La venganza de los Pérez, cap. 5 «Iniustitiam»

V


Iniustitiam

Carlos Iniustitiam, fiscal federal, respondió con puntualidad a la convocatoria que “Pérez y Pérez” le hizo a través de Diosdado. Llegó luciendo como siempre su impecable traje gris, su camisa blanca y su corbata al tono.
—¡Querido fiscal Iniustitiam! ¡Digno representante de la Justicia!
Eufórico, el jefe lo abrazó con fraternal entusiasmo. Iniustitiam tuvo la extraña sensación al ser estrechado entre esos brazos, que el jefe había disminuido de tamaño, como si hubiese pasado por un proceso de adelgazamiento rápido y extremo. Pero era una percepción equivocada. Dos personas que se reunieran con “Pérez y Pérez” al mismo tiempo, no podían describirlo de la misma forma. Incluso una misma persona que se reuniera con él en dos oportunidades algo distante una de otra, no podría hacerlo sin decir dos cosas completamente diferentes. Era un fenómeno extraño, pero absolutamente cierto.
Mientras para unos era algo bajo, para otros, alto. Si se le hubiese preguntado a Iniustitiam por la altura de “Pérez y Pérez”, habría dicho “bajo”. En cambio, si se le hubiese formulado la misma pregunta a Bibi, habría afirmado que era “alto”. Podría argumentarse que la recepcionista era una muchacha joven, de talla media o media baja, y para nada voluptuosa, y que su condición esmirriada no resultaba la mejor medida para establecer la altura y el volumen de un hombre ya maduro y muy entrenado. Ella, de cuerpo armónico, pero más bien pequeño, podía apreciarlo al aproximarse como un hombre alto y fornido, y así, en efecto, lo describía cuando se presentaba la oportunidad.
Diosdado nunca pudo definir el verdadero aspecto de ese jefe que aparecía en su vida de burócrata de la Agencia. Ni cuando lo conoció por primera vez (cuando le encomendó la requisa del domicilio de Podestá), ni en oportunidades posteriores.
A veces le parecía alto, otras bajo; en ocasiones gordo o flaco según las circunstancias.
Si se le preguntaba a Iniustitiam por el color del cabello de “Pérez y Pérez”, diría sin vacilar “castaño”. Pero si al instante se le formulaba la misma pregunta a López Teghi, diría “rubio”. Para Diosdado, ni uno ni lo otro. Para él, el cabello del jefe lucía un tinte que viraba al rojo, tal vez producto de la tintura que usaba, pero no un tono como el de los pelirrojos, sino un rojizo duro, con algunas vetas negras.
Lo mismo ocurría con el tono de la piel. Hay quienes lo veían algo moreno, otros, en cambio, demasiado blanco, casi exangüe. Diosdado consideró que esa diversidad de sensaciones se debía en parte al lugar en donde se lo podía observar y desde qué posición se lo hacía. Si el hombre estaba de pie en su oficina, la imagen que se tenía de él era una. Pero si estaba sentado, otra muy distinta.
Las oficinas carecían de luz natural porque no había ventanas en ninguna de ellas; en su mayoría, estaban iluminadas por unos tubos fluorescentes que tendían a modificar los colores con sus luces mortecinas algo rosadas. Muy pocas tenían luces poderosas provenientes de unos pequeños reflectores que encandilaban apenas se los encendía. Pero también notó que, dependiendo el tema y el tono de la conversación que se sostenía con él, su aspecto iba cambiando de a intervalos como si fuese un verdadero camaleón humano. Podía ser ese su secreto, una mutación extraordinaria que respondía al medio y al asunto en que el hombre se veía involucrado. Una inverosímil, pero extraordinaria capacidad de emboscarse y mutar de aspecto que ninguna otra persona podía exhibir.
Si se escuchaba a diferentes personas que no lo habían tratado nunca, pero hablaban de él como si tuvieran un roce cotidiano, cada uno lo describía de manera completamente diferente. Por ello su supuesto aspecto recorría todas las variantes anatómicas posibles y su naturaleza exterior iba desde el curtido gaucho de las zonas marginales, al gringo dorado de la zona núcleo. Tal divergencia contribuía acertadamente a rodearlo de un halo misterioso, ese que se cree envuelve a esos personajes del submundo del espionaje.
Pero en lo que sí había coincidencia era en la descripción de sus manos. Uñas pulidas, dedos largos, estilizados, con algo de fiereza y algo de finura, una mezcla entre dedos de pianista y de cirujano, capaces de ejecutar una bella melodía o cortar sin vacilar un órgano entero, como quien sesga una flor en una tarde de primavera. Manos ejercitadas en el trabajo preciso y decidido. Pulcras.
Iniustitiam procuró que su trato fuera tan afable como el que le prodigaba “Pérez y Pérez”. Estaba al tanto de por qué lo citaba su jefe y llegaba dispuesto a satisfacer sus demandas cualesquiera fueran ellas.
—¿Cómo anda, querido amigo? ¿Cómo lo trata la burocracia judicial, tan afecta a trampitas y triquiñuelas código procesal en mano?
—Bien señor. No me puedo quejar. Vine para ponerme a sus órdenes apenas supe de su convocatoria. Siempre es un gusto poder conversar con usted. Veo que el amigo Diosdado se ha quedado trabajando a su lado. ¿Asistente nuevo?
—No. Para nada. Trabajaba con el finado. O más bien lo padecía, para no ser hipócrita. Ahora está en comisión. Como usted sabe, el pase de una repartición a otra es una aventura mayor que dar la vuelta al mundo en 80 días. Las reparticiones son muy celosas de sus partidas presupuestarias, son como sus pequeñas patrias burocráticas, sus dominios feudales. Estará aquí hasta que la superioridad disponga su nuevo destino. Abogo porque resulte más feliz que el que tuvo, aunque en los asuntos del destino, la voluntad humana es intrascendente. Veremos que dicen las campanas cuando suenen.
El jefe invitó al fiscal a sentarse en un cómodo sillón.
—Sé que lo fastidio convocándolo a esta reunión. Lo sé, porque a mí me solía importunar cuando los “de arriba”, como los llamábamos despectivamente, querían escuchar mi versión oral en desmedro de lo escrito. Cuando decíamos “los de arriba” casi deslizábamos la idea de tipos que se asemejaban a seres casi divinos, colgados de una nube, portando rayos, semidesnudos y barbados. Una especie de semidioses sentados a la mesa del Olimpo. Cuando llegué allí, me di cuenta de que nada de eso era cierto. “Al principio, todo era revuelto, las aguas no corrían, las tierras no eran firmes, reinaba el caos.” Cuando atravesé las puertas del supuesto Olimpo, ¿qué encontré? Que todo seguía siendo un caos. Un completo y total caos. Y en ese caos tan nuestro, tan solo rufianes, egoístas, oportunistas, escépticos, consecuentes, éramos los que, en resumidas cuentas, conducimos el destino de esta nave. Y ya se sabe que “ningún viento será bueno para quien no sabe a qué puerto se encamina”.
¿Doctor? –preguntó el jefe alargando su duda por varios minutos– ¿Usted sabe a qué puerto nos dirigimos en este triste asunto de la muerte del coronel López Huidobro?
—Espero usted me ayude a elegir la mejor derrota en este viaje. Sus consejos siempre son bien recibidos.
—Es que la versión escrita, yo lo sé, es de oficina, de rigor, estructurada. Por eso le pido sus sensaciones. Su relato tal vez pueda ayudarnos a ubicar un detalle, un aspecto que haya pasado desapercibido. Cuando se trata de un asunto tan grave como un asesinato, más vale pecar por exagerado que por ligero.
—Comprendo, señor –aceptó con amabilidad el fiscal.
—Tenga compasión de este burócrata empedernido.
—Faltaba más, señor, siempre estar con usted es gratificante.
“Pérez y Pérez” leyó con atención el testimonio de la anciana vecina del departamento “A”. Le sugirió al fiscal que no lo incorporara a la causa o, al menos, que lo relativizara en grado extremo. Argumentó que resultaba poco acertado involucrar supuestos aspectos privados de la vida del difunto coronel, un jefe destacado. A los directores los irritaba hasta el enojo que se ventilaran tales asuntos de cualquiera de ellos. La tradición imponía la más estricta reserva sobre asuntos de índole personal. “En la vida pública” –le dijo “Pérez y Pérez” al fiscal–, “no existe la frontera con lo privado, y ese es un peligro que nos acosa a diario”. De esa reflexión deducía que lo privado debía ser ignorado para no empañar los servicios que el funcionario había prestado a los intereses de la patria. Siempre, y el jefe recalcaba ese asunto, lo que estaba en juego era la patria, y nadie, y subrayaba la palabra nadie, pondría en juego la patria por una eyaculación más o menos feliz, una inadecuada dosis de un estimulante, un desliz en una ocasional bacanal. Pero el caso de la muerte del “Vasco”, estaba rodeado del misterio de un crimen. Si la adicción del coronel trascendía, o peor aún, sus gustos sexuales, muy probablemente lo importante, su asesinato, pasaría a un plano secundario, y se diluiría en la insoportable liviandad del chismorreo.
Sugirió que, en último caso, quedara ese testimonio como puros devaneos de la anciana vecina, carentes de identidad, como para incluirlos sin más en el expediente. Después de todo, la muerte del camarada se revelaría, y vengaría, por canales no oficiales del sistema judicial. Allí solo se enunciaría una resolución formal del inquietante suceso.
Para menoscabar el testimonio de la anciana –si es que finalmente el fiscal se inclinaba por no eliminarlo llevado por comprensibles pruritos administrativos– deslizó la posibilidad de encargar una pericia psiquiátrica para la mujer. No vería con malos ojos que la declararan afectada por una avanza demencia senil.
—¡Qué vieja chismosa y charlatana! –exclamó–. ¡Ni el portero se salvó de sus alcahueterías! Si empieza a hablar todas estas boludeces vamos a terminar en un lío de justificaciones. La causa judicial es formal. La verdad es esquiva, mañosa, antojadiza, y no va a llegar vía su expediente. Ni yo sé cómo vamos a arribar a una verdad aceptable para todos.
Doctor, –agregó con tono sugerente–, le aconsejo que la saque de escena. No nos gusta que se mancille el nombre de los nuestros y, mucho menos, si fue asesinado, de lo que abundan evidencias.
Tenemos pleno convencimiento de que se trata de un vil crimen. Lo incluyo a usted en ese convencimiento.
—Desde ya, señor, no lo dude.
—Me alegra su disposición. Tenemos a favor la catarata de denuncias que el “Vasco” hizo contra la vieja durante meses –recordó “Pérez y Pérez”–. Lo menos que dijo es que estaba loca. Sírvase de eso para encauzar las cosas de un modo más prudente.
—Si… tenía ese dato. Leí varias de las denuncias contra la mujer. Todas contundentes.
—El “Vasco” era muy amigo del comisario de la dependencia de su barrio, un “poeta” para las denuncias y un habilidoso innovador con la picana. Cuando la usaba, imitaba los movimientos de la escritura manuscrita, tal como si estuviera usando una estilográfica. Al pobre imbécil lo electrocutaba con “elegante caligrafía”. Y la lapicera la usaba como a la picana. Así que imagínese la prosa.
A la denuncia del coronel, le agregaba su florida pluma. Una curiosidad de persona. Al “Vasco”, que era un egocéntrico obsesivo amante de la buena literatura, eso le daba en el quinto forro de las pelotas, pero lo toleraba porque prefería hacer buenas migas con el comisario. Afinidades perversas. Conveniencias mutuas.
—Ha sido un buen recurso… –exclamó el fiscal complaciente– favorece la prosecución del caso en el sentido que estamos conversando. Probablemente, ni siquiera incorpore el testimonio al expediente, como usted me sugiere. No debería haber mayores inconvenientes. Pero me gustaría dejarle esta inquietud: la vieja está convencida que tiene que aportar a la causa las cosas que, insiste, vio en más de una oportunidad… tiene vocación de testigo, está poseída por el deseo de declarar a como dé lugar. Para mayores males, todo viene adobado de alegatos religiosos, ordenamientos divinos, en el marco de una infancia signada por la Torá, el Talmud y los Diez mandamientos.
—La religión siempre es un asunto lleno de infalibilidades. El que se guía doctrinariamente por los preceptos de la religión que fuera, termina considerándose a sí mismo la palabra de Dios. Imagínese. Dios cuando habla lo hace para decir cosas importantes. Quienes se consideran sus voceros, aunque solo repitan tremebundas idioteces, creen que han dicho palabras de trascendencia metafísica.
—Ya lo creo. Por eso es que no sé si podremos suprimir su declaración de la causa. Va a insistir. Por ahí se pone “pesada”.
—Pero ¡cómo se va a poner pesada una viejita de noventa años! ¡Por favor, Doctor! Después de todo, si se pone “pesada” como a usted le inquieta, ¿qué le vamos a hacer? –reflexionó “Pérez y Pérez” entrecerrando sus ojos, reflexivo–. A Dios rogando y con el mazo dando. ¡Mire doctor! –profirió con energía mientras se incorporaba de su mullido sillón–, si se pone insistente y no responde a alguna sugerencia hecha con tanta cortesía como firmeza, que usted mismo bien podría hacerle, habrá que visitarla en su domicilio.
Calló confidente, aspiró con energía el aire tibio de su despacho climatizado, y mirando sugerente al fiscal prosiguió su razonamiento:
—Si es necesario, hablaremos con el caligráfico y picaneante amigo de la comisaría, para hacer aparecer una nueva denuncia del “Vasco” antes de su muerte, la última, por ejemplo, una de amenaza criminal, o algo así como un delirio intimidatorio, una locurita amenazante de viejita desquiciada, y usted podrá proceder en el sentido que venimos conversando, incluso hasta recluirla por orden judicial en un geriátrico psiquiátrico. Tenemos donde aislarla… hasta que muera por su avanzada edad, si ese natural suceso no se produce de manera más urgente.
Por lo que leí en el informe que hizo Silverio, la vieja vive sola y los parientes que le quedan son tan viejos como ella y no la visitan hace ya mucho tiempo. Nadie va a reclamar su presencia. Y de última, amigo –expresó como resignado, recobrando su forma apocada, galante y reclinándose en el amplio respaldo del sillón en el que se volvió a sentar con aplomo– el infierno está lleno de testigos. De algo hay que morir. ¡Más a los noventa años! A esa edad, es hasta deseable que muera. Para que nazca lo nuevo, lo viejo debe morir. Esa es la lógica de las cosas. No se puede ser tan perverso como para vivir más de noventa años. ¿No le parece?
El silencio que siguió a sus últimas palabras se hizo consistente. El joven fiscal tosió, atragantado, sin poder expectorar el mal humor que le produjo la mera perspectiva de otro homicidio.
—De todos modos, –dijo “Pérez y Pérez”, recobrando la parsimonia y tratando de serenar a su interlocutor– no creo que necesitemos medidas extremas. Soy enemigo de medidas extremas. De los actos extremos, nunca se vuelve. Más estilográfica y menos picana, ¿no le parece señor fiscal?
—¡Claro!, pienso como usted. Más poesía, menos violencia. –Sonrió aludido, impostando la risa.
—Además, estoy seguro de que su habilidad judicial podrá resolver cualquier contingencia que se presente, sin complicaciones. –Agregó “Pérez y Pérez”, complaciente.
—Seguro. Quédese tranquilo.

Convincente, el joven magistrado afirmó aliviado con el rumbo que había tomado la conversación. Una cosa era decidir la falta de mérito, descartar una declaración testimonial, el encierro de una persona de avanzada edad en beneficio de una causa que así lo exigía, y otra, muy diferente, un homicidio que solo agregaría entuertos a lo que se pretendía resolver con el mayor sigilo.
—Aprovecho esta entrevista para consultarlo sobre otra cuestión vinculada a la causa.
—Su pregunta no molesta, doctor.
—Con el juez, tengo entendido, no habrá inconvenientes.
—¡No! ¡Qué va…! ¡No es propia tropa, pero es un amigo! Algo ya le hicimos notar; si se pone curioso hable con el asistente del finado coronel, el que ha quedado a comisión trabajando bajo mis órdenes.
—Diosdado, a él se refiere.
—Exacto, doctor, ese mismo. Él estuvo con “su señoría” poniéndolo al tanto de la discreción necesaria. Por ahí quiere un estipendio extra: la vida está cara y la familia demandante. ¡Fondos reservados! ¡Fondos reservados! No curan la ansiedad, pero la calman. Cosas del sistema. Pero tengo entendido que cumplió con nuestro pedido, ¿no sostuvo riguroso secreto de sumario? ¿No dejó todo en manos suyas?
—Sí, sí… seguro… por ahora así vamos a proseguir con la causa. Solo quería transmitirle esta inquietud.
—Quédese tranquilo que no va a encontrarse con una sorpresa. Solo le pedimos al señor Juez una cuota de discreción algo exagerada. Nada excepcional. Después de todo, López Huidobro, con todo lo suyo, fue un esmerado camarada. Espero sus novedades doctor.
Se levantó de su sillón y extendió la mano para saludar al subordinado. Lo alentó a continuar esmerándose en sus labores.
—Algunos años más y será un juez federal: Señor Juez de la Nación Don Carlos Iniustitiam. ¡No cualquiera!
—Trato de no hacerme ilusiones, señor, pero espero confiado –respondió sosteniendo una amplia y satisfactoria sonrisa, imaginando su meritorio porvenir.
—Tenga confianza que aquí sabemos qué timbres tocar. Si no es en este turno de gobierno, será el que viene. Hay que saber ser paciente. Dirían los persas: “La paciencia es un árbol de raíz amarga, pero de frutos muy dulces.” Sigamos en contacto, atendiendo las novedades que surjan.
—Adiós señor.
—Adiós doctor.
“La hipocresía es un homenaje que el vicio rinde a la virtud”, recordó la sentencia mientras observaba como el joven abogado salía de su despacho. Llamó a Diosdado por su intercomunicador.
El asistente se cruzó en el pasillo con el fiscal de la causa, con quien compartió una requisa que no figuró en ninguna instancia de la investigación. Se saludaron con franca amabilidad. Después de todo, estaban compartiendo el mismo equipo, el mismo jefe.
Ambos recibieron una orden escueta, pero enérgica, de “Pérez y Pérez”, para que retiraran de la casa de Podestá una caja, un cofre de tamaño regular, de nogal lustrado. Fue el mismo día del hallazgo del cadáver, en un apartado que organizó “Pérez y Pérez” en la habitación vacía del departamento del muerto. Como la pesquisa la realizó el fiscal, (el juez se excusó de participar alegando cuestiones de salud, respondiendo a un amable pedido de “Pérez y Pérez”), la seguridad de la caja nunca se vio amenazada durante esa primera pesquisa. “Pérez y Pérez” no sabía si otras personas conocían el tesoro oculto en ella. El contenido del cofre era secreto de Estado. Y se debía preservar tanto o más su enigmático contenido, que el buen nombre del camarada muerto. Así lo convino con Reinafé, quien dejó en sus manos la resolución del espinoso asunto.
En la caja fuerte del nuevo despacho de Diosdado, “Pérez y Pérez” decidió guardar el tesoro. Al joven, la decisión del nuevo jefe le pareció inapropiada, pero no estaba en condiciones de discutirla.
—Buen día, señor. –Saludó Diosdado.
—Pase m’hijo. Siéntese.
—Gracias, señor.
—¿Está cómodo en el despacho que le asigné?
—¡Claro, señor! –exaltado, Diosdado, agradeció mentiroso su nueva oficina.
—Solo usted y yo tenemos la llave de la caja fuerte. Sépalo.
—Sí señor.
—No vaya a perder la llave. Eso sí que sería una gran complicación.
—Quédese tranquilo, señor. Está a buen resguardo.
—Perfecto. Usted tiene en esa caja fuerte algo más que una bonita caja.
—No quiero ni saber el contenido.
Diosdado se excusó, acompañando sus palabras con ampulosos gestos. “Pérez y Pérez” meneó la cabeza, cavilando una respuesta que nunca dijo.
—¿Mandó el forense el informe de la autopsia? –preguntó cambiando de tema repentinamente.
—Hace minutos –respondió de inmediato Diosdado.
—¿En sobre sellado?
—Sí, señor, como usted ordenó.
—¿Lo molesto si le pido que me lo traiga?
—Por favor, señor. Acá lo tengo –dijo el muchacho mientras extraía de un carpetón un sobre color madera, tamaña A4, cruzado con una faja sellada y firmada por el jefe médico forense.
—¿Quiere que me retire para leerlo tranquilo? –preguntó Diosdado sibilinamente.
—Salvo que pueda leer mi mente, no es necesario.
“Pérez y Pérez” tomó de un portalápiz un resaltador color amarillo fluorescente. Luego de leer a la pasada varias hojas, se detuvo quizás en la séptima u octava carilla. Leyó, entonces, con atención.
A dos carillas, quizás tres, les dedicó especial interés. A todas las cruzó con el resaltador de arriba abajo, trazando una diagonal de impugnación.
Guardó el informe en el mismo sobre. Del cajón superior de la cajonera de su escritorio, a su derecha, extrajo una hoja del tipo romaní, y con una estilográfica Mont Blanc de oro macizo con rubíes, una joya que le pertenecía, escribió una nota dirigida al jefe de los forenses encargados de la autopsia del coronel.
Su perfecta caligrafía describía un dibujo constante, rectilíneo, elegante. Apenas una línea recta que empezaba con un firulete y terminaba con otro. Escueta, tal vez terminante. No introdujo la nota manuscrita junto al informe en el mismo sobre. En otro, más pequeño, la adosó al del informe que cerró, apelando a una nueva faja engomada.
—Llévelo al doctor. Que lo lea, haga las modificaciones que le indico, vuelva a sellarlo, y me lo remita por usted de inmediato. La nota que va adjunta es solo un pedido. Como el doctor es un verdadero cabrón, le puse por escrito la hora en que quiero se haga presente en mi despacho. Si usted le da alguna indicación, capaz de mandarlo a la mierda y armar un quilombo. Le tiene que dar el sobre y usted, sin dilaciones, me lo trae de vuelta. ¿Entendido?
—Sí señor. Voy y vuelvo.
—No lo creo muchacho –lo corrigió el jefe con tono burlón–. Como el doctor está advertido del trámite, lo va a hacer juntar orines, un buen rato. De jodido nomás. Así que tómelo con calma, haga de cuenta que está esperando que le entreguen un premio extraordinario.
—Seguiré su consejo.
El jefe médico forense, de quien Diosdado solo conocía su apodo, no estaba, en verdad, de buen humor. El hombre se reprochaba que al levantarse no hubiera logrado comenzar un buen día, siendo que tampoco había logrado pasar una buena noche. Podría haber despertado y ser en realidad un extraordinario cardiocirujano, una eminencia en cirugía del corazón, ¡con lo que la gente adora al corazón!, y no estar entumecido por las contracturas que una sola palabra de su aborrecida mujer le producía. Y su esposa nunca se limitaba a una sola palabra.
Cuando rezongaba sobre su condición y suspiraba por ese anhelo, no faltaba quien le recordara la trágica muerte de una eminencia en la materia. Respondía entonces sin atajos: “Lo mató por dos mangos de mierda ese paparulo. El doctor, desesperado por las deudas, apoyó la pistola en su pecho y el bobo ungido presidente jaló el gatillo por mezquino. ¿Cómo pudo ser presidente semejante turuleco?” Una incógnita que nadie se animaba a despejar.
“Morro” o “El Morro” –como lo bautizara cínicamente un ilustrado par suyo, comparándolo con las poco agradables funciones del Morro de Vaques– por enésima vez había discutido con su esposa acerca de ciertos pormenores de una anterior infidelidad con una subordinada suya. La recriminación empezó a la noche temprana y siguió durante buena parte de la madrugada, hasta que la mujer, extenuada de recriminar al hombre sus impudicias sexuales, se durmió agotada y en busca de recobrar energías para recomenzar al día siguiente con la filípica. Sobre el asunto vedado de las niñas prostituidas, la mujer había desistido de toda mención. Era un límite que no debía sobrepasar. Aceptó el consejo de amigos cercanos, quienes le habían explicado con todo detalle la inconveniencia de exponer semejantes hechos.
Los asuntos de infidelidades no sorprendían a nadie, el común de los matrimonios que recurrían al divorcio como mecanismo para saldar sus acreencias, usaban el adulterio como un recurso acusatorio con el mero objetivo de aumentar sus respectivos dividendos.
Para “El Morro”, sin duda, de eso se trataba; un artilugio de la mujer para aproximarse por un atajo seguro a la apropiación de los bienes gananciales, con bonificaciones extras, por exponer la fornicación extramarital del esposo como un verdadero sistema de humillación contra la mujer. Cruda violencia de género, argumentaba la esposa, segura de que las nuevas leyes la beneficiarían condenando al cónyuge desleal.
No sin razón, ella argüía que ningún tribunal “del mundo” y repetía varias veces “del mundo” –y la redundancia maliciosa de los argumentos servía siempre para exasperar al esposo–, creería la versión de que aquellas escapadas extra matrimoniales estaban justificadas en un mutuo acuerdo por el cual, toda aquella violación del séptimo mandamiento que Moisés impuso en nombre de Jehová, que fuera útil al ascenso laboral o social, estaba aceptada para ambas partes. Puras patrañas, diría ella, inventos de un incontinente sexual que no podía conservar su bragueta mucho tiempo cerrada sin andar hurgando en otras vaginas, vedadas por la ley matrimonial y por el mismo Dios padre todopoderoso.
El forense, cuando escuchaba ese argumento que venía acompañado de la invocación divina, sonreía cínico, y sus gruesos labios de vacuno viboreaban serpentinos, multiplicando unos tics que los incrédulos imaginaban como una habilidad casi circense, pero que en realidad respondían a una sucesión de espasmos que atormentaban los músculos faciales del hombre.
Cuando el tema se presentaba agigantando el mutuo desprecio que se prodigaban, él se irritaba en sobremanera, y juraba que eran los exactos momentos en que deseaba golpear a la mujer hasta quebrarle la nariz. En otros altercados, solo imaginaba golpearla hasta con cierta moderación. Pero no era este el caso.
Como la amenaza venía en ancas del cálculo posible sobre los dividendos de la relativa fortuna del galeno, su furia crecía al ritmo de los intereses devengados por el capital acumulado a lo largo de la vida.
Cuanto más crecía el chantaje de desplumarlo, más crecían sus deseos de golpearla con furia, en la cara, hasta causarle una lastimadura tan profunda que ningún cirujano plástico se animaría a reparar el estropicio.
Frígida y deforme, acabaría sus días lamentando haber exasperado a un simple hombre que solo dedicaba su vida a hurgar cadáveres en busca de muertes y, de vez en cuando, disfrutaba con beneplácito un escarceo sexual con alguna subordinada. Nada que alterara el escalafón profesional, nada de mezclar placer con profesión.
Aquella, su última aventura, por la que sufría el acoso charlatanesco de la cónyuge, y de la que había tomado conocimiento por una distracción ridícula, se había tratado solo de una relación esporádica. Mucho más que otras que no merecieron de parte de la esposa engañada la misma intensidad en los reproches. Ella lo invitó a mantener relaciones sexuales y él aceptó. Tan simple y tan sencillo. Nada trascendente. Repetía: “Un simple coito, que tanto joder. Uno de tantos.”
Pero cuando lo amenazaba con aprovechar la primera oportunidad que se le presentara para hacer un escándalo público, y llevarlo a estrados judiciales promoviendo un divorcio que le permitiera esquilmarle más del cincuenta por ciento de los bienes comunes, ahí los deseos dejaban de limitarse a una golpiza y adquirían proporciones homicidas.
—Con mi dinero, ¡no te metás! –advertía furioso.
Cuando algún camarada le sugería el divorcio para poner fin a una vida de incordio marital, respondía:
—Jamás regalaré mis bienes a esa yegua de mierda. Antes, la quemo viva. ¿Le gusta el alcohol? Yo le voy a dar alcohol, por litros.
O explicaba con cuánto ácido sulfúrico la rociaría. Y si no fuera sulfúrico, bien podría ser fluorhídrico, decía, y recurría a la tabla periódica de Mendeléyev para explicar con más detalle su proposición.
—Dos moléculas de hidrógeno, una de azufre y cuatro de oxígeno, te resuelven un divorcio express. –Describía entre sonrisas sádicas. Y si no fuera el sulfúrico, bastaría con una de hidrógeno y una de flúor: ácido fluorhídrico.
—El calcio precipita con los fluoruros como fluoruro de calcio e impide la curación –explicaba docente–. El agua de la canilla sirve para beber, pero no para curar esta quemadura. Sencillo. Efectivo. De temer. –Advertía a quien quisiera oír su ciencia aplicada al tormento femenino. En tono de burla, repetía, según él, un raro poema con palabras persas que escribió una cálida noche de reproches. Recitaba:
El matrimonio y la horca son hechos fatales.
Tal vez lo supieron
Somayeh Mehri, Raana y Nazanin.
Shirin Mohamadi.
Raana Por Amrai, Fatemeh Qalandari.
Raana y Fatemeh,
Raana y Fatemeh,
Mahnaz Kazemi.
Masoumeh Atai, Zivar Parvin,
Maryam Zamani, Arezo Hashemi Nezhad.
Un león entre mujeres es lo más peligroso. 3
Cuando algún colega lo cuestionaba refutando su argumento sobre la abundancia de esos químicos en su tarea de forense para facilitar ciertos trabajos de limpieza y conservación de algunas piezas óseas, se reía a lo bruto e insultaba al interlocutor hasta que este, hastiado, se marchaba interrumpiendo el siniestro diálogo.
En más de una oportunidad, esos profesionales advirtieron a los superiores sobre los peligros que preanunciaban la manipulación de ácidos corrosivos invocados como instrumentos vengadores contra los supuestos reclamos de una esposa despechada.
Y mientras el colega se retiraba impresionado por la desfachatez de “El Morro”, este repetía alzando el dedo índice de su mano derecha, amenazante:
—Antes de que me toque un peso, la quemo viva con un baño de ácido.
O podría ahogarla, con facilidad. En el mar. En el río. En la bañera. Donde se presentase la mejor oportunidad. Imaginaba aprovechar esos interminables baños de inmersión que la esposa disfrutaba hasta arrugarse como una pasa, mientras la masajeaban gruesos chorros de agua caliente del hidromasaje. Bastaría tomarla del cuello y hundirla hasta que el oxígeno se agotase en su cerebro y cesara todas sus funciones vitales. El diagnóstico sería sencillo: ¿asfixia por estrangulamiento? No, simple hipoxia cerebral. Solo las cosas simples explican los asuntos complejos. Hipoxia, falta de oxígeno, desmayo por sobreabundancia de alcohol en sangre que la entregó a una inmersión mortal. Esa sería su explicación.
La autopsia la realizaría él mismo. Un cariñoso homenaje conyugal a la anatomía histérica de la fallecida. Entonces sí, tomaría cabal sentido la burla cruel de compararlo con “El Morro”, el botxí, aplicando brutos tormentos corporales, impartiendo justicia de modo simple, pero ejemplificador. Al fin de cuentas, despanzurrar el cadáver de esa resentida e interesada mujer, sería una tarea gratificante, a tal punto, que solo imaginarlo lo exaltaba hasta el sudor profuso que suscita la emoción siniestra.
Describir su muerte como el desgraciado y simple accidente de un cerebro que dejó de recibir la cuota suficiente de oxígeno, producto de los delirios de enriquecimiento fácil a costas de su largo peregrinar por las frías mesadas forenses, se comparaba las puntillosas descripciones que los viejos manuales de anatomía ilustraban con detallados dibujos de la naturaleza humana.
Por otra parte, sabía que nadie se inmiscuiría en las falacias del informe forense, porque, después de todo, la tergiversación de un dato o de una conclusión, era algo tan habitual que resultaba, incluso, hasta ponderable. Para “El Morro”, no siempre la mentira era pecado, y no siempre la mentira se oponía a la verdad. La verdad y la mentira eran, en muchas ocasiones, socias tributarias, dinero de por medio.
Ahora bien, cuando la amenaza se limitaba a que escaparía con un amante, al que se entregaría para que la penetre y la disfrute, sus sentimientos eran ambiguos. Incredulidad y aversión. No aparecía un sentimiento sin el otro.
¿Existiría el hombre que pudiera enroscarse en una relación, más no fuera ocasional, con aquella aspirante al robo de activos? Esta sola reflexión lo hundía en la incredulidad más definitiva. Pero si apareciera el hombre capaz de soportar esa voz chillona, aguda, exasperante, jadeando en busca de un orgasmo impostado, con ese aliento a tabaco rancio y mohoso que lo hacía voltear la cara al borde de la arcada, la conmiseración se vinculaba a la aversión.
¿Acto de altruismo? Podría considerarlo. Ocasional damnificado, también; y en esa condición invitar al infortunado amante a compartir un rato de esparcimiento aliviador, donde pudiera despejar su mente y sus sentimientos de la experiencia carnal con la codiciosa mujer.
Podrían conversar en tono amable sobre vaginas. Tanto de las vivas, cálidas y húmedas, como de las frías y rígidas pos cadavéricas (una “extravagance” muy propia de Sibaris), o de aquellas que han sido diseccionadas a puro escalpelo, hasta reducirlas a un montoncito insignificante de fibras imposible de identificar, salvo por aquellos que tienen ojos de microscopios y llevan la representación de mitocondrias, núcleos, citoplasmas y todo aquello, impregnado en la tela delgada de sus insensibles retinas, como la misma estampa de un perverso sudario.
Así lo llevaría por el camino del recuerdo, alejándolo con amabilidad de ese presente, para devolverlo a experiencias que merecen ser poetizadas para el disfrute y la satisfacción, cuando la edad adormece los arrebatos viriles que propiciaba la testosterona en tiempos mejores.
Ese día en especial, cuando Diosdado llamó a su puerta para entregarle el sobre que le devolvía “Pérez y Pérez”, atravesaba un estado de ánimo hasta entonces desconocido.
No era mera consecuencia de la acalorada discusión durante toda la madrugada con su detestada esposa. A esas, si no se había habituado, las tomaba como el que requiere de un purgante. Lo asociaba con el nauseabundo aceite de bacalao que su madre lo obligaba a tomar de a una cucharada diaria. No agradaba, pero se soportaba.
Tampoco se trataba de desánimo, ni se imputaba un doble fracaso: el de su matrimonio y el de no haber persistido en su verdadera vocación.
Era un estado de introspección. Cuando las cavilaciones lo condicionaban, hasta prefería tomar alguna licencia que lo alejara de las disecciones que requerían su mano experta y su ojo agudo. No paraba en la casa marital porque ahí no encontraba sosiego ni la serenidad necesaria para atender su estado de ánimo. Allí solo se hablaba de dinero. Y para colmo, del suyo.
Se dirigía a una pequeña casita en medio del campo, por una zona que fuera en sus mejores épocas parte de la cuenca lechera, pero que las despolíticas agropecuarias la habían trasformado en una artificial sabana de soja transgénica apenas alterada periódicamente por los maizales también transgénicos que espigados estiraban mutados sus penachos hacia el cielo.
Donde reinaba el glifosato, solía encontrar la paz que deseaba para repensar acontecimientos que en su juventud y en la madurez temprana, apenas le parecían acciones de escasa importancia. El cristal de los años fue variando sustancialmente sus pensamientos. También era la zona liberada para la alegre pederastia que practicaba cada vez con mayor frecuencia y desparpajo. Un viejo bonaerense era su proveedor. Aunque siempre se presentaba sucio y desalineado, la mercadería que ofrecía era atractiva y los precios, si bien eran altos, nunca fueron exorbitantes.
La meditación y el sexo con infantas, hacían que se reencontrara con sus mejores postulados y los revisara a la luz de la experiencia acumulada. Meditaba entre coito y coito. Entre mate y mate cuando descansaba de la orgía.
Evaluaba las opciones que se le presentaron allá por su juventud y el porqué de las elecciones que definieron el rumbo de su vida, desde entonces, hasta ese presente.
Se interrogaba por qué había cambiado de proyecto. Si en vez de médico forense hubiese sido político, como aspiraba, con seguridad aquella, a la que consideraba una histérica que descontrolaba sus días, jamás la habría conocido. Pero eso era apenas significante.
Podría haber alcanzado una diputación, una senaduría, o incluso haber sido gobernador. Reconocía que, en aquella juventud, reunía las habilidades necesarias como para organizar las alianzas correctas y amalgamar poderosos intereses. Había llegado a conocer a hombres de vastas fortunas, que hubieran aceitado su ascenso político a cambio de beneficios adecuados a sus intereses.
Eran personajes más o menos corruptos, pero atentos a la realidad y que podían virar de posiciones extremas a moderadas con la misma ductilidad con que él, un muchacho, cambiaba de vestuario.
A diferencia de muchos de sus contemporáneos, tenía la capacidad de interpretar los cambios sutiles que los vientos del poder hacían soplar, acomodando sus intereses para no sufrir perturbaciones que devinieran en estrepitosos fracasos. Y esa era una notable virtud que, a veces, ni siquiera se alcanzaba a la edad en que se consideraba que un político estaba para empresas mayores.
Vio a lo largo de esos años cómo muchos de sus correligionarios malgastaron oportunidades, fuera por no haber comprendido el devenir de la política nacional, por no saber advertir esos cambios sutiles que perfuman con traiciones el aire que se respira, o por francas limitaciones intelectuales que reducían el horizonte a minucias intrascendentes. Hombre de ciencia, al fin, refunfuñaba contra el decadente nivel intelectual de quienes se ofertaban para conducir los destinos de la nación, en cualquiera de las esferas que se tratase.
Entre esas supuestas virtudes que se atribuía en aquellos años mozos, estaba la de la valentía. Creía ser valiente y conocer sobre la valentía.
Hijo de un bravucón que integró los comandos civiles, fuerza de choque del golpe de Estado de septiembre de 1955 contra Perón, no fue coraje lo que le inculcó, sino un odio exacerbado como solo la dictadura pudo promover contra el gobierno constitucional y sus adherentes. No era solo odio político, sobrepasaba esos límites y penetraba la sustancia de todas las demás vivencias. Ese odio, años después, lo llevaría al colapso y a un final que podía sospecharse si se observaba atento los repliegues de su odio acumulado.
Esa virulencia en la acción y en la palabra, se la representó como un modelo de arrojo, cuando en realidad solo manifestaba el ejercicio prepotente del matonazgo en armas, que se constituyó en el justificativo de incontables actos criminales. No se trataba de valentía: sino de barbarie política.
A pesar de que, en su habitación, la madre, curiosa de la vehemencia que arrastraba a su hijo hacia la política sectaria, había colgado un cartel escrito con caligrafía excelsa, una expresión bíblica, él actuaba con indiferencia a los preceptos evangélicos.
“Fuente de vida es la boca del justo, pero la boca de los impíos encubre violencia. El odio suscita rencillas, pero el amor cubre todas las transgresiones. En los labios del entendido se halla sabiduría, pero la vara es para las espaldas del falto de entendimiento.”
Lejos de reparar en la advertencia que los dichos de Salomón hacían a través de la madre, se fue crispando hasta la exaltación. Celebraba, con el correr de los años, los relatos de su padre ya envejecido, sumido en orines y devaneos, fastos pletóricos de adjetivos sin angustia, cuando el cruel bombardeo a Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955, en el que más de trescientos “cabecitas negras”, fueron asesinados en Plaza de Mayo. Se trataba de simples ciudadanos que, incrédulos, admiraban el paso de los aviones como si fuera un desfile, y no reconocían los racimos de bombas que caían y caían con su carga de muerte que despedazaron las simples humanidades proletarias que se solazaban con el sol de junio, y de empleados públicos que a esa hora abandonaban los ministerios que rodeaban la Plaza de la Victoria para retornar a sus hogares.
—¿Sabés cómo les dicen a los peronistas? –preguntaba socarrón el padre. Y el muchacho esperaba ansioso la respuesta.
—Billetes de cinco pesos. Porque son muchos ¡y todos sucios…! Reían a coro.
¿Cómo se justificó la matanza? El objetivo que promovió la empresa estaba por encima de cualquier otra consideración. Expresiones repetidas en todos los ámbitos y en cualquier época: el fin justifica los medios.
¡Muerte al tirano!, gritaba ensimismado su padre en las noches calenturientas de los preparativos del golpe de Estado y que revivía consumido en una temprana demencia senil. ¡Viva el bombardeo a Plaza de Mayo! ¡Viva! ¡Viva! Y festejaba la carnicería aquella ante la asombrada mirada del niño.
Grande fue su decepción cuando supo que el presidente, “el tirano”, no había muerto. Y cuando la tropa leal repelió el ataque de la infantería de Marina, que al final rindió las armas ante la superioridad de los leales, se agarró una rabieta atroz.
Años después, y para su decepción, descubrió que su padre había sido defensor del “tirano prófugo”, tan furioso, como luego su detractor. En los albores del movimiento “populista”, como lo caracterizaba, se encargó durante casi diez años, de alcahuetear a quienes no profesaban la doctrina, como “delegado de manzana”. Integraba un sistema que bien podría haber sido denominado “Congregados para la doctrina de la nueva fe”. Un sistema capilar de delaciones que permitía al partido gobernante conocer hasta detalles ínfimos de la vida mundana de simples personas. Lo más importante, supo ya en su labor en la institución, era descubrir a los posibles comunistas y anarquistas. Les propiciaba, como diría el peruano, como un odio de Dios, así tan fuerte. Cuando supo que el Partido Comunista, una fuerza política muy poderosa entonces, también participaba del golpe de Estado, sufrió una diarrea cerebral de la que quedaron justificadas dudas si alguna vez se repuso por completo.
Así como el alcahuete pasó de una adhesión a otra, la información pasó de un gobierno al otro, sin importar si uno era constitucional y el otro de facto. Los gobiernos pasan, las alcahueterías quedan.
Con la misma facilidad con la que había vociferado “¡muerte a todos los gorilas!”, y “cinco por uno, no va a quedar ninguno”, gritó “¡muerte al tirano prófugo!” ¿Cómo se produjo esa metamorfosis? No lo sabía. Nunca lo supo. Eso sí, su pasión anticomunista se mantuvo inalterable. Cuando los preparativos del golpe de Estado de 1976, la posición antigolpista de los comunistas revolucionarios lo exasperó como nada hasta entonces. Si hubiese sido por él, mucho antes hubiese empezado la cacería de esos “zurdos de mierda que defienden a la yegua”, como gritaba en las reuniones conspirativas preparando el genocidio.
El padre, que había muerto hacía algún tiempo, atravesó una larga enfermedad mental, una demencia senil temprana que licuó su inteligencia y mezcló los recuerdos en un pastiche irreconocible, nunca se lo confesó. Los parientes que lo sobrevivieron, hermanos y primos, por su parte, no sabían los motivos de aquella metamorfosis o, directamente, no querían hablar de ella.
Formado en los arrebatos antiperonistas del padre, aunque a la postre no pudiera asignarle un valor certero al gorilismo de su progenitor, se había propuesto ser un ícono, un arquetipo de la democracia sin populismos. Leía a los liberales con fruición, y hasta se animó a algunos escritos que se promocionaban como socialistas democráticos, en especial, aquellos que producía la pluma de Américo Ghioldi, a quien admiraba por su paso por la Junta Consultiva, la contrarreforma constituyente y la embajada en Portugal. Solía repetir aquella frase que Ghioldi estampó en un libelo: “Se acabó la leche de la clemencia”, mientras se fusilaba algunas decenas de civiles y militares rebeldes. “Se acabó la leche de la clemencia!” ¡Qué expresión! Se conmovía de solo pronunciar esas palabras fulminantes.
Adolescente, cuando nadie lo observaba, frente a los espejos biselados que circunvalaban el amplio comedor de la casa de los abuelos, discurseaba imitando a aquella verborragia de los políticos de la década del sesenta.
Muchos de sus contemporáneos mayores, eran admiradores de Frondizi. “El estadista”, decían de él. Sin embargo, otros miembros de la familia, los domingos de almuerzo, denostaban a Frondizi por traidor a los verdaderos radicales reunidos en la UCR; otros, los más, por el acuerdo con Perón, que lo llevó a la presidencia. Lo consideraban una infamia que retrotraía el éxito del 16 de septiembre a tiempos anteriores a la gran victoria golpista. El recuerdo perdurable en la familia del derrumbe de Frondizi, en medio de huelgas interminables, militarización de las protestas, abandono de toda promesa electoral y esa inexplicable relación con Moscú, apagó las rencillas familiares por asuntos políticos. Perón amenazaba desde el exilio, y todo parecía encerrado en un círculo que giraba, indetenible, en torno a un punto estático. A diferencia del Enso4, para ellos, ya no había ninguna abertura que llevara a la armonía completa.
Con Onganía, la política dejó de presentarse como un objetivo deseable. No admiraba a los militares y la “La Morsa”, se consumió como yesca reseca en los fuegos del “Cordobazo”. Prometió quedarse una eternidad y a los cuatro años debió huir con el rabo entre las piernas corrido por los sublevados de Córdoba.
Tuvo que considerar otros rumbos. Ser militar, estaba decidido, no era una opción. No tenía edad para ingresar al Colegio Militar y la carrera de suboficial le resultaba despreciable. Los “milicos”, repetía, “son una desgracia de la humanidad”. “El tirano prófugo” era general, lo que consolidaba su opinión. La fuga de “La Morsa” le dio otros argumentos a su repudio.
Emparentaba a los uniformados con una especie de anormalidad parasitaria. Consumidores improductivos. Reunidos en horda alrededor de una vaga consigna. Se burlaba jactancioso: “Subordinación y valor para defender a Magoya”.
A los policías los repudiaba por coimeros. Los veía siempre persiguiendo prostitutas para robarles unos morlacos bien ganados abriendo las piernas.
Y entonces, sin considerarlo mucho, aceptó el convite de un amigo médico: la medicina fue una opción que se presentó con fuerza propia. Pero a él no le interesaba sanar. La salud no era su obsesión. La anatomía, la vivisección, la disección, lo atraían como si un sortilegio macabro lo hubiese contaminado con sus argucias.
Lo conmovía despedazar, trocear, descuartizar. No como el loco del aristócrata Jack, como lo hizo Fish o Gein, o Burgos, el descuartizador de Constitución; sino asistido por la ciencia, con sabiduría, con un conocimiento anatómico que resultara la envidia de todos sus competidores.
No le costó mucho tomar una decisión tan trascendente: su comportamiento obsesivo le permitió terminar sus estudios en tiempo récord, inscribiéndose a poco de obtener su doctorado, en el sistema judicial a donde podría realizar sus disecciones, amparado por la ley. Toda tropelía que se pudiera realizar bajo el amparo de la ley, devenía en acto virtuoso por una rara alquimia que definían los códigos de justicia en sus innumerables articulados, arrumbados en los anaqueles de los burócratas del sistema judicial.
Y allí estaba, sentado, leyendo una nota de perfecta caligrafía, que describía un dibujo constante, rectilíneo, elegante. Apenas una línea escueta, terminante: “presente a tal hora en mi despacho”, decía muy campante el mandamás irrespetuoso.
La triple tachadura amarilla, fluorescente, que oblicua bajaba anulando infidencias y revelaciones, le producía los mismos arrebatos que la vocecita aguda y tabacada de la esposa, reclamando el cincuenta por ciento contante y sonante, antes de que recalara en algún juzgado en donde ventilar las inmundicias de un forense coimero y ventajero. Pero en ese caso, la quemaría viva. En un arrebato calculado, hasta ese jefe ignominioso podía padecer sus planificados excesos de ácidos corrosivos.
Un bidón lleno de nafta, una botella llena de alcohol, un simple chisquero, o los Fragata, siempre útiles e infalibles, era todo lo que precisaba para llevar a la hoguera a la mujercita codiciosa y al jefe irrespetuoso. El fuego sería el gran purificador. El elemento fuego: inmaterial, veloz, voluntarioso, intuitivo. Y si no, quedaba el recurso de los ácidos, repetidos sus nombres como una música aciaga, oía en los repliegues de su cerebro “sulfúrico” y musitaba “sulfúrico”; “fluorhídrico” y mascullaba “fluorhídrico”.
Pero “Pérez y Pérez” no tenía la reducida envergadura de su esposa, ni la fragilidad de una ramita que se diseca con facilidad presa del calor abrasador del fuego. Era, por si no era suficiente su jerarquía, él mismo un “purificador”. No podía amenazarlo con una pira crepitante disolviendo la grasa entre los músculos, antes de incinerar los huesos que siempre oponen una pertinaz resistencia a carbonizarse. Era un jefe, un verdadero jefe al que con dificultad alguien se animaría a contrariar. Para con “Pérez y Pérez”, el recurso de los ácidos estaba descartado.
Así que su venganza se reducía a hacer esperar al asistente durante un largo tiempo, sabiendo que, al final de cuentas, obedecería la orden y borraría de su informe todo aquello que su superior le ordenaba. Resistirse era inútil.
Releyó la nota, miró el informe que había remitido al jefe, carajeó en lunfardo, volvió a introducir todos los papeles en el sobre y se incorporó como lanzado por un resorte. Estalló enfurecido. Los ojos desorbitados, las venas del cuello inflamadas, el rostro enrojecido.
Podía sentir en su pecho palpitando el aumento de la frecuencia cardíaca; sístoles y diástoles, en ritmo frenético, impulsar la sangre que golpeaba las paredes arteriales aumentando su presión, y, como a chorros, la adrenalina y la noradrenalina atizando la ira incontrolable. Si hubiese tenido a mano un bidón lleno de nafta y una caja de fósforos, reclamaría en el fuego esa justa respuesta a las humillaciones que creía que los arbitrios caprichosos de su superior le infringían inmerecidamente. ¡Y si tuviera la capacidad de producir una lluvia de ácido sulfúrico! ¡Qué extraordinario suceso avistarían sus ojos perpetuando el suceso en un recuerdo!
Tomó del brazo a Diosdado, y pudo sentir la contextura un tanto fofa de sus músculos. Lo sintió gelatinoso y eso lo exasperó aún más. “Me manda un gordo fofo y lleno de cebo para ridiculizarme”. Diosdado sintió la furia de “El Morro” y hasta pudo percibir las ansias de muerte que circulaban a enorme velocidad por su sistema nervioso. Pensó con claridad: “este hombre algún día va a perder la cabeza”.
— Dígame ¿qué mierda es esto…? –preguntó “El Morro” desfigurado el rostro, lejos de esa expresión de despreocupación con las que encaraba las disecciones.
—Ni idea, señor. Soy un mensajero. ¿Mi rostro la indica alguna señal de que sé, de qué se trata lo que hay en ese sobre?
—Su cara no me dice un carajo…
—Es lógico, doctor, porque no sé un carajo de qué se trata el asunto que lo irrita tanto.
—¡Vení conmigo! –ordenó el forense con tono combativo y pareció encarar hacia el despacho de “Pérez y Pérez”.
—Como usted ordene, señor. –Diosdado se encogió de hombros mientras una mueca burlona se escapó por la comisura de su sonrisa. –Se alegrará el jefe de que no solo le devuelva el informe, sino que la devolución llegue de la mano de su propio autor.
—No te hagas el vivo conmigo, gordito, que te puedo filetear a la vuelta de la esquina.
—El enojo, doctor, lo hace perder la perspectiva de las cosas.
—¿Qué, sos mi psicólogo ahora? –respondió aún más exaltado “El Morro” quien encontraba un atajo para liberar su ira contenida luego de aquella noche de reyerta marital y de censura de ese superior que repudiaba.
—Solo le digo que su enojo lo hace perder la perspectiva de las cosas. Eso va a terminar perjudicándole. ¿No prefiere calmarse y luego vamos juntos al despacho del jefe?
“El Morro” se detuvo. Tan repentina como emergió la ira, se presentó la calma. Como el péndulo, sus sentimientos se movieron de un extremo al otro.
Su cerebro acogió con agradado la invitación de Diosdado al sosiego. Mudó de semblante. El rictus violento cedió su lugar a una relajación que ablandó la mirada. Las palpitaciones se redujeron drásticamente. Cesaron la adrenalina y la noradrenalina de acicatear la ira, y su presión se estacionó en valores propios de un hombre que incluso era algo hipotenso.
La incandescencia imaginaria del bidón lleno de nafta derramado en fuego quemando la carne humana, se desvaneció abrupta. El ácido trocó en agua bendita.
Miró más sereno a Diosdado directo a los ojos.
—Tiene razón –dijo todavía perturbado.
Diosdado sonrió para distenderse.
—Doctor, que me maltrate a mí, no le va a acarrear consecuencias, pero que trate con el jefe en ese estado, solo le va a ocasionar malos tragos.
—Sí. Tiene razón… Es que a veces se me suelta la cadena.
—Tenga cuidado doctor, porque todo se puede evitar menos las consecuencias.
“El Morro” inspiró y exhaló como si estuviera en un manso ejercicio de relajación. Buscó serenidad. Cabeceó asintiendo. No había reparado hasta entonces que sus ataques de ira podían llevarlo a enfrentamientos en su trabajo. Supuso que debía ejercitar el control riguroso en ese ámbito. En el doméstico, hasta podría argumentarse que tenía piedra libre. Si conversara con “Pérez y Pérez”, incansable repetidor de citas, le citaría al Dante, cuando escribió sobre la ira: “amor por la justicia pervertido a venganza y resentimiento”.
Justificado en el florentino, retomó en su imaginación el bidón lleno de nafta, la botella llena de alcohol y el fósforo “Fragata” destellando al encender el combustible en el cuerpo de una mujer que no dejaba de parlotear reclamando su cincuenta por ciento mientras se carbonizaba. Repasó esas secuencias una y otra vez. Los espasmos, el crepitar del tejido chamuscado, el olor penetrante. Se cuestionó como un juego de adivinanzas: ¿cuánto tardaría en arder una mujer histérica rociada de modo conveniente con combustible? “El Morro” se encogió de hombros. “¡Qué importa!”, murmuró, provocando la sorpresa en Diosdado, que no sabía a qué se refería.
Y ya para sí, se convenció de que siempre quedaba el recurso de los ácidos. Sulfúrico o fluorhídrico. En ellos se resumía la disyuntiva. Sulfúrico o fluorhídrico, un macabro yin y yang de la flagelación. Un yin y yang de vida y muerte por acción de los elementos químicos, asombrosamente descubiertos por Mendeléyev. “Ese ruso converso al deísmo”, repetía intrigado por la conversión, y que, a diferencia suya, buscó a Dios a través de la razón y no de la revelación. El ácido, ¡los ácidos!, serían la fuente de sus revelaciones, el augur de sus sosiegos y bienaventuranzas. Imaginaba esa lluvia ácida disolviendo en un abrir y cerrar de ojos, la menuda anatomía de su esposa.
Miró a los ojos a su acompañante y tomándolo de un brazo lo detuvo. Preguntó con decisión.
—¿Conoce los “fuegos del odio”?
—No doctor –respondió Diosdado, intrigado.
—Qué pena, muchacho. No sabe lo que se pierde.


[1] William Shakespeare.

[2] Círculo que simboliza la perfección.

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