas del gobierno de facto, con aquella historia de las cuentas en Suiza, donde amarrocaba millones de las arcas del Estado. Recordó seguro aquellas escenas, y el modo sibilino del oficial superior bebiendo vodka, que era la bebida que iba con su personalidad.
—¡Qué recuerdo aquel! –dijo, recobrando en algo el buen humor y el semblante despejado–. ¡Qué entrevista! El general-ministro a quien le gustaba el vodka… ¡El vodka! –recordó burlón el “Vasco”.
Repitió “¡el vodka!” varias veces más, como buscando una explicación a aquel detalle.
—Me tuvo como una hora, tratando de justificar no sé qué mierda de los errores y excesos. ¡Qué nombres raros les ponía el general a los muertos! “Errores” y “excesos”, ¡qué tipo gracioso!
—¡Ya sé! ¡Ya sé! –exclamó “Pérez y Pérez” abriendo sus brazos como invitando a su visitante a la concordia de las buenas tertulias–. Whisky, Sinatra, Scott Fitzgerald y Reagan… en ese orden. Vos siempre marcando el camino hasta tus más encumbrados superiores. ¡Vos sí que eras un tipo audaz!
—¿Whisky? Sí. Sherry Cask 2013. Insuperable. Sinatra y Fitzgerald. También. Supongo no tenés dudas de mi buen gusto, ¿Aprendiste algo del buen cine, doble “Pérez”?
—Doble “Pérez” de mierda, diría el amigo Arancibia López Huidobro, siempre dispuesto a vilipendiar a los comunes y más aún a los hermanos chilenos. Te pregunto a vos, admirador hollywoodense, quien dijo: “En Hollywood te pueden pagar 1.000 dólares por un beso, pero solo 50 centavos por tu alma.” ¿Cuánto crees pagarían por la tuya? Y decime en confianza, ¿cuánto crees que hubieran pagado por un beso de Reagan?
—No estoy seguro de tener alma. Y si la tengo, no creo que la reclamen para Hollywood.
—Quedate tranquilo “Vasco”, todos tenemos alma, incluso aquellos que aman el cine clase “c”. Todos los seres vivos tienen alma, incluso vos –ironizó el jefe–. Y con respecto a la compra-venta de almas en el mercado de los infortunios humanos, hasta Fausto estaría dispuesto a comprar la tuya. Siempre hay un Fausto, para un Arancibia, te lo aseguro.
—Te corrijo. Siempre hay un Fausto para cualquier alma.
—Cierto. No hay infierno que resulte indiferente a la oferta y la demanda de almas. Así es la ley del mercado de los condenados. Y tu infierno sí que sería vistoso.
—Ya lo creo –coincidió López Huidobro–. Aunque no tanto como el tuyo. Yo solo ejecuto. Vos elucubrás. Tenés más pecados que yo, aunque estuviera en mi quinta reencarnación. –“Pérez y Pérez” sonrió cómplice.
—Es verdad –aceptó–. ¿Y por un beso de Reagan? ¿Cuánto pagarían por el amor fogoso del vaquero presidencial?
—No tengo idea. No beso hombres –replicó el “Vasco” con cinismo –. No beso a nadie. Me da asco la saliva. En vida solo besé a mi madre como hijo. No sé por qué lo aclaro.
—Porque Edipo es rey y vos no vas a ser la excepción. Ahora, de Reagan, no digo un beso de lengua, “Vasco”, uno fraternal. No exageres, no es necesario. ¿Así que no besás a nadie?
—No, me da asco, mucho asco.
—Los sabios dicen que en la vida hay que probar de todo, excepto dos cosas: el incesto y el folklore. –Bromeó con descaro “Pérez y Pérez” alzando sus cejas en gesto burlón.
López Huidobro jugaba con una hermosa caja rectangular, de tamaño regular, de nogal lustrado, de la que se desprendía un repiqueteo, con sordina, de perlas color ébano, engastadas con dos abrazaderas de plata pura, finamente repujadas, que envolvían cada cuentecilla de manera perfecta. Cada perla, a su vez, estaba engarzada con un doble eslabón, también de plata pura, que se unía a la que le seguía para dar sentido y continuidad para la oración. Hasta hubiera dado la impresión que llevaba un presente a su mandamás, solo por congraciarse con el superior con el que tenía asuntos pendientes. Pero no era un presente, era un testimonio de su soberbia. “Pérez y Pérez” disimuló la provocación. Tenía completo dominio de sus expresiones. Nunca un gesto lo delataba.
—¿Me vas a invitar a sentarme de una buena vez? –preguntó el “Vasco”, que empezaba a irritarse como de costumbre cuando debía entrevistar a su superior.
—Por favor mi coronel… siéntese en esta mullida poltrona. –Le sugirió empalagoso “Pérez y Pérez”, con ese dejo de ironía que reservaba para los subordinados suyos que siempre estaban listos para alborotarse con una trifulca por cualquier nimiedad.
El coronel se sentó mirando a los ojos de su interlocutor, con una sonrisa impúdica y expectante. Apoyó con cuidado la caja de nogal lustroso en el escritorio de su jefe. Hizo sonar levemente el seco sonidito de las cuentas chocando unas contra otras. “Pérez y Pérez” reconoció el sonido. Observó primero la caja y luego, con una mirada calma pero penetrante, al visitante.
—¿Eso es lo que yo creo? –dijo sereno.
—¡Claro! –Respondió el “Vasco” autoindulgente.
—¿Y para qué querés eso? –“Pérez y Pérez” señaló la cajita mientras amonestaba con su mirada al subordinado.
—Cuando miro esta cajita: ¡Éxtasis! Repito, ¡éxtasis!
Podestá inspiró lentamente mientras, inclinando la cabeza, miraba hacia arriba, moviéndola con suavidad de un lado al otro, procurando demostrar su gran satisfacción.
—¡Éxtasis! –Y repitió en varias oportunidades, fascinado, “¡Éxtasis!”
—¿El general sentirá lo mismo que vos?
—Este recuerdo me transporta. Comprendeme, por favor. Puedo ir hasta las aspas del helicóptero aquel y escuchar acomodado su atronador sonido de la muerte. ¡Zaf! ¡Zaf! ¡Zaf! ¡Zaf!
—Te vuelvo a preguntar: El general, ¿sentirá lo mismo que vos?
—¡Zaf! ¡Zaf! ¡Zaf! ¡Zaf! –repitió ignorando la pregunta de su superior. “Pérez y Pérez” se acomodó en su sillón y cruzó sus manos, observando con curiosidad la actitud orgásmica de López Huidobro.
—Zaf… Zaf… Zaf… Zaf… Puedo oler el río… ese olor a tierra, a barro que sube y sube y sube, –inspiró con fuerza llenando sus pulmones– mientras algo cae y cae y cae… –repitió mientras describía círculos descendentes con su dedo índice.
—¿Escuchaste alguna vez el sonido de las aspas del helicóptero en un vuelo de la muerte? –preguntó provocativo.
—¿Suenan distinto que en otras oportunidades? –inquirió “Pérez y Pérez”.
—¡Perdón! –Unió sus manos como para orar y miró hacia arriba como buscando la vista del Señor–. ¡Perdón! ¡Perdóname señor! ¡Cómo no me di cuenta! ¡Vos nunca escuchaste el sonido de un helicóptero en un vuelo de la muerte porque vos no sos “un tipo de acción”, sos un… burócrata…!
—Podés decir de mierda, si te hace sentir mejor. –Agregó siguiendo el tono de reproche del subordinado.
—No. Jamás. –afirmó Podestá–. Sos de escritorio. Das órdenes. “Venga para acá”. “Vaya para allá”. “Viole a fulana”. “Mate a mengano”.
—¿Viniste a hacer catarsis? –se defendió “Pérez y Pérez”.
—Catarsis, catarsis, catarsis… ¿Vos que sabés de todo, por qué no me explicás que es hacer catarsis?
—Teniendo en cuenta tu amor por el cine de Ronald Reagan y la notable distancia que hay entre este y la tragedia griega, creo que en tu caso se trataría de un acto de liberación o eliminación de los recuerdos que alteran tu mente y tu equilibrio nervioso.
—¿Mi equilibrio nervioso? Nunca pierdo el equilibrio. Nunca lo perdí –retrucó Podestá–. Llevo en mis oídos la más maravillosa música del mundo, que es para mí el sonido de las aspas de un helicóptero en un vuelo de la muerte. Zaf… Zaf… Zaf… Zaf…

Ambos hombres se miraron a los ojos. Hubo un momento de silencio. Las respiraciones eran breves y rítmicas. El coronel, frotándose el bigotito, retomó su discurso.
—Nunca estuve de acuerdo con esa orden de drogar a los condenados. ¿Vos sí? –Preguntó sugerente–. ¿Alguna vez me la vas a explicar?
—Si te quedaste con el rosario original, ¿qué le mandaste al general? –Preguntó “Pérez y Pérez”, eludiendo la pregunta.
—Una reproducción. –Respondió López Huidobro sin mediar ningún gesto de distensión–. Una reproducción extraordinaria. ¡Me salió mis buenos mangos! Te aclaro.
—Mirá vos. No te preocupa que se cuestione la autenticidad de la pieza.
—¿Y quién va a pedir esa autenticación? ¿El embajador? ¡El embajador! ¡Querido “Pérez y Pérez”! ¡Mi jefe con apellido doblemente berreta!
El coronel se puso de pie y comenzó a caminar de un lado al otro del salón de frente al escritorio de su jefe.
—Yo estuve en el curso que nos dictaron los refinados amigos. ¿Sabés con quién fui?
—No, no lo sé… ¿Debería estar en tu legajo?
—Debería. –El coronel alzó su dedo índice izquierdo en señal de disconformidad–. Debería. Pero no está. ¿Sabés por qué no está?
—No, no lo sé… ¿Debería saberlo?
—Deberías. Deberías. Para que sepas con qué clase de tipos te referenciás, esos que te ascendieron porque te la pasas escribiendo informes desde tu escritorio de burócrata.
—De burócrata de mierda… –“Pérez y Pérez” esbozó una sonrisa exculpatoria y movió su cabeza de un lado al otro, con gesto de resignación.
—Sabés bien a quién me refiero. –“Pérez y Pérez” asintió con un leve movimiento de su cabeza–. Un “zorro”. ¡Un “zorro”! ¡Por favor! –Exclamó al tiempo que alzaba sus manos hacia arriba, como implorando a Dios. – ¡Sabés bien de quién hablo! Porque vos te haces el boludo, pero no lo sos…
—Las apariencias engañan, “Vasco”.
—Con él hice los cursos de… –López Huidobro se llamó a silencio, encogió sus hombros en señal de ignorancia y con rostro adusto continuó–. ¿Cómo tengo que decirlo? No sé cómo llamarlo ahora. ¿Vos que te volviste democrático, me podés decir cómo tengo que llamar ahora a mi entrenamiento?
—Llamá a las cosas por su nombre, es lo más simple. –respondió “Pérez y Pérez” a la pregunta de su subalterno.
—Escuadrones de la muerte. Eso. Escuadrones de la muerte. Uh, “la France, la France”. ¿Y con quién fui como superior a la escuela francesa?
—¡Decime por favor que muero de curiosidad! Yo soy un ignorante que venís a desasnar.
—Con el ¡Zorro! Te lo dije.
—Obvio que no es Guy Williams.
—Qué pícaro que estás.
Podestá se tomó un respiro. Continuó recuperando el tono adusto.
—Permanecí dos años con él. Desempeñé un activo rol como instructor y en la coordinación de misiones. ¿Está bien así? ¿Te parece simple y claro?
—¡Ya lo creo! Pero al “Zorro” al que te referís, te aseguro, no le gustaban las películas de Ronald Reagan.
—¡Claro! En eso tenés razón. Dijiste una gran verdad. –Exclamó el “Vasco” con satisfacción.
—Repiten por ahí que el que dice verdades pierde amistades. Y te aseguro que no estás en condiciones de quedarte sin amigos, mi querido coronel. –Lo aconsejó “Pérez y Pérez”.
—Pasaste a la amenaza –replicó el “Vasco”.
—No me respondiste qué vas a decir si cuestionan la autenticidad del rosario que entregaste.
—Nada. –Respondió.
—Así. Nada… –Inquirió “Pérez y Pérez”
—¿Qué me van a hacer? ¿Ponerme un uniforme de confección china? ¿Mandarme al embajador a reprenderme? Escuchá doble “Pérez”, prestá atención lo que le voy a decir al embajador: “¡Cómo le va mi amigo ‘inspector Clouseau’”! ¿Se acuerda de mí? ¿Se acuerda cuando me recibió en el aeropuerto? ¿Y cuándo me abrazó para despedirme? ¿Se acuerda?”
—Te vamos a nombrar ministro de Relaciones Exteriores.
—¡Lo bien que nos hubiera ido! Si yo hubiese sido ministro de relaciones exteriores, le hubiéramos roto el culo a los chilotes en vez de habernos metido con la OTAN. –Hizo un silencio, extendió sus brazos como orando, miró hacia arriba buscando un cielo inexistente, y exclamó con convicción–. ¡Hay que ser boludo! ¡Dios mío! ¡Hay que ser boludo! ¡Meterse con la OTAN para hacer la guerra con Inglaterra, por dos cascotes de mierda!
—¿Sabés a quién te parecés cada vez más, Arancibia?
—Dale con Arancibia, seguí jodiendo. No. Ni idea.
—Al Chacal.
—¡Ah! ¡Creí que me ibas a comparar con el boludo de Malvinas!
—¿Cómo el “boludo” de Malvinas”? Vos tenés para todos, con vos no se salva nadie. Pero quedate tranquilo, me refiero al de Córdoba…
—¡Ese era macho! –afirmó el coronel casi en un grito, golpeando sus nudillos contra el escritorio en gesto afirmativo–. ¡Ese era un macho! El primero que tiraba. Nada del capitán Araya.
—Muy bien, compadre, ahora ya sabemos cómo sigue la lista de tus preferencias: whisky, Sinatra, Fitzgerald, Reagan y Menéndez. Cada día definís mejor tu perfil político y psicológico.
—Mi perfil psicológico. Mi perfil psicológico. –Repitió mientras sacudía la cabeza de arriba a abajo, se crispaba su voz e inyectaban los ojos–. Con el verso del perfil psicológico se toman decisiones contra un oficial sin mayores explicaciones
—A veces. –El “Vasco” se puso de pie intempestivamente.
—¿Vos me sacaste del servicio activo? –Señaló acusando a “Pérez y Pérez”.
—Sí. Fui yo. ¿Por qué?
—Qué usaste para tu decisión, ¿mi… “perfil psicológico”?
—Puede ser.
—¿Y lo decís así, como si nada?
—¿Y cómo debería decirlo? Yo te saqué del servicio activo porque estabas fuera de control. Porque rompiste la cadena de mando. Porque te cagaste en la obediencia cada vez que pudiste. Si no te sacaba, alguien te iba a mandar al fondo del Riachuelo.
—¡Qué mierda! ¡Eso es una hijaputez! Querés discutir el asunto, lo discutimos.
—No tengo nada que discutir con vos. Ponele a mi decisión los adjetivos que mejor te parezcan.
—¡Me parece para la mierda, carajo! ¡Para la mismísima mierda! –Gritó enfurecido.
—No me grités, hace el favor. Soy tu superior, aunque te rompa las pelotas. –Le ordenó su jefe–. Mi paciencia tiene un límite.
Podestá había llegado decidido a cuidar sus palabras, pero fracasó, otra vez, llevado de su mal temperamento, perdió la forma, insultó y sintió verdaderos deseos de tomar a golpe de puños a ese hombre inconmovible, ese “burócrata de mierda” (alguna vez “Pérez y Pérez” le sugirió, con ironía, que no dijera la palabra “mierda” y la reemplazara por “sebáceo”), que disponía sentado a su escritorio sin jugarse nunca la vida, y que lo aplastaba con pasmosa serenidad haciendo ejercicio pleno de sus atributos de poder.

—Podías haberme respetado, haberme llamado antes de desplazarme. Como en la bajada de Rosario, me mandaste esos dos alcahuetes de mierda… ¡Sebáceos! ¡Perdón! ¡Sebáceos!, a darme órdenes.
—Esos hombres te llevaron una orden dictada por tus superiores. No fueron a darte órdenes por su cuenta, y me consta que no te dieron ninguna, jamás lo hubieran hecho. Nunca te faltaron el respeto. La tienen más clara que vos. Cumplieron con lo que se le ordenó y se acabó. Y vos te cagaste en la orden, te cagás en todo. Vos tenés una idea inapropiada del mando, crees que el mando es hacer lo que se te cantan las pelotas. –Lo amonestó “Pérez y Pérez”.
—¡Dejame de joder! ¡Idea inapropiada del mando! ¡Yo no cumplo órdenes absurdas!
—Vos sabías qué se te iba a ordenar: no te involucres en la muerte. Y por eso te hiciste el gil.
—¿Qué no me involucrara? Qué me vieron, ¿cara de boludo? Me banqué todas las pelotudeces de ustedes durante semanas en el norte, cagándome de calor, hablando con una vieja de mierda que lo único que quería era cogerse alguno del grupo, con un viejo de mierda que escupía cuando hablaba, ¿y no me iba a involucrar?
—Lo del Riachuelo fue innecesario. Hubo que hacer una movida enorme para cubrir todas las cagadas que hiciste. Y no quiero ni hablar del tema del rosario. ¿Vos pensás en lo que te puede pasar si el general descubre que falsificaste su rosario y te quedaste con la joya?
—¡Qué se vaya al carajo el general! ¡Y vos no me hinchés las pelotas! –gritó–. Mandarme órdenes por esos tagarnas como si fuera un boludito, sin siquiera tener la amabilidad de llamarme antes para ponerme al tanto.
—Te dijeron que llamaras y no lo hiciste.
—No tenía crédito… no tenía ni un peso…
—¿No tenías crédito…? Vos lo que no tenés es medida de las cosas. Seguiste de largo y tuve que poner toda la carne en el asador para salvarte el culo. ¡Y ahora venís a lucirte con ese rosario! ¿Qué tenés en la cabeza, hermano? ¿Te volviste loco?
—¿El capón ese que me pusiste de ayudante es parte de tu idea de salvarme el culo?
—¿No era un gordo boludo? ¿No, era “gordo pelotudo”? ¿Crees que nadie escucha como llamás a tu subordinado? ¿Qué pensás que dicen de vos todos los de rango inferior, cuando te oyen insultar al muchacho? ¡Qué buen jefe que es López Huidobro! ¡Solo te verduguea de 0 a 24! ¿Ahora también es capón? ¿Ya lo palpaste?
—No me provoques porque no soy un pendejo. A mí me importa un carajo cómo se llama. Y como es mi subordinado, le digo como se me cantan las pelotas.
—Muy bien, señor coronel de la nación. Yo te retiré del servicio activo. Por esto, por eso y por aquello. Por todo. Y ahora te di una última oportunidad y ya me estás jodiendo de nuevo. Me corrijo: te estás jodiendo de lo lindo. No necesitamos más fracasos. En especial, ¡vos no precisás más fracasos!
—¿Por mí fracasó la operación? ¿Por mi culpa? ¿Por mis hombres? ¡Ahora resulta que todo salió para la mierda por mi culpa!
—No dije eso.
—¡Por ustedes fracasó! ¡Porque dan órdenes y no saben nada! ¡Porque dan órdenes y no entienden un carajo! No conocen el terreno, no entienden las circunstancias, no saben una mierda, planifican y planifican y planifican en el aire, y así todo sale para el carajo. Les falta orinarse encima diciendo “errores o excesos, ¿qué suena más lindo? ¿Eh?”
—Cuando se evalúe tu actuación vas a poder decir todo eso, como corresponde, en tu descargo. Te repito, dame las gracias que te salvé el culo.
—Y a “La Reliquia”, ¿también le salvaste el culo? ¿A dónde mierda fue a parar? ¿Acaso la tenés en la heladera de tu casa?
—No es asunto tuyo. Si te bajás un poco de tu egolatría, seguramente vas a contribuir a terminar con “La Reliquia”. Concentrate en tu tarea y terminemos todos felices y condecorados. Cuidate de dónde ponés la pija. Y cuidate de la mierda que te inoculás. Te lo digo acá, en privado, sin papeles, para no cagarte una vez más el legajo. No rompas los acuerdos. Es un encargo de la superioridad que no está muy feliz con vos. Cumplí y serás héroe. Te prometo el bronce, no sea cosas que termines siendo el monumento al sorete.
—Ahora resulta que me cuidás la pija, la jeringa, el legajo y me prometés el bronce. Sos como mi mamá y mi papá juntos… y Bartolomé Mitre. ¿Me vas a escribir la biografía? Vos crees que soy un pelele que movés a tu gusto.
—Pensalo como quieras.
—Si yo hubiese estado en la casona aquella, la momia ya estaría muerta.
—El que vive de ilusiones muere de desengaño, “Vasco”. Hablás mucho porque sabés poco. Y el tipo que habla sin saber, siempre habla al pedo.
“Pérez y Pérez” abrió la caja de nogal lustroso y observó con atención el fino rosario de cuentas negras. Miró a los ojos a Podestá. Acarició algunas cuentas y cerró la caja.
—¿Sabés el quilombo que tuve que hacer para salvarte el culo?
—No te hubieras tomado el trabajo. –Replicó López Huidobro todavía enfurecido.
—Da gracias que estás vivo. Deja de joder y retirate como corresponde, sin sumarios, sin castigos. Cumplí con lo que acordamos. Pero te voy a pedir un solo favor, escuchá bien, un solo favor. El amorcito, ese que tenés ahora, no va a ser el amor de tu vida. Echate un polvo, pasá un buen rato, no le des confianza. No comprés más merca a esos dealers. Estás advertido. No importa que sean federales. No interesa. Compra en el proveedor nuestro, no sigas comprando mierda. Respetá lo acordado, ya te lo dije. ¿Cuántas veces lo tengo que repetir?
—No necesito que me cuides.
—No te cuido solo a vos. Cuido a todos. Algo que nunca aprendiste a hacer. En verdad, te oigo y no entiendo qué querés…
Podestá, haciendo un movimiento circular con su dedo índice, rotó de arriba hacia abajo, acompañando sus movimientos con suaves onomatopéyicos.
—Zaf… Zaf… Zaf… Zaf…
—¿Por qué no me dejas de romper las bolas con tu zaf… zaf… zaf… zaf…? Sos viejo, sos drogadicto, te cagás en la cadena de mandos y para colmo no entendés un carajo cómo cambiaron las cosas. A ver si de una buena vez comprendés de qué estamos hablando.
“Pérez y Pérez, los ojos inyectados en sangre levantaba presión cada vez más.
—Quiero que te lo grabes en el bocho, te lo voy a decir en varios idiomas para ver si te queda algo: estás afuera. ¿Entendiste? Fuera. Out. E ‘tutto finito. C’est fini. ¡Carajo! Voy a tratar de que terminés tu carrera del mejor modo posible. Te ofrezco placer, amor y gloria y venís a joder con el ¡zaf! ¡zaf! ¡Por qué no te vas un poquito a la mierda!
El coronel dejó caer los brazos y bajó la cabeza con resignación.
—Eso sí, pensá bien que vas a decir del rosario.
—Te falta ser buchón. –Respondió desafiante mientras alisaba con sus manos las arrugas del saco del ambo blanco que lucía para la ocasión.
—No va a hacer falta que yo te delate. ¿A vos ni se te ocurre pensar que por ahí Reinafé ya está enterado de este asunto?
—Sí. Lo sospeché.
—Ahora parecés el Chapulín Colorado, te falta decir “lo sospeché desde un principio”.
—Pero me importa un carajo el general, me importa un soberano carajo. Este rosario, ¡es mío! Yo me lo gané. Es un trofeo de guerra. El general pedorro ese, que se volvió “democrático” de golpe, ¿lo quiere? Que lo venga a buscar. Lo espero. Me sobran pelotas para enfrentarlo. Me sobra moral. Y la falta de moral nos va a matar a todos. –Dijo señalando furioso a su jefe–. Empezando por vos.
—Dejá de sermonearme con tu moralina pelotuda, dejá de decir pelotudeces…
—Así como me tenés entre activo y suspendido, al pedo, lamiendo un culo, es como estar muerto en vida.
—“Incierto es el lugar donde la muerte te espera”. Por tu salud no le invoques tan alegre.
Los hombres callaron.
—Por qué no te vas este fin de semana de paseo, con lo que te pinte mejor… Te despejás. Cuando recobrés algo de cordura volvés y preparamos tu descargo; todavía falta la reunión con todos los mandos, y la verdad “Vasco”, la mano viene pesada. Ahora retirate, haceme el favor.
Podestá se incorporó crispado de su asiento con la intención de marcharse.
—¡Ah! –Exclamó “Pérez y Pérez”. Alzando una mano le indicó que volviera a sentarse. El “Vasco” obedeció confundido–. La próxima vez que te quedás sin crédito, comprate una tarjeta de cincuenta pesos que yo te reintegro el gasto por caja chica.
El hombre se incorporó fuera de sí, pero controló su lengua. Como un acto reflejo volvió a estirar las arrugas del ambo con sus manos para descargar su histeria a través de ese gesto. Giró sobre sus pasos como si estuviera practicando en orden cerrado. Con voz marcial exclamó, mientras se marchaba sin saludar, la conveniencia de volver a los valores que él suponía olvidados.
—¡Volvamos al orden cerrado, “Pérez y Pérez”! ¡Volvamos al viejo orden!
—¿De qué carajo me hablás?
—Hay que volver al viejo orden, querido. Ya te olvidaste de cómo el orden cerrado organizaba todo sin que se produjeran fallas.
—¿Vos hablás de orden cerrado? –le recriminó Pérez y Pérez–. Cumplí con lo que se te ordena y después hablamos del orden que se te canten las pelotas.
—Ustedes renegaron de los viejos valores. Hay que volver al orden cerrado.
—Ahora, volvete a tu casa y dormí la siesta que te va a hacer muy bien.

—El objetivo del orden cerrado, te recuerdo, es influir en la disciplina de los individuos, permite al instructor conducir personalísimo a su grupo; tomar rápidamente posiciones e incrementar la moral en los subordinados. Eso es lo que se perdió desde entonces: la moral, ¡la-mo-ral! –exclamó–. Se perdió la moral y se produjo el ascenso de estos jefes “sebáceos”. Sé un burócrata y alcanzarás la gloria, sé un soldado y te cagarán la vida. –“Pérez y Pérez” se dio vuelta e ignoró la perorata.
El coronel traspasó la hermosa puerta lustrosa como un espejo. Descendió la amplia escalera blanca invocando unos párrafos rebuscados que leyó en esas tardes de licencia forzosa, para moderarse antes de salir a la calle.
—Malleus maleficarum. Malleus maleficarum.
En perfecto latín repitió el nombre del libro macabro, como quien invoca un santo conjuro. Luego, convocó a sus autores mutando la imprecación en sentido reclamo.
—Si tuviera su extraordinario martillo, acabaría de un solo golpe con todos estos brujos la decadencia.


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