La Reliquia, cap. 9 «Alida Celena»

IX

Alida Celena


Alida Celena suspiraba. Sentada frente al televisor, trataba de concentrarse en las novedades de la novela venezolana. No podía. Bebía gin. En otras oportunidades, gin-tonic, pero ese día lo prefirió puro.
Si no había gin, bebía copiosamente whisky. Una marca barata, nada de exquisiteces; no se trataba de un gusto, sino de un placebo, cuanto más barato, mejor.
Si le faltaba bebida blanca, porque olvidó comprarla llevada por sus devaneos, vino tinto. Nunca blanco. Aborrecía el vino blanco y ni que hablar del rosado. Ambos estaban excluidos de sus vicios.
No llegó nunca a beber alcohol puro, como uno de sus tíos que padeció delirium tremens. Si no hubiese muerto tan joven, nadie habría apostado a que no llegaría el día en que el alcohol puro reemplazaría a todas las bebidas. Los vinos, el whisky, el gin, iban abriendo el surco profundo hacia los grados extremos de alcoholismo. La muerte violenta interrumpió el derrotero.
Alrededor de las catorce horas de cada día de la semana laboral regresaba a casa del Palacio de Tribunales. A las tres de la tarde ya está bastante alcoholizada. Entonces miraba absorta una telenovela cualquiera. Después una larga siesta. Desde que retornaba a casa del trabajo y hasta las seis de la mañana, podía beber sin fin. Luego comenzaba ese breve período de abstinencia.
Su sobriedad duraba siete horas exactas. De las seis de la mañana hasta una hora después del mediodía, que era la hora de salida del trabajo. Durante ese lapso no bebía alcohol, tomaba café a raudales, no menos de dos litros bien cargados, y fumaba sus cigarrillos rubios con filtro. Veinte o más, cada mañana. Luego, hasta la noche, mientras bebía copiosamente, otros veinte, tal vez treinta. Dependía la depresión del día. Cada día su depresión era diferente.
Cuando finalizaba el horario de trabajo no caminaba, corría. Bajaba a saltos la enorme escalinata del Palacio de Justicia, como quien huye hacia el hogar a suministrarse una dosis medicamentosa necesaria para asistir a un padecimiento singular.
Si se retrasaba el regreso por un atascamiento en el tránsito o porque un piquete de trabajadores reclamando algún derecho bloqueaba las avenidas y las calles aledañas a los Tribunales, vivía con angustia esos momentos forzosos de abstinencia. Entonces se exasperaba hasta el insulto. Cuando Alida se descontrolaba en alguna discusión, se le desfiguraba el rostro, que adquiría un tono morado, y era capaz de gritar tan vivamente que nadie podía dejar de prestar atención a la batahola que desataba. En esas oportunidades, adquiría una violencia tal que, en más de una oportunidad, hasta varones corpulentos habían desistido de enfrentarla.
Los fines de semana bebía de la mañana a la noche. En realidad, de noche a noche. Empezaba el viernes y seguía hasta entrada la madrugada del lunes. “El Morro” esos días se ausentaba deliberadamente. Nunca le decía a dónde se dirigía. Ni siquiera regresaba a dormir las noches del viernes, el sábado y el domingo. El lunes llegaba entrada la madrugada. Alida sabía que enfilaba al “rinconcito campestre” como lo llamaba, a donde iba a menudo, desde que la relación entre ambos había entrado en una pendiente irrecuperable. Y de eso, hacía ya largo, largo tiempo.
Alida era prosecretaria en un juzgado de menor cuantía. No era un trabajo demasiado exigente. Mujer de pocas luces, apenas bachiller de mediocre formación, su gran habilidad no estaba en los códigos de la Justicia. Cuando ingresó al servicio judicial, mecanografiaba con mediana velocidad. Nada extraordinario. Desde que las PC reemplazaron a las Remington, tecleaba, incluso, menos palabras por minuto. Gracias al Word, algunos de sus horrores ortográficos se vieron corregidos por el propio software. Eso resultó una ventaja importante. Su anodina educación pasaba un tanto más disimulada que antes, cuando sus escritos se veían salpicados en casi todas las líneas por el líquido corrector. Los secretarios la obligaron en más de una oportunidad a repetir sus trabajos hasta el hartazgo. La penitencia nunca condujo a una mejoría, ni siquiera leve. Liquid Paper resultaba siempre el campeón hoja por hoja.
Reconocía que sus ascensos se debieron a circunstancias ajenas a sus capacidades laborales. Aunque no lo confesaba (no por pudor, sino por desinterés), hizo uso del acuerdo que le planteó “El Morro” y que reguló la vida marital durante muchos años. Aquello que les permitiera mejorar la condición de trabajo y por añadidura el salario, era aceptable dentro del matrimonio. Alida pasó por las sábanas de algunos de los jueces de la Cámara, quienes recompensaron no con excesiva generosidad el favor sexual del que gozaron. De todos modos, Alida era anorgásmica. Le daba lo mismo tener sexo que tomar un té. Para ella, los dos tenían el mismo sabor insignificante.
Mientras tenía relaciones con sus amantes ocasionales, pensaba en cosas de la infancia, minucias intrascendentes, o cómo disfrutaría del dinero si un día “El Morro” estiraba la pata.
No sabía si la anorgasmia era su condición natural, producto de una patología, o solo se trataba de un sistema protector frente a su aborrecido esposo y los jueces pervertidos que caminan los pasillos de Tribunales a la caza de una vagina. Alguna vez elucubró sobre el asunto de su incapacidad para disfrutar un orgasmo: ¿tendría que ver con los gustos sexuales que “El Morro” empezó a manifestar pocos años después de casados? Porque ya no se trataba de actividades sexuales extramatrimoniales, que a Alida le importaban un soberano carajo. Las infidelidades, para ella, eran un asunto menor, que le producía indiferencia, como el sexo y como el té, eran intrascendentes. Ahora bien, si servían para aumentar el patrimonio conyugal, hasta podía celebrar que se consumaran. En una oportunidad, la viuda estrafalaria de un ricachón asesinado en dudosas circunstancias, le transfirió una buena suma de dinero a cambio de ciertas prácticas aberrantes en la morguera. También de un informe forense más favorable a sus intereses, algo que el forense intentaba disimular con el pretexto de no exponer su prestigio profesional. Todos sabían que “El Morro” estaba siempre dispuesto a alterar una conclusión forense a cambio de una buena suma de dinero. Para eso, no tenía melindres ni escrúpulos. Sopesaba los órganos extirpados con fajos de billetes. Y compensaba las anomalías que pudiera encontrar en los órganos estudiados, con razones que no bajaran nunca de los cinco dígitos.
Cuando las circunstancias de la viuda alegre, al principio a Alida le pareció repugnante la práctica, pero al enterarse de la suma que engordó la cuenta bancaria, hasta consideró plausible la iniciativa sexual de su marido. El dinero puede hacer ver hermoso hasta el acto más repugnante que realice una persona. Cuanto más dinero está en juego, menos ética se pone de manifiesto. Lo aseveró Paul Piff, y Alida tuvo que darle toda la razón, aunque no tenía la menor idea de quién era esa tal Piff cuyo apellido la movía a risa.
Después de todo, ¿qué podía recriminar de aquel negocio de “El Morro”? Si ella abrió las piernas en más de una oportunidad para dejar que la Justicia la penetrara en vulgares despachos malolientes, sobre escritorios roñosos, que si bien, era cierto, no se podían comparar con la marmórea mesa de disecciones, no eran menos degradantes que la mesada donde el fulano despostaba los cadáveres en estado judicial. A cambio de alguna prebenda que mejorara las perspectivas laborales o redundara en una suma de dinero más o menos interesante, bien valía un coito sobre un gélido cadáver, como debajo de un Juez tan gelatinoso como las vísceras recién extraídas de un muerto todavía tibio.
Las propuestas swinger que con relativa frecuencia “El Morro” hacía en presencia de matrimonios amigos que buscaban esa satisfacción, la movían a risa. El intercambio, a veces, le parecía hasta ridículo. No era una mujer tan poco agraciada como para aparearse con algunos varones que en franca decadencia, hasta eran capaces de rifar a la esposa con total de alcanzar una imposible autoestima. El ego masculino es tan fácil de herir como de engatusar. Alida no apetecía para sí el canje. “El Morro” que canjease lo que le viniera en ganas.
Pero era bastante probable que su anorgasmia se hubiera consolidado producto de su aborrecimiento por esa atracción por las nenas, impúberes, de doce o trece años de edad, de las que el marido hablaba con regodeo, cuando pormenorizaba con gozo sus andanzas sexuales, relatos que sus amistades festejaban con carcajadas y exclamaciones lujuriosas, y que había escuchado escondida tras una puerta que daba al escritorio donde se desarrollaban aquellas tertulias pornográficas.
Había sorteado alguna discusión con el libertino sobre su alcoholismo, pero sabía que a él no le interesaba ni qué ni cuánto bebía. Sí, le molestaba el cigarrillo, su olor, la resaca del tabaco con tufo a heces que impregnaba sus ropas. El aliento a tabaco de la mujer le producía arcadas, lo asqueaba.
Esperando declarar en Tribunales, esa mañana fatal, “El Morro” sentía un hedor que llegaba desde no sabía dónde, un aliento nauseabundo que lo atormentaba. Esperaba que, en la Alcaldía, sus eventuales compinches de calabozo no lo atormentaran con el humo apestoso de los cigarrillos baratos.
Alida se preocupaba de humear su guardarropa todo lo que podía. Mientras echaba el humo en los trajes, camisas, delantales, repetía “si sos una mierda, olé a mierda”. Y fumaba y fumaba y fumaba. Descubrió que hasta el humo del tango de Manzi lo fastidiaba. Y ella cantaba con su voz lijada por el tabaco: “El último organito irá de puerta en puerta / hasta encontrar la casa de la vecina muerta, / de la vecina aquella que se cansó de amar; / y allí molerá tangos para que llore el ciego, / el ciego inconsolable del verso de Carriego / que fuma, fuma y fuma sentado en el umbral.” Y mientras entonaba el verso final, echaba a la cara del iracundo esposo el humo gris de su propio cigarrillo, modulando con lentitud “fuma… fuma… y fuma…” en insensata provocación. “El Morro” murmuraba entonces cargado de odio, “de la vecina muerta” y sospechaba el momento sublime de una supuesta redención definitiva entre el chisporroteo de las llamas crujientes de un cuerpo incinerado. Y si no, el último recurso, una buena zambullida en puro ácido sulfúrico, fluorhídrico, clorhídrico, esa santísima trinidad que la tabla de Mendeléyev le había aproximado inocente, sin predecir el destino cruel de esas modestas combinaciones de átomos.
Al esposo lo obsesionaba que Alida guardara silencio sobre las nenas, esas con las que mantenía relaciones sexuales. No es que Alida supiera de esos placeres desde que comenzó a practicarlos. Lo supo años después, cuando la decadencia era tan ostensible que nada hacía posible ocultar las inmundicias de cada uno.
Su gusto y práctica de la pedofilia se satisfacía en una de las seis casas de prostitución propiedad de un prominente juez de la Nación y ubicada en los suburbios campestres más o menos alejados de la gran urbe. Allí concurrió por espacio de más de diez años, tal vez doce, con cierta frecuencia.
El proveedor del magistrado, era un tal Moreira. Cuando lo trató por primera vez ya era un hombre mayor, desagradable, sucio y maloliente. Podía tener setenta, ochenta o cien años. Algo regordete, petiso, curtido, ladino, parecía salido de un libro de relatos. La piel de su rostro tenía su mismo tono y textura. Y crudas líneas negras surcaban la cara en todas direcciones, escarbando unas arrugas que juntaba una mugrecita desagradable a la vista.
Se trataba de un bonaerense que se presentaba como un simple hombre de campo. Un gaucho, con todas las de la ley. Calzaba alpargatas negras y lucía una bombacha que habría sido marrón, en algún momento. Cinturón de cuero con rastra gaucha en plata ceñido al voluminoso vientre. Camisa blanca, corbata negra y un verijero asomando por encima del ancho cinturón de cuero.
Lo acompañaba siempre un séquito de matones que se disfrazaban de sencillos peones rurales. Todos iban armados y calzaban rebenques para poner en caja a cualquier díscolo que quisiera alterar la paz de los puteríos de su eminencia, el excelentísimo Juez de la Nación. “Acá se viene a coger tranquilo, no a romper las pelotas”, decía cuando alguno intentaba quebrar la paz del prostíbulo. Habiendo niñas de por medio, la tranquilidad era lo más importante luego de las rosadas vaginas infantiles.
Moreira estaba a cargo del negocio. Recatado en los precios y siempre con renovada mercadería, prometía poco, pero cumplía siempre. Se le escapó un párvulo que oscilaba entre la niñez y la primera adolescencia, un ejemplar extraordinario de quien no se podía adivinar a simple vista el sexo. Una loca desvariada, “una puta pituca de la Capital” –le dijo Moreira a “El Morro”–, en nombre de no se sabía qué organización, se lo llevó a su lupanar “por unos mangos roñosos”, suponía para satisfacer a algún prominente hombre de la política o de los negocios. Lamentó la pérdida. Se había entusiasmado con la oferta detallada y lujuriosa que el tratante le hizo durante largos minutos por su celular privado. Sin embargo, el hombre reparó en algo la desilusión del forense. Le mandó un sobre con una docena de fotografías en las que se exhibían muchachas que apenas habían abandonado la infancia. Para un amante de vaginas infantiles, la renovación era un acto indispensable.
El magistrado, en la cúspide del sistema judicial, no aparecía nunca por las mancebías. Era un hombre tan prudente como perverso y rebuscado en sus placeres. Se especializaba en servicios sexuales exigentes y sofisticados. Gozaba de la impunidad que el propio sistema le proveía. ¿Quién se iba a inmiscuir con el ejercicio prostibulario de un figurón de esa jerarquía? La Justicia dictó la falta de mérito, en una denuncia contra el juez. Lo hizo con una celeridad pasmosa. “Entre bueyes no hay cornadas”, explicaría “Pérez y Pérez” recurriendo a sus inagotables refranes.
Los más próximos a Alida habían sido precisos en las advertencias, en lo inoportuno de referirse de algún modo, incluso tangencial, al asunto. Y ni imaginar con llevar esos temas a una demanda de divorcio. Si un alto magistrado estaba involucrado, ¿qué subordinado se habría animado a incursionar en un asunto que se organizaba en los estratos más altos del poder estatal?
Se trataba en realidad, le habían dicho, de lupanares oficiales, donde una fauna diversa de burócratas pervertidos se desvivía por unos ratos de sexualidad aviesa, que el Estado atendía con minuciosa generosidad. Entrar allí, como había logrado “El Morro”, no era fácil; salir de ello, imposible.
Las filmaciones ingresaban al patrimonio de los subsuelos de la inteligencia oficial, y se constituían en la impúdica filmoteca de la clase dirigente. El testimonio fílmico de la lujuria de la pedofilia de prominentes jerarcas de la vida pública, resultaba el más eficaz método recordatorio de fidelidades y discreciones. Su simple exposición, hubiese fulminado personajes a los que se les dedicó honores, libros y hasta monumentos.
Además, le habían dicho a Alida sus amigos, todo era cuestión de dinero. Y el dinero era, al fin de cuentas, el amo de todos los secretos. Con el dinero nunca había que enemistarse. Las leyes del mercado dominaban las perversiones como a cualquier otra actividad humana. La demanda, en ese caso, prohijaba la oferta.
El amancebamiento con niñas o niños, era solo una de las prácticas aberrantes y uno de los varios ductos por los que ingresaban esas ingentes fortunas al lado oscuro del aparato del Estado. No menos afortunados eran los sistemas recaudatorios de la trata de personas, nutridos por hombres y mujeres sometidos a la esclavitud sexual, junto al tráfico de drogas y armas, y el tráfico de órganos.
Pedofilia, esclavitud sexual, narcotráfico, mercadeo de armas, tráfico de órganos, eran las cinco ciudadelas de una nueva Pentápolis bíblica, erigida a la orilla de un mar muerto, pútrido y pestilente. Era, dirían cínicos sus beneficiarios y promotores, la etapa superior de Sodoma y Gomorra, a las que, soberbios afirmaban, ninguna lluvia de fuego y azufre alcanzaría a devastar. Como fuera en los principios de la historia, no cincuenta, ni diez justos se encontrarían en ellas, aunque un nuevo Abraham buscara con desesperación a quien salvar antes de que la lluvia incendiaria naranjazul cayera en cruel chisporroteo, incinerando a los perversos como a simple pastizales resecados.
Los cuantiosos ingresos que generaban esas modernas Sodoma y Gomorra, eran usados para engordar fortunas que nunca hubieran sido posibles de explicar. Y del mismo modo que se agigantaban, se evaporaban; por los conductos del lavado de dinero arribaban a los paraísos fiscales en forma de sociedades offshore, ocultando así a sus verdaderos dueños y finalidades últimas. El capitalismo parasitario se vigorizaba incesante con ese zumo vivificador; los intereses devengados resultaban un sublime néctar elaborado con pura sangre humana de millones de desgraciados. De todo aquello, recomendaron sinceros los amigos, nunca sería prudente hablar.
Pero de aquellas otras mujeres con las que “El Morro” compartía la cama, mujeres que frecuentaba por su trabajo –como esa antigua subordinada suya– o cualquier otra que conociera accidentalmente, no estaba vedado comentar. Las discusiones interminables sobre esas infidelidades, Alida las tomaba como un frívolo ejercicio por el que iba descifrando los posibles atajos para obtener su cincuenta por ciento de los bienes matrimoniales. Cuando rozaba el tema de la división de los bienes de la sociedad conyugal, “El Morro” perdía la compostura. Asegurado el silencio en cuanto a lo de las niñas, nada lo desquiciaba más que la sola idea de perder dinero en aquella despreciable mujer con la que convivía para su desgracia.
Alida había asumido su infelicidad hacía años; llegó a habituarse a ella mediante un razonado ejercicio de la indiferencia. No todas las personas en el mundo tenían por qué ser felices. Ella se había incorporado al numeroso ejército de desdichados que deambulaban por el mundo sin conocer el amor ni en sus formas más rudimentarias. Cada uno de esos semejantes tendría su “Morro” al que padecer. Estaba convencida de que de los miles de millones que poblaban la tierra, la inmensa mayoría eran efectivamente infelices. Y que así acabarían sus días. Entonces, integraba el nutrido pelotón de seres desgraciados; la superioridad numérica daba soporte a sus estados de ánimo. El mundo, al fin de cuentas, estaba gobernado por infelices.
En la medida en que la angustia por la infelicidad fue perdiendo vigor, la zozobra por el puro interés en la divisoria de bienes fue ganando terreno. Mientras más tiempo pasara, más se acrecentarían sus bienes; no importaban los sufrimientos si los hubiera; era como sostener un plazo fijo a lo largo de los años. Soportar a “El Morro”, su “Morro” –como otros tantos millones soportaban al suyo– hasta podría implicar una cuestión menor si sabía manejarla. Después de todo, no resultaba un mal negocio esperar el paso de los años si eso acrecentaba la fortuna. Llegaría el momento en que podría escapar de la vida conyugal con aquel hombre, y dedicarse a lo que más la complacía: el ocio, el ocio improductivo. Y tomar sol el día entero, a la orilla del mar, en Playa Grande, hasta adquirir ese tono intenso del atezado lustroso de cremas colorantes de tonos marrones y naranjas.
Cuando hablaba de estas especulaciones, los mismos amigos que le indicaban la conveniencia del silencio en temas vedados, la propia familia, y hasta los compañeros de trabajo que no sentían mucho afecto por la subsecretaria, le señalaban que esa obstinación por el porcentaje de una riqueza supuesta a la que no estaba dispuesta a renunciar, era el sustrato profundo de sus vicios. El amor al dinero y la obstinación por no perder ni un uno por ciento de sus bienes conyugales, la inducían a beber sin límite, fumar con desesperación, y sufrir, era evidente, una depresión crónica.
Y para colmo, un delirio enfermizo, no sin cierto fundamento, la había invadido. Pensaba con angustia en cuánto tiempo tardaría en padecer de cirrosis o de alguna enfermedad pulmonar terminal que la llevaría a la tumba. Cuando imaginaba su muerte, se llenaba de odio, suponiendo que sobre su cadáver se construiría la libertad para el pervertido de su marido, y para mayores desgracias, malgastaría todos los bienes conyugales, satisfaciéndose en las leves carnes de las niñas esclavas sexuales, en los burdeles impunes de su eminencia el renombrado juez de los supremos tribunales, o del roñoso del falso campesino y sus burdeles en ranchos apestosos de mala muerte.
A veces la asaltaba una idea provocativa. La imagen de un hijo suyo y el lupanar del campo, que se sucedían alucinadas como en un calidoscopio perverso.
De solo imaginar a “El Morro” tocando un hijo suyo, luego de magrear a esas niñas, le daba arcadas. Podía hasta tolerar la vacua sensación de su gélido pene en su reseca vagina, eyaculando en formol unos espermas deformes. Eso no le daba náuseas, le resultaba indiferente, como tomar el té.
Pero suponerlo acariciar un hijo suyo, le provocaba pánico. ¿Y a una niña? Indescriptible. Por eso Alida no tuvo hijos. No quiso tenerlos. “El Morro”, menos que menos. Aplaudió la decisión de la mujer. “Menos conflicto con la herencia”, pensó para sí. Jamás trabajaría “para mantener pendejos vagos de mierda”.
Por otra parte, para Alida, eso de alzar la pollera de despacho en despacho, para ascender en la línea jerárquica, espantaba la maternidad como a un fantasma. Sufría, incluso, cuando se imaginaba embarazada, inmenso el vientre, listo a dar a luz a un infeliz que viviría su infancia y adolescencia en medio de la avaricia y la promiscuidad conyugal, balanceada en ascensos inmerecidos y mejoras salarias retaceadas. ¿Y si fuera una niña y no un varón? Ni imaginarlo. Imposible. Antes se cosería el útero.
Además, recordaba a quien preguntara por su maternidad, que era alcohólica y fumadora. Y un día de esos, si a algún Juez lo fastidiaba usar condón, se pegaría una venérea o algo peor, y enfermaría su útero definitivamente. Entonces, nada de concebir. Los vicios regulaban su ovulación. Desde que era adolescente, a fuerza de tabacos y bebidas monitoreó su ciclo menstrual con eficacia.
Por otra parte, ¿qué clase de niño podría engendrar bebiendo a mares, gin, whiskys, vino tinto y fumando dos o tres atados de cigarrillos al día? ¿Y qué clase de espermas fecundaría un óvulo viciado, si el que eyaculaba era nada más y nada menos que ese pedófilo, oliendo a formol y otras inmundicias cadavéricas?
Sin duda, nacería una bolsa de vicios, una maraña de venas y arterias enfermizas, hediendo a alcohol y exhalando humos de tabacos rancios. Una perturbación de la naturaleza, empapada en bebida blanca y mierda. Aunque fuera mierda con filtro. Aunque fuera mierda sumergida en puro formol salido del escroto de ese degenerado.
—Y sí, de todos modos, engendrara un niño, aunque no fuera, sino por accidente, ¿Cómo lo llamaría? –Le preguntó un Juez luego de un coito breve y contundente, mientras se abrochaba el pantalón, en estado bucólico por el orgasmo.
—Damián. Sin duda.
—¿Por qué Damián? –Ingenuo siguió el magistrado su inútil interrogatorio.
—Porque es un nombre de mierda. El de la película. La protagonista tiene ese hijo del diablo. Así sería un hijo de mi marido. Si me viera forzada a tener un hijo de mierda, le pondría un nombre de mierda.
—¿Damián? ¡No! Para nada. Damián: el que doma.
—¿El que qué? –Preguntó Alida, perturbada.
—El que doma. Es un nombre griego.
—¡Qué boludez! ¡Qué podría domar si sería un infeliz! Para mí sería una porquería como el padre. De tal palo, tal astilla. ¿Qué puede engendrar “El Morro”?
—¿Y si fuera una niña?
—Imposible. Eso no ocurrirá jamás. La ahogaría en una palangana. Eso antes que el tipo se sacara las ganas con ella. –Y allí terminó el diálogo. Alida lo sacó a empujones al charlatán, aquel que la inquietaba con hijos e hijas imposibles.

Por eso, nada de niños. Fue de común acuerdo. Tan de acuerdo en eso, como soportar esa rutina morbosa cada noche y cada mañana. Todo por los bienes gananciales. ¡Bienes gananciales! ¡Amados bienes gananciales!
Cincuenta y cincuenta. Algo que con los niños no se podía practicar, salvo que se los cortara al medio para repartir a madre y padre su porción de descendencia.
Y si cupiera la posibilidad de tener un hijo de “El Morro” por una desgracia, por un martirio de Dios Padre Todopoderoso, se suicidaría, al instante. Ni hablar si fuera una niña. La mataría primero y luego se suicidaría, le escuchó decir el Juez mientras se enjuagaba el pene.
La ideación suicida la persiguió durante algún tiempo. No solo por la fantasía de una hija al alcance del perverso. Otros fantasmas familiares la inducían a esa ideación.
El más vigoroso de esos espectros se emboscaba subcutáneo en la obesidad mórbida de su madre. A medida que la veía engordar, crecía su idea del suicidio. Tomar un enorme frasco de barbitúricos, cortarse las venas, abrir la llave de gas y meter la cabeza en el horno para envenenarse, suicidio de cualquier forma, de todas formas. Y esa ideación crecía por la sola sospecha de tener que cuidar a ese mastodonte que comía insaciable todo el día, al mismo tiempo que fumaba cigarrillos negros súper largos, cien milímetros de pura basura química. Resaca tamaño KingSize, basura de las tabacaleras que engrosaban sus ganancias a fuerza de una pandemia de cáncer de pulmón, de obstrucciones arteriales, de úlceras sangrantes. Entre bocado y bocado, una pitada KingSize, se imbricaba con el bolo alimenticio hasta el estómago, que tenía ese aspecto de un odre estirado al límite, a punto de estallar.
Tuvo una premonición. Vio a su madre postrada producto de un masivo infarto cerebral. Los hemisferios del cerebro muertos casi por completo. Poco del cerebro vivo, creativo, pensante, casi nada, quedaría de ese fatídico evento.
Lo que más desesperaba era que, a pesar del ACV, la mujerona seguía engullendo comida con tanta fruición como antes, y evacuaba el inmenso intestino también con la misma abundancia. Pero a diferencia de su anterior condición, en la postración definitiva y total, todas sus necesidades las hacía en la cama. En días la casa materna adquiría ese olor nauseabundo que tanto la perturbaba a Alida Celena en su ideación suicida. La horrorizaba sinceramente. Y aunque trataba de espantar ese vaticinio, la obesidad de su madre adquiría voluntad propia y la perseguía, incansable, hasta atraparla y asfixiarla, despreocupadamente.

Luego, las cosas volvían a su estado natural. La madre a comer y a evacuar, la hija a meter la mano en las heces y limpiar sin remedio y de manera interminable las inmundicias, sobre la enorme cama desvencijada por el fantástico peso de la obesa.
De ese augurio no podía ni hablar con “El Morro”. Él se lo repetía a cada rato:
—Tu madre se va a pudrir en vida. Un día la gorda va a estallar y ahí las quiero ver a ustedes, las hermanitas inútiles lidiando con ese adefesio.
Y relataba a cuántos cadáveres de obesos les realizó la autopsia para revelar en un expediente judicial las increíbles deformidades, las mugres espantosas, las anormalidades más extraordinarias, que un sobrepeso desmesurado provocaba en las personas. Y, en especial, el cerebro, reducido a un estado viscoso, de hemisferios laxos, como baba, derretidos, apuñeteados por micro infartos del tamaño de la semilla de una fruta cualquiera, por toda la anatomía del órgano, y que habían ido desmenuzando las capacidades del finado hasta dejarlo reducido a una montaña de tejido adiposo, con algo, muy poco, de conciencia.
Alida escuchaba la descripción perversa de “El Morro” de esos cadáveres, como si no prestara atención. Pero la explicación del forense la estremecía, porque coincidía con su fatídica premonición, casi por completo.
Si eso ocurría, no le quedaría más remedio que huir de su vida muñida del cincuenta por ciento de los bienes gananciales, rumbo a Playa Grande. Lejos de todo. Lejos de todos. A disfrutar el ocio improductivo, que era el único gesto de humanidad que la satisfacía plenamente.

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