La venganza de los Pérez, cap. 8 «Yahvé es bueno»

VIII


Yahvé es bueno


Sousse despertó sobresaltado. Estaba angustiado.
—¡Me quedé dormido, la reputísima madre que me parió! –Se tomó la cabeza con las manos y se apoyó sobre sus muslos– ¡Qué cagadón! –gritó.
Su celular sonaba insistente. Miró espantado.
—¡Uy la puta madre! ¡Me están llamando del diario! De esta no me salva ni Dios. –Vaciló. No estaba seguro de atender. Sabía que lo estaba llamando personalmente su jefe, su director, ¿su amigo?
El teléfono dejó de sonar. Un aviso decía claramente “tiene ocho mensajes nuevos”, y otro, más acusador, “tiene ocho llamadas perdidas”.
Se decidió a llamar. A esa altura de la noche no era prudente escudarse en que no había escuchado el celular. Tampoco inventar una descompostura, un accidente, nada. Cacho lo conocía demasiado. Ya le debía una, lo dejó plantado noches atrás, en la redacción del diario, cuando lo esperó en vano después de la entrevista con su contacto. “Como siempre”, le dijo, “hacés lo que se te canta el culo”.
Pero Cacho no lo llamaba por la clavada, lo llamaba por su faltazo a la segunda reunión con Segni. No atinaba a ordenar la puteada que quería gritarle. Las palabras se le amontonaban en la boca y se deban unas contra otras, haciéndolo tartamudear involuntariamente. Quería decirle a viva voz “sos un hijo de puta”, y agregar histérico “sos un tremendo hijo de puta”, “sos un tremendo pelotudo”. Y que tenía que haber ido a la entrevista, así le hubieran amputado una pierna, un brazo, los testículos.
Sousse sacudió con todas sus fuerzas a Marlene.
—Despertate nena. Estoy fregado.
Marlene no reaccionaba. Estaba sumida en un sueño profundo.
—¡Despertate por favor! –Marlene intentó abrir uno de sus ojos. No pudo. Volvió a acurrucarse en la cama, se tapó con la manta y trató de seguir durmiendo. –Estoy cagado, nena. Me van a echar de una patada en el culo.
Llamó a la redacción.
—Cristina, pásame con el jefe. –Le dijo a la telefonista que atendió su llamado.
—Ya te pasó y que Dios te ayude… –respondió la recepcionista que había escuchado los gritos del jefe cuando grababa cada uno de los ocho mensajes en el buzón de voz del celular de Sousse.
Sin mediar saludos, la voz de Cacho sonó iracunda del otro lado de la línea.
—¡Qué hacés infeliz! ¡Pelotudo! ¡Inútil! ¡Vago de mierda!
—Escuchame Cacho… –Sousse trató de explicarse.
—¿Escuchame? ¿Escuchame? ¿Yo te tengo que escuchar a vos? ¡Sorete! ¡Hijo de puta! ¡Fumón de mierda!
Sousse se tomó la cabeza con la mano libre. Su rostro se contorsionaba con mayor intensidad a medida que los insultos y el timbre de la voz de su jefe iban en aumento.
—Yo sé que estás enojado…
—¿Enojado? ¿Vos sos pelotudo de nacimiento o te entrenás todos los días? ¿Enojado? Enojado es poco. Es nada. Si te tengo acá te cago a patadas hasta que te borro el orto para siempre.
—Yo sé que me mandé un cagadón…
—Te di la nota que me pediste, te la di para sacarte del pozo en el que estabas. Tuve que arreglar con tipos de Inteligencia con la gracia que me causa; me porté como un amigo cuando no te debo nada. Te di la entrevista, te di el contacto. Todos me decían: “¿A ese boludo le vas a dar esa nota?” “¿A ese borracho?” “¿A ese drogón?” ¿Querés que te siga diciendo todas las cosas que en el medio se dicen de vos? –La ira del director del diario iba en aumento a medida que recordaba las verdugueadas que tuvo que soportar cuando Fausto lo llamó para comunicarlo con el mismísimo Segni, quien le informó que Sousse lo había dejado plantado.
—Ya sé, ya sé… Yo te agradezco de corazón, pero fue sin querer…
—Pero vos que sos: ¿el Chavo del ocho? Estúpido. Pelotudo de mierda. Cómo me vas a decir “fue sin querer”, “fue sin querer queriendo” ¡nabo! ¡Nabo del ocho! Vos sos “el pelotudín colorado”. ¿Qué carajo tenés en la cabeza? ¡Imbécil!
—Me quedé dormido, no sentí el despertador…
—¡A las seis de la tarde no escuchaste el despertador! ¿En qué mundo vivís idiota? ¿A qué hora te acostaste anoche?
—No me acosté tarde; me eché a dormir la siesta, un rato, y me quedé dormido.
—Con la pendeja esa que te chupa la pija, ¿no? Le diste a la nariz y después a garchar. La buena vida, ¿no? Total, acá hay un boludo que siempre te banca, siempre te da laburo, siempre te paga el sueldo. ¡Te dije que dejaras la merca mientras trabajabas! Pero no podés con el vicio, ¡viejo drogón! No podés, es más fuerte que vos. Te gobierna la droga y una pendeja puta. Me tenés podrido Juan, ¡me tenés repodrido!
—Escuchame, Cacho…
—¿Sabés lo que podés hacer? ¿Sabés lo que podés hacer? Primero te vas a la reputísima madre que te parió. Después te fumás un caño de un metro y la colilla te la metés en el ojete con la brasita bien prendida. Y cuando tengas unas buenas ampollas en el orto, desde el balcón de tu casa, tirate de culo, así sabes lo que es que te lo rompan a patadas como me lo rompieron a mí por tu culpa. ¡Matate imbécil! Seguí garchando con pendejas drogonas y durmiendo la siesta, pero acá no laburás más.
—Por favor Cacho, escúchame.
—¡Te escucho un carajo! ¡Un soberano carajo! ¡Chau! ¡Fuiste para siempre! Y te aviso que no laburás en ningún medio nunca más en tu puta vida. Me voy a ocupar de que nadie te tome ni para lamerle el culo al último idiota de una redacción. ¡Chau! ¡Forro! Mañana pasá por personal, cobra tu guita y tomátela, no te quiero ver más en mi puta vida.
—Cacho. Cacho escúchame. –La comunicación se interrumpió abruptamente.
—¿Qué pasa Juan? –Preguntó Marlene que se despertó escuchando los gritos de Cacho por el altoparlante del celular.
—¡Me mandé una cagada, nena! ¡Un cagadón!
—¿Qué hiciste ahora?
—Me quedé dormido, no fui a la entrevista… –Marlene sintió que el mundo se le vino encima. Trabajó para establecer el contacto de Sousse con Bado; a Bado lo tuvo que buscar, casi atropellarlo, convencerlo. Esa había sido su orden. Hasta se comió varios sopapos porque no lograba engancharlo. “¡Cogételo, pendeja! ¿O no estás para eso?” Pero Bado no era de esos. Y cuando hizo contacto trabajó para presentarle a su amante, Sousse. Esa era la clave de la maniobra; Sousse y Bado y luego alguien que ella no conocía, quien sacaría provecho de ese vínculo. Creyó que todo estaba arruinado “por este pedazo de boludo”, como pensó y no dijo, deseando salir corriendo a cualquier parte.
—No te puedo creer… ¿Cómo se puede arreglar?
—No sé, nena, no sé. Cacho me echó a la mierda por boludo. –Explicó con resignación. Marlene estaba más angustiada que el propio Sousse. Sabía que era un boludo. Lo sabía a ciencia cierta, pero no imaginó nunca que podía echar todo por la borda en tan corto tiempo.
—¿Querés que hable con Cacho? Por ahí yo puedo convencerlo, decirle algo que lo calme.
—¡No! ¡A vos no te puede ni ver!
—Si a mí ni me conoce, ¿yo que le hice?… ¿Qué le dijiste de mí, tarado? –Sousse esquivó la mirada de Marlene, quien solo deseaba golpearlo hasta desmayarlo.
—¡Qué cagada! ¡Carajo! ¿Cómo me pude quedar dormido?
—¿Cómo te quedaste dormido? ¡Querés que te lo diga! ¡Te dije, boludo, que no te dieras! ¿Te dije o no te dije? ¡Te dije que era importada! Que esa pegaba en serio, no como la mierda esa que comprás vos que viene cortada…
—Sí, me dijiste. Pero vos no me tenías que haber dejado…
—Ahora la culpa la tengo yo, boludo. ¡Ahora la culpa la tengo yo! “Un poquito, un poquito”, dijiste. Te dije “pará, pará”. No me haces caso nunca, boludo. ¡Sos más drogón que la mierda…!
—¡Qué cagada! ¡Por Dios, qué cagada!
Dejó la habitación y se dirigió al baño. Se metió bajo la ducha caliente, tratando de despejarse.
Marlene lloraba por los rincones. Podía sentir la paliza que le iban a dar por culpa de “ese boludo de mierda”. Ya las había padecido por “ese boludo de mierda”, que era el preámbulo con el que empezaba la golpiza. Y cuánto más quería explicar, más le pegaban, y más veces le repetían “¿y vos para qué carajo estás, pendeja? ¿Para qué te pusimos ahí con ese boludo de mierda?”. Mientras los sopapos se hacían más fuerte, escuchaba como un lamento “¿y vos para qué carajo estás, pendeja de mierda?”. Se ganaba una nueva golpiza, como si ella fuera la responsable de la mediocridad y chatura del tipo ese con el que la obligaron a encamarse. La última vez que la garrotearon, tuvo que esconderse casi por quince días hasta que se le desinflamó la cara, y se disimularon los moretones por todo el cuerpo. Para colmo, Sousse le hizo un escándalo, atribuyendo su ausencia a una escapada “con un pendejo”.
Pasaron varias horas en silencio. Marlene, cansada, se fue a dormir. Creyó que le dijo “chau boludo, no te aguanto más”. O “me quiero morir, boludo”. Sousse no pudo ni responder. Esa noche no pudo dormir. Marlene, en cambio, sí, muy profundo. Se tomó varios tranquilizantes, y mientras tragaba las píldoras pensó cómo sería eso de morirse de una buena vez y para siempre, nada de morirse un rato y volver a oler ese perfume inmundo de tabaco y alcohol y merca que embadurnaba hasta la sombra de Sousse, con su lengua rasposa y su flácido pene. Morirse para siempre y salir de esa mierda en la que estaba atrapada.
Sousse abrió una botella de whisky importado que tenía reservada para una gran ocasión. No era el caso, pero estaba tan deprimido que creyó que lo mejor era pegarse una soberana borrachera. “Un pedo de aquellos”, se prometió indulgente. Después vería que podría hacer con su perra vida.
Se acomodó en el sofá-cama que tenía en su living comedor. Daba a un amplio ventanal desde el que podía ver todos los miradores vecinos. De frente al pulmón de manzana, en el que la oscuridad no permitía distinguir colores, solo las luces de algunas habitaciones de los edificios que enfrentaban al suyo, demostraban alguna actividad en esa madrugada algo fría.
Apoyó la botella de whisky Dimple Premium escocés sobre la mesita ratona de algarrobo, a poco menos de un metro de la poltrona.
No era en esas circunstancias como esperaba disfrutar el Dimple Premium. Fue previsto para la buena fortuna. Pero, después de todo, la buena fortuna nunca llegaba. Sosegar sus angustias podría ser entendido, de algún modo, como un giro hacia la buena fortuna. Al menos una mueca. Si olvidaba las angustias, seguramente, podría camuflar sus sentimientos más funestos y hasta bordear alguno de tranquilidad.
El sofá-cama no era todo lo cómodo que necesitaba, por lo menos esa noche. Se acomodaba una y otra vez procurando encontrar la posición más relajante. Nunca pudo comprarse un buen sillón donde dedicarse al ocio creativo, como él calificaba esos momentos de extravíos, mientras fumaba un cigarrillo de marihuana.
Alguna vez Cacho le preguntó qué tenía de creativo sentarse frente a un ventanal en un sofá-cama, aunque fuera en el sillón más cómodo de todos los de la creación humana, a fumar marihuana. No supo qué responder.
Recordaba que la noche en que su jefe llegó hasta a su domicilio para advertirle, una vez más, que estaba muy próximo a quedarse sin trabajo por sus vicios, se lo quedó mirando lleno de incógnitas. No le preocupaba en verdad –o no tenía acabada conciencia producto de la droga– la posibilidad del despido y un futuro de desocupado crónico. Si no esa duda que le había transferido Cacho, casi con displicencia, que se comportaba como un gusano que horadaba sus tejidos, exigiéndole una respuesta lógica sobre cómo se manifestaba el estado del ocio creativo en medio de las obnubilaciones de la droga.

Después de una larga fumata esa misma noche, cuando Cacho ya se había marchado resignado, supuso que los aspectos creativos de su ocio estaban enfocados en la posibilidad de combinar magistralmente distintos tipos de marihuana. Si alcanzaba el éxito con ella, podría incursionar con las plantaciones de hoja de coca. Así divagaba.
Era un total ignorante de la botánica, y más de la biología. Lo suyo había sido siempre hacer crónicas mediocres, tal vez producto de no haber encarado su vocación botánica. ¿Sería necesario saber de biología molecular o de su exótica genética, de caracteres heredados o adquiridos, para fusionar dos o tres tipos de marihuanas, para hallar la piedra filosofal del cannabis? Si era así, estaba terminado. A duras penas aprobó la secundaria con pobres notas en todas las asignaturas. Ni hablar de botánica, ni hablar de biología. La matemática era ciencia oculta.
Pero suponía que debería existir algún método científico abreviado, un atajo fantástico que le permitiera producir una especie mutante del cannabis que lo proyectara al mundo de los viciosos con éxito definitivo. Una especie de “Lerú” del cannabis.
Si lograba ese atajo, el dinero fluiría como un manantial maravilloso. Amnesia CBD, Amnesia XXL, Big Kush, Blue Cheese Autoflowering, o Critial 2.0 Autoflowering. ¿Cuál de todas esas combinaciones resultaría la mágica, la de efectos sorprendentes, que armonizaran alucinación y relajamiento, vuelo alucinógeno e introspección metafísica? ¿Cuál sería su extraordinario mercurio sófico, que transformara en cannabis todo lo que tocara?
Repasaba esa lista de plantines que solía resultar interminable, especulando con hallazgos genéticos prodigiosos y mutaciones benéficas. Ahí hallaba su creatividad: planificar injertos extraordinarios de variedades tan diversas de marihuana, hasta hallar la que le devolviera el ánimo, la juventud y la gallardía, que la barata, así como la cocaína nacional (“mala porque viene cortada”, diría Marlene) y el whisky berreta le habían despojado.
Lo que más lo angustiaba de esos despojos, sentado con su vaso de whisky mientras miraba la noche a través de la ventana, era la pérdida de su juventud. Marlene lo ponía a prueba todos los días. No pudo explicarle a Cacho que esa tarde terminó tan cansado, que no tuvo más remedio que dormirse a conciencia de que iba a faltar a su compromiso con Segni.
Sospechaba que cuando ella faltaba tal vez por una o dos semanas (llegó incluso a desaparecer de su vida por un mes), es porque estaba con alguien más joven que él. Y los golpes y lastimaduras que descubría en el cuerpo de la muchacha, las atribuía a una “cogida salvaje”, como le reprochaba a los gritos al regreso de las ausencias. Marlene, que apenas podía disimular los cardenales que adornaban toda su anatomía, no sabía si su ignorancia era de estúpido o de hijo de puta. Solo lo preocupaba que no “cogiera con pendejos”, porque eso lo frustraba por completo. Se veía obligado a aumentar el consumo de drogas y alcohol para disipar sus angustias porque se sentía en marcha acelerada hacia la tercera edad.
Comprendía la situación. ¡Claro que la comprendía! Al justificar la ausencia de la joven, se sentía avejentar vertiginosamente.
¿Qué edad tendría Marlene? ¿Veinte? ¿Veintiún años? Él ya tenía cincuenta y tres. Y una hija algo menor que la noviecita. Que su hija lo despreciara no llegaba a fastidiarlo por completo. Que le cuestionara la edad de su casi concubina, sí.
Sabía que un día Marlene se marcharía definitivamente. Hasta entonces, algo de marihuana, algo de cocaína y bastante de citrato de sildenafilo (¡Dios bendiga a Pfizer!, gritaba extasiado cuando tenía relaciones sexuales con la muchacha). Creía que esa combinación había sostenido la pareja hasta ese momento. Nada más alejado de la realidad.
Sousse se durmió sin darse cuenta. Dejó caer el vaso de whisky vacío al piso. Al golpear contra el parquet se rompió en varios pedazos. Por el ventanal entreabierto se podían escuchar sus ronquidos guturales. Si Dios o el diablo lo hubieran venido a buscar en ese momento, ni se hubiera enterado.
Marlene dormía a pata suelta en la cama de dos plazas, empastillada con barbitúricos que la propia Agencia le proporcionaba; los necesitaba porque en muchas noches no podía dormir. Esa, la noche del nuevo fracaso de Sousse, en su somnolencia somnífera, hasta pudo disfrutar de no sentir ese aliento barroso de alcohol, marihuana y tabaco, que le producía náuseas cuando debía besar en la boca a Sousse. “Si al menos se lavara lo dientes”, pensaba fastidiada de ese mal sabor de la lengua y la saliva del hombre. “Si al menos se lavara los dientes”.
Lo despertó el celular que vibraba como una cascabel. Le dolía la espalda de haber dormido medio encorvado en el sofá. El fresco de la mañana entraba por la rendija de la ventana. Tenía el cuerpo helado.
Temió responder el llamado. Pensó que iba a recibir otra filípica como la tarde-noche pasada. Puteadas y más puteadas de Cacho, quien descargaba su ira cada vez que se presentaba la ocasión.
Dudó mirando el celular con espanto. Su Samsung Galaxy A5 6 2016 – Sm A510m 4g, se estremecía exigiéndole que respondiera el llamado. Pensó que el aparato había cobrado vida propia y conspiraba contra su integridad. Un mensaje de texto le dio una orden terminante: “Atendé boludo que Dios está de tu parte” ¡No lo podía creer! ¡Cacho anunciaba la nueva buena! ¡Dios estaba de su lado! Atendió sin perder tiempo.
—Cacho, ¿qué pasa? –preguntó temeroso–, yo quería explicarte…
—Segni te espera hoy a las 15 horas en su oficina. Ese debe tener la representación de Dios o del Diablo, porque si no son esos dos, a nadie le interesaría salvarte el culo a vos, drogón de mierda.
—¡Gracias, Cacho! ¡Gracias, Cacho! No va a volver a ocurrir. No te voy a fallar. ¡Te lo juro!
—¡Por qué no te vas a jurar a la puta madre que te parió! Yo te aseguro que no va a volver a ocurrir, porque si me fallás esta vez, voy a tu casa, te pego un tiro a vos y después a la pendeja drogona esa que tenés al lado. Ya lo sabés.
Suspiró aliviado. La buena suerte lo acompañaba. Atribuyó a ese giro extraño de la fortuna, a las bondades del Dimple Premiun, que tal vez tuviera una fórmula mágica diseñada por borrachines escoceses, para incidir beneficiosamente en el destino de sus consumidores. Compraría otra cuando recibiera el jugoso pago por entrevista a Segni. Si media botella había cambiado su suerte de tal modo, seguramente una entera lo pondría en el camino del éxito definitivo.
Llamó a Marlene que dormía profundamente.
—¡Marlene! ¡Marlene! Despertate. Me reincorporaron. Cacho me devolvió el laburo y la nota. –Marlene se despertó sobresaltada. No comprendía muy bien de qué le hablaba Sousse.
—¿Qué decís, boludo? –preguntó sin poder despertar por completo.
—¡Cacho me devolvió el laburo! –Marlene lloró emocionada.
—¡No llorés, mi amor! –Le dijo amoroso mientras le acariciaba la ingle. Pero Marlene lloraba porque se había salvado de una nueva paliza. Su clítoris insensible ni se enteró del paso de los dedos roñosos de Sousse. La sedación de los somníferos había desconectado casi todos sus sentidos, incluido el del sexo.
—Anda y besale el culo a Cacho, por favor. ¡No lo puedo creer! Ese tipo tiene los huevos de oro.
—No boluda… Me salvó el otro, el entrevistado, se ve que pegó onda conmigo. ¿Ves? No solo vos tenés onda conmigo. –Marlene lo miró desencajada–. Aunque cuando me fui la vez anterior me hizo pegar un sorete de aquellos. ¡Qué tipo! Le dijo a Cacho que no quería que otro le haga la entrevista.
—¿En serio? Debe ser anormal…
—¡Qué decís, boluda! Es un capo, un capo. ¡Qué grande el chabón! ¡Quiere un periodista de raza! –Marlene ni quiso disimular su gesto de incredulidad. Eran esos momentos en que se convencía de que realmente, Sousse, era “un boludo marca cañones”, como llamaba Marian a algunos hombres a los que atendía.
—¡Dame un beso! ¡Dame un beso! –Exaltado Sousse le reclamó mientras la apretaba contra su cuerpo. Marlene recibió los labios de Sousse con repugnancia. Sintió esa ríspida lengua penetrar su cavidad bucal y tocar la suya, reseca. Pensó que vomitaría en cualquier momento. Ahogó una arcada en la boca del estómago. Se había acostumbrado a esa habilidad, después de estar algunos meses con ese y otros “vejestorios”, como decía en oportunidad en que iba a recibir sus instrucciones. ¿Algún día se acabaría ese suplicio?
—Quedate tranquila nena. Todo termina, al fin nada puede escapar. ¡Todo termina, nena!
“Todo termina”, así le dijo su contacto con la Agencia esa extraña tarde en que el sol se encaramó hierático a unas nubes aisladas que perdieron el viento. “Todo termina”. Marlene se sintió en el sepulcro, bajo la cínica mirada de su contacto.
***
Sousse abandonó su departamento en estado de exaltación arrebatada. Estaba convencido de que Dios lo había ungido esa mañana. ¿No dicen los árabes que para llegar al día hay que atravesar la noche más oscura? Tal vez no fueran los árabes, ni los chinos, o nadie de este planeta, era sabiduría cósmica. Qué le importaba a Sousse si alguien, alguna vez, de este u otro planeta había pronunciado esa sentencia. Pero así había sido su derrotero en las últimas horas. De la desgracia mayúscula, del padecimiento tortuoso, al frenesí vivificante.
Para engordar su ego, se llevaba en la boca el sabor ensalivado de la nena, esa “bebé” erótica, que él creía que le había devuelto, junto a sus excitaciones aupadas en el sildenafil, una utopía de amor y juventud que deseaba disfrutar hasta que se evaporara, como se evapora el alcohol con el paso del tiempo.
La alegría de ese día no se comparaba ni con la que sintió tiempo atrás, cuando se encomendó ocuparse de esa historia de fantasmas, pederastas y perseguidos. Entonces se sucedían los días de fracasos en que el despido definitivo estaba a pedir de boca, al alcance de la mano de cualquiera que estuviera siquiera un grado por encima de su jerarquía. Pobre notero vacío de proyectos, todo presagiaba un porvenir desgraciado.
Sin merecer ninguna consideración de parte de sus pares y de sus jefes, la calle lo esperaba como futura y única morada. Si no lograba juntar el dinero para abonar los dos alquileres que ya debía, incluidos los punitorios y las expensas, solo los cirujas, que alguna vez entrevistó para una nota intrascendente, serían los que le tenderían la mano para que se arrellanara junto a ellos, cartón de tinto Resero de por medio, para morigerar el frío que en la intemperie es cruel y mucho, parafraseando el verso discepoliano.
Tanto jolgorio se fundaba en el perdón nunca imaginado, insospechado; esa disculpa prodigiosa que Segni le regaló para devolverle la fe extraviada entre vicios incorregibles. ¡Segni, el salvador! ¡Segni, el caballero! El que pasó a ser la figura magnánima, el redentor que lo rescató de un final patético no solo en su carrera, sino en su vida. Así que, con ese mismo ánimo festivo, tomó la despedida extraña que Segni le brindó la noche de la primera entrevista. Aún sonaba en su cabeza esas palabras entre amenazantes y cínicas: “El documento que nos entregó es una copia. Queremos el documento original. No sabe cuánta gente está intrigada por saber de dónde sacó usted la copia de ese formulario, perdido hacía un tiempo, en un confuso episodio en una base de nuestra Agencia. Nos robaron un archivo y usted, justo usted, tiene copia de uno de los formularios que nos hurtaron. ¡Qué feo es robar, Sousse! ¡Qué feo!”
Le diría lo que Segni quisiera. Para él no habría secretos. “La Reliquia”, esa pura fantasía que un tal “Bado” (qué apodo tan raro, pensó cuando lo supo), para que fabricara un cuento en lo posible redituable, ya no lo inspiraba a la investigación, no resultaba la palanca que a Arquímedes lo decidió a proponerse mover el mundo con solo un modesto punto de apoyo. Ya no era el impulso vital que lo seducía a motorizar un trabajo que despertara la curiosidad de los lectores, al menos de esa porción del mercado de lectores siempre dispuestos a comprar historias fantásticas, a pesar de que se las considerara ridículas.
Con Segni como lazarillo, ya no temía al futuro mediato con sus promesas de desocupación y mendicidad. Él sabría guiarlo por el camino de la buenaventura, y tal vez otra historia con otro sentido y otra moraleja, pudiera construir para cerrarle la boca a los detractores que esperaban acomodados su nuevo y definitivo fracaso.
Como todos los días, en la estación Agüero tomó el subte. Y como siempre, combinó en 9 de julio con la “C” para llegar rápido a Constitución. Podía haber tomado el 12 o el 39. Pero el subte se acomodaba a sus deseos de llegar rápido, aunque fuera estrujado por una multitud que olía a jabón de tocador y perfumes penetrantes. El lento deambular de los colectivos lo irritaba, y ni hablar cuando quedaban prisioneros de un piquete lleno de personas que reclamaban por sus derechos.
Llegó a Constitución en algo más de treinta minutos. La mañana fresca, a diferencia de otras en que se sentía enfermar por el frío, hasta le pareció revitalizante.
Desde Constitución hasta la casa de departamentos, en donde nuevamente lo esperaba Segni, lo separaban algunas cuadras que caminó con apuro. Cuando su primera visita, tuvo la preocupación de contarlas y hasta de contar los pasos que a brincos debía dar para llegar hasta la puerta del edificio de su entrevistado. En esa oportunidad las mediciones habían sido descartadas en beneficio de la prisa. Cuando llegó al edificio donde Segni tenía su estudio, llamó con insistencia, haciendo sonar varias veces el timbre del portero eléctrico.
—¿Juan Antonio? – Preguntó Segni con seguridad.
—Sí, soy yo. Soy yo. –La respuesta era tan entusiasta que Segni captó su estado de ánimo por el auricular del portero eléctrico.
—Repita conmigo la contraseña, exigió Segni a modo de chanza. –Sousse no comprendió lo que el otro le solicitaba por el micrófono. No sabía de qué le hablaba.
—Repita conmigo: “Yahvé es bueno”.
—¿Cómo? –preguntó confundido.
—Repita amigo, repita. “¡Yahvé es bueno! “¡Yahvé es misericordioso!” –Sousse, llevado por una obediencia inexplicable, repitió casi al borde de la risa.
—“¡Yahvé es bueno! “¡Yahvé es misericordioso!” No sé qué significa, pero si usted me lo solicita, obedezco.
—¡Eso! ¡Muy bien! La obediencia es esencial para tener una vida plena y victoriosa. ¡Sin obediencia, no hay victorias! Ahora pase, pase, amigo Sousse, Juan Antonio. Pase rapidito que no quiero perder tiempo, la ansiedad por la recompensa me atosiga.
Al llegar a la puerta del departamento del cuarto piso, Segni lo esperaba con los brazos abiertos.
—¡Amigo Sousse, ¡Juan Antonio, de cincuenta y tres años de edad! ¿Cómo anda? –Lo abrazó efusivo, hasta afectuoso.
—Yo le quiero agradecer… – balbuceó Sousse con cierta timidez.
—¡Por favor! ¡Quién no se queda dormido una vez en la vida! ¡No hay que dramatizar! ¡No hay que dramatizar! Le pedí a Fausto, que es como mi otro yo, que me pusiera en contacto con su director, que es para usted, como el Dr. Jekyll para Mr. Hyde. Lo llamé, me presenté y le pedí por usted. “Cacho, por favor, desdramatizá”, le dije. Y le repetí casi sin dejarlo hablar: “Cacho, desdramatizá, por favor”.
Tuve la sensación que le costó mucho dar marcha atrás con su despido. Pero no quería que designen a otro periodista, me complicaba las cosas. Mucho lío, volver a empezar, pedir el informe manuscrito, leer el informe, evaluar al nuevo por su caligrafía, otra vez todos esos trámites burocráticos, explicar, pedir autorización, explicar, pedir autorización, para que a su vez expliquen y pidan autorización, así hasta el infinito. ¿Y sus fuentes? ¡Cómo íbamos a perder el contacto de sus fuentes! ¿No le parece? Una verdadera complicación. No crea que fue tan fácil elegirlo a usted. No crea que fue fácil tener ese documento en mis manos y saber que usted, y solo usted, lo poseía hasta que nos lo dio y va a ayudarnos a revelar el misterio de su aparición. Solo usted tiene esas misteriosas “fuentes” que le regalan informes clandestinos. Pero, por suerte, su director es una persona comprensiva y tuve la capacidad de persuadirlo. Felizmente, respondió a mi reclamo satisfactoriamente. Hablar con el CEO de la empresa hubiera resultado impertinente. ¿No le parece?
—¿El CEO? Ya lo creo. Hubiese resultado un gran inconveniente. ¡Cómo se lo agradezco! ¡No se da una idea! Claro que Cacho es un buen tipo; yo le hice cada cagada… lo reconozco.
—Es que ustedes, los periodistas, con esa vida dispendiosa que llevan, siempre de noche buscando las noticias; perseguidos por el alcohol, las mujeres, alguna sustancia ilícita… ¿No? –Sousse sonrió bobamente como si tratara con un cómplice– ¡Cómo no se van a quedar dormidos en alguna oportunidad!
—Pero yo quiero agradecérselo. ¿Cómo puedo?
—Ya tendrá oportunidad, Sousse. Favor con favor se paga. Recuérdelo.
—Cuente conmigo. Tengo muchos defectos, pero soy agradecido.
—Lo tendré en cuenta. Ahora pase y hablemos adentro. ¿Le parece?
—Sí, seguro; tengo tantas cosas para conversar con usted.
—Me parece que hoy en vez de café cargado le vendrá mejor un cálido té de tilo –Segni, con un ademán caballeresco, invitó a Sousse a ingresar al departamento.
—Ahora estoy convencido de que esta entrevista va a hacer historia.
Eufórico Sousse, trataba de entusiasmar a su anfitrión quien, por el contrario, lo miraba con marcado asombro y tomó repentinamente distancia de la actitud amistosa del visitante.
Pasaron al salón de reuniones. A diferencia de otras oportunidades, el ambiente estaba frío y silencioso. Estaban solos. Si Sousse hubiese podido moderar su exagerado optimismo –optimismo que distorsionaba la realidad objetiva– si hubiese logrado abandonar esa visión superficial de los hechos, hubiera comprendido que había algo nefasto en el ambiente. Fuera por su estado de ánimo, o por la resaca de la noche anterior, no estaba en capacidad de hacerlo. Se podía palpar la espesura de un sentimiento fatídico que ganaba espacio a medida que Sousse se iba adentrando en sus divagaciones. La oscuridad penetraba todos los ambientes y una capa gris volvía turbia la luz mortecina de un par de lámparas cálidas de bajo consumo y reducidos watts de potencia. No era equivocado decir que no se trataba de una luz empobrecida, sino de una oscuridad pavonada, que se imponía por su densidad por dónde se mirase.
—¿Té o insistirá con el café cargado?
—Té, que sea té, acepto la sugerencia.
—Yo lo preparo. María hoy no nos acompaña. –Se justificó Segni.
El hombre giró sobre sus pasos y se metió en la cocina, en la que, sobre una hornalla encendida, una pava llena de agua dejaba escapar por su pico un vapor hirviente. Desde la cocina se oyó la voz del anfitrión seca y vigorosa.
—Me sorprende su espíritu. Me veo en la obligación de señalarlo. –Señaló Segni circunspecto el comportamiento casi festivo del periodista–. Cualquier otro estaría apesadumbrado, o al menos algo preocupado por un suceso que lo colocó al borde del despido y el fin de su carrera. En cambio, usted, derrocha optimismo y hasta considera que está a las puertas de una entrevista histórica. Me pregunto extrañado: ¿entrevista histórica? ¿Sobre qué versará dicha entrevista “histórica”, –y dijo esta palabra dibujando con sus dedos comillas en el aire–, que no fuera el tema por el que me convocó su director a través de nuestro común amigo Fausto?
—No sé. Tal vez la astrología, el amor, la Justicia. Lo que multiplique el “feeling” entre entrevistador y entrevistado. Entre usted y yo. Si hay “feeling”, la información fluye con naturalidad. Este acontecimiento, que nos tuvo como protagonistas, tuvo algo de catalítico. Le puso leña al fuego sin que la llama nos consuma.
—Fascinante. Nunca lo hubiera pensado de ese modo. “Echar leña al fuego sin que la llama nos consuma”. ¿No tiene miedo de quemarse, Sousse?
—Para nada. Este lamentable suceso de mi ausencia en el día de ayer, y que usted tan generoso ha salvado, me ha motivado positivamente. Me impuso que estoy ante un acontecimiento especial que va a marcar para siempre mi carrera profesional. Qué digo mi carrera, mi vida. Un viraje en mi destino.
—En eso le doy la derecha. Usted sí que es un verdadero visionario. Un profeta, me animaría a decir. –Cínico aprobó Signe la perorata de Sousse sobre su manifiesto cambio de destino.
—¿Le puedo confesar una cosa, Segni?
—Seguro. Adelante, escucho.
—No deseo volver sobre el tema de “La Reliquia”. ¿Estamos para fantasías de vivos bicentenarios, lucha de sicarios, heroísmos banales?
—¿Usted qué cree Sousse? Dígamelo.
—Que no. Estoy convencido. A mí me conmueven otros sucesos.
—¿Cuáles? Me encantaría saber.
—En el plano de la espiritualidad, la astrología, como le dije. En el plano de la vida terrenal, la Justicia. En el plano de los sentimientos, el amor. Nada de eso encuentro en esta historieta que mi informante me transmitió con empecinamiento. Su relato lleno de situaciones espeluznantes, de giros esotéricos, de rituales pederastas, me inquietó al principio, cuando me puse en contacto con él por iniciativa de Marlene.
Debo reconocer que pequé de ingenuo. ¡Y esa copia de un documento del que no tengo la menor idea de dónde lo sacó mi informante! Yo lo convencí a Cacho para que apoyara mi investigación. Incluso le sugerí que nos presentáramos ante la Justicia, para promover una investigación que esclareciera la veracidad de las afirmaciones que hacía ese muchacho. Que le diéramos a la Justicia el documento. Si íbamos a difundir esa historia de ultratumba, mejor sería ponernos a buen recaudo para evitar demandas que solo se resuelven con enormes sumas de dinero.
Y así se cruzaron nuestros caminos. La búsqueda de la verdad y la necesidad de salvaguardar los intereses económicos del diario, nos puso en contacto. Algo superior hay en todo esto, ordenando que nuestras sendas se entrecrucen definitivamente.
—Sousse, debo decirle que no puedo salir de mi asombro. La entrevista anterior, estaba usted tan consustanciado con la investigación sobre “La Reliquia”. Husmeaba la vida de un tal Podestá, que no se sabe si era Podestá o el coronel Arancibia López Huidobro, a quien vaya a saber quién querría involucrar en este delirio; elucubraciones sobre sus muertes reales o ficticias; desbordes de un imaginario sicario que no tenía nombre, solo se lo reconocía por dos simples iniciales. ¿Cuáles eran?
—“A” y “C”. AC.
—Eso. AC. Un coronel salvaje que mató a su esposa a golpes, pero lo dejó debidamente asentado en una “Orden del día N.º 5: Escarmiento ejemplar”, que, además, y como si fuera poco, violó a su hija hasta que se aburrió de ello. Un subordinado que decidió acabar con la vida de su superior disparándole en la nuca con precisión quirúrgica. Una ejecución a la orilla del Riachuelo y un testigo clave que al final no lo era.
Y ahora, en un giro copernicano, usted me dice que todo aquello era un tráfago de ocurrencias mal hilvanadas, un desparpajo de antojadizas elucubraciones, una mentira elevada al rango de novela, con el mero objetivo de sacarle plata a su medio. Todo producto de una fuente afiebrada que le entregó una fotocopia trucha, de un informe también trucho, que le transmitió sus alucinaciones de manera convincente, incluso hasta hacerlo pensar que podía haber en ellas algo de verdad y que merecía ser llevada a los estrados judiciales, para que la magnánima Justicia nos aliviara con su sabia sentencia la pesada carga de esa historia en nuestros abrumados corazones. ¡Qué tal! Eso sí que es cambiar de opinión.
—Todos podemos cambiar, Segni.
—Es cierto. Usted no se ha privado del cambio. Pero sabe una cosa Sousse, a mí me gustaría seguir con ese tema, saber más de su fuente, de Marlene, de esa relación estrambótica que ustedes tres mantienen a tal punto que lo motivó para convencer a Cacho de promover esta investigación. Del documento que nos entregó. Ese se acuerda, el de la golpiza mortal. Le aseguro que si hay alguien interesado en saber más de todo eso soy yo. Como nadie. Más que Cacho. Mucho más que usted.
—Como usted quiera, a mí no me fatiga repetir las fruslerías de “La Reliquia” las veces que usted me lo pida. Favor con favor se paga.
—Explíqueme esa idea suya de presentarse como denunciante ante la Justicia, para que esta promueva una investigación. No quepo en mi entusiasmo por escuchar sus argumentos.
—Simple Segni. ¿Quién podría estar en mejores condiciones de dilucidar una historia tan novelesca?
—La Justicia, presumo, de acuerdo a su criterio.
—En efecto. ¿A quién le preocuparía que la Justicia intervenga? –Preguntó Sousse dando muestra de una ingenuidad difícil de explicar para un hombre de su experiencia.
—Al coronel Podestá, por ejemplo. Si existiera. O al coronel López Huidobro, si de él, en definitiva, se tratara. A la institución que integraría ese coronel asesino y torturador. Al sicario AC. O a otros sicarios como él. ¡Qué sé yo! Hay tanta gente que se sentiría molesta si la Justicia metiera sus narices en asuntos tan pesados. A alguien, seguramente, le hubiera preocupado.
—¿Le parece?
—De algo estoy seguro, a un coronel sí le preocuparía que se lo llame a declarar por apremios ilegales, violación, asesinato, etc. ¿A usted no le parece?

—Bueno. Si eso hubiera existido, supongo que sí. Pero solo se trataría de hacer justicia. ¿No le parece?
—La verdad, no. Usted, Sousse, ¿cree que inmiscuirse en asuntos como esos, de muertos, torturas, asesinos, podría ser objeto de la Justicia? Y agrego a mi pregunta, ¿cree que a la Justicia le podría interesar en meterse en esos asuntos?
—¡Por supuesto!
—A mí, me parece que no. Jamás. Ahora que usted me lo señala, le voy a pedir que me aleccione; por favor, ¡desásneme! Haga de cuenta que está ante un neófito, un ignorante decidido a escuchar su explicación porque le juro, para mí, su afirmación es una extraordinaria novedad.
—¡Usted sí que tiene sentido del humor! Hace esto para confundirme, seguro. –Exclamó Sousse, algo sorprendido por la confesión de su entrevistado.
—Sentido del humor no tengo. Ni el más mínimo. Soy bastante reacio a las boludeces. Y suelo enojarme con violencia cuando tratan de tomarme el pelo. Pero no se inquiete. Mi deseo de conocer su punto de vista tal vez se deba a que hoy va a ser un buen día para mí y, por transición, también lo será para usted.
Sousse no podía discernir si, en efecto, Segni lo estaba tomando a la chacota o hablaba en serio, mostrando un carácter agreste y amenazante. Agregó sin esperar una palabra del periodista.
—Pero sabe una cosa Sousse, usted… usted está tan contento, está tan convencido que la vida le sonríe, que hasta me perturba su ingenuidad. Usted es… ¿Cómo decirlo sin ofenderlo? Algo “naif”. Eso. “Naif”.
—Boludo, quiere decir.
—Bueno, si usted prefiere. Se lo dije en alguna oportunidad: ustedes, los “pesquisantes” que ofician de periodistas de investigación, literatos frustrados, tienen una gran tendencia a fabular, a imaginar sucesos impactantes que luego se difunden para “esclarecer” a la opinión pública. Ahora, usted abandona ese estado de fabulación y lo reemplaza por otro, el de su promisorio futuro. Ni la historia que lo motivó a la investigación, ni el futuro extraordinario que usted imagina, se corresponden con los hechos que se están sucediendo.
—Lo de mi futuro asumo la exageración. Pero no me va a negar que hubo investigaciones periodísticas que cambiaron la historia.
—¿Sí? Dígame una.
—Watergate.
—¿Watergate? ¿Usted es de los que creen que a Nixon lo derrocaron por espiar al Partido Demócrata? Tal vez considere también que a Kennedy lo mató un loco solitario de nombre Oswald. ¿Quiere que le diga lo que creo?
—Seguro.
—Son fabulaciones. Note Sousse, que no digo “fábulas”. Esos hechos no tienen nada de didácticos, no fueron organizados y realizados con fines moralizantes. Es pura contrainformación. Digo, “fabulaciones”. Entre una fabulación y la verdad hay una diferencia sublime.
La verdad es una cuestión que debe encararse desde la ciencia y nunca desde la moral. ¿Cree que a la “Justicia” le interesa en algo la verdad? ¿La Justicia hace un esfuerzo por establecer científicamente la verdad? ¿Y cuál es la ciencia que le permite ese conocimiento? ¿Las ciencias jurídicas? ¿A usted le parece que es ciencia lo jurídico? La “Justicia” se limita a estudiar e investigar cómo repartir convenientemente porciones precisas de impunidad. Esa es toda su ciencia.
No investiga la realidad y luego la manifiesta en un comportamiento moral. Por el contrario. La Justicia invierte la ecuación. Ubica la verdad como un suceso moral y nunca apegado a los hechos que siempre es ámbito de la ciencia. La ciencia es rígida, es dura, busca la precisión. ¿Puede fallar? Puede fallar. Pero no por laxitud. En cambio, la moral de un juez es tan laxa, tan laxa, que siempre va a encontrar un vericueto para que se imponga la impunidad. Incluso, afirmo, la moral de un juez es tan inconsistente, que puede fallar sobre una inmoralidad evidente, transformándola en su sentencia en una excelsa virtud.
El problema es saber qué cuota de impunidad está en juego y de qué lado de la impunidad está ubicado ese juez en particular. Para eso funcionan aceitadamente lo que ustedes llaman “carpetazos”, una manera de hacer entrar en razón a las cuotas partes de la impunidad necesaria. Ese equilibrio es indispensable para garantizar el ordenamiento social que nosotros, en especial, estamos abocados a garantizar. Ese equilibrio, Sousse, muchas veces si no las más, no depende ni surge de un factor único, ni de decisiones tomadas por un unicato de espiraciones cuasi monárquica. Depende del capital que está en juego, la sangre que se está dispuesto y en condiciones de cuantificar para asegurar incrementar ese capital, y de cómo se repartan los beneficios surgidos de esos intereses y de las cuotas de sangre derramada. Para nosotros la verdad no tiene los atributos que usted le atribuye. Sé que usted piensa que las personas como yo nos vemos compelidos a realizar actos inmorales. Que todo lo que hacemos podría ser considerado como inmoral. Pero eso es irrelevante. Nosotros no reparamos en lo verdadero y lo falso, la verdad y la mentira, ni ninguna de esas naderías. Lo tangible se resume en una simple premisa: qué es útil y que no es, para sostener el statu quo de la organización social y su estratificación en clases sociales, cada una disfrutando de su capacidad de organizar una corrupción sustentable, como gusta decirse ahora, lubricadas por el dinero, único reaseguro posible desde los tiempos iniciales de la historia hasta el presente. En resumidas cuentas, Sousse, nosotros, los jueces, los políticos, los poderosos, no tenemos ni moral ni principios, solo objetivos. Estas palabras me las repite siempre un amigo mío, perdón, exagero, un conocido que es un hombre de poder y sabiduría. Y a mí me gusta aprender de esa clase de gente.
Quien le habla y mueve sentimientos amistosos en usted, en relación con su persona y a su investigación, en especial su “fuente”, su informante, tengo claros objetivos. El intríngulis que tenemos aquí es que usted no logra descifrarlos. No comprende cuál es su situación real. Y eso me da mucha pena. Se lo juro. Desearía que usted estuviera despabilado para que el porvenir magnífico que imaginaba no lo sorprenda con una paliza descomunal. Si alguien debe ser aporreado, lo mejor es que esté preparado para ello. Se lo aseguro por experiencia.
Sousse no atinó a responder. Había quedado mudo tras la exposición tan rigurosa, cínica y amenazante de su entrevistado. No lo advirtió, pero estaba enredado en la fina telaraña que le fue entretejiendo a lo largo de las distintas entrevistas que sostuvieron.
Aprovechando el silencio de Sousse, Segni agregó en tono confidente:
—Yo, cuando converso con una persona, cualquiera, no necesariamente alguien como usted, o un intelectual, o un profesional con cierta preparación, con cualquiera, hago como cuando una mamá le pasa el peine fino a su hijo para despiojarlo. ¿Vio alguna vez la enjundia que ponen las madres para despiojar a un hijo? Pasan el peine una vez, otra, otra y otra, hasta que logran sacar hasta la última liendre. Cuando el niño está limpio, la madre disfruta con regocijo.
Pero el niño vuelve a la escuela. Y ahí está lleno de niños sucios, asquerosos, a cuyos padres les importa un carajo si sus hijos están llenos de piojos, de liendres, de parásitos. Y estos contagian a los niños aseados.
Y esos pobres niños aseados que se han vuelto a infectar, retornan a la casa portando las mugres que les transfirieron los roñosos. Y la madre, atenta y esmerada como siempre, apelando a su inagotable paciencia, vuelve a pasar el peine fino. Una vez, otra vez, otra vez y otra vez, hasta que logra sacar nuevamente hasta la última liendre. Eso hago yo con mis interlocutores. Una vez, otra vez y otra vez. Hasta que ya no les queda nada que yo no conozca o reconozca de su historia y de su personalidad. Luego, como a las liendres, los aplasto. Eso termina con la contaminación. ¿Me explico? –Un silencio atípico, acidulado, se apropió del momento.
Sousse, Juan Antonio, de unos cincuenta años de edad aproximadamente, tal vez algunos más; bastante alto y erguido, algo entrecano, algo teñido, de labios finos amoratados, nariz aguileña crispada, ojos claros enrojecidos, divorciado en tres oportunidades porque sus mujeres no soportaron más sus borracheras y su afición a las drogas, con una relación con una hermosa joven de nombre Marlene quien lo abominaba, malhumorado cuando no conseguía estupefacientes, díscolo porque se le acababa el whisky, desprolijo porque quedaba maltrecho por sus vicios, padre de una hija que no le atendía ni un llamado porque lo aborrecía, había quedado a merced de su entrevistado, quien, a esa altura de la relación, se comportaba, siguiendo al tango, “como juega el gato maula con el mísero ratón”.
—Sousse… Sousse… Sousse… –Pronunció tres veces el apellido de su entrevistador, como Pedro negó tres veces a Cristo. Abrió un compás de espera largo, denso, inquisidor, que avinagró aún más el momento.
—Yo sé por qué se quedó dormido en aquella oportunidad, cuando debía realizar su segunda entrevista.
—¿Y por qué cree usted que eso ocurrió?
—Porque usted es alcohólico, Sousse. Y además es adicto.
—Bueno, alcohólico… alcohólico, no. –Balbuceó confundido–. Bebo socialmente. Y alguna vez he fumado un porro. Nada permanente. Disfrutes ocasionales.
—¿Usted cree que soy pelotudo, Sousse? ¿Qué soy incapaz de reconocer a un alcohólico crónico de un bebedor ocasional? ¿De un adicto fumaporro, un crónico de los nariguetazos, a un inocente que prueba por esnobismo? ¿Tanto me subestima?
—No… es que yo…
—Ese día, Sousse, usted usó merca importada, de la mejor, reconózcalo. La compró esa “Marlene”, a una mujer de vida licenciosa, de nombre Marcia, quien trabaja en un lupanar. Marcia… Marcia… aunque yo creo que se llama María, o Mierda… no sé. Pero para darse dique se cambió el nombre por uno que hasta parece gringo. Su Marlene –y dijo “Marlene” afrancesando la pronunciación para ridiculizarla– es la misma que le presentó a su fuente. ¡Su fuente! ¡Un pendejo que tiene un hermanito en el norte, rumbo a Santa Fe, haciéndose el héroe! La merca, “pega en serio”, le dijo la muchacha esa que usted cree que sedujo. “Un poquito, un poquito”, dijo usted como si estuviera pasando inocente su lengua sobre un heladito. “Esta pega… ¡Pará boludo!” le dijo varias veces. “Pará boludo, esta pega en serio”, porque es importada. “La nacional es floja, viene cortada”. Le dijo la señorita, descalificando el “compre nacional”. Debe ser partidaria del libre mercado. Un intríngulis de nuestra historia.
Después, con su compañera de narices, se echó un polvo, y se durmió la siestita. ¿No fue así? Se despertó recién cuando Cacho, muy enojado, lo llamó ocho veces. Ocho veces, Sousse. Se las cuento para que no las olvide: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Ocho veces. Las tengo contadas una por una. Las tengo grabadas una por una. ¿Quiere que le diga el horario exacto en que se realizó cada llamada? ¿Le gustaría escuchar el rosario de puteadas de su director? Son ocho rosarios. Nadie putea con tanta variedad de palabras como Cacho.
Sousse estaba aturdido. Trataba de recordar toda la conversación que tuvo con Marlene esa misma tarde-noche en la que su jefe lo despidió por teléfono. ¿Cómo podía Segni conocer con tal precisión los diálogos de ese día? Su conclusión lo confundió aún más.
“Y yo te dije ¡pará! ¡Pará! Pero nunca me hacés caso. ¡Sos un drogón de mierda!”, recordaba con exactitud esa reprimenda de Marlene con su vocecita casi adolescente. “Pero vos no me tenías que haber dejado…”, respondió a la muchacha, haciéndola cómplice de su metida de pata. “Ahora la culpa la tengo yo. Vos me dijiste: un poquito, un poquito. No me haces caso nunca. La nacional es floja, viene cortada. La importada pega… pega…” Segni continuó con su minuciosa descripción.
—Usted, Sousse, dejó la habitación totalmente afligido por su macana. Se dirigió al baño. Se metió bajo la ducha caliente. Se oyó esa vocecita adolescente que le dijo algo así como “me quiero morir, boludo”. Usted no dijo palabra. ¡Pobre hombre! ¡Estaba tan apesadumbrado!
Usted y la mocosa pasaron varias horas en silencio. Hasta que la nena, cansada, se fue a dormir. Usted esa noche no podía dormir, no podía pegar un ojo. En cambio, la pendeja, a pata suelta. Muchos barbitúricos. Empastillada hasta las tetas. Así son los jóvenes Sousse, totalmente indiferentes a lo que les pasa a sus mayores.
Sousse estaba atónito. No sabía qué hacer, qué decir, qué pensar. La descripción que Segni le estaba haciendo de las angustias de esa tarde-noche, de los pormenores, de las circunstancias que se sucedieron desde que Cacho lo llamó por teléfono para insultarlo, para despedirlo, era tan exactas que trató de suponer en qué lugar y cuándo habían instalado cámaras y micrófonos en su casa. Pero lo que no alcanzaba a comprender, lo que más lo desorientaba, era para qué fin se había llevado adelante esa pesquisa. Toda su autovaloración, su autoestima, se derrumbaron a medida que Segni avanzaba con el relato.
—Sousse, usted estaba tan mortificado que abrió una botella de whisky importado que, entiendo, tenía reservada para una gran ocasión. Bueno, convengamos que no era el caso, pero estaba tan deprimido, que creyó que lo mejor era agarrarse un pedo como no había conocido nunca. Y eso que usted chupa de lo lindo, amigo. No va a parar hasta la cirrosis. Después, se dijo resignado, “veré que puedo hacer con mi perra vida”.
Así que se acomodó en el sofá cama que tiene en su living comedor. Miró por su ventanal los ventanales vecinos, como en muchas otras oportunidades. Como en esas, cuando pesca alguna pareja cogiendo sin tener en cuenta que podía haber un mirón… ¿Cómo se dice? Un “voyeur”, un fisgón, un pervertido drogadicto y alcohólico observando cómo otros disfrutan de sus sexos. Si me equivoco, corríjame. Estamos entre amigos. –Sousse estaba perplejo, como autista, incapacitado de hablar, de moverse, de pensar.
—Apoyó la botella de whisky Dimple, el Premium escocés que compró para disfrutar en una oportunidad que se suponía habría de ser maravillosa, sobre la mesita ratona de algarrobo que dista poco menos de un metro del sofá y se tomó media botella. ¡Media botella de un whisky de cinco mil pesos! ¿Cómo hizo para comprar una bebida tan costosa? No quiero suponer que usted y la pendeja esa venden falopa entre sus amistades para hacer una diferencia. Marcia se va a enojar y mucho, se lo advierto. Marcia viene de Marte, guerrera… Mina jodida, se lo aseguro.
Luego, se durmió. Acabado, dispuesto a rendirse ante quien fuera, esperando la nada por futuro.
Pero a la mañana, ¡oh misterio! Dios pegó un volantazo maravilloso. Y aquí está, hablando conmigo. Como amigos, casi como hermanos. ¡Ah! Me olvidaba. Antes la besuqueó a la nena, la lamió con su lengua, le frotó la concha con los dedos, aunque a ella le pareció una pasada de lija. Un beso de lengua, luego se chupó los dedos para saborear el gustito del clítoris, porque a las buenas noticias hay que acompañarla con un blend de sabores sofisticados. Whisky, falopa, lengua y clítoris púber. Usted, Sousse, es un exquisito. Le juro que lo envidio. Míreme Sousse, y respóndame con la verdad. ¿Cómo conoció a esa nena?
—Yo… yo… por Facebook. –Balbuceó espantado.
—¿Por Facebook? ¡Qué interesante! Pero la contactó usted a ella, ¿no es así?
—Si… no… si… no sé, no recuerdo.
—No recuerda, Qué pena. ¿Qué edad cree que tiene esa muchacha?
—No lo sé… qué me quiere decir…
—Shhh… –Segni llevó su dedo índice hasta los labios reclamando silencio. –Escuche y no pregunte pelotudeces. ¿Qué edad cree que tiene esa muchacha?
—No lo sé, nunca se lo pregunté.
—¿Nunca se le ocurrió preguntarle la edad?
—No, por qué debería haberlo hecho, es mayor, es mayor….
—Le reitero mi pregunta: ¿Qué edad cree que tiene esa nena? ¿Veinte?
—No sé, no sé… puede ser…
—¿Diecinueve?
—No, veinte, veinte. –Segni movía su dedo índice negativamente.
—¿Dieciocho?
—Puede ser… parece más grande…
—¿Diecisiete?
—Diecisiete no puede ser, es mayor, yo sé que es mayor. –Segni insistente y con más energía agitaba su dedo índice negativamente.
—¿O dieciséis? ¿Qué me dice Sousse? ¿No sabe ni siquiera qué edad tiene la nena? ¿Quiere que lo ayude? ¡Quince Sousse! ¡Quince! ¡Aleluya hermano! ¡Tú eres acreedor a un estupro! ¡Felicitaciones! ¡Tu amada Justicia te espera para considerar el tamaño de tu perversión y la extensión de tu condena!
¡Ay Sousse, Sousse! Como diría mi abuelita, lo que pueden los pelos de una concha joven, no lo puede una yunta de bueyes. Escuche Sousse, escuche, esto es poesía pura. ¿Me escucha? Sousse movió mecánicamente su cabeza, afirmativamente.
—“El que promoviere o facilitare la corrupción de menores de dieciocho años, aunque mediare el consentimiento de la víctima será reprimido con reclusión o prisión de tres a diez años.” ¡De tres a diez años! –exclamó exaltado – “la pena será de seis a quince años de reclusión o prisión cuando la víctima fuera menor de trece años. Cualquiera que fuese la edad de la víctima, la pena será de reclusión o prisión de diez a quince años, cuando mediare engaño, violencia, amenaza, abuso de autoridad o cualquier otro medio de intimidación o coerción, como también si el autor fuera ascendiente, cónyuge, hermano, tutor o persona conviviente o encargada de su educación o guarda.” De-diez-a-quince-años… repitamos juntos Sousse: De-diez-a-quince-años… –Sousse repitió idiotizado– ¡Muy bien! ¡Otra vez! De-diez-a-quince-años… Y eso que aquí ni se menciona lo horrible que es mandar a una nena a comprar drogas y obligarla a consumirlas para luego abusar sexualmente de ella. Drogas, pastillas, estupro. ¿Usted se imagina lo que pensaría un juez de conocer esta aberración? ¿Y los presos? ¡Los presos! Gente sin escrúpulos. ¿Sabe cuán poco aprecian a los abusadores en las cárceles?
¡Usted tiene una hija, Sousse! ¡Casi de la misma edad que esa nena que retiene en su casa! ¿Qué le parece que la “Justicia” va a considerar sobre usted si se entera de todas estas perversiones?
—Pero yo no… la conocí por Facebook… yo nunca me imaginé… – Sousse lloró desconsolado.
—Ahora quiero que se vaya a su casa. ¿Me entiende? –Segni ayudó a Sousse a incorporarse de su silla y caminó con él hasta la puerta del departamento–. Lleve con usted ese DVD que quiero que vea. Pero en su casa Sousse, ¿me entiende? Mírelo en ese hermoso televisor Led de 42 pulgadas marca “Noblex”, que tiene en su habitación, sobre esa cómoda de nogal blanco, en donde mira películas pornográficas. ¿Cuál es su actriz porno preferida? ¡No me lo diga! ¡No me lo diga! Déjeme adivinar. ¿Mia Khalifa? ¿O Jesse Jane? No, no. Debe de ser Sunny Leone. ¿O todas? Qué inconveniente. Es que usted mira tanta pornografía… ¡Y encima le hace ver esas porquerías a la nena! ¡Qué atrevido, Sousse! ¡Qué atrevido!
Mire con atención el DVD. Considérelo un “instructivo”, una especie de catálogo explicativo que lo va a poner al tanto de algunas cosas que no sería conveniente que se ventilen en su apreciada Justicia. Porque usted cree en la Justicia, ¿no es verdad? ¿No me dijo que cree en la Justicia? ¿O ahora ya no le parece tan interesante la idea de ir a la Justicia a promover investigaciones sobre personas que no pueden defenderse? ¿Le dije que a los coroneles no les gusta que ventilen sus vidas en los estrados judiciales? Se lo dije, ¿verdad? Cuando usted termine de ver este DVD yo lo voy a llamar, se lo aseguro.
—¿Por qué me hace esto? ¿Qué quiere de mí?
—Nada malo zonzo, zoncito. No me llore. Yo no quiero nada malo. Usted me da lo que yo quiero, hace lo que yo le pido y yo le doy a cambio un futuro venturoso. Con fama, con dinero, con falopa, ¡importada! ¡Nada de mierda nacional, cortada con vidrio molido! Con decenas de pendejas para cogerse sin que nadie se lo recrimine…
—¿Y qué puedo tener yo que usted necesite?
—Usted mire el DVD. Cuando termine de verlo, yo le juro que lo voy a estar llamando. Y entonces vamos a conversar entre amigos. Yo le voy a decir qué necesito, y le voy a hacer una oferta que le va a dar la razón a su optimismo. Hoy, Sousse, como usted me dijo, cambió para siempre su destino.

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