La venganza de los Pérez, cap. 7 «Ahora las sirvientas, a la cocina»

La venganza de los Pérez, cap. 7 «Ahora las sirvientas, a la cocina»

VII


Ahora las sirvientas, a la cocina

Abigaíl caminaba entre vapores tácitos y sagaces. Eran vapores lúbricos que caían verticales desde los diminutos senos a la cadera y de allí a la juntura de la ingle. Se dirigía al departamento de Podestá, a quien se lo presentaron con el pomposo nombre de coronel Don Arancibia López Huidobro. El hombre-coronel que la puso a su servicio, placeres incluidos en la propuesta que “Pérez y Pérez” le hizo oportuno.
Irradiaba esa luz propia que le pertenecía y casi desvestía, transparentando hasta su sombra constelada, y a su paso, los caminantes se paraban timoratos a observar la figura incolora que les despabilaba la lágrima de amores imposibles.
A medida que avanzaba, parecía cargarse de síntomas de acariciamientos, pero eran apenas suspicacias de mirones escrupulosos que equivocaban el entendimiento de las cosas. No eran acariciamientos, eran venganzas que esperaban el momento de su consumación. A veces los deseos engañan a los sentidos y derivan en falsas suposiciones.
Sus piernas largas, su pelvis armoniosa y sus senos como dos sutiles pinceladas, hacían naufragar las miradas de aquellos que sí se animaban a asomarse seducidos al océano de sexos cóncavos que imaginaban. Acompañaba la cadencia erótica de su andar, acentuada por sus zapatos de taco aguja, altos, altísimos, exagerados, con el movimiento de sus juncosos brazos, envueltos en gasa transparente, que terminaban en esas delgadas manos de dedos de pecados. Manos y antebrazos enfundados en guantes largos y delicados, blancos como el vestido, como la capelina, que escondían las preciosuras de su anatomía, que divulgaba delicados músculos y lanceolados huesos.
Contrariando los órdenes del esclavizador, se pintó las uñas de rojo carmesí, rojo de sangres frescas y surgentes. Rojo premonitorio del último instante, obnubilado e inerme, del ronco estertor del que cuelga un hilo de vida, apenas hilo hasta cortarse, abriéndose y cerrándose, aherrojado el pulmón comatoso, abandonado al designio de un supuesto dios que todo lo sabe y todo lo decide.
Avanzaba con la cabeza inclinada, mirando hacia abajo, con su gran capellina que parecía una cordial aureola que escondía su rostro. Un cabello rubio de oro caía sobre las redondeces de los hombros de fruta, que brillaban apenas, húmedos y sabrosos.

Llevaba una cartera de tamaño mediano, que le regaló el hombre-coronel a la vuelta de un otoño-invierno de fracasos. El bolso oscilaba y acompañaba indiferente el paso elegante de su andar.
Justo ese día, el último, el de la muerte en dosis exageradas de “Juana de Arco” en puro estado líquido, evocaba ese otro de sueños descorazonados, sueños encadenados uno al otro, donde los muertos desfilaban estupefactos, haciendo sus reclamos impacientes. Tal vez la muerte con plena aflicción desesperaba de aquellos, y esperaba implacable que esta personita redimiera en un algo aquellas injusticias resonantes.
Abigaíl no recordaba por qué ese día de revelaciones fue a lo de su cruel amante. Siempre se comunicaba él, que era quien decidía los encuentros y las despedidas. ¿Reclamó su presencia, jadeante, lúdico, procaz, masturbador? No podía afirmarlo. Sus conductas siempre se repetían sistémicas. Por eso cada encuentro se parecía al anterior y este al anterior y así hasta perderse en aquella noche de cena de bocados extravagantes de un amigo común, donde se conocieron champaña de por medio. Justo allí donde propuso “Pérez y Pérez” luego de una orden terminante que impartió a Marian, quien debió convencer a un avezado político que solo aceptó el trueque, cuando contó sobre seguro con la entrepierna de la madama. Fue la noche que Abigaíl contradijo a Schiller, solfeando a Lorca. Recitando versos que, como cangrejos, atenazaron la libido de sepulcros que le ardía, la entrepierna al hombre-coronel inflamado en bruto de deseos hoscos. Absurdo. Loco. Desesperado. Feroz.
Se esforzaba en rastrear en los recuerdos un indicio de la convocatoria, pero así y todo resultaba infructuoso. La rutina se imponía irrefutable. Salvo esa noche en que “Juana de Arco” cumplió su cometido de liquidar al infiel.
Sí recordaba que caminó al tuntún hasta la puerta del edificio y entró como llevada de la mano, el brazo, la cadera, el tobillo, por una muerte tunante que se bebía las vidas de los comunes como si nada. La empujaba por la espalda, impertinente.
También, que vio a un Caronte urbano doblando la esquina de una calle de la que no sabía el nombre, gélido, imperturbable, degustando de a una las tumbas alineadas primorosamente en el corazón de Balvanera.
De Jean Jaures hasta Jujuy, los espíritus en batallón de espectros, cargados de atmósfera atroz tan coléricos de melancolías, iban del santuario al andén número dos, para insistir que Abigaíl los cargase por un rato de amor y suavidades, de consuelos, tan necesarios para los sorprendidos de golpe por los dolores de las muertes a repetición. Se hacían banderas, y multicolores y musicantes, y convocaban libertadores a una infinita e implacable cruzada contra los corruptos. No aceptaban que la terminal mutara su cáscara cementosa a la de una catedral de enlutamientos a pocos metros del santuario que surgió en respuesta de tantos mutismos interesados.
Siguió esa visión ya estando en la modesta cama con el hombre, sin sucumbir ni un ápice a su eyaculación atroz, purulenta, hiriente. Recordaba que se durmió profundamente para soñar no un sueño erótico, sino esas muertes luego que el hombre-coronel abandonara su cuerpo.
Desde entonces sentía esos fantasmas penantes rondar sus lagrimales; eran espíritus que la convocaban y se colgaban de sus caderas bamboleantes, de vaivenes sensuales y gimnastas correveidiles hasta el sexo indiferente, rumbo al momento sublime de la propia muerte. Incluso, en ciertas oportunidades, sentía la necesidad de correrse hasta el santuario de las calles Mitre y Ecuador, y mirar las zapatillas colgantes –que amenazaban desenrollarse de sus alturas para buscar consuelo– para llorar como si todos los muertos le pertenecieran. Cuando eso ocurría, sentía que una zurra brutal la desencajaba hasta el agotamiento.
Como todas las veces cuando el hombre-coronel acababa, en aquella oportunidad de ensueños sepulcrales, abandonó la cama sin aviso previo. Se levantó y se fue. Desapareció desnudo pasando de la habitación de servicio a la cocina comedor. Llevado de su celo, tal su costumbre, cerró con llave la puerta. Luego se escuchó el desliz del pasador de hierro. No le dirigía una sola palabra. Siempre se comportaba, al terminar, como si no existiera; como si allí estuviera una persona sorda, ciega, muda, sin tacto y sin olfato: acaso una figura de porcelana fría, una invención en hielo ideal, vicioso y calavérico. Reducía esa humanidad a un crudo juguete rellenado de voces y palabras de puro compromiso. Un elemento desechable. Una glándula apetecible a la intemperie del amor verdadero.
El hombre-coronel, en ciertas oportunidades, disfrutaba disfrazar a Abigaíl. Cada tanto, descolgaba de su ropero uno de los finos vestidos que compraba por internet en altas casas de costura y se lo hacía lucir para su satisfacción en aquel cuartucho de servicio. En ocasiones, le daba también un par de exquisitos zapatos que se combinaban de manera perfecta con la ropa. Luego, la obligaba a desvestirse y devolverlo. Abigaíl nunca pudo establecer por qué en ciertas oportunidades, y no otras, le ordenaba vestirse con esas suntuosidades, para luego reclamar violento las devolviera. En un santiamén, de princesa a zapallo, sin mediar explicación alguna, como la que incluso asistía a Cenicienta en el cuento de Perrault. Le retiraba la ropa y el calzado, y le señalaba la torpe inscripción en el revés de la puerta del roperito.
“Yo sé que soy descartable”, repetía Abigaíl pulsando su infortunio, más convencida de su destino cuando leía la impúdica frase sobre las sirvientas.
—Desde el día que me violó mi tío en ese galpón de mierda, supe que me había vuelto descartable. –Le dijo a Bado con tono tan mesurado como seguro, esa tarde-noche de larga tertulia en que este la conoció por una ocurrencia de Marlene. “Este es el amorcito del que te hablé”, le dijo a Bado, quien quedó pasmado ante la figura de Abigaíl. Nunca acordaron encontrarse. Pero a Marlene la intimaron a cumplir con la orden que le transmitió su contacto.
Bado balbuceó unas palabras que no impidieron que las dos se sentaran a su mesa. “Nunca arreglamos este encuentro”, dijo malhumorado, sin que eso impidiera que sus visitantes actuaran como si no hubiera pronunciado palabra. El coro repitió unos lamentos que Bado distrajo sin desearlo.
Se sentaron, Marlene a su derecha, Abigaíl a su frente, tocando con sus largas y sensuales piernas las musculosas del muchacho. En yunta le desmenuzaron las ideas y las emociones, y estas últimas fueron decisivas en ese encuentro no pactado.
—Como vos, ella quiere acabar con ese hijo de puta –ofreció Marlene compartir una venganza propicia.
Bado rechazó de plano la oferta. Pero eso no tenía importancia. “Pérez y Pérez” quería que la oferta se hiciera. El muchacho debería elevarla a sus superiores, así treparía, ascendente. Y quería la foto de la reunión. Con eso tenía bastante.
No era una armada de temer aquella. Tres náufragos, apenas. Un muchacho perdido en Buenos Aires, al que un coro no alcanzaba a protegerlo de monstruos embriagados de beber sangre. Una niña que proclamaba sus drogas en ofertas curiosas, sumisa en una red de tratas, y quien se presentaba como “descartable”, alertando sobre su propio final, mientras recordaba en voz alta una violación en plena infancia. Bado estaba advertido de cómo se presentaban al mundo de los comunes los “liquidables”. Pero en muchas ocasiones las advertencias son livianas como las plumas.
“Descartable” sonaba terminal en boca del “amorcito”, aquel, allí presente. “¡Descartable! ¡Descartable!”. Repetía. Apenas un brebaje de células latentes; una espuma de sangres despreciables; unas pocas palabras de exterminios. Tan solo eso. Casi sin humanidad. Un dato errado de una anatomía extraña. De nombre Abigaíl, nombre de escalofríos de solo suponerlo en su caída final, crujiendo huesos en el impacto asesino en una noche ajena en Barrancas de Belgrano.
Y Bado escuchó como ella parecía describir los tiempos por venir. Tal vez reconociera con anticipación el último instante en que sus ojos verían el cielo, la flor, el rostro de alguien muriendo a las patadas (un amor imposible, negado desde el vamos), la nada singular que devuelve el reposo después de una vida de humillaciones. Cayendo-cayendo, frágil, agonizante, como un anuncio sesgado a durísima pedrada, aleve, redentora, hacia la vereda nómada que escurría sus durezas hacia el borde macizo de la calle, donde la sangre se amontonó fosforescente e inútil.
Para retomar el sueño o solo distraerse, esperando que Podestá le impartiera la orden de salir (él en su baño se lavó con fruición su desquiciado esperma en su entrepierna), contó sus costillas, tales simples ovejas que balaban entrañadas, melografiando una canción desconocida. De arriba hacia abajo, en ese orden, repetidas veces, como si fueran los marfiles bicolores de los pianos, recorriendo con sus dedos índice y mayor las ondulaciones en su pequeño tórax. Él volvería para indicarle que se vistiera porque había llegado el momento de salir del departamento. No se despedía nunca. Tampoco lo haría en esa oportunidad.
Cuando Silverio apagaba las cámaras debía abandonar el edificio en minutos precisos, contados. Un imaginario tictac apuraba el tiempo preciso de la salida. Adiós-adiós. Hasta que él le ordenara volver respetando la liturgia de la furtividad. Desesperante, clandestina, lujuriosa.
Abigaíl se vestía a las apuradas. Sus escasas ropas y su natural desaliño favorecían el apuro. Una blusa, un pantalón vaquero (no usaba ropa interior en esas circunstancias), algo de abrigo si el frío se aventuraba. Se calzaba una especie de alpargatas coloridas; no usaba medias. Acomodaba su cabello castaño recatado a lo Edith Piaf, solo con sus delgados dedos. Salvo el último día, el del ataque mordaz de la doncella guerrera, día de rizos de oro y capelina blanca, que el hombre-coronel le ordenó baboso luciera para su agrado.
Por entonces no se depilaba el cuerpo entero como después haría, sofisticando al extremo su figura. No usaba maquillaje ni se pintaba las uñas porque así se lo había ordenado su amante. Salvo esa vez, por encrespar los nervios del fulano. De lo contrario, nada de artificio.
Salía usando la puerta de servicio, la misma por la que ingresaba para atender a Podestá. A esa altura lo llamaba por su nombre, Arancibia. Nunca “mi amor”, le daba asco, arcadas. Carecía de la capacidad reguladora de sus cólicos como Marlene. Ella le decía “tu amorcito”, solo por embroncarla.
Cuando salía al igual que cuando llegaba, podía oír el clic chismoso de la mirilla de la puerta de la vieja vecina, auscultando la figura dudosa de aquella visita tan andrógina como excitante. Sarita se preocupaba de observar la partida, y eso que Abigaíl parecía inmóvil, de brazos cruzados, refunfuñando a la espía, o mejor advirtiéndole con señas inverosímiles, el riesgo de husmear los asuntos de semejante desalmado.
Caminaba de a saltitos, flotando apenas. Bajo la atenta mirada de un solo ojo de la chusma de enfrente. Abandonaba el edificio usando su llave de la puerta de entrada.
Cuando el hombre-coronel dejaba la cama nunca lo seguía, así se lo ordenó sin vueltas Marian, protectora, y le dijo que se lo prendiera con alfileres a la memoria para que los espasmos de los pinchazos no permitieran que olvidara el consejo. Tampoco sugerir acompañarlo. También Marlene le dijo que respetara su posición en la relación. Victimario y víctima. Cazador y presa. Términos exactos de esa ecuación de sexo y droga. Marcia se reía de tanto consejo. Insistió siempre que eran inútiles. Todos sabían cómo terminaría la historia. A qué tantos cuidados.
No era que Abigaíl no sintiera curiosidad por saber cómo era esa vivienda más allá de la habitación de la sirvienta, pero la desechaba con rapidez, no tanto por las recomendaciones de Marian y las otras mujeres, sino porque siempre tenía presente la advertencia que el propio Podestá le hizo al respecto.
—Jamás pasés esta puerta. Ni se te ocurra entrar en la casa. Yo me doy cuenta hasta del menor de los intentos de transgredir una orden mía. –Dijo amenazante en la primera oportunidad en que estuvieron juntos. Describió en su amenaza con aires de broma, distintos tipos de tormentos a quien se atreviera a no cumplir su mandato. Avisó en detalle de lo inconveniente que era no respetar la orden. “El que avisa no traiciona”, terminó ladino su amonestación. Abigaíl sabía que bastaba un chasquido de sus dedos para que un grupo de matones la asesinara y se deshiciera de su cadáver sin dejar el menor rastro. A pura dentellada. Como a un pollo inútil de plumas alborotadas. Para colmo, ¿quién lloraría a una humanidad descartable? ¿Quién lloraría a un pollo de carnecitas descartables, insignificantes?
Como una rúbrica, Podestá hizo pirograbar una advertencia en el mueble de la habitación de los encuentros. Abigaíl la leyó más de una vez con atención, casi con obsesión e intriga. Silabeando, la frase serpentina. La oración inscripta esmeradamente con una púa caliente en una de las puertas del roperito mistongo del cuarto de servicio, decía amenazante; “Ahora las sirvientas, a la cocina”. Y Abigaíl sabía que era menos que una sirvienta, si hasta tenía vedado el acceso a la cocina-comedor. Marlene le dijo una tarde perdida: “Está el último orejón del tarro y después venimos nosotras. No jodas nena.” Juzgaba exagerada la afirmación de su compinche. En la escala social que Podestá imaginaba para su mundo privado, Abigaíl ocupaba el anteúltimo estrato. Más abajo estaban esos “negros de mierda”. Pero, así y todo, era prudente no descartar la advertencia por completo. La distancia entre ella y los “negros de mierda” era delgada como un cabello. Convenía tener presente las divinas proporciones de la vida.
Nunca se atrevió a preguntarle al hombre-coronel el significado exacto de esa frase provocativa, ni por qué la habían grabado en el anverso de la puertita aquella. Intuía que estaba dirigida a la ocasional mucama que sirviera a los propietarios de la casa. No habría imaginado nunca que se trataba de una sentencia dicha tras un fusilamiento ocurrido casi dos siglos atrás. Tampoco hubiese comprendido la correspondencia entre ejecución y servidumbre. De haberlo sabido, no se hubiera sorprendido.
Esperando esa orden de marcharse, se acomodó para un breve sueño. Necesitaba, aunque más no fuera, un pequeño descanso. No era su costumbre, pero en esa oportunidad una modorra desconocida invadió sugestiva sus arterias lloronas, lancinantes, que circulando la sangre en mortajita narcotizaba impudorosa sus reflejos. Suspiró entrecortado, sin alborotos, como entre tímidos algodones. Tal vez el relajamiento le aflojó unos recuerdos. Esos que llenos de excrementos hundían sus enfermedades hasta el alma. Volvieron los recitados perniciosos de los textos sagrados sufridos en la infancia. Se le agarrotaban en las hendijas que abrían los varillazos en la pielcita grácil del infante.
Se sentía pender del mismo árbol de los fondos del rancho, mientras chorreaba bajo sus sombras surcos de heridas brutas que trazaba el azote. Recordaba el caer de la varilla rugosa del sauce, explicando en tormentos, versículos enteros del Libro de las revelaciones. Y un degüello trascendental de espejos que dejaba al garete hasta los puros esternones de esas iconografías que se reconocían una a la otra como verdaderos hermanos, casi gemelares. Abigaíl no alcanzaba a comprender la imagen de su imagen en el espejo del espejo sin cabeza, abierta la garganta de par en par como un misterio.
La involución a ese pasado no le pareció caprichosa. Era un retorno a asuntos de difuntos desconocidos, condenados en incertidumbres, esos que se niegan a sepulcrarse a cambio de escarmientos de los que nunca se debe preguntar los porqués, para escapar del bruto cancerbero y exponerse.
Un giro apocalíptico, enredaba sus días en sus hondos intersticios llenos de sombras arácnidas siempre amenazantes. Desde que Marlene le dijo para qué Marian la había preparado con tanta enjundia, y le habló de ser útiles instrumentos de venganza, consideró posible lavar sus propias mugres si ayudaba a un pecador malvado a transitar al mundo de los penitentes, a la espera del día del juicio final, sorbiendo golpe a golpe su propia sangre de su propio costado. Ese fue su afán y su esperanza. Pero no estaba en condiciones de discernir en instrumento de quién podría convertirse. Nunca supo de un hombre de doble apellido, que diseñaba el argumento con una elegante pluma fuente de tinta roja de sangre.
Con ese prodigio fue con Marlene a presentarse ante Bado. Dos “discrepantes” (en realidad dos “liquidables”), con su propuesta justiciera. Si no fuera obediente (le dijeron “hablá poco, no digas boludeces”), hubiese recitado hasta los gritos: “Yo soy el instrumento de la venganza. Llevo a Dios en las costras de mis heridas en el cuerpo a fuerza de latigazos, y él y no otro, me dictará la razón para redimir a un muerto del que no sé ni el nombre ni la historia.»
Y cuando penetrara su cuerpo, ese pene puñalero en pedernal y fósforo prendido, ardiente, fatídico (que le devolvía a Dionisio con garras, colmillos y cuchillos, despedazando por dentro su intestino), disimularía su asco saboreando gota a gota la venganza que permanecía ignorada, emboscada en el estrecho tubo de una aguja hipodérmica perfecta. Y esperaba disfrutar indiferente, contemplando la muerte lamer, los últimos anhelos de vida del desgraciado ese. Codiciaba percibir el estertor final del condenado, cuando esa muerte estupenda entrara a saltos por la boca pequeña e insignificante de la aguja plateada, recorriendo las arterias acartonadas, mordisqueando la túnica íntima y desfigurando una a una las células endoteliales, hasta llegar al corazón que se paralizaría mortuoriamente apático. El hielo de la muerte triunfante daría satisfacción a los insatisfechos, con sus cristales ciliados petrificando las curvas caprichosas de los pliegues cutáneos, así se coronaría el final de modo inapelable. Se prometía cantar en ese instante sublime “Nada fue en vano: El hielo de la muerte, y el calor del pleno invierno, perdí el miedo a la distancia de lo malo y de lo bueno…” Tal vez su voz se acaramele en ese instante.
El día de las revelaciones, el hombre-coronel tardaba en regresar para echarla. El tiempo se hizo espeso y olía arrogante en su tardanza. Largos fermentos de segundos se hicieron interminables a sus anchas. Silverio detuvo todas las imágenes que los ojos pudieran guardar en sus retinas. Allí quedaron, suspensos testigos de la ceguera.
Giró sobre su lado izquierdo; insistió en la visión en sueño y aunque más no fuera, lo que dura un suspiro, buscó la revelación de aquel augurio inédito. El sexo no fatigaba su humanidad, la droga sí, más que el alcohol que anestesiaba. Pero la alucinación perseguía sus pensamientos como perro de presa y estableció su estado de ánimo. Quedó mirando a la pared.
La pared era blanca, pero se hizo oscura. Se podía hasta palpar el color rojo de coágulos sudados y no negros de agonías. Rojo cuajado, colérico, de muchas sangres sorprendidas, temblorosas.
Se encontró viajando en un destartalado tren del Sarmiento hacia dos formas confusas de la muerte. Venía del oeste populoso, en dirección a la máquina de disturbios que era la ciudad ajetreada.
Había ruidos humanos que provenían de distintas direcciones. Eran sonidos sustanciales que llegaban de a ratos. Unos sonaban a pulmones colapsando de asfixias y envenenamientos; otros, en cambio, a golpes, machucones y metales que se despedazaban como simples telitas de cebollas.
Podestá enfermizo, abandonaba de rodillas el viaje. Estaba vestido de riguroso uniforme. Ya no era Podestá. Gritaba su nombre a cuatro vientos: “coronel Don Arancibia López Huidobro”. Abigaíl permanecía expectante. ¿Huía? Se escuchaban los ruidos metálicos forcejeando los unos con los otros, grotescos, vacantes de humanidad, amortajando de un modo u otro hasta las osamentas.
El coronel recitaba su enojo con el gentío; detestaba a la muchedumbre en la terminal de Once. Pero su desprecio y su indiferencia no eran los de siempre. Miraba a las personas desde una perspectiva diferente; los apreciaba apretujados, sudados y jadeantes entre entrañas apiladas y en perpetuo colapso. “Negros de mierda, no quiero que me toquen”, repetía una y otra vez como un conjuro metafísico; subido a una gran escalera ornamentada de pedazos humanos que salían de un aprisco oloroso, pringoso de heces y vómitos y sangres y orines, repetía “negros de mierda no quiero que me toquen. Negros de mierda no quiero que me toquen. Eliminen a los niños tóxicos. Eliminen a los jóvenes tóxicos”. Reclamaba a una legión de sicarios que encendían luces cianhídricas y que aullaban alucinados a la muerte. “Niños de mierda. Jóvenes de mierda. Negros de mierda. No quiero que me toquen.”
Un simulacro de noche callejeaba a sus anchas, y un puñado de jóvenes se abigarraba en una puerta soldada de manera imprudente. Eran los niños tóxicos que el coronel Don Arancibia López Huidobro deseaba exterminar. Eran los jóvenes tóxicos que lo enfadaban hasta desbocarlo.
Niños, jóvenes, pujaban por salir, como puja el naciente para salir de la madre desesperando por vivir. Infructuosos, trataban de romper el pórtico de hierro, indestructible, de oxiacetilénica costura, hermético sarcófago inesperado. Se sumaban angustias que, entre tóxicos y chatarras que se arrugaban al impacto, impedían que Abigaíl se incorporara para un rescate oportuno entre tantas inmolaciones. Convalecía unas lágrimas que rodaban con gesto de lágrimas en funesto momento.
La gente se apiñaba. Un vapor venenoso se iba filtrando lentamente por unas bocas chisporroteantes que surgían incesantes de unos agujeros negros encadenados unos a los otros. Eran eslabones como cangrejos desovando a fuerza de ponzoñas. La gente perdía su color y se tiznaba de exterminios. Políticos corruptos, empresarios corruptos, policías corruptos, aceleraban a risotadas los vapores asfixiantes enllamarados. No iluminaban a pesar de su incendio. Solo un humo espeso y negro que ahogaba las luces, se desprendía de sus puntas que se enroscaban ascendentes calando los cornetes de los desprevenidos. Cianhídricos soplaban ecuménicos, intoxicando el porvenir a sus anchas. Y las narices de los condenados se deshacían de hollín y corrosivos, y los bronquios se evaporaban como espumitas intrascendentes. Los muertos se apilaban involuntariamente, sin reconocerse. Unos niños iban y venían de una oscura caverna, cargando sobre sus frágiles hombros las sombras de otros niños que permanecieron inmóviles para siempre.
Y mientras los niños rescataban, un fárrago de brazos, piernas, espaldas, cabezas se apretujaba disonante, inarmonioso, casi beligerante, fragmentado, entre las láminas de los vagones desencajados. Se olían lamentaciones humanas dislocadas.
El viento era un fuego helado, y a pesar del insistir monocromático de breas vaporosas de las humeadas tiznantes, entraba a montones por una ventanilla rota como esos destinos.
Era pleno verano. ¿Diciembre? ¿Enero? ¿Febrero? No podía precisarlo. La fecha exacta resulta indescifrable. Hacía calor, pero un frío que helaba las sangres maduraba, y sones en ruinas de una navidad corroída, inducían a suponer que el sueño estaba rondando las calamitosas festividades que se aproximaban o ya habían sucedido.
Si no era la navidad que espeluznaba, lo sería un fin de año de martirios. Pero el frío hedor del verano confundía las cosas. Abigaíl sintió helarse el cuerpo como jamás, en ese verano de funestos acertijos.
“Vaya paradoja”, pensó. Afuera, por la ventanilla, en hora temprana, se veía el día de verano como suele mostrarse. El sol se jactaba de unas palomas que arremetían a la distancia contra sus luces encandiladoras. Adentro, en el tren zigzagueante, ese helar tan implacable como extraño, amenazaba. Era el mismo helar que fibrilaba el corazón hasta colapsarlo. Causaba disgusto sentir esos ciertos hielitos golpeteando las mejillas mientras el sol redondo se estiraba afuera en etapas para capturar las palomas que arrullaban.

Desaprensivos, hombres adinerados de sobornos y coimas, funcionarios pudientes con rostros de puñales, conducían el tren hacia un lugar oscuro, lleno de incógnitas que se bifurcaban sin porvenires. Unas seguían sin destino preciso, hacia ningún lugar sabido. Otras se acercaban rápidamente a un murallón estrafalario, lleno de retratitos de muertos hasta entonces desconocidos, que se agolparon en el andén número dos, mientras otros, muchos más, a doscientos o trescientos metros, se acomodaban uno al lado del otro, mientras el humo negro de las burdas toxinas de los burdos políticos-empresarios-policías, los envolvía cociéndolos en ácido de cámaras de exterminio, devastándolos sin excusas.
Abigaíl despertó o creyó, despertar, que no es lo mismo. Abrió los ojos. Murió muchas veces en el viaje. Murmuró a la orilla de una de esas muertes una ensarta de venganzas incapaces. Todavía colgaba del enorme árbol, mientras el espejo degollado sonreía amorosamente esperando el encuentro definitivo. Los dos espejos se mostraban las cicatrices como escarapelas. Sin cabezas, sin ojos, podían así y todo suponerse. ¿Duró el sueño algo más que lo que urde el propio sueño para hacerse pesadilla? Estaba en angustias respirando en arritmias.
No pudo jamás despejar esas sensaciones desde entonces. Y al caminar entre vapores tácitos y sagaces hacia el departamento de López Huidobro, se convidaba de esas muertes como si les fueran propias cada una, y que en hieles y ungüentos salitrosos avivaban las viejas cicatrices en las espaldas, en las piernas, en los glúteos, que retomaban en un santiamén los dolores de la infancia trunca.

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