La venganza de los Pérez, cap. 6 «En el nombre de Dios»

VI

En el nombre de Dios

El muchacho pendía semidesnudo de un árbol, el último al final de una larga hilera que fue plantada hacía añares. Era un plátano de paseo crecido en los fondos del terreno. Unos veinte metros antes, estaba el rancho. Levantado cinco décadas atrás, con ladrillos y simples adobos, en medio del descampado, estaba muy alejado de todos sus vecinos. La soledad del predio se mantuvo inalterada desde su ocupación. El rancho, en cambio, estaba muy deteriorado. Tenía aspecto de tapera.
El pequeño pueblo distaba más de seis kilómetros de la ruta interprovincial. Salvo los camiones que cargaban toneladas de soja, eran escasos los vehículos que transitaban esa vía. El camino que unía al pueblo con ella era de tierra, y las más de las veces las lluvias lo volvían intransitable. De la ruta interprovincial al poblado, solo se llegaba a pie.
Ningún ojo extraño podía contemplar a la distancia la ceremonia de expiación a que era sometido el desgraciado. La arboleda escondía a los torturadores: dos hombres lo martirizaban impiadosos.
Desde prudente distancia, parecía un adolescente. Al acercarse, sin embargo, esa impresión se disipaba. Era un niño que ni siquiera parecía haber salido de la infancia para ingresar en la primera pubertad. La confusión resultaba por su estatura; allí suspenso, desde la punta de los dedos de las manos hasta la de sus pies que colgaban, parecía alto, tal vez demasiado para su corta edad; era esmirriado y tenía aspecto enfermizo.
Si hubiese estado jugando, sería de glicina su grácil apariencia allí suspensa, columpiándose, pero en el suplicio, perdía la gracia que debería lucir por su anatomía y juventud. Era un junco atormentado a merced de dos maniáticos.
A la altura de sus muñecas, dos gruesos amarres de cuero flexible, pero fuerte lo mantenían sujeto a un raro aparejo de hierro y rondanas con el que subían y bajaban al niño. El robusto arzón, fabricado por los hombres, estaba empotrado en la rama más alta y más gruesa del viejo plátano que se estiraba hacia el cielo. Sus partes de hierro estaban pintadas de un color gris, brillante, que cuando era tocado por la luz de la clara alborada que avanzaba en la mañana, echaba unos vivos reflejitos plateados que encandilaban si se los miraba directamente.

La mañana era fría. El sol, perezoso, retenido por los altos matorrales verde oscuros que gobernaban el horizonte a su albedrío, se mantenía semioculto como llevado por un sigilo inexplicable. Hasta no entrado el día, su calor era escaso. En el rancho el silencio era consistente con el frío, que apenas se aliviaba a la tarde con el calor de una antigua salamandra inglesa Jeunesse de hierro fundido. La madre, desentendida del flagelo, observaba el sufrimiento infligido al niño a través de una ventana que tenía sus vidrios rotos. Bebía su mate cocido de un tazón humeante, indiferente.
El viento débil traía el frío de a puñados desde el fondo de una legua blanqueada por la escarcha, y embestía contra el esmirriado cuerpito del atormentado. Pobre humanidad crispada. Estaba aterido de frío, que pronunciaba el dolor de las heridas. Algunas cicatrices enrojecían de golpe al contacto con la helada.
La soga que hacía sonar chirreando la vigorosa rondana y que lo mantenía sujeto, era de un material sintético, gruesa, de un ancho de dos centímetros, blanca, decorada con anillos negros a relativa distancia uno de otro, imitando el dibujo escamado la piel de una serpiente mefítica.
El sistema de nudos que formaba un eficaz conjunto de cerrojos de los que el niño no podía zafar, además de cumplir su función de amarre, quemaban, al aprovechar los giros oscilantes del cuerpo en su permanente, vaivén de un lado al otro. Esas cicatrices en ambas muñecas, acompañarían esa humanidad por siempre y las disimularía con unas bellas muñequeras que un artesano de Plaza Francia habría de producir para encubrir las lesiones, combinando, con gracia mayúscula, cuentas multicolores en un dibujo abstracto.
La larga soga permitía al torturador que la sostenía, alejarse del aparato de tormentos y jugar subiendo y bajando el cuerpito, aquel que no dejaba de oscilar. El columpiar establecía un ritmo que los golpes sucesivos con la larga vara de sauce repetían con exactitud, como quien atiende con rigor concertante los pulsos de un metrónomo siniestro. El hombre algo mayor, pero no viejo, mientras azotaba rítmico e impertérrito, daba vueltas alrededor del árbol de los tormentos, recitando sin interrupciones secciones enteras de la Biblia.
El sermón trascurría apenas interrumpido por los débiles gemidos del muchacho, que sonaban a salpicaduras de lamentos. Igual que una gota de lluvia en un vasto arenal reseco, los ruegos se evaporaban ante la indiferencia crucial de los hombrones. La madre, impasible, en actitud autista, contemplaba la escena ajena a todo sentimiento. El vapor que ascendía de su tazón desdibujaba sus facciones.

Los hombres que atormentaban al impúber estaban vestidos casi con andrajos. El más joven, compinche del que sermoneaba, manipulaba la soga. Aparentaba unos cuarenta años de edad. No tenía abrigo. De su camisa de trabajo, marrón caqui, sin mangas, sus brazos fuertes exhibían la tensión nerviosa de los músculos mientras ejecutaba su parte en el castigo. Trabajaba ocasionalmente de jornalero en los campos aledaños. También de alambrador, oficio duro por demás. En la casa, colaboraba con las tareas propias de una pequeña producción, cría de chanchos y algo de quinta.
Cuando se incorporaba poniendo recta la espalda, parecía más macizo, y adquiría una altura significativa que se proyectaba en una sombra mañanera, algo difusa, que lo afilaba como una daga maligna hacia una cicatriz imaginaria en el horizonte más próximo.
De rostro brutal, casi lampiño, pronunciada nariz aguileña, semejando el pico corvo de un ave de rapiña, mostraba ojos y boca pequeños, tan negros unos como la otra, algo jadeando y algo babeando por la comisura de los labios. Una lengua viscosa y ennegrecida parecía reptar por la cavidad de la boca regodeándose del sufrimiento del impúber.
Respiraba fatigado, sonando los bronquios esmerilados, como raspándose pequeños cantos rodados, negros y puntudos que hacían sonidos desaliñados, alucinantes. Al inhalar, se llevaba a los pulmones los tenues quejidos del pequeño. Al exhalar, soltaba dos manchones negros de aspecto malsano, cuervos que se descolgaban oscurecidos; aves rapaces y grotescas que se decidían a abandonar aquella humanidad para recalar en las lastimaduras del atormentado, que se multiplicaban en rasguños bermellones algo sanguinolentos, amoratándose con el paso del tiempo y la repetición de los castigos.
Rítmico, bajaba y subía al atormentado con rigor, para aumentar el placer que le producía la contemplación del padecimiento que en las articulaciones del hombro del niño se amplificaba.
Halaba con furia, tironeaba. Crujían los ligamentos. Tiraba y frenaba, tiraba y frenaba, tiraba y frenaba, repitiendo siempre la operación tres veces, observando las contracciones del cuerpo que se retorcía padeciendo. Y cuando comenzaba el descenso del infeliz, lo detenía abruptamente también en tres oportunidades.
El de la varilla de sauce a guisa de látigo, era algo más bajo que el otro, pero de espaldas más anchas. Llevaba un amplio sacón gris oscuro, cerrado hasta el cuello y levantada las solapas, protegiéndolo del frío. El pescuezo era robusto, con algo de tronco verrugoso y oscuro, y repujadas las carótidas a uno y otro lado ascendían con violencia hacia la cabeza.
Parecía vestir una camisa clerical negra, con un falso alzacuello blanco; era un trapito a modo de cinta que envolvía engañoso el pescuezo. La camisa y alzacuello se los visualizaba con dificultad, encubiertos por las solapas del gabán subidas hasta la barbilla.
Lucía, una barba crecida de un par de días, entrecana, de aspecto ciliado, que se poblaba alrededor de los labios gruesos, amarronados y con ciertos reflejos amarillos, propios de la nicotina acumulada que también amarilleaba la baba que pendía de un diente todavía más amarronado.
Cruzaban su rostro arrugas profundas que el claroscuro de la temprana mañana acentuaba. Imitaban cicatrices como pardas lombrices encajadas de un lado al otro de la cara, distribuidas simétricas desde la nariz, ancha y pronunciada, hacia las orejas, que eran grandes y estaban enrojecidas. Los ojitos pequeños eran puntazos oscuros como hoyuelos negros, cercados por dos gruesas cejas también renegridas, incrustadas a puro cincel, inertes a pesar del movimiento histérico de los párpados que se batían eléctricos.
No eran ojos calmos, sí pecaminosos; padecían un rasgo libidinoso que centelleaba mientras golpeaba a varillazos repetidos el cuerpito del niño atormentado.
Llevaba un pantalón marrón terroso, tinto en manchas de grasa vieja y dobladillados varias veces. Un fuerte olor a orín se desprendía de la entrepierna. Cubrían las botamangas, algo de los zapatones negros, embarrados.
—¡Arrepentite! Malsano, hijo desviado. ¡Pervertido!
Exclamaba extraviado. Y cuando la oración había sido pronunciada, un eco de la voz del otro hombre, repetía acompasando la reprimenda. Un azote con la varilla del sauce sonaba entonces contra la humanidad del castigado.
—¡Arrepentite! Malsano, hijo desviado. ¡Pervertido!
—¡No te vestirás como mujer! –Silabeaba la frase, como un cantábile, el que llevaba como traje de sacerdote y oficiaba de verdugo sin clemencia.
—¡No te vestirás como mujer! –Replicaba el fornido de brazos descubiertos, que halaba tres veces riguroso. Y sonaba un mimbrazo que hacía doler hasta las lágrimas.
—¡Ni imitarás sus costumbres! –Gritaba Eleuterio, como se llamaba el del látigo, al tiempo que descargaba el azote.
—¡Ni imitarás sus costumbres! –Gritaba Dionisio, hermano del verdugo, ajustando las sogas.
El sermoneador alzaba la vista y miraba desde su distancia psicótica al flagelado. Anunciaba sanaciones increíbles.
—Si te arrepentís de tus obscenidades, Dios abrirá su corazón para tu salvación. Y llevado por la oración, al final de tu vida pecaminosa serás perdonado…
Y por si el niño atormentado no había escuchado la promesa, repitió el otro martirizador, la bíblica oración redentora.
—Si te arrepentís de tus obscenidades, Dios abrirá su corazón para tu salvación. Y llevado por la oración, al final de tu vida pecaminosa serás perdonado…
Los torturadores, glorificando el castigo, daban vueltas alrededor del árbol amargo. El que azotaba con la larga varilla de sauce el cuerpecito, y el que halaba tres veces la soga y la soltaba también tres veces para satisfacer el martirio, se esmeraban en prolongar la flagelación purificadora. Al sufrido, el borde escaso de un rayo de sol le pintaba un nimbo que lo beatificaba, como a todos los mártires, mientras flameaba funesto en aquella altura.
En un instante, sin aparente razón, suspendieron taciturnos sus actos angustiados y observaron al niño pendulando, de quien manaba sangre del costado, sonando un resuello amargo, un vago temblor, anuncio de un acontecimiento terminal, significante.
Quedaron expectantes, sin mediar arrepentimiento, masticando una oscuridad en polvareda que llegaba de un fondo desconocido hasta el inquisitorio, aquel, llevada por el viento arrebatado, humedecido en el río por si acaso.
Los ojos de los hombres se volvieron abyectos, pedernosos, vaciados de todo sentimiento. Miraban a un punto indefinido en el indefinido rasgo decolorado que el horizonte había adquirido en ese justo momento.
Tal vez absortos en el recuerdo del sermón urente y castigador que fluía de la boca ensalivada –que manaba en gotones amarilleados de pura nicotina renovada– el flagelador y el compinche que sostenía la soga, acompañaban con raros balanceos de sus cuerpos un recitado inaudible, una murmuración entre leves movimientos de sus cabezas cuadradas y mugrosas, celebrando espasmódicos nuevas invocaciones de arrepentimientos a dioses crispados que no alcanzaban nunca a saciar sus hambres de venganzas. Murmuraban penalidades amargas, perennes, inolvidables. El niño fatigaba un descanso breve que resultaba inútil para recuperar al menos el aliento antes de un nuevo desmayo.
Tan de repente como el silencio espurio suspendió ese momento, un alarido del que sermoneaba sonó repentino, iracundo y con energía fatal, irrumpiendo feroz el instante suspenso que duró una lágrima apenas, taciturna. Gritó violento, con voz metalosa, inmisericorde. El grito despabiló al sufriente sodomizado, quien volvió de su desmayo aliviador, como a quien vuelven arrojar con pie desnudo, a andar sobre unas brasas del tamaño brutal de unos pomelos.
—¡No te acostarás con varón como los que se acuestan con mujer! ¡Es una abominación! ¡Es una abominación! ¡Es una abominación!
Cada exclamación se siguió de un latigazo, de vara de sauce, sangrada, que hacía de escalpelo enfermo, a lo bruto, cortajeando la piel abatida.
Y el acompañante redundó monocorde:
—¡No te acostarás con varón como los que se acuestan con mujer! ¡Es una abominación! ¡Es una abominación! ¡Es una abominación! –Tres veces repitió como halaba o cedía tres veces la soga del tormento.
Luego, llevados por esa posesión, los dos hombres unieron sus voces en el panegírico cruel. Uno decía con enjundia, y el otro replicaba aún más poseso. A la primera voz querellante, la segunda le hacía un eco imperativo.
—Traje un varón al mundo y no mujer. –Vara y vara y vara, enjuagaba la corteza machucada, el suerito que la herida repetida exhalaba llorosa.
—Trajo un varón al mundo y no mujer. –Halaba, halaba y halaba, encaramando al infortunado hacia un nuevo escalón de la desdicha.
—Se vestirá como un varón y no como mujer. –Vara y vara y vara, se coloreaba en sangre tornasolando su aspecto.
—Se vestirá como varón y no como mujer. –Descolgaba el cancerbero tres instantes fatales, apañuscando los brutos ligamientos que en las muñecas se incrustaban hasta el tuétano.
—No tentará a su familia con el sexo. –Y al decir sexo, se enjuagaba la boca con su propia lengua, jadeando, y sintiendo desde adentro un aroma a esperma con boñiga.
—¡No! ¡No! Y ¡No! No me tentará con el sexo como lo hace cada noche perverso y poseído.
—Huye de la fornicación. ¡Niño perverso! ¡Huye! –Vara y vara y vara, se descolgaban los golpes de arriba abajo, hasta la coyuntura de la propia cadera.
—¡Huye de la fornicación! ¡Niño perverso! Líbrame del mal, Todopoderoso.
Eleuterio dejó de girar alrededor del niño suspenso. Quedó frente a él, mirando el conjunto enmarañado de heridas que cruzaban la espalda en todas direcciones. Con voz más calma, con aire pedagógico, retomó el soliloquio, indiferente.

—Todo otro pecado que el hombre cometa está fuera de su cuerpo. Pero el que practica la fornicación, el que practica la fornicación, –dijo alzando hacia el cielo el índice de su mano izquierda– peca contra su propio cuerpo.
—El que practica la fornicación peca contra su propio cuerpo. –Repitió Dionisio, quien siguió con la mirada el punto que señalaba el dedo índice de su hermano, allí en las alturas celestiales.
El griterío de cada oración condenatoria se repitió siempre dos veces, como si al duplicar los reclamos, el martirio consumara su crueldad a extremos, y mutara a una especie de imprecación para espantar los desvíos de los mandamientos bíblicos que los hombres achacaban al infante.
—Escucha la enseñanza ¡sodomita!: Levítico 18:22… –Volvió al grito el padre exaltado en la oratoria, saliendo nuevamente del momentáneo reposo en el que había entrado.
—Escucha la enseñanza ¡sodomita!: Levítico 18:22… –repitió el hermano.
—¡Recordá!… varón indecente.
Al decir del varón indecente, el padre Eleuterio flexionó brevemente la rodilla derecha hasta el suelo, con el torso erguido, como si en verdad estuviera frente al crucifijo que invocaba como mandante de los repetidos tormentos.
—¡Recordá!… varón indecente –imitaba el otro la genuflexión.
—¡Escuchá la voz de Dios!
—¡Escuchá la voz de Dios!
—¡Hacete hombre, perverso!
Y al reclamar masculinidad al impúber vapuleado, exageraba la flexión de su rodilla casi hasta tocar el suelo, incluso con fuerza desmedida, ya volcado casi al extremo su torso. Si hasta daba la sensación que podría irse de bruces al suelo, tal si venerara ante un altar sagrado a un dios inmolador como ninguno.
—¡Hacete hombre, perverso! –Repitió patético Dionisio quien, llevado del discurso encendido del hermano, tironeó desmedido de la soga, oscilando incesante al niño que a esa altura parecía muerto.
—El Dios misericordioso dejará de maldecirte por tu espíritu desviado y te regocijará llenándote de su amor misericordioso. –Volvió a azotar, esta vez con mayor fuerza, el cuerpo del impúber al terminar la oración. Cuando manó profusa sangre de las heridas, detuvo el castigo.
—Levítico 18:22. –Exclamó el padre, sosegando el discurso.
—Levítico 18:22. –Repitió mecánicamente el hermano.
—Y dijo Dios a quien quisiera oírlo: “Y no debes acostarte con un varón igual a cómo te acuestas con una mujer. Es cosa detestable”. “Den muerte a todos sus malos deseos; no tengan relaciones sexuales prohibidas, dominen sus malos deseos”.
—Den muerte, den muerte, den muerte. –Se oyó repetitivo un bisbiseo imperativo en boca de ambos.
—Den muerte, den muerte, den muerte.
Cuando descendieron el cuerpito soltando las ataduras, dejaron al niño por largo tiempo tirado al pie del gran árbol de paseo que creció frondoso en los fondos temidos de la propiedad.
El que llevaba ropa como disfraz de sacerdote, tal vez llevado de alguna preocupación, lo tapó con un mantón sucio. El niño yació desfallecido durante más de un día. Solo un conjuro milagrero evitó, seguramente, que la helada madrugadora no lo matara en esa oportunidad.
Gavino, antes del desmayo, mientras lo descolgaban, sintió por un instante que estaba muerto, pero que Dios empedernido no lo dejaba entrar al cielo constelado, obligándolo a permanecer en ese campo donde solo sufría castigos inhumanos, aporreos quebrantahuesos y laceraciones. A su edad y en su condición, no tenía ninguna posibilidad de evaluar a Dios en sus conductas. Si había un Dios supremo, de seguro había desertado en aquellas porciones de llanura, propiedad de una humanidad extraviada y que lo permanecía colgando y colgando y colgando, del enorme árbol al fondo del rancho destartalado. Y a sus pies, en los portentos de sus raíces, algo de sepulcro cotidiano sobre los que descansaba luego de cada azotaina.
Para Gavino la soledad, alucinando, los párpados cerrados como con furia, la boca clausurada hasta de palabrotas, y orinándose a más no poder del miedo que lo atropellaba como un caballo espantado. Para Gavino la soledad, y esos hombres brutales y esa mujer, también hombruna, abyecta que miraba a través de una ventana rota, un vago horizonte sin porvenires.
En el cielo de sus delirios, bajo el árbol copioso, vio una niña degollada, tinta en suturas de sangre hasta los pies, quien solícita le tendía una mano roja como una rosa sublime. La mano era una rosa de un rojo llameante, de cielo flamígero y arrebolado, y el gesto de sus dedos decía del juvenil clamor melancólico, expectante, desprovista de engaños, de segundas intenciones.
La rosa era la mano de consuelo puro; apetalados los dedos y fragantes de incendios exterminadores, propiciaban castigos a los infelices de los brutos tormentos, y tanteaban el fondo de los sinsabores y proponían un sentimiento acogedor, purificante para la víctima. Hasta entonces, Gavino, no había conocido ese sentimiento de redención.
La imagen de la niña era la suya propia. Un espejo que miraba, otro espejo, repitiéndose a sí mismo, infinitamente. Compartían el rostro hasta en el detalle. Se espejeaban uno al otro. Sombra de espejos, luces de espejos, memorias de espejos.
La fantasmal figura que fulguraba, atemperó los dolores y escandalizó su imaginación. Daba una caricia de palomo, roces emplumados de calma chicha, dichosa. Aun desmayado, por primera vez en mucho tiempo, tuvo hasta cierta conformidad a pesar del dolor de las heridas.
Al despertar, los padecimientos se atropellaron unos a otros, multiplicando el martirio por mucho tiempo. Una migraña carnívora devoró su cerebro amortajado y eliminó los sueños subversivos. Los padecimientos retornaron de su viaje en tropel para hacer sentir su perdurabilidad y consistencia. Así lo anoticiaron que no estaba muerto. La muerte sería esa noche aciaga, cuando flotara cayendo-cayendo, desde las alturas competentes de un noveno piso.
La imagen de la niña era la de su hermana. Gavino supo de su existencia mucho tiempo después de haber huido del rancho. Fue Marlene quien la informó una tarde de intimidades, cuando habló de ese pasado desconocido.
La foto de Acacia parecía la propia. Marlene la encontró en un sobre de Marian guardado en un roperito del burdel. Tal vez Marian los dejó así, sin mucha reserva para que la propia Abigaíl en alguna oportunidad la encontrara por accidente. Pero fue la pequeña Marlene quien se topó con el hallazgo revelador.
Eran recortes de un periódico pueblerino, impreso el retrato de una niña que era el retrato mismo de Abigail, su mismo rostro, ese que descifró entre espejos que se miraban unos a otros en aquel ensueño consolador.
Con la foto impresa en el periódico sobre su mano blanca, sin mirar a ningún misterio, vio el reflejo de sí mismo pero construido en un tiempo muy anterior a su propio nacimiento. Cuando se reconoció en la muchacha, lloró desconsolado. Hacía tiempo que no sabía llorar, desde que los costrones del dolor se escabulleron bajo la piel que se había acuareleado tal fina porcelana simplemente encantada.
Fue ese parecido crucial con la hermana muerta, la que indujo a uno de sus torturadores, Eleuterio, a la sospecha segura de que el niño estaba poseído por el alma perturbada de la pequeña Acacia. Y en esa posesión maligna explicó el raro gusto, para él, del niño por vestirse como mujer, usando las ropas de la muchacha muerta.

La aberración de esa muerte temprana, creía Eleuterio, había sido replicada con la aberración de un niño-mujer que venía a atormentar los días de la familia para privarla de la paz, la tranquilidad y el goce de los frutos del trabajo rudo en el campo. Al final, esos dos hijos, habían sido una calamidad inmanejable para esos tres adultos que atribuían sus perversiones a las inconveniencias de una niña impudente y un hermano travestido.
Hasta la desaparición de Acacia, los desenfrenos estaban comprimidos y ocultos en rincones temidos de esas psiquis corruptas.
La niña, al crecer, dejó de parecer niña y asomó como mujer, provocando lascivia en los varones adultos. Las breves faldas descifraban unas bragas blancas que transparentaban los repliegues de un sexo que despuntaba en vellos acaramelados. El surco del sexo se pintaba excitante al ojo de los hombres aquellos.
Los varones dejaron, definitivamente, de mirarla como infanta. Incluso Eleuterio sufrió esta embriaguez que lo atormentaba en las noches, y daba tumbos en un catre donde se acovachaba desde que Ambrosia lo echó de la cama hacía bastante tiempo.
Mientras se masturbaba extraviado, sentía del pubis de la niña el olor furtivo, qué lúdico jugueteaba mordisqueando frenético los bordes sinuosos de su nariz rugosa.
Descifraban los hombres sus pequeños senos, mitades de cúpulas de suculentas redondeces, lubricadas de mieles lloradas de a gotones, tan firmes y propias de la primera pubertad, que invitaban a dar rienda suelta a las manos curiosas de la muchachada en celo. Esperaban la oportunidad para apropiarse de ese insinuante cuerpo de amazona para desvirgarlo.
Cuando menstruó por primera vez, la situación se volvió incontrolable. Eleuterio fumando un cigarrito sintió que el fósil bruto de la pederastia conmovía infinito sus rústicos testículos latentes.
¿Cómo alejar la tentación de aquella casa? ¿Cómo alejar ese exabrupto de sexo no permitido que invitaba a su esperma envenenado, corrosivo, presto a cometer semejante abominación condenatoria? Desde antes que Moisés ordenara diez veces a los idólatras, separaron sus sexos los padres de las hijas, las madres de los hijos. Eleuterio buscó en el Mateo el consuelo. Dijo extraviado:
—Mateo 5:29: Y si tu ojo derecho te es ocasión de pecar, arráncalo y échalo de ti; porque te es mejor que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno.
Y agregó:
—Mateo 5.30: Y si tu mano derecha te es ocasión de pecar, córtala y échala de ti; porque te es mejor que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo vaya al infierno.
Así se hizo. Siguiendo la palabra del Mateo, Eleuterio, una madrugada, sacó a la niña de la cama y la llevó hasta el cobertizo de mala muerte. Con ella, cargó en una vieja valija las ropas y pertenencias de Acacia. Nunca dejó de oler ese perfume a clítoris lubricado que celebraba la juventud con desparpajo.
—Esta será tu nueva morada. –Dijo Eleuterio sin mirar a la niña. Y Acacia se acomodó en un rincón del galpón sin comprender cuál había sido su pecado y menos, cuál era su porvenir. Hacía frío y el viento hollaba en todas direcciones.
Ambrosia nunca preguntó por su hija. Se limitó a mirar a través de la desvencijada ventana, bebiendo un tazón humeante de mate cocido.
Su marido, sin que nadie interrogara sobre la ausencia, la justificó diciendo que, con seguridad, se había marchado con algún paisano porque estaba claro que ya tenía el diablo entre las piernas, que es por donde el pecado entra en las mujeres. Su primera sangre así la denunciaba.
Y Dionisio lamentó el suceso de la huida (aunque desconfió siempre del relato); él estaba convencido de que el derecho de pernada lo asistía.
Nunca se volvió a saber de Acacia. De ese asunto, se dijo, no se ha de hablar más. Así el silencio se apropió de su pasada existencia.
Cuando los vecinos, bastante tiempo después, preguntaron por la niña, recibieron insultos y hasta alguna golpiza por entrometidos. De ese modo espantaron a los del vecindario, quienes rara vez volvieron a aproximarse a aquel rancho decadente. Los tres habitantes de la tapera, gritaban que algún hombre del pueblo se la había llevado para desflorarla y no había vuelto más. En el boliche, el chisme soez y la burla depravada, hicieron eco suficiente, disimulando la ausencia de la muchacha con historias inventadas por calenturientos.
Como era común que trabajadores golondrinas pasaran por el lugar de cosecha en cosecha, no faltó quien atribuyera a algunos de ellos el rapto nupcial con la bella y virgen muchacha.
Gabino, cuando encontró la valija con los ajuares de la niña, no sospechó a quién podrían pertenecer. En su imaginación infantil, creyó encontrar un raro tesoro, que tal vez hubiera pertenecido a una vieja y adinerada pariente en línea ascendente, de esas que debieron existir allá lejos y hacía tiempo, pero de las que él nunca supo sus historias.

Fue una tarde, de verano, extraña. El calor abrumaba con sus soles vertiéndose en las cañadas que evaporaban sus humedades hediendo a barro viejo.
Gabino jugaba en el cuartucho apartado que servía para depositar trastos inútiles. Una especie de reducido galpón de poco uso en los fondos de la propiedad. Luego del precario cobertizo, venía la arboleda de paraísos que se agigantaban año a año.
Encontró esa vieja valija familiar arrumbada en un rincón. Adentro, con esmero, estaban guardadas diferentes ropas de niña. Envueltas en papel blanco, cada una llevaba un minúsculo jaboncito de tocador, por cierto, ya reseco, que habría perfumado los ajuares con elegancia. Cada paquete, a su vez, estaba envasado en bolsas de nylon muy viejas, que conservaban todavía algunas letras de las tiendas a las que promocionaban.
Gabino se encontró a gusto con el hallazgo. La primera vez que usó alguna de las ropas de la niña desconocida, solo se limitó a un gorro, alguna mantilla, nada que le llevara más que un instante deshacerse de ella.
Luego, conociendo el sueño pesado de los mayores, decidió mudar toda su indumentaria por las otras, y transformarse. La mutación no se limitó a lo exterior.
Consiguió un espejito que supo robar de las pertenencias de su madre, probablemente herencia a su vez de la suya, quien le había legado unas cuantas chucherías sin valor alguno, antes de su muerte en el modesto hospital de la zona.
A medida que pasaron los días, Gavino puso más encomio en la metamorfosis. No se limitó a disfrazarse usando esas ropitas sobre las propias. No. Se desnudaba y casi con ceremonia, iba vistiéndose con aquellas, cuidadosamente. Hubo un momento que adquirió hasta aspecto de muñeca. Esmirriado, la piel de tono ocre, con brillos de marfiles, de facciones maravillosas, delicadas, la nariz pequeña y respingada, primorosas, las pequeñas orejas, y su boca, como una pincelada, roja carmesí, purísima. Los ojos eran de color verde esmeralda, cristalinos, cautivadores. Un extraño no hubiese podido advertir que se trataba de un niño, por el contrario, hubiese tenido la segura impresión que estaba ante una de las más bellas niñas que se le hubiesen presentado en su vida. La mismísima Acacia, de vuelta al poblado, vaya a saber de dónde.
Nunca advirtió que su tío lo contemplaba a través de una rendija abierta entre las tablas que formaban las paredes del barracón. Tal vez lo hizo por una semana o dos, difícil saberlo. Acompasó los cambios que lucía el niño, que apenas iluminado por la leve luz que lograba filtrarse a través de los tablones, adquiría esa apariencia erotizante, la misma que Acacia mostraba al pararse a contraluz en la puerta del rancho, para que se descifrara su entrepierna jugosa.
Fue una tarde, fatal, indescriptible, fálica e inesperada. El hombrón entró desabrochando su cinturón; avanzó contra el niño mientras dejaba caer sus pantalones. Dionisio agarró del pescuezo a Gavino que no podía zafar de esas tenazas que eran las rudas manos de su tío. Le arrancó la ropa de un tirón. Arrojó al niño al piso y le puso un pie enorme encima. Dejó caer sus calzones negros de mugre y orinados. Su miembro erecto parecía una daga.
Gavino permaneció inmóvil, como suspendido en el tiempo, aprisionado entre el pie gigante y el piso terroso del cuartucho roñoso. La tierra se le pegaba en los labios y comía esa pasta apelmazada a pisotones.
—¿Así que la puta de Acacia estaba metida adentro tuyo y por eso no lo veíamos más? –dijo, excitado, babeante–. Yo suponía este hechizo, trabajo de brujería. ¡Yo sabía! ¡Pendeja puta y bruja! ¡En esta casa de Dios! ¡Qué hija de puta! Pero no te me vas a volver a escapar, pendeja de mierda. ¡Ahora vas a saber lo que es un hombre de verdad! Nada de andar cogiendo con peones roñosos. –Y violó al niño, aterrorizado, a quien le cubrió la cabeza con un vestido blanco que estaba dentro de la vieja valija. Así cubierto, parecía un cuerpecito degollado.
Mientras desvirgaba al niño, se convenció de que en realidad estaba desflorando a la niña fugada, que se había apropiado de ese cuerpo para retornar de la ausencia y azuzarlo.
Gavino no pudo gritar. No hubiera podido hacerlo. Contra el piso de tierra, en su boca se estrujaban unas palabras pequeñas, lastimosas, por la presión del enorme cuerpo del hombre, aquel que lo sodomizaba.
Cuando Dionisio acabo, dejó al niño allí tirado, como un muñeco embarrado, en llanto, a quien una sangre le caía por los muslos. De vuelta a la casa, el hombre inventó una historia macabra contra el pequeño, al que señaló como poseso por el alma pervertida de la muchacha pecadora que, desde un lugar inimaginable, espeluznante, gobernaba a los hombres como a piojos.
El padre consideró ciertas las revelaciones que su hermano le hizo sobre las verdaderas razones de las ambigüedades de su hijo, de las que Dionisio lo puso al tanto a la ligera, una tarde cercana, casi como en broma.
Se convenció de que la niña, con sus embelesos (aquella madrugada en que se disponía a acatar al Mateo), podría haber burlado su destino y escapado su espíritu furtivo de sus cerrojos terrosos y profundos, para malograr a la familia. Dudó si desde una lejanía incomprensible, Acacia infectó al muchacho con su sexualidad, para acosar a los hombres que sucumbían ante su eléctrica libido. ¿No había cumplido el consejo de Mateo, cuando arreó a la niña a su morada definitiva? ¿Acaso cometió un error del que no tenía conciencia?
Dionisio agregó incriminador que el muchacho, y a través de él la fugitiva, lo obligaban a sostener relaciones contrariando los preceptos divinos. Se justificó señalando que podía reconocer esa fuerza superior a su voluntad, y que se hallaba indemne ante ese sortilegio crucial que le impedía resistir, deseándolo con la fuerza más poderosa de su corazón. Acacia, bajo la piel del niño, era como un demonio posesivo, ante el cual el hombre quedaba reducido a un autómata.
Reclamó a Eleuterio el martirio como modo de expiación, hasta el sacrificio supremo, de ser necesario, para desalojar al pecado de aquella casa, hasta entonces, bendita por Dios.
—“Den muerte a todos sus malos deseos; no tengan relaciones sexuales prohibidas, dominen sus malos deseos”. Es palabra de Dios. –Dijo Dionisio.
—Palabra de Dios. –Repitió Eleuterio.
—Amén. –Dijeron los tres, al tiempo que se persignaban repetidas veces.
Desde entonces, el hombre abusó del niño las veces que se le placía, justificándose en los supuestos poderes maléficos del infante poseso.
El padre, por su parte, se encomendó en la oración, y aceptó que la perversión provenía del niño, embrujado por la fugitiva hermana. Al final de cuentas, tuvo que aceptar que en Gavino convivían dos espíritus, el del niño, intrascendente, y el de la niña, gobernando hasta la anatomía del imberbe, para martirizar a un pobre hombre como era su hermano.
Cuando Gavino era abusado, el padre fisgoneaba por un agujero que había realizado en su habitación con un escoplo que tenía arrumbado en el mismo gallinero. Evaluaba si aquella degradación resultaba útil para exorcizar y devolver la masculinidad a su afeminado hijo, para liberar al niño de la posesión. Esperaba ver expulsar el espíritu de Acacia por su boca.
Los abusos se repitieron, pero los resultados, a su parecer, no eran los que esperaba. Gavino no respondía nunca si ya no deseaba vestirse de mujer, y con medias palabras que no comprendía, se lo interrogaba sobre el alma perversa de una muchacha ausente. Pero él no podía hablar. Nunca lo hubiera podido hacer. Las palabras se escondían en su lengua, aferradas hasta el fondo de la garganta temblorosa. Las palabras se escondían bajo la lengua, y él debajo del silencio que lo comprometía, y el silencio debajo de un dolor imperturbable. Atolladas allí las palabras, se precipitaban en definitiva a un abismo vitalicio, que maceraba el odio como un amargo vino en un fúnebre odre. El odio se haría filo y el filo, cuchilla.
Si para los adultos, el triunfo del pecado parecía irreversible, para Gavino, disturbios de tristezas y cóleras se duplicaban a la espera del momento oportuno. Ya llegarían al trote roto bajo el caliente aliento de un verano precoz. Mancomunados los tumultos, cavarían una doble tumba, póstuma, sospechada de todo pecado, atroz, en un rincón reconocido de la hectárea familiar, bajo el cobertizo de los chapones semejantes, llenos de cráteres abiertos a pura granizada, a la vera de unos árboles hercúleos que aguijoneaban al cielo naranja tumefacto de hilos violetas como asombrosas venas.
Los ásperos sonidos de los abusos que llegaban hasta donde la madre permanecía sentada, mirando hacia un punto fijo, solo la impulsaban a ponerse de pie y dirigirse siempre a la misma ventana, para mirar a través de ella, en dirección a un horizonte imaginario, cuando la oscuridad de la noche gobernaba imbatible. Bebía su mate cocido en un tazón humeante, indiferente.

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