La venganza de los Pérez, cap. 13 «¡Viva la libertad del Alto Perú!»

La venganza de los Pérez, cap. 13 «¡Viva la libertad del Alto Perú!»

XIII


¡Viva la libertad del Alto Perú!


¡Qué alivio sintió el joven “Pérez” cuando se encontró con sus nuevos compañeros de custodia! Los ayudantes Faustino, con grado de primer ayudante, y Rudecindo Pérez, se unieron a la caravana que comandaba interinamente el bisoño cordobés, en un rancho hacia el noreste de la patria. Leguas antes, coincidieron con un grupo que trasladaba uno de los doce cajones1 repletos de las “Órdenes del día” que el finado coronel de la mansión emitía para sus subordinados. Llegaron noticias de que los restantes ya estaban en manos amigas. Pronto el último llegaría a destino, y la Logia podría empezar a revisar muchos de los documentos conservados en ese archivo.
Hasta allí las células de la Logia lograron arribar con “La Reliquia” en buen estado de salud y habiendo eludido todos los seguimientos que los grupos de tareas intentaron. Podían darse por satisfechos. Cumplieron su cometido con solvencia, sin padecer sobresaltos mayores, salvo aquellos que la propia reliquia les producía con sus arengas y cambiantes estados de ánimo.
Faustino y Rudecindo eran bonaerenses, descendientes de provincianos emigrados al Gran Buenos Aires. No tenían familiares vivos. Amigos, muchos. Compañeros, cientos. Novias, varias. Hijos, ninguno.
Dos morochos de sonrisas contagiosas. Uno elocuente, el otro, reservado. Se los tenía por algo jóvenes para la tarea que les asignaron, como le achacaban al cordobés, quien cumplió sin desmayos sus obligaciones; los otros dos compensaban con su experiencia su juventud. Desde niños conocían la vida dura y sencilla.
Vivieron en situación de calle y pasaron hambre. Mucha hambre. La historia familiar se remontaba a esos rincones de la patria en donde el hambre es secular, centenaria. Por eso tenían un ADN curtido a más no poder.
No tenían un oficio determinado; podían conchabarse tanto de peones de albañilería como en otros oficios. Fueron duros zanjeadores, tarea que realizaban con frecuencia por su corpulencia y fortaleza. Además, los dos, eran tipos de aguante. Podían levantar paredes con bastante habilidad. Habían colaborado en obras modestas con albañiles experimentados.
No le achicaban al peligro. Eran expertos tiradores con arma larga y corta. Un viejo militar revolucionario les recomendó ejercitarse con la escopeta. “El que caza con escopeta una vizcacha a la carrera, caza lo que quiere”, les enseñó. Los aleccionó para ser prudentes con las armas, más cuidadosos con ellas que con las mujeres, aunque a ambas, les dijo, “hay que saber acariciarlas”. Les recomendó aprender a producir sus propios cartuchos para no estar nunca falto de munición.
—Cuando organizamos la revolución, teníamos máquinas para hacer cartuchos desparramadas por muchas casas –les dijo–. Los hombres llevaban las escopetas y las mujeres fabricaban los cartuchos, aunque muchas de ellas también eran de armas llevar. ¡Eran minas bravas! ¡Todas peronistas de buen corazón! Los rebeldes teníamos mayor poder de fuego que las unidades del Ejército cercanas y ni que hablar de la policía. De todos modos –les confesó–, la mayoría del Ejército con asiento en la provincia estuvo con nosotros y la policía provincial, toda.
Cuando alguien le recordaba que los revolucionarios a los que se refería fueron derrotados, aceptaba con amargura esa verdad.
—Es cierto –respondió lacónico–, todo salió para el carajo.
Luego explicaba:
—Yo dudé si por el bien de la revolución no era mejor que me fuera a esa provincia donde estaba el arsenal con miles de fusiles para la paisanada. Tenía gente que me apoyaba, sobre todo ferroviarios. Pero por desgracia –se lamentaba– no tenía Inteligencia que me asistiera en la empresa. Sin información no se puede actuar. Por eso me fui a donde ya tenía todo preparado. Ahí ¡triunfamos! Si la revolución se consolidaba, íbamos a marchar sobre Bahía Blanca. Pero en los demás lugares la cosa no anduvo o anduvo para la mierda. ¡Todavía estoy esperando a algunos que prometieron sublevar sus unidades para la revolución! ¡Qué pusilánimes!
Al pobre General, jefe de la sublevación, lo capturaron y ahí se acabó todo. Como a muchos otros valientes, lo fusilaron. ¡Qué desalmados! ¡Un hombre probo! ¡Un padre de familia! ¡Todos verdaderos patriotas! Morir así, a manos de esos asesinos… ¡Qué barbaridad! Yo me salvé por un pelito del fusilamiento. Me salvaron la vida unos muchachos de la fuerza aérea que le echaron agua al tanque del avión en el que tenían que llevarme para el fusilamiento. Fui preso, y después me escapé de la cárcel.
Cuando el anciano militar se malhumoraba por alguna causa, gritaba a voz en cuello:

—A ver si el que anda robando la munición la deja para que los muchachos practiquen. ¡Qué corruptos son estos tipos! Encima que no te cuidan, te roban. ¡Dejen la munición para los que quieren saber cómo defender a la patria! ¡Dejen de vender la munición a los delincuentes!
Y agregaba como un cantito:
—Tiren con munición tigrera, ¡tiren, caracho! ¡Practiquen! ¡Hay que ver que orgulloso es el paisano cuando porta su arma! Y el oligarca ni se le anima. Corre para salir de la refriega. Por eso yo quiero que aprendan como corresponde.
También los instruyó en cómo portar cuchillo y cómo usarlo sin lastimarse. Solía enseñarles el facón que usaba para cazar jabalí con arma blanca. La 45 y el facón. Hay que tener grandes cojones para trenzarse con un animal de esa fortaleza a punta de pistola y puñalada limpia. “¡Si habré despanzurrado chanchos salvajes!”, se ufanaba nostálgico.
Cada uno de los muchachos, por su consejo, llevaba una especie de navaja o verijero casero que se habían fabricado ellos mismos aprovechando pedazos de aceros que se desechaban como rezago. Encabados con una madera muy dura que obtuvieron de una muy antigua mesa que hallaron en un basural.
Cuando fueron a la calle, desocupados como millones, como millones se fueron a las rutas. Se hicieron piqueteros. Allí estaba el viejo militar. Decía bromeando:
—Soy el único coronel piquetero de la patria. Los de arriba, que se jodan. Yo siempre estoy con los de abajo. Y no me vengan a joder con eso de con quién me junto. ¡Yo me junto con quien se me cantan las pelotas! –Los alcahuetes del poder lo hostigaban, pero al viejo militar no le importaban nada sus alharacas y amenazas.
Como todos los desocupados de su organización, los dos jóvenes llevaban en el pecho los colores de la bandera de la patria. Y estaban tan orgullosos de su condición como de sus emblemas.
Estudiaron sobre asuntos de política. Se transformaron en organizadores meticulosos. La Logia los advirtió por esas cualidades. Callados, organizados, modestos.
Hubiesen sido reconocidos por “La Reliquia” como buenos soldados para misiones especiales. Y por su carácter, Díaz Vélez los hubiera elegido. Hombres como estos pelearon en Las Piedras, cuando detuvieron el avance de los realistas y logrando una victoria que revirtió la desmoralización de las tropas y permitió la continuación del éxodo hacia el sur. Mestizos de criollos y originarios, reunían las cualidades de ambos ascendientes, los que los hacían tan valientes como pícaros. Nada más atinado que su designación, para ese nuevo éxodo que estaban protagonizando. Se trataba de impedir que los enemigos mortales de la bandera de la patria pudieran llevar a cabo sus pérfidos designios. Se precisaba hombres que fueran como un yunque, capaces de soportar cualquier golpe.
Antes de partir a su destino, fueron advertidos que pasarían por situaciones muy difíciles. No iban a tratar con un asunto ligero y fácil de llevar. No solo porque había que defender el símbolo de la patria a costa de la propia vida. También deberían lidiar con el propio prócer que solía ponerse díscolo y reclamaba a viva voz por Amanda, por María de los Remedios o por Manuela. Y estaban los perseguidores. Una jauría terminal dispuesta a todo, obstinados y ansiosos de revancha, querían vengar la derrota, cobrarse la muerte del pervertido en el norte y del otro depositado en un congelador como un animal listo para despostar.
Cuando recibieron la orden de marchar a prestar servicio, salieron de la barriada en madrugada. Había que reconocerles coraje para andar al descampado en la noche por aquellos parajes. Abundaba la delincuencia y los dealers atendían pistola en mano el negocio del paco. Ellos llegaron, de todos modos, al lugar convenido para la partida. Allí, grupos de enlace los trasladó durante algunos días de un lugar al otro. Iban constatando posible seguimiento físico. Las cámaras las evitaban, en la medida de lo posible, usando zonas que estaban relevadas y ya sabían que no tenían dispositivos en algunos centenares de metros a la redonda. Allí se fijaba el encuentro. No subestimaban el sistema de control por cámaras, por el contrario, trataban de comprenderlo y encontraban algunas soluciones parciales que dieron sus frutos. Sin embargo, la práctica enseñó a evitar zonas custodiadas con esas tecnologías.
Viajaron muchos días hasta llegar al rancho donde los esperaría el grupo al que se integrarían para su misión. Cuando se produjo el encuentro, hubo un festejo sereno. El joven cordobés fue el más efusivo, aunque no había mucho tiempo para confraternizar.
El cordobés les recomendó a los recién llegados que se arrodillaran uno a cada lado del camastro. Su preocupación era presentarlos y que el ilustre comprendiera de quienes se trataba. “La Reliquia”, de quien nadie sabía cuánto oía ni cuánto podía ver, solía reconocer más con sus huesudas y resecas manos, con el tacto, que con otro sentido.
—¡Mi General! –llamó su atención el muchacho– ¡Mi General! –Lo llamó, pero sin tocarlo. Durante un largo tiempo no hubo respuesta–. Esto ocurre con frecuencia –dijo sin preocupación–. Ahí hay un cuaderno –señaló sobre una mesa modesta un cuaderno de anotaciones–. Es como el cuaderno de bitácora, el diario de navegación de los viajes. Hay que anotar hora por hora, día por día, todo lo que ocurra con el General. Si se acaba, usamos otro de los que hay en reserva. Tenemos varios. Si notan que los cuadernos se terminan, avisen. Logística nos provee de todo.
En los que están completos podrán leer muchas cosas sobre cómo se comporta, qué le gusta y qué lo enfurece al General. No sean vagos y lean, se van a ahorrar muchos contratiempos.
—¡Mi General! –volvió a llamarlo en voz alta sin lograr sustraerlo de esa especie de ensoñación en la que pasaba gran parte del día sumergido.
Hizo otro intento cambiando el llamado.
—Acaba de llegar un nuevo ayudante.
—¿Don Manuel? –se le oyó preguntar a “La Reliquia”.
—Si mi General, Don Manuel. –Faustino quería aclarar que ese no era su nombre. El cordobés le indicó silencio con un gesto duro, raro para sus modales.
—¿Manuel Artigas?
—Sí, mi General, Don Manuel Artigas. Vino para cuidar de usted. ¿Qué le parece?
—Un valiente, soldado, un valiente. Se empeñó en ir a atacar a los paraguayos, avanzó hasta los cañones, que nos hicieron siete tiros sin causarnos daño, y corrieron vergonzosamente, abandonando la artillería y una bandera con algunas municiones. Un valiente. ¡Qué buena noticia que haya vuelto con vida de su incursión!
—Si usted se alegra mi General, nos alegramos todos. Él lo va a cuidar hasta con su vida.
A partir de ese momento y por largos días, “La Reliquia” reingresó en su limbo en el que algunos suponían que debía conversar con sus contemporáneos, de alguna manera inentendible para los hombres comunes.
El cordobés trató de explicar su tono severo. Faustino lo disculpó sin permitir mayores explicaciones. El joven “Pérez” fue notando que desde el día que llegó, su personalidad fue cambiando. Fue dejando atrás cierta inconsistencia que arrastraba, desde la adolescencia, ciertos resabios de flojera que lo hacían blandengue, permisivo. Aunque estaba muy lejos de adquirir el tono del que estaba por llegar. Ese era un jefe en el más completo sentido de la palabra. Un tipo severo, aunque comprensivo.
—¡Qué suerte, hermano, te aceptó de una! –celebró el cordobés. Faustino sonrió complacido–. Si no te aceptaba, pasabas al pelotón de acompañamiento. Es una ley escrita, con “La Reliquia”, solo con los que se siente a gusto. Un consejo de hermano y no lo tomés a mal. No lo corrijas nunca, es al pedo. Si te dice Juan, sos Juan, si te dice Pedro, sos Pedro. A partir de ahora, de la puerta para adentro, te llamás Manuel Artigas. ¿Entendiste? –“¿Me entendiste?”, sonó seco e imperativo. Otra vez el tono severo que lo iba ganando desde su llegada. Claro que a ni Faustino ni Rudecindo les gustaba ese trato. Tiempo atrás lo hubiese peleado acusándolo de “gato” o “gorra”, dos insultos importantes. En el caso del muchacho con el que estaban tratando no hubieran tenido razón. No era ni “gato” ni “gorra”. El que estaba por llegar, ¡claro que sí! Era “gorra”. Y se los hubiera hecho notar al instante.
En cambio, el cordobés era un joven sencillo como ellos, no mucho mayor. Si se los observaba en yunta, hasta parecía de menor edad, aunque tenía cinco años más que Faustino y tres que Rudecindo.
A los pocos días llegó quien sería, a partir de entonces, el jefe. Vino con uno de los mejores baqueanos de la zona. Un viejo de la guardia de frontera, muy experimentado y endurecido por la vida a la intemperie.
Era un policía retirado entrado en años, pero de excelente condición física, severo y decidido. Los superiores estaban seguros de que bajo su conducción el traslado sería una garantía.
No bien los vio, se paró para observarlos de pies a cabeza.
—¿Y ustedes cómo se han llevado con este trabajo?
—Bien señor. –Atinó a contestar quien hasta entonces ofició de jefe interino. El cordobés respondió sin amagues. Quiso presentarse.
—Sé quién sos –le dijo sin dejarlo continuar con su explicación–, mis superiores me informaron en detalle quienes son los hombres que van a ser de la partida. Sé que no voy a tener inconveniente con ninguno de ustedes. –Al terminar la frase giró hacia la derecha, al lugar donde estaban los dos bonaerenses.
—¿Y ustedes? –Dijo mirando a los ojos a Faustino y a Rudecindo–. ¿Ya empezaron con lo suyo? ¿Ya repartieron las tareas? ¿Quién se va a ocupar de la comida del General, quien, de la ropa; quien, de bañarlo; quien, de entretenerlo? Ustedes son unos privilegiados. Espero que lo comprendan rápidamente.
Los tres jóvenes tragaron saliva. ¡Este sí que era “gorra”! Dijeron para sus adentros los tres al unísono. Hablaba y se movía como un “gorra”. Pero pudieron mantener la boca cerrada, y la abrieron solo para decir que sí, que habían comenzado a ocuparse de los cuidados del General.

—Me dijeron que te reconoció como un tal Manuel Artigas. Así que de la puerta para afuera los dos son “Pérez”. Pero de la puerta para adentro, sos Manuel Artigas. ¿Sabés de quién se trata? Porque te ligaste flor de apellido. Por algo dicen que el diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo.
—Y puertas adentro, ¿él se sigue llamando Rudecindo, como hasta ahora? –preguntó provocativo Faustino.
—Yo qué sé. ¿Vos que decís? –El jefe le preguntó sin darle mucho tiempo a pensar una respuesta.
—¿Y si le preguntamos al General?
—Olvidate, pibe. No se molesta al General con boludeces. Él habla cuando quiere o, mejor dicho, cuando puede. A veces habla lo que hace meses no dice. A veces un sí, un no y nada más. En otras oportunidades son más gritos que otra cosa. Cuando habla de corrido, después puede estar semanas sin decir nada, queda extenuado, no vuelve hablar por un tiempo largo. Salta como leche hervida cuando se mencionan cosas importantes que lo vinculan. Ahí no solo habla. ¡Ya lo van a escuchar putear! Y si le leen sobre batallas, se vuelve un cascabel. Búsquense alguna historia posta sobre la Vuelta de Obligado, sobre algunas puebladas, o la guerra de Malvinas, esas historias lo fascinan.
—Entonces vamos a esperar que el General decida cómo se va a llamar el compañero, de lo contrario, tiene nombre el Rudecindo. –Dijo Faustino tratando de no perder el hilo de la discusión.
—No. Para nada –lo corrigió el hombre–. Yo sé cómo le vamos a presentar al General el compañero. De nombre, Pedro.
—Bueno, de nombre Pedro, de apellido, “Pérez”, –acotó Faustino, jocoso.
—No. “Pérez” no. “Pérez” pa’los vecinos. De la puerta para afuera todos somos “Pérez”. –Cuando el jefe dijo “de la puerta para afuera todos somos ‘Pérez’”, Faustino y Rudecindo miraron con sorpresa al cordobés, quien trató de disimular su risita. El jefe lo observó, pero prefirió pasar por alto los gestos cómplices de los tres muchachos.
Para el General, “Pérez” no significa nada. Salvo por el incidente de las trenzas. Pero no creo que lo tenga presente. O quiera recordarlo. Convengamos que “Pérez”, es un apellido, nada más. Nosotros somos los “Pérez”, porque “Pérez” puede ser cualquiera. Todos los que estamos acá, somos cualquiera. Como dicen de nosotros, somos “negros de mierda”. Todos los que estamos acá somos “negros de mierda”. No lo olviden nunca. Si lo olvidan, están fritos. Los van a hacer cagar sin piedad. Los tipos que nos enfrentan tienen muchas artimañas para hacerle creer a un negro que dejó de ser quien es. Incluso te llevan a sus fiestas, te convidan con champagne, te dan a comer lo que se te cante, lo que pidas, pero en realidad solo te exhiben como a un mono gracioso. Cuando se acaba la gracia, ¡fuiste! Sos negro muerto.
Tipos inteligentes como ustedes saben que cualquier “negro de mierda” nunca va a entrar al reino de los oligarcas. Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un “negro de mierda” entre al reino de los oligarcas. Tomen como un acierto de Dios, el habernos hecho negros. Nadie le da bola a un negro y menos a un indio. Y menos que menos a una negra e india. ¿Entendieron? Así pasamos desapercibidos, ignorados por suerte. Nos facilita el trabajo. Si soy negro, soy sombra. ¿Quién repara en una sombra que casi no se nota? Por eso no se tienen que olvidar nunca quienes son ni de dónde vienen. Solo cuando tengamos la sartén por el mango van a cambiar las cosas. Hay que llevar la Revolución de Mayo hasta su fin, porque la revolución es un acto inconcluso. Se sabrá si estamos en condiciones de hacerlo. Y por eso damos la vida por la bandera que cuidamos. Hasta entonces, no olviden quién por ahora tiene el mango de la sartén, y procuren que no les rompan la crisma de un sartenazo. Hemos visto a algunos que posaban de bravos ablandarse en el camino. ¿Bravo entre los bravos? El suboficial “Pérez”. A ese lo torturaron hasta matarlo y no le sacaron ni una letra. Solo dijo lo que quiso: “Yo caí. Otro ocupará mi puesto.” Ojalá todos estemos a su altura.
Faustino y Rudecindo se quedaron pasmados escuchando a ese jefe. El cordobés no cabía, es sí mismo de entusiasmo. Todo sucedía demasiado rápido y hacían esfuerzo por seguir al hombre en su razonamiento.
—Llévense de mi consejo, compañeros. Como decía otro General, “este es un mundo de vivos y gana el que más tiempo pasa por zonzo”. No se hagan los guapos, no busquen pelea. Y si la pelea los busca a ustedes, la evitan. Es preferible que parezcan maricones, pero no acepten reyertas. Es una trampa. Nada de “vení gato” que te peleo, nada de “vos sos gorra y te voy hacer cagar”. No sean giles. Los giles no van al cielo, van todos al infierno por boludos y hasta ahora ningún boludo hizo una revolución.
No se metan con la gente del pueblo. No se aprovechen de sus mujeres. No toquen ni una aguja de los pobres. Sean educados, sean respetuosos. Lo que compran, lo pagan. Van a tener su paga todos los meses. Y si no llega la plata, se la aguantan, como hizo este hombre durante toda su vida.
Para todos los gastos que requiere el cuidado de “La Reliquia” en cada posta habrá fondos. Y si no hay plata, también apechugan y aprenden a resolver problemas, como aquellos que pelearon hasta Ituzaingó y no tenían ni un cobre para pasar el rato. Como los peones de obraje, los mensúes, a quienes con el cuento del anticipo no les pagaban nunca sus trabajos.
Van a entrar a muchos ranchos con el General, sin la colaboración de los paisanos, nos cazan al momento, no duramos ni medio día. Es gente sencilla, de pueblo, sin ellos no somos nada. Recuérdenlo todo el tiempo. Al que se pase de vivo con la paisanada le doy el raje al instante, no lo fusilo porque los Reglamentos de la Logia no lo permiten, sino que le metería bala hasta por el culo.
En un rato va a venir un compatriota que nos va a guiar hasta la próxima posta. Y así va a ser en cada oportunidad. Compórtense como hombres, como al que custodian. Este dio todo por la Patria sin pedir nada a cambio, sigan su ejemplo. ¿Alguna duda compañeros?
Faustino, ahora Manuel Artigas, estaba lleno de dudas. Rudecindo estaba mudo, casi como “La Reliquia”. El cordobés, a pesar del tono, se sentía reconfortado. Quería un jefe de verdad. Parecía haberlo encontrado. Era firme, preciso, y estaba seguro de que, con el tiempo, les mostraría su afecto. Sin afecto no se puede dirigir ninguna tropa. Los buenos jefes siempre van a la cabeza en el combate. No hay acto de amor más sublime que ser el primero en ponerle el pecho a las balas en el combate.
Todo se lo habían explicado antes de partir a su destino, pero allá parecía un cuento, un relato. Ahí estaban en presencia de un milagro y un jefe que les mordía los garrones para fastidiarlos.
—Dos preguntas compañero. ¿Puedo decirle compañero? –Preguntó Faustino.
—Claro. Somos compañeros.
—¿Cómo se va a llamar el Rudecindo?
—Ríos. Pedro Ríos. ¿Saben quién fue? –¡No! Contestaron a coro los dos muchachos.
—En mi bolso hay un pequeño manual con muchos datos. Ahí van a encontrar quien fue. Quédenselo.
—Y, digo yo… –preguntó Manuel– ¿Por qué no lo dice, compañero?
—Así leen, que no les va a venir nada mal. Ya les dijeron que lean, que no sean vagos. ¿Qué otras preguntas tienen?
—Y si al General le pasa algo mientras estamos trasladándonos de posta a posta. ¿Qué hacemos?
—¿Algo como qué?
—No sé… que se enferme.
—Si lo cuidan, no se enferma. Que yo sepa, no se enfermó nunca.
—¿Qué come?
—De la comida se ocupa otra gente. Ustedes están para custodia. Quédense tranquilos. De beber, solo agua. Bebe poco. Casi nada. Hay que ser pacientes.
—¿Y lo vamos a entender?
—Seguro. Al principio puede ser que les cueste, pero en seguida le van a encontrar la vuelta. Tengan siempre presente que tratan con una decisión de Dios, no de los hombres. Así que, en realidad, entendemos poco, casi nada. Lo que ocurra con él es porque Dios lo quiso.
—¿Y si se nos muere? ¿Qué hacemos?
—Les repito, muchachos. Vive por qué Dios quiere. Si se muere, es porque Dios quiere. Si están con él cuando Dios tomó su decisión, recen. Recen mucho. Saben rezar, ¿no? Recen. No solo por él. Recen por el pueblo, recen por ustedes, y recen por la Patria. Si se nos muere la bandera, cagamos para siempre. Piensen como pensaba Brown. –Los muchachos no sabían a qué se refería el hombre.
—¿Saben o no lo que pensaba el almirante Brown?
—No. –Respondió el cordobés por todos.
—“Es preferible irse a pique que rendir el pabellón.” Pero también dijo: “Hoy tendremos un día glorioso, si todos los nuestros cumplen su deber”. Y si les vinieron bien estas ideas, recuerden esta otra, que dijo el almirante al pueblo de Buenos Aires luego de la acción de Ensenada: “Compatriotas! Vuestra estimación es el más dulce premio a que podría yo aspirar. Mi vida es vuestra, y rendirla por la gloria del país, es mi primer deber.” Si piensan, viven y mueren así, no habrán nacido al pedo. ¿Algo más compañeros? –Preguntó el jefe que se disponía a partir cuando llegara el baqueano que los iba a guiar a la nueva posta, para atender algunos asuntos de la fuga.
—No compañero. Nada más. –Respondieron a coro los muchachos.
—Que tengamos suerte, entonces. Los felicito. Pocos tienen el privilegio de poder defender la bandera hasta con su vida. La última vez fue en Malvinas.
Y quiero decirles algo más –lo dijo volviendo sobre sus pasos, y señalando a los jóvenes–, sigan el ejemplo del suboficial “Pérez”, que como tantos compatriotas supo morir cumpliendo su juramento. Si les toca, mueran como hombres de coraje. Peleen bien y mueran bien.
Casi al mismo tiempo que el jefe se disponía a salir, el baqueano llegaba con la camioneta, para atender la diligencia pendiente y emprender el viaje a la nueva posta. El grupo quedó atento a la custodia de “La Reliquia”. El jefe le dijo al cordobés que fuera con él, para ayudarlo en el asunto que debía tratar.
Pertenencias del ilustre no quedaban. Algunos de sus papeles, sí. En el último tiempo había dedicado esfuerzos a organizar unos ganchos, inscripciones casi cuneiformes, sobre unas blancas hojas que le proveyeron sus relicarios. Otros, arrugados y sucios por el largo y fatigoso viaje, mostraban complejos garabatos que reunían órdenes y contra órdenes para las batallas. Ya nadie recordaba las veces que revisó el diseño de Vilcapugio y de Ayohuma. Buscaba una explicación para las derrotas. Tal vez no la hubiera. A doscientos años de los acontecimientos, no resultaba fácil rememorar cada detalle, cada acontecimiento que fue diseñando el fracaso de la expedición libertadora.
Y, después de todo, si encontrara la falla en la estrategia, la táctica incompleta, el error de cálculo por el mal diseño de la política impuesta desde Buenos Aires, que se negaba a incorporar a las lides revolucionarias esas reservas que surgían extraordinarias entre aquellos harapientos pobladores altoperuanos que se ofrecían para morir por la revolución en la batalla, no se podía volver para remediar los desastres. Somos lo que somos tanto por nuestras victorias como por nuestras derrotas.
Cada tanto reclamaba por Amanda. De ella la Logia no tuvo noticias durante meses. Se fue vieja, hastiada de muerte, sin siquiera saber el destino seguro de su protegido. Los “Pérez” tardaron algún tiempo en recibir la noticia de su muerte.
El ama de llaves, amorosa y dedicada, la única capaz de serenar cuando la fiebre del delirio lo abrumaba, la que lo untaba en aceites maravillosos que aterciopelaban la vieja cáscara fantástica, y que podía repetir con exactitud pasmosa cada oración, cada párrafo de la historia escrita y oral de su protegido, fue del caserío al geriátrico y de allí a la muerte. Esquivó el sablazo de la Agencia que no pudo capturarla con vida.
Sufrió por Guadalupe, lo que por nadie. “La Reliquia” fue su devoción y la niña fue su desvelo. Le reclamó al suboficial “Pérez” un juramento. ¿Habrá podido cumplir? Se preguntó en alguna oportunidad mientras desvariaba en su encierro, o agrandaba delirios para aliviar las incógnitas de su escaso porvenir.
Los superiores le impusieron el mismo tormento que al ilustre. Ella también padeció la encerrona carcelaria en su decadencia. Pero a diferencia del inmortal, sabía que tenía la ventaja de la muerte asegurada. Solo quería darse el gusto de elegirla para agradecerla.
Alguna vez el suboficial “Pérez” le dijo que las personas mueren como viven. Y sintió pánico. ¿Cómo sería eso para ella? Años encerrada cuidando a un hombre privado de su muerte, lavándolo, untándolo en aceites sanadores, perfumándolo para que conservara el garbo que ella pretendía para un prócer de su trascendencia.
¿Cómo sería la muerte para ella si cada uno muere cómo vive? Llorando su niña por los rincones, mientras la madre loca y abrumada de golpes y sucesivas violaciones, se iba esfumando en su delirio hasta el día fatal, aquel, inenarrable, que el monstruo se descolgó desde la lámpara del techo y deshizo la osamenta a golpes de puño casi hasta matarla. ¡Y ella obedeció la orden de encerrarse! ¿Por qué obedeció esa orden? El suboficial “Pérez” se lo dijo una, diez, cien veces. Y hasta le acomodó un sopapo alguna vez, para hacerla entrar en razones. Para lo único que ellos estaban era para garantizar la vida de “La Reliquia”. Siendo todos prisioneros, el único que debía recibir hasta el cuidado del crimen en su nombre, era él, el ilustre. Los demás, se las compondrían como pudieran, incluidas la madre y la niña. Y así fue. Cada uno se las arregló cómo pudo. Todo estaba escrito: a cara o cruz. La madre murió apabullada de golpes. La niña conoció en el pupilaje la última estación de sus abusos. El pervertido de las marquitas siniestras en el arma murió de un disparo certero en la nuca. Amanda se marchó a esperar el sueño eterno en un geriátrico de mala muerte a donde sus jefes la encerraron. Debió, sí, enfrentar el asedio de la jauría de los perros de presa que husmeaba los alrededores del retiro donde la enclaustraron.
Cada tanto le llegaban exploradoras aventajadas que olfateaban los pliegues de su apergaminada piel, los humores de sus glándulas, el tufo de su boca desdentada. Y daban vuelta y vuelta alrededor de su silla de ruedas, esperando el momento oportuno para secuestrarla. Ella estaba siempre atenta. No la querían muerta. Querían capturarla. Apropiarse de sus días finales. Descifrar sus enigmas. Sospechaban de sus palabras escritas. Alguien, en un oscuro escritorio de la burocracia, urdió la sospecha de un escrito peligroso que la vieja criada podría haber realizado para joderlos después de muerta. ¡Muchos condenados dejan sus venganzas en crueles testamentos imborrables! ¡Y la venganza de los muertos es indestructible!
El disfraz de loca que se había construido le quedaba perfecto. La desquiciada que decía que vivió con el general Belgrano durante incontables años. Todos le acariciaban al pasar y le preguntaban por el prócer.
—Doña Amanda –le decían– ¿cómo anda Belgrano?
—¡Muy bien m’hijo! ¡Muy bien!
—¿Y hablo con él hoy?
—Muy poquito querido, casi no habla.
Con poco, casi nada, todos la tomaban por una loca linda y la atendían con esmero.
¿Y si el disfraz no resultaba suficiente? ¿Si finalmente la jauría lograba cerrar el cerco sobre ella? Ensañados contra Amanda, desconfiaban. ¡Y eso que todavía no había aparecido esa maldita “Orden del día N° 5”!
Cuando las exploradoras se aproximaban con sus húmedos hocicos a registrarla, manchando con sus babitas de diablo su modesto camisón, imaginaba que se proponían abrirle un boquete del tamaño de un pomelo en medio de su pecho. Con una dentellada. Con sus dentelladas de cuchilla, diseccionando las verdades ocultas en los tejidos más íntimos del cuerpo. Abierto el agujero que dejaba el corazón al descubierto, la jauría se satisfacía en arrancarle pedazos de la víscera a pellizcos. Y entonces, ascendía por los nervios intactos un dolor indescriptible. Pero no la muerte. La muerte se ausentaba. ¿Por qué la abandonaba?, se preguntaba enfurecida, rechazando una sobrevivida de la que renegaba mientras el tormento creía exponencialmente hasta el suplicio brutal. La muerte no es nada si no se propone terminar con lo porvenir, porque jamás puede suprimir lo que hubo.
Esperó con tantas ansias el derecho a su muerte para acompañar a los héroes de tantas batallas de los que sabía su nombre y su gloria, contada sin miserias por el propio comandante en jefe, que desesperaba su ausencia. ¡Qué ironía! El premio a sus desvelos era invocar la propia muerte.
Y llegó finalmente el día, cuando se anticipó a los designios de las sombras de presa que querían aferrarla a sus tormentos cuando palparon con sus patéticos dedos las rojas letras que estamparon “Orden del día N° 5” y más abajo “escarmiento ejemplar”, que un alcahuete mediocre periodista les entregó como prueba de su buena voluntad.
La visita de esos mensajeros de Dios que la consolaron en el momento final le dio las fuerzas necesarias para su última empresa. Al abandonar su pequeña sala, las almas caritativas dejaron abierta una entrada por donde escapar hacia la luz, como aquella que la loca Encarnación buscaba con el roído taco de su zapatito.
Amanda dejó la silla de ruedas, caminó ignorando artrosis y osteoporosis, se paró en el borde del andén de Liniers, mientras la jauría la observaba en cámara lenta, suspendida en un tiempo torpe y abstracto. La vieron caer y caer contra la máquina enorme que se le fue encima y aniquiló con su peso lo poco de vida que quedaba en Amanda. ¡Cuánto habría sonreído ella de ver a su reliquia permanecer izado en los confines de la patria, acompañando siempre la esperanza futura! La luna que tronó entre los rieles, gatilló su blanco cautivante, blanco enceguecedor hasta el fondo de la vieja pupila que amontonaba un poco de sangre, y devoró con su blanca luz el cuerpecito aquel, y lo desvaneció en un suspenso de ausencia interminable.
***
Al tiempo que el jefe, acompañado del Cordobés, se marchó para establecer algunas cuestiones sobre el éxodo, “La Reliquia” despertó de su ensoñación como golpeado por esa luz que tronante se tragó a su querida Amanda para siempre. Fue un instante. Menos que el suspiro de un amor malogrado, sin que nadie comprendiera que fuerza tan poderosa pudo rescatarlo de ese estado que parecía tenerlo para no soltarlo. Balbuceó algunas oraciones que apenas comprendían los nuevos custodios que quedaron a cargo. Repitió tres veces el nombre de Amanda. Y otras tantas el de María Remedios.
Al enunciar las mujeres, recuperó la voz y fue para gritar. Puteaba como el más guaso de los porteños. Al fin de cuenta, lo era. Manuel y Pedro no cabían de su asombro, recordaron la advertencia: “¡Ya lo van a escuchar putear!”
Gritaba con ese gritito apagado, silbado de principio a fin como un redoble sepulcral, estridente y latoso.
—¡Que venga mi Capitana! Y repetía incansable un nombre ajeno a aquellos que lo custodiaban. Golpeaba con su débil mano el colchón en el camastro.
—¡María Remedios! ¡Aquí! ¡Aquí! –Luego quedaba expectante, considerando la ausencia de María Remedios como una inmensidad incomprensible.
—¿Por qué nos habrá abandonado? ¿Por qué nos habrá abandonado?
Tanto Manuel como Pedro no comprendían el monólogo. Reclamaba a Amanda, y lo poco que podían decirle sobre la suerte de aquella que fue su custodia tantos años, estimulaba su furia hasta devolverlo a un estado marcial que insinuaba redimirlo de sus padecimientos centenarios.
—¿Por qué dejan que Amanda mendigue por las iglesias? ¡No les da vergüenza! Desaprensivos, dejan que la mujer ande mendigando a las monjas agriadas y comiendo de la basura de los claustros. ¿Para qué les hago rezar el rosario diariamente? ¿Para esto?
Los muchachos lo miraban incrédulos, sin saber a qué se refería.
Lejos de aquella mansión que duró casi dos siglos, todo se había tornado sinuoso, atentatorio. Solo la buena voluntad de los más empobrecidos les permitía sobrellevar las angustias de la fuga y la reclusión. Si el suboficial “Pérez” hubiese sobrevivido, seguramente todos estarían más confiados sobre el futuro. Pero como Amanda y la desconocida María Remedios, el suboficial “Pérez” ya no estaba allí para asistirlos.
El ilustre añoraba la música. La música que sonaba por entre las rendijas de la gran puerta azul o atravesaba los cielorrasos como un alegre fantasma melodioso. Algunas veces resultaba redundante con sus preguntas. Amanda, el suboficial “Pérez”, la música aquella que se había perdido al abandonar ese reducto en el que el tiempo se había ido condensando hasta espesarse.
Trataba de recitar las estrofas del himno que lo impulsaba al coraje. Pero ya no las recordaba, sino en modestos fragmentos, apenas frases aisladas que mencionaban sin escrúpulos los atropellos coloniales contra los americanos.
—Mi nombre es Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano y Peri. Yo no oigo clamores de particulares, sino el bien general. ¿Me entiende, señor? ¿Me comprende? –Con tono acusatorio se dirigió a esa sombra que lo observaba todo el tiempo.
Faustino, o Manuel Artigas, como lo identificó “La Reliquia” la tarde de su llegada, no sabía qué decir. El ilustre preguntaba, pero él, ni su compañero Rudecindo, o Pedro Ríos, como lo renombró el jefe sin mediar explicaciones, respondían. Hacía días, menos de los que le anunciara el jefe, que no hablaba.
—Los que no quieran sufrir esos perjuicios anímense a defender la provincia, y no por conservar unos ganados, que serían para el enemigo, permanezcan fríos espectadores de las desgracias de la patria.
Y prosiguió su discurso casi sin desmayos:
—No se deje impresionar por la vocinglería del que grita más fuerte. Siempre se divierten los que están lejos de las balas y no ven la sangre de sus hermanos… El que nunca va a la batalla habla como si fuera un valiente. ¡Hay que sentir el grito del fusil! ¡Hay que oler la sangre que se quema por el fuego del cañón! ¡Ahí están, Manuel, esos que critican mis determinaciones! Por fortuna dan conmigo que me rio de ellos, y hago lo que me dicta la razón, la justicia y la prudencia, y no busco glorias, sino la unión de los americanos y la prosperidad de la patria.
Cuando parecía calmarse, retomaba el discurso, ordenando suspender una imaginaria persecución a todo trote.
—¡Don Eustaquio! –gritaba– ¡Don Eustaquio! ¡Suspenda la persecución! ¡No tengo recursos ni abastecimientos! ¡Suspenda la persecución! –Como si Díaz Vélez hubiese cumplido su orden, se serenaba. La vos aflautada se deslizaba a una especie de ronquido y murmuraba:
—Cuando reflexiono que nada hay más despreciable para el hombre de bien, para el verdadero patriota que merece la confianza de sus conciudadanos en el manejo de los negocios públicos, que el dinero, o las riquezas, que estas son capaces de excitar la avaricia de los demás, haciendo que por principal objeto de sus acciones subroguen el bienestar particular bien público, sino que también parecen dirigidas a lisonjear una pasión seguramente abominable en el agraciado…, he creído propio de mi honor y de los deseos que me inflaman por la prosperidad de la patria destinar los expresados cuarenta mil pesos para la dotación de cuatro escuelas públicas de primeras letras a establecerlas en las ciudades de Jujuy, Tarija, Tucumán, y Santiago del Estero por carecer las cuatro de establecimiento tan esencial…”
Tomando de la manga de su camisa a Faustino, o Manuel Artigas, como lo reconocía, preguntó exigente si estaba al tanto de la construcción de esas cuatro escuelas como había ordenado.
Faustino negaba con la cabeza. Rudecindo le dio un empellón para que le hablara. El simple movimiento negativo de la cabeza, no parecía ser percibido por “La Reliquia”.
—No mi General. Al día de hoy no se han iniciado las obras de ninguna de las cuatro escuelas.
—¿Y el coronel Balcarce ya preparó la caballería gaucha? ¿Holmberg preparó la artillería y la fábrica de fusiles? ¿Cómo vamos a sorprender a Tristán si no preparan la caballería y la fusilería? ¿Cómo vamos a sorprender a Tristán si no preparan la caballería y la fusilería? –insistió fastidiado.
Sacudiéndose en su camastro, Faustino optó por tomarlo de la mano, dejando que fuera el ilustre quien apretara con sus escasas fuerzas la suya dura y callosa.
Luego del fastidio, repetía cansino y monótono como una oración:
—Regimiento Abancay, batallón de granaderos de Paruro, dragones de Chichas, Húsares del Rey, Cazadores de Infantería y Caballería, División Cotabambas –repetía– Regimiento Abancay, Batallón de Granaderos de Paruro, Dragones de Chichas, Húsares del Rey, Cazadores de Infantería y Caballería, División Cotabambas.
Un breve silencio, y despotricaba.
—¡Tristán tenía sus tropas frescas! Yo ni agua ni comida. ¡Carajo! ¡Qué larga fue esa marcha! ¡Carajo! Para franquear el Río Pasaje y soportando las lluvias que caían y caían y no cesaban nunca. ¡Don Manuel!
—Sí mi general.
—¡Llueve! ¡Llueve! ¡Cuánto hace que llueve sin parar!
Faustino guardó silencio, sin saber que responder, temió que toda contrariedad exaltara más a “La Reliquia”.
—¿Mandamos las fuerzas encubiertas para persuadir a la población del Valle de Lerma? ¡Cómo no van a adherir a la revolución que nos da una patria donde reconocernos! ¡Qué pedazos de mierdas que se guardan la fortuna que niegan a la revolución! ¡Voy a pasar por las armas a todos los que sean tenidos por traidores a la patria! –De la exaltación guerrera, al silencio. El general dormitaba. Respiraba entrecortado y con suavidad. Soñaba.
Creía que eran las primeras luces del 19 de febrero de 1813. Revivía aquella encrucijada de la historia. No se sentía ni grande ni ligero. Obligado por la libertad a dar lo que no tenía en favor de su ideal de independencia. Creía llegar de nuevo con sus tropas a la Hacienda de Castañares. Y todavía sentía la lluvia caer, caer y caer. Toda la noche, impiadosa. Martirizando su humanidad y la de sus hombres.
Agradeció a Dios que los relámpagos iluminaran la marcha que iba a los tumbos por el camino barroso. Agradecía los truenos que ocultaban con su batifondo el crujir de las ruedas de las carretas que transportaban vituallas para la batalla.
Volvía sobre su memoria. Recordaba que en su ánimo estaba el deseo de iniciar un ataque sin demoras. Pero sus tropas fatigaban la marcha, caían, desesperaban, querían dormir aún bajo el baldón de aguas que les caía sin intermitencia. Esperaban un descanso reparador antes del combate. El general accedía, contemplativo.
Apreciaba con acierto lo que sus ojos le dictaban. Su maniobra fue justa y desconcertante. Desde la Hacienda de Castañares, con su dispositivo, las tropas patriotas amenazaban la retaguardia del general realista. El mismo que arrolló en Tucumán comprobaba que, a sus espaldas, se presentaba en formación de batalla un ejército dispuesto. Por el lugar menos esperado y menos deseado.
La maniobra dislocó su defensa. La plaza realista quedaba expuesta y el dispositivo patriota amenazaba romper sus líneas defensivas. El comandante realista improvisaba sorprendido. Confundidas sus tropas se inmovilizaban. Su plan defensivo era demasiado rígido, la faltaban posiciones alternativas y la premura por enfrentar tan inesperado cambio de situación lo desorganizaba aún más.
Fue a ubicarse en una muy desfavorable posición al norte de la ciudad, a la segunda orilla del zanjón Tagarete del Tineo, a la sazón muy crecido y que le causaría numerosas bajas al ejército invasor. Tenía prácticamente cortada la retirada. Cuando el ataque patriota, muchos de sus soldados fueron arrastrados por la corriente y ahogados. Se olvidó que jamás una posición defensiva debía dejar un curso de agua a sus espaldas. El General patriota recordaba que sacó buen provecho de esas circunstancias.
“La Reliquia” creía observar nuevamente que, a media mañana de ese 20 de febrero, por su orden expresa, se retiraba del campo de batalla a la ciudad el Marqués de Yavi con sus tropas. ¡Un tapado de la revolución que inclinaba la balanza hacia una victoria! Le costaría tantas torturas, ¡y hasta la muerte! Su osadía, que ningunos de los generales patriotas pudo evitar incluso ofreciendo hasta lo que no tenían por salvarle la vida.
—Si mi cuerpo fuera un arma poderosa –dijo vehemente y decidido– estallaría hasta mi última célula con tal de acabar con la tiranía que atormenta al patriota Fernández Campero.
Cuando el Marqués de Yavi se retiró, el ilustre ordenó atacar con ímpetu renovado, lo que desesperaba a Tristán, que trataba de cubrir sin éxito con otras tropas el ala expuesta por el oportuno retiro de Campero. El general murmuraba sobre el heroísmo de Saravia, de Díaz Vélez, de Moldes, de Dorrego y Superí. Todos cabalgaban a un lado y otro de sus ojos, elevando una polvareda prodigiosa de heroísmo.
Gritaba a viva voz ¡Zelaya! ¡A la carga! ¡Zelaya! ¡Persiga las tropas realistas que huyen del campo! Y al tiempo que así exclamaba, festejaba la sorpresiva irrupción de las guerrillas gauchas conducidas por doña Martina. Siempre una mujer para aliviar sus cuitas. ¡Amanda! ¡María de los Remedios! ¡Manuela Mónica! ¡Martina Silva de Gurruchaga!
Podía ver como el ejército realista se daba a la fuga en desordenado repliegue hacia la ciudad. Todo era desorden, las tinieblas de la derrota para el cruel invasor; la victoria estaba en las manos patriotas y no se les escurriría.
“La Reliquia” reclamaba tanto a Manuel como a Pedro que atendieran a Moldes y Díaz Vélez. ¡No ven que están heridos! Les reclamaba y señalaba con su huesudo dedo a un lugar imaginario donde la sangre gaucha se esparcía a borbotones. Y preguntaba por qué esperaban a cargar contra el centro de la formación realista para arrollar las tropas enemigas.
Manuel y Pedro escuchan absortos el desordenado relato del ilustre cuyos ojos no miraban a ningún lugar cercano. Miraban a lo lejos, a doscientos años de distancia, y veían el choque brutal de tropas que se despedazaban mutuamente. Veían como el enemigo se amontonaba como ovejas que marchaban al matadero. Rota la disciplina, sin plan, sin dirección, sin esperanzas.

Y cuando los asistentes creían que el sosiego volvía a su custodiado, celebraba las milicias de un tal Aráoz y de un tal Figueroa que completaban la tarea.
—Han pasado algo más de tres horas de combate –dijo preciso y revoleó la mano espantando unas sombras que lo perturbaban a menudo. “La Reliquia” amenazó incorporarse. Manuel y Pedro temieron que su débil osamenta se quebrara al intentar erguirse, hablaba con un inexistente emisario.
—¡Vienen a solicitar una rendición honorable! ¡Atiendan con respeto al oficial Lahora! –Reclamó a los muchachos que ignoraban la historia. Mirando al techo silabeó confuso:
—Diga a su general que se despedaza mi corazón al ver derramar tanta sangre americana, que estoy pronto a otorgarle una honrosa capitulación, que haga cesar inmediatamente el fuego en todos los puntos que ocupan sus tropas, como yo voy a mandar que se haga en todos los que ocupan las mías”. –Exhausto se reclinó calmado sobre los ampulosos almohadones sobre los que reposaba su raquítica espalda.
A partir de ese sereno sueño, solo fueron frases inconexas, nombres extraños, risas porfiadas.
“Moncoso”, repetía. “Moncoso”, sin que los custodios imaginasen a qué se refería. “Azángano”, susurraba luego. Contaba 103 muertos y 433 heridos. Y repetía los números como si estos escondieran un acertijo fantástico. Pero luego corregía el número de muertos que ascendía a 480 y 114 heridos; el resto rendidos.
—¡Rendidos! ¡Sí! ¡Rendidos! –celebró entre gárgaras amargas– ¡Perdieron sus banderas! ¡Perdieron los estandartes! ¡Perdieron el armamento! ¡Perdieron los sables y pistolas! ¡Perdieron!
Y ya fatigado, reclamó con ese silbido agudo de sus desvencijados pulmones: ¡Avancen a Potosí! Que nos espera Zelaya con 1.200 hombres en Cochabamba y 2.000 con el Cacique Cárdenas. ¡Subleven las poblaciones! ¡Propaguen como reguero de pólvora la causa de la libertad de la Patria! ¡Viva la revolución!
¡Viva la libertad del Alto Perú!



[1] Para conocer el destino de ese material ver “Doce cajones”, documento adjunto a “Los amores de Ámbar y Guadalupe”.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS