La venganza de los Pérez, cap. 4 «Una verdadera heroína»

La venganza de los Pérez, cap. 4 «Una verdadera heroína»

IV


Una verdadera heroína

En sus últimos días, tal vez semanas antes de su muerte, Podestá pasaba el tiempo insatisfecho. Comía mal, dormía poco, se privaba de placeres erotizantes.
La retirada, un porvenir apenas de consultor, los vicios rutinarios, lo habían ido crispando hasta la exasperación y sumido en cierto desasosiego. Solo cuando aceptó una nueva misión por sugerencia de “Pérez y Pérez”, su superior inmediato, sintió algo de alivio. Lo singular de la estrategia le devolvió cierta pasión que parecía terminada a su regreso del norte.
Sin embargo, la última entrevista que sostuvieron los distanció definitivamente. “Pérez y Pérez” aborrecía las indisciplinas de su subalterno. Y las aborrecía aún más porque se trataba de un alto oficial que con su ejemplo alentaba a la tropa a toda clase de insubordinaciones. En más de una oportunidad habría merecido ser incluido en los “liquidables”. Solo su extraordinaria foja de servicios (en especial en los tiempos del general-presidente), lo salvó de aquella condena en muchas oportunidades. Pero ahora pendía sobre su cabeza el rosario de bellas perlas negras como un puñal inesperado, con su cruz a la que le falta el Cristo. Ese sí que era un asunto que desvelaba al jefe.
Muy a su pesar, Podestá estaba obligado a obedecer su licenciada obligatoria. A regañadientes lo hacía, pero lo hacía. Pero ni la promesa del bronce de los héroes disipó su rencor contra ese gerente sibilino y calculador, que no dejaba que nada escapara a sus caprichos y que era capaz de extraer hasta la última gota de vida de sus subordinados, en provecho de sus estratagemas.
Sabía que su jefe, además de sus funciones públicas, tenía a su cargo la purificación del sistema por mecanismos especiales que solo un puñado de burócratas podía conocer. Con algo de razón temía que lo hubiese incluido en la lista de los “caínes” (los liquidables del sistema de rango superior), como se la conocía en algunos ámbitos de cierta jerarquía de la organización. Los “caínes” tenían la marca de la condena en su rostro, aunque ellos no pudieran apreciarla. Durante horas, Podestá se quedaba frente al bruñido espejo en su baño, tratando de percibir una anomalía en sus facciones que lo advirtiera de ese cambio. Lo que le resultaba insoportable era poder parecerse en algo al Caín que asesinó en el norte. Esa posibilidad lo espantaba.
No había quedado del todo exento del fracaso de la operación “La Reliquia”, aunque su jefe diluyó sus responsabilidades hasta donde creyó necesario. La discusión a su retorno de aquella tropelía junto al río, fue a los gritos, los que se escucharon en toda la base. “Pérez y Pérez” le reprochaba su negativa a comunicarse con sus superiores, como se le indicó por medio de unos mensajeros a los que trató de manera insultante. La comunicación hubiese evitado complicaciones innecesarias en el asunto de la muerte de algunos comprometidos en el fracaso. Podestá, a pesar de su rango, al desobedecerlo, relajó las órdenes de sus superiores a palabras insignificantes, una arbitrariedad que nunca era tolerada en un subordinado. Pero ese asunto no era ni por asomo el más trascendente de los enojos de “Pérez y Pérez”. Todavía padecía la sensación que tuvo cuando Reinafé lo recibió con el rosario desplegado sobre una amplia mesa de roble claro lustrada con esmero artesanal. Fue como el beso afilado de un Judas clandestino. De este episodio nunca le hizo a Podestá ningún comentario. No correspondía.
Las cuentas oscuras de la hermosa joya contrastaban acusadoras con el tono mesurado del lustre del mueble. Al lado del rosario, un pomposo sello oficial extraído del prolijo y abundante envoltorio, denunciaba el origen de la devolución de la joya. Y algo más lejos aún, un garabato afrancesado decía de un nombre desconocido.
El tiempo que transcurrió entre la depresión y la mejoría del “Vasco” no fue muy extenso. Allí estaba su cadáver en la morgue endurecido de martirios químicos, testimoniando el fracaso de su paso por el plan elucubrado, esperando los escalpelos feroces que distribuyeran su anatomía en diversos envases repletos de conservantes químicos.
¿Cómo había muerto? La autopsia fue concluyente: una dosis letal de una droga de diseño (una cantidad con la que se podría haber matado a más de un hombre). Los patólogos no dudaron nunca de qué se trataba el narcótico. Otros cadáveres que ofrendaron sus vísceras para su estudio póstumo presentaron en los tejidos la misma cantidad exagerada del opioide.
Se conocía a la nueva droga en el mercado como “Juana de Arco”; sobreabundaba en morfina. “Una verdadera heroína”, fue el slogan con el que se propagandeó sus placeres entre los consumidores, de ahí el nombre con que se la designó en los laboratorios/cocinas dedicados a la producción de estupefacientes en los barrios paquetes de la ciudad.
Su denominación deslumbró al coronel. “Juana de Arco, la doncella guerrera de las drogas”, ironizó ansioso.
Cuando supo de ella por un proveedor que le presentaron en una reunión masculina, reclamó el delivery urgente. Mientras esperaba en un apartado de un elegante restaurante su pedido junto al dealers al que observaba con desdén (era del tamaño de un elfo, aunque bien proporcionado), se dirigió en su imaginación al jardín de la vieja casa paterna en el barrio de Pompeya, en donde se reconfortaba recordando una infancia perdida en los recodos mohosos de su memoria. Allí sorbió sexo por primera vez de un vecino insignificante, y a pesar de ello, su sabor no lo pudo apartar jamás de sus papilas gustativas. La satisfacción que le producía el recuerdo infantil lo erotizaba, y el erotismo lo estimulaba a mofarse de su intermediario. Pensó en alguna oportunidad lo conveniente que podría ser eliminar a aquel compañero de sus inicios en el sexo, pero el tipo se había idiotizado a sí mismo con generosas dosis de paco. No recordaba ya ni su propio nombre, y ni siquiera sabía que aún conservaba un resecado pene por el que orinaba sus riñones en modestas porciones de coágulos pequeños.
El dealer estaba sumido en una completa desorientación; se había inoculado una droga de la que no tenía la menor idea con qué químicos había sido producida. Podestá, quien apreció el deplorable estado del hombre, le preguntó si la “Juana de Arco” le aseguraba escuchar también la voz de Dios en las voces de Catalina y Margarita (como cuenta la historia juró la doncella ante sus jueces que había ocurrido). El vendedor embotado por los alcaloides –y por demás ignorante de la historia de la que hablaba el coronel–, no atinaba a pronunciar una frase algo coherente. Balbuceaba, se babeaba. Estaba incapacitado de dar una respuesta comprensible que satisficiera al hombre aquel que lo duplicaba en tamaño, a pesar de que ya se presentaba disminuido por la edad y padeciendo una delgadez algo extrema, un tanto anoréxica. Cuando llegó el encargo, el “Vasco” se retiró del restaurante sin abonar el costoso champán que había consumido.
Podestá juraba que si la droga entregaba por sus arterias y venas más no fuera una parte del fuego que incineró a la guerrera, encontraría por fin un modo químico de orgasmo que lo llevaría a un estado de exaltación desconocido. Y si al eyacular sentía brotar como chorros de esperma candente por su enfermiza uretra, habría valido la pena transgredir las rígidas normas establecidas por la Agencia para los hábitos decadentes. Los vicios, como no podía ser de otro modo, también estaban severamente regulados. Podestá se caracterizó siempre, en lo que a él concernía, por ignorar las reglas y acelerar la experimentación incluso a costa de su salud. Con sus subordinados, en cambio, era intolerante ante la menor falta y les exigía un estado saludable para acometer la empresa que fuera necesario y cuándo se lo exigieran.
“Juana de Arco”, de ese modo, se sumó inesperadamente a su biografía. Vino con su muerte entrelazada en las rústicas combinaciones químicas. Luego del calor intravenoso mientras ordenaba histérico “¡apurate! ¿Qué esperás?” –sus últimas palabras–, se inclinó ante la muerte y se adentró en sus sendas. Luego el frío extremo del congelador obró en su conservación. Lo del rollo en la boca fue una retorcida exquisitez provocativa.
“Pérez y Pérez”, dejó la investigación en manos de oficiales expertos dedicados a esconder las verdaderas razones de una muerte. Por eso se los convocaba, porque a través de la verdad, estaban en capacidad de establecer la mentira.
Era sabido que más allá de una necrológica oportuna, más allá de una breve mención de una supuesta enfermedad terminal o un infarto masivo, nada se conocería de manera pública de las verdaderas causas de la muerte de Podestá. Era una política de la casa, que no solo se reservaba el derecho de admisión, sino el de defunción.
Los investigadores pidieron todas las filmaciones disponibles de la seguridad del edificio donde vivía el coronel muerto. La empresa que realizaba ese trabajo era en realidad una subsidiaria de la Agencia, y desde algún tiempo atrás figuraba en las contabilidades como una “tercerizada”, una modalidad que se impuso en la década del noventa y que permitía quebrar la empresa dejando un tendal de desocupados sin posibilidades de reclamo alguno. En este caso, la tercerización no respondía a la necesidad de ocultar a sus verdaderos propietarios (aunque se trataba, en efecto, de un suculento negocio de un alto funcionario a expensas del erario público), sino porque establecía una prudente distancia de algún evento desgraciado. De ese modo, la Agencia no aparecía directamente involucrada.
Resultaba un hecho muy grave que un oficial de tan alta graduación apareciera muerto en su propio departamento, encerrado en un freezer –“pero era importado”, bromeó un gordo que hacía acordar al grasiento y haragán Ignatius Reilly, que dejaba sus pensamientos en unos cuadernos sucios que abandonaba irresponsable al alcance de la lectura de cualquiera (el comentario le valió una larga sanción); era un escándalo poderoso que ponía en tela de juicio la seguridad propia de la Institución.
Para curiosidad de muchos, a “Pérez y Pérez” el altercado de la muerte de su subalterno no lo inquietaba demasiado. Se mostraba pausado y medido en todos sus comentarios. Adquirió hasta un tono místico al hablar del asunto. Cuando alguien se lo hacía notar, respondía que esa noche rezaría un rosario para que Dios lo disculpara por su estado de ánimo. Amén.
Las filmaciones llegaron a un apartado donde funcionaba el departamento de análisis de imágenes. Como no podía de ser de otro modo, el nombre de esa dependencia era mucho más largo y rimbombante. Los departamentos estatales suelen usar esa triquiñuela para emboscar sus inutilidades.
El gobierno de la ciudad, las policías y las empresas privadas, entregaron los videos sin excepciones ni reparos. A todos ellos les resultaba hasta gratificante hacerlo. Eran miles de DVD que abarrotaban depósitos que, más temprano que tarde, deberían incendiar para ocultar pruebas a solicitud de algunos de sus clientes o funcionarios con oscuros negocios millonarios. El último le costó la vida a 10 voluntarios, que murieron heroicamente, víctimas de la corruptela estatal y empresarial.
Los investigadores notaron de inmediato la falta de una buena cantidad de las grabaciones de seguridad. Todas ellas correspondientes a los días viernes y sábados. No de todos, de algunos, y nunca de otros días. Si, por ejemplo, faltaba el primer viernes de un mes determinado, el sábado, que seguía a ese viernes, también faltaba. Establecieron así un primer dato: siempre faltaban los dos días juntos. Viernes y sábados, en ningún caso uno solo de esos dos días. En general, faltaban las grabaciones de un viernes y un sábado del mes. En una oportunidad, faltaban semana por medio. Y en otra, las grabaciones de todos los viernes y los sábados. Aún no poseían todo el material completo de los últimos dos años. Pero los tres primeros meses que la empresa encargada de las grabaciones entregó, mostraron este esquema de ausencias. Ese descubrimiento se confirmó, cuando recibieron los tres meses siguientes. El patrón se repetía de manera sistemática.
De las filmaciones, los expertos fueron a los libros de actas. Asentar falsedades en ellos era un rito que se practicaba desde la época de la colonia. El monumento más fastuoso de todos ellos era la conocida como “Recopilación de las Leyes de Indias”, donde se dejó asentado todo lo que se pudo hacer contra los originarios, antes de su sanción. Después de su promulgación, la esclavitud colonizadora se hizo bajo la estricta observancia de las leyes de los conquistadores. Mita, encomienda y yanaconazgo, dejaron de ser un exceso y pasaron a ser un “Derecho”.

En todas las actas figuraba el total de los DVD correspondientes a cada día. En ningún caso se denunciaba una falta por extravío o rotura del material, que bien podría haber ocurrido, aunque nunca con una secuencia tan definida. Cuando fueron con la novedad a “Pérez y Pérez” se encogió de hombros. “¿Qué quieren?”, les dijo sin levantar la vista de los papeles que estaba leyendo, “esta agencia es un quilombo”. Alguien sugirió llamar a los responsables a dar explicaciones. El jefe les dijo que podía ahorrarles el trámite, porque sabía qué les responderían. “Yo no fui”, y así quedaría el asunto. Les sugirió que no gastaran energías “al pedo”, y les ordenó seguir investigando, que sería más positivo. ¿Armar una comisión investigadora? “Absurdo”, dijo con absoluto cinismo, “solo se designan para no llegar a nada”. No era el caso.
Como un estudiado tic-tac, viernes-sábado, viernes-sábado, viernes-sábado, las faltas pendulaban esos dos días, metronómicas. Primero una vez por mes, más adelante cada quince días, y luego todas las semanas. Tic-tac, tic-tac, con la misma frecuencia, inequívoca. ¿Ese dato demostraba una planificación? Era posible.
Alguien, un curioso entrometido, pidió ver el legajo del coronel para corroborar si esos faltantes se correspondían con ausencias de la víctima. “Pérez y Pérez” les recordó que Podestá ignoraba todas las planillas que se hacían circular por la institución. Siempre fue un tormento, algo irónico le pareció el uso de ese término para la ocasión, y su rechazo a acomodarse a los procedimientos que reclamaba el Estado fue permanente e incorregible. Para él nunca hubo método alguno para establecer presencias y ausencias. Era un sedicioso de la burocracia. Puso al pobre gordito de Diosdado a atestiguar sobre sus palabras, quien dijo que su trabajo fue, justamente, ayudar al finado a cumplir con alguno de los trámites administrativos que prometían hacer eficiente la labor de todo su personal. Su quehacer le valió el repudió grosero del extinto jefe, quien, por otra parte, nunca comprendió cómo un ridículo papel lleno de casilleros del tamaño de un grano de arroz, mejoraría una descarga eléctrica, el tormento de Juan Fian, u otras invenciones de los interrogadores.
A la mesa de los investigadores llegó la versión de que una anciana, muy anciana, quien todavía estaba hospitalizada por unas dolencias propias de su avanzada edad; decía poder dar testimonio de algunas de las personas que frecuentaban al finado. “Pérez y Pérez” se alegró de la novedad. Dejó a todos con la boca abierta cuando habló de la fragilidad de la vida después de cierta edad. Consultó al fiscal de la causa si estaba al tanto de ese testimonio. Este respondió pidiéndole una urgente entrevista, a lo que el jefe accedió de buena voluntad. Con gracia criolla recitaba un verso del Martín Fierro, que se refería a lo conveniente que resultaba congraciase con el juez. En el moderno sistema judicial, juez y fiscal, son carne y uña del proceso.
La versión que hicieron correr alcahuetes de reparticiones menores que tuvieron acceso clandestino a la declaración de la viejita (quienes no podrían haber esparcido el chisme sin la anuencia de algún importante superior), hablaba de la visita a Podestá de una provocativa mujer en repetidas oportunidades. Si la información era correcta, resultaba más que importante capturarla con vida para obligarla a confesar si tenía alguna responsabilidad en la muerte del oficial. “Si esta información se corrobora, la quiero viva”, fue la orden que “Pérez y Pérez” impuso cínico a la pesquisa. “Espero descubran si existe, y si existe, quién es”, fue una especie de reto técnico e intelectual a los investigadores, quienes no disfrutaban nunca de esos desafíos. “Si aparece muerta, les aseguro que estarán en problemas”. Fue lo último que dijo antes de dejar la sala de reuniones convocado por otras urgencias.
Los analistas de las filmaciones buscaron otros sospechosos en los videos. Estudiaron la actitud de transeúntes que simularan una presencia ocasional, pero que estuvieran haciendo la logística de un delito. De comprobarse su complicidad, y si podían hallarlos, tal vez se esclarecerían otros aspectos de la investigación. Pero solo se encontraron con la “fauna” que placía explorar Podestá y su ocurrencia de antropólogo; sombras de adictos, sombras de prostitutas y travestis, surgiendo de las encrucijadas de la noche, para ofertarse en un mercado rigurosamente vigilado. Los dealers atentos vigilaban a sus esclavas, a ellos los controlaba la policía.
Tiempo después de conocerse la versión de la anciana, otros testigos aportaron sus comentarios. Hablaban de una incitante mujer como vaporosa, de piernas delicadas, caderas armoniosas y senos demasiado pequeños. Decían que acompañaba la cadencia erótica de su andar, acentuada por sus zapatos de taco aguja exageradamente altos (que la hacían más alta de lo que en verdad era), con el movimiento de sus finos brazos, envueltos en una especie de gasa algo transparente, que terminaban en delgadas manos. Que llevaba una cartera o bolso de tamaño mediano, que oscilaba acompañando el paso elegante de su andar.
Caminando por la calle del edificio donde residía Podestá, dijeron, irradiaba una luz propia, y a su paso los transeúntes, juraban los testigos, se paraban para observarla, curiosos y sorprendidos. Todos coincidían que su anatomía presentaba algo confuso que no alcanzaban a precisar.
Afirmaron que avanzaba con la cabeza inclinada mirando hacia abajo, con una gran capellina –algo extraño para esa hora de la noche, dijeron a coro los sesudos peritos– que actuaba como una prominente visera y que no permitía ver su semblante. Solo se apreciaban unos labios delgados, pincelados en carmesí o rojo sangre, y un mentón tan delicado que se hacía como la curva de una fruta apenas madurada.
Unos cartoneros que ocasionalmente estaban descansando en la vereda opuesta al edificio del coronel, juraron que vieron el ingreso de esa rubia y delgada mujer con su amplia caperuza, el mismo viernes en el que aún estaba vivo Podestá. Y que ella entró muñida de la llave de la puerta de entrada. Se dedujo que calzaba guantes, por eso en ninguno de los picaportes, ni en el de la puerta de entrada al edificio ni en la del departamento del coronel, se encontró más no fuera un fragmento de huella digital que les diera algún dato de la mujer.
No cabía duda que si Podestá tuvo un encuentro con ella, la dejó ingresar con su expreso consentimiento. Salvo un equipo muy especializado y personas entrenadas para penetrar esas fortalezas, no cabía posibilidad de que esa mujer hubiera podido violar los blindajes. Ninguna ganzúa hubiese logrado liberar una cerradura tan segura.
¿Esa mujer de la que hablaban los testigos era una cómplice de un asesinato ese fatídico viernes? ¿O era una amante desconocida a quien pertenecían esos multicolores vestidos que pendían prolijos de viejas perchas de madera lustrada, en el guardarropa de Podestá? Esa mujer, ¿estaría aún viva?
Los sabuesos querían datos de la intimidad de Podestá. “Pérez y Pérez”, señalando con su pulgar hacia arriba, los derivó a Reinafé. Solo él podía autorizar la revelación de intimidades de altos funcionarios. López Teghi, el arribista designado por el gobierno, se ofreció a mediar por la autorización. Reinafé no tardó en concederle una entrevista al funcionario, y acto seguido el permiso solicitado. Dijo que exclamó “avance tranquilo, que el camino está despejado para la verdad”. “Pérez y Pérez” rio de las garantías aseguradas por el gran jefe, pero tomó nota de la reunión de su oponente con el máximo jefe. No debía perder la compostura. La serenidad era una de sus armas preferidas. Solía repetir “el que se pone nervioso, pierde”.
Sabía de memoria que, en los máximos escalones del poder, siempre se tolera que las facciones choquen entre sí, si eso garantiza que el sistema se fortalezca y perpetúe. De lo contrario, el disenso termina debajo de una montaña de cadáveres.
Podestá jamás hablaba de sus intimidades. Nadie, nunca, había escuchado de su boca una referencia siquiera menor a una supuesta relación amorosa. Nadie, además, asociaba a Podestá con el amor. Eran como dos polos opuestos que se repelían con furia.
Aquello que estaba obligado a declarar por la seguridad del Estado, quedaba guardado bajo siete llaves y pocos, muy pocos, tenían acceso a esa información. Salvo su jefe, “Pérez y Pérez”, casi nadie tenía conocimiento exacto de la personalidad del “Vasco” Arancibia López Huidobro.
Los escasos datos que la superioridad les entregó sobre la vida del coronel, hacían referencia a sus gustos musicales, de lectura, algún grado de adicción, y su soltería. Revelaban que era un políglota, algo que sorprendió a la mayoría, y que era un experto en contrainsurgencia. De su sexualidad, ni una palabra. Esos datos llegaron del inoportuno informe de “El Morro”, el jefe de los forenses, y que le valieron una feroz reprimenda de “Pérez y Pérez”, quien lo obligó a desechar gran parte de su informe. “El Morro”, quien detestaba desde siempre a ese jefe, a partir de entonces trató por todos los medios posibles de perjudicarlo. Este, cruel y vengativo, le demostraría qué lejos estaba de poder atentar siquiera con el roce de una pluma contra su persona.
Los datos entregados por los superiores alentaron algunas medidas investigativas. Revisaron apuntes, libros y discos. El inventario de los libros llevó largas semanas. Meses su revisión. Ropas, enseres personales. Todo lo que compusiera el mobiliario. Al mismo tiempo trataron de hallar pruebas físicas. Buscaron desesperados, más no fuera, un cabello, un vello púbico, una gota de fluido corporal que hubiese escapado a la sistemática limpieza del asesino, a su homicida pulcritud, y que pudiera brindarles algún indicio, aunque no fuera terminante, sobre aquella mujer misteriosa o cualquier otro partícipe necesario, de los momentos previos y posteriores al deceso del camarada. Para decepción de los investigadores, no hallaron ni huellas dactilares ni ningún dato biológico que les diera al menos una secuencia de ADN que perseguir. “Pérez y Pérez” en secreto, celebró la calidad del trabajo. Ello le dio letra para sus exigencias.
—¡Muchachos! –dijo con ese tono paternal, casi sacerdotal, con el que trataba a sus subalternos en ocasión de tareas colectivas–. Sabemos que el coronel murió de sobredosis. Pero quiero que me expliquen cómo esa supuesta mujer de la que habla nuestra noble viejita y otros testigos circunstanciales, afirmaciones que no son prueba, sino indicio, pudo asesinar un hombre de la experiencia del “Vasco” sin dejar el menor rastro y, sobre todo, introducir su cadáver en el freezer resguardado en el elegante bargueño. Lo del rollo en la boca lo dejo para la explicación de los expertos en psicología criminal. ¡Eso sí que es un refinamiento! Nunca vi algo semejante.
—¿Talvez la explicación no esté en la psicología? –dijo uno de los peritos como reflexionando en voz alta.
—¿Qué otra podría ser?
—Religión. Una explicación ligada a lo religioso.
—¡Qué interesante! Tomen nota, señores. He aquí alguien que piensa con la mente abierta a nuevos horizontes.
Los investigadores no alcanzaban a dilucidar si “Pérez y Pérez” se estaba burlando de ellos o incentivando realmente.
—¿Estábamos en…? –preguntó distendido.
A coro respondieron que estaban tratando el asunto de la supuesta soledad de la mujer para el asesinato y el frizado del finado.
—Imposible señor que ella sola haya realizado todas las acciones que las evidencias sugieren de esta muerte –explicó uno de los peritos retomando el diálogo–. Pero el juego que precedió al deceso tiene que haber sido, necesariamente, solo entre dos. Estamos en presencia de un acto sexual, aunque este no entre en los patrones de nuestra libido. Aquí no hay sexo de a tres, ni sexo grupal. Y no me refiero ni a penetraciones ni eyaculaciones. Me refiero a formas de sexo como el acariciamiento de la aguja penetrando la vena, provocando una satisfacción orgásmica que se entrelazó con la propia droga y su efecto narcótico. Estoy convencido de que se trató de una relación binaria. Hombre-mujer. Mejor dicho “macho-hembra”. Dominador y dominado.
—Interesante aspecto para dilucidar –dijo “Pérez y Pérez” poniendo su mejor cara de sorprendido.
—Otro actor es posterior a la muerte.
—¿Así lo cree usted?
—Sí señor. Creo que ingresa después a la escena para el ocultamiento del cadáver. No antes.
—Si ustedes me permiten –y el investigador buscó con su mirada la aprobación de los jefes, quienes con un imperceptible gesto lo autorizaron–, lo que les estoy proponiendo es esta hipótesis. Un crimen premeditado, pero que no llegó por la vía de la alevosía, sino por el aprovechamiento de la voluntad viciosa de la víctima.
“Pérez y Pérez” celebró la definición. Hizo que la escribieran en un pizarrón que presidía la sala. Con letra clara y prolija, un escribiente estampó en un pizarrón:

“El crimen no llegó por vía de la alevosía,
sino por la voluntad viciosa de la víctima”.

El investigador pidió permiso para continuar, “Pérez y Pérez” se disculpó por la interrupción y le solicitó por favor que avanzara con su explicación.
—El asesino sabe que su víctima es un adicto. Sabe que usa una droga tremenda de reciente introducción en el mercado. De ella hay poco conocimiento, casi nulo, de sus consecuencias. Hay poca experiencia práctica. Así que la usa sin reparar en su peligrosidad.
—¿Y si era consciente de su peligrosidad, pero sobreestima su fortaleza física o subestima los reales efectos de la droga? –“Pérez y Pérez” introdujo un gambito en la explicación del perito.
—Tomemos esa proposición como variante posible. Estoy de acuerdo –aceptó el experto–. Aunque todavía tenemos que tener la composición química precisa de la sustancia, sus primeros datos nos indican que se trata de un compuesto nuevo de poco uso hasta ahora, que contiene una desproporcionada cantidad de derivados de la propia morfina, de inevitables efectos mortales.
El hombre la prueba una vez y le gusta. Es diferente. Sabrosa para su adicción. Tiene fácil acceso al producto porque conoce a los dealers y goza de impunidad. Como todo adicto, pide más. Y luego más. Y más. Hasta que llega a la dosis mortal. Quien o quienes lo acompañan, no lo obligan a desistir de elevar la dosis a esos niveles que comprometen su vida. Por el contrario, lo estimulan fuera por el aliento directo, fuera por la indiferencia, que es una forma de consentir. Él recibe la dosis y muere. O debería morir, para hablar con propiedad.
El perito, a esa altura, optó por no referir una derivación de su hipótesis inicial. Una forma de suicidio inducido, enmarañado en sexo asistido en drogas. Una muerte en el placer del que quiere irse de esta vida de un modo indescifrable. Para joder a alguien de quien él no tiene ni la menor idea.
—El orificio de penetración de la aguja muestra precisión, decisión y ninguna violencia –explicó “El Morro” interrumpiendo al experto–. Es una entrada limpia, profunda, delicada. Indica la mano de alguien habituado a esta clase de inoculaciones.
—Exacto –aprobó el perito la explicación–. Su muerte se produjo por paro cardiorrespiratorio inducido por la catarata de morfina. Producida la muerte es cuando entra el o los otros actores. Lo amarran de manos y pies y lo introducen en el freezer.
—Entonces, para usted murió por la droga, no hay otras evidencias, al menos por ahora. El congelamiento solo buscó la preservación –preguntó López Teghi quien atendía la hipótesis del forense con suma atención.
—Sin dudas, señor. La dosis fue brutal, con ella murió irremediablemente. Lo del freezer fue para ocultar su cadáver, para que la putrefacción no alertara a los vecinos al poco tiempo. Tal vez necesitaran tiempo para fugarse, salir del país. No lo sé. –Respondió sin vacilaciones el experto.
—No puede haber ninguna dificultad en saber de qué laboratorio salió la mierda esa. –López Teghi fue terminante con su afirmación–. O fue producida en uno de los nuestros, o en alguno de cualquier fuerza federal o provincial. Bastará que alguno de ustedes se dedique a llamar a cada base para que esta información, en no más de 24 horas, esté disponible.
“Pérez y Pérez” descartó de plano que la droga pudiera haber sido producida en una cocina propia. Recomendó a Diosdado ocuparse de la sugerencia de López Teghi. Pero este, poco conforme con la propuesta, indicó que sus equipos harían sus propias averiguaciones, las que, como ya fuera ordenado, se le harían llegar a manos del jefe que estaba a cargo de la investigación, respetando la cadena de mando, como correspondía.
Los forenses culminaron su explicación enumerando los datos confirmados que ya se habían reunido en los preliminares de la investigación.
1) Se trató de una muerte en estado líquido, inyectada por vía intravenosa. Estaba dopado. El impulso respiratorio quedó anulado por la acción sedante de la abundante morfina. Se lo indujo a “olvidarse” de respirar. “Juana de Arco” lo mató sin estridencias. Una muerte sin ruidos, sin estrépitos, sin zozobras.
2) En el estudio de los tejidos también aparecieron otras drogas: cocaína, que consumía rutinariamente, y éxtasis, que usaba para sus escarceos sexuales.
3) La data de la muerte era de una semana. El tiempo transcurrido entre el deceso y el hallazgo del cadáver fue, justamente, de casi siete días. El estado de los tejidos por el congelamiento al que habían sido sometidos, corroboraba esa apreciación.
4) No había evidencia de algún tipo de violencia. No hubo torturas, ni golpes, ni herida de arma blanca, ni disparo.
5) El rollo en la boca se introdujo cuando aún no había rigor mortis. Eso daba una precisión horaria sumamente importante.
6) Para cargar e introducir el cuerpo en el freezer, por lo menos, hicieron falta dos personas. O una de fuerza hercúlea.
Para los peritos no había dudas de que la muerte se produjo en la habitación de servicio. Nada inducía a creer que fuera contra su voluntad. Los psiquiatras forenses expusieron, por su parte, las supuestas razones del lugar del deceso. El hombre murió en ese lugar porque “no podía celebrar sus actividades sexuales y adictivas” (con esas palabras lo explicaron) en la habitación principal, aquella que conservaba los delicados recuerdos de sus padres.
—La formación cultural del occiso, incluso la religiosa, más allá del compromiso devoto que López Huidobro mostrara en vida –agregó el psiquiatra en jefe–, incorporaba raros sentimientos filiales que se amalgamaban con cierta perspectiva incestuosa.
Advertido antes del cónclave por el propio “Pérez y Pérez”, el psiquiatra forense hizo absoluta reserva de detalles de la sexualidad del jefe muerto, incluso aceptó que eso de “cierta perspectiva incestuosa”, fuera retirado del informe escrito.
—¿Y cómo se explicaba la aplicación de amarres en manos y piernas? ¿Si el hombre se apagó sin resistencia, a qué sujetar las extremidades cuando estaba incapacitado de toda reacción?
—Rito –explicó el psiquiatra–, un acto ritual. Las ataduras tuvieron un significado que no estuvo vinculado al temor de que la víctima reaccionara, algo que, como dejó establecido sin matices la autopsia, no habría sido posible por la inoculación masiva de la droga líquida.
—¿Una señal? –reflexionó el psiquiatra observando el rostro impasible de sus oyentes–. Posiblemente. Aunque alguien dijo “un regodeo”, “un regodeo innecesario”.
—¿Y una simulación? –dijo “Pérez y Pérez” desconcertando a la audiencia.
—Interesante reflexión –aprobó el psiquiatra forense el comentario–. Pero ¿qué simulaban?
No hubo respuesta. “Pérez y Pérez” adquirió una actitud de distracción, eludiendo el enigma que él mismo había propuesto. López Teghi, en cambio, contempló sonriente la escena que quedó planteada.
—Bien pudo tratarse de la manifestación de la satisfacción de quien pudo ejercer el dominio completo del otro, que ya no representaba más el poder absoluto y la impunidad sistemática. –Continuó el psiquiatra con su elucubración.
—Perfecto. –Lo interrumpió “Pérez y Pérez” algo cansado de las digresiones teóricas–. Las hipótesis se presentaron de manera excelente. ¡Ustedes son lo mejor que tenemos! Vamos a esclarecer esto a como dé lugar. Y avanzó en los interrogantes buscando profundizar las tesis expuestas por los investigadores. Reparó en que la muerte del oficial sugería la presencia de un equipo de penetración y limpieza experimentado. La prolija disposición del cadáver dentro del freezer, con sus manos y piernas amarradas con energía, pero con esmero, la posición del cuerpo como reposando en meditación a varios grados bajo cero, la extrema limpieza de la escena del crimen, etc., permitían sospechar que solo un grupo de tareas muy experimentado hubiera podido completar con tal precisión la empresa. Si así no fuera, dijo “Pérez y Pérez” con tono admirativo, había que prodigar alguna admiración a esos homicidas improvisados. Un equipo de tales características se sabía con precisión qué instituciones podían entrenarlos. Diosdado quedó también a cargo de esta compulsa con las otras agencias de Inteligencia. López Teghi prefirió la mesura en esa oportunidad. No necesitaba impugnar otra de las medidas dispuesta por su par. Buscaría con su gente respuesta a ese interrogante, aunque él estaba convencido de que no existían tales equipos en este crimen.
—Nos queda pendiente el asunto del rollo en la boca. –Dijo antes de retirarse de la reunión. A esa altura se lo notaba fatigado, como distraído. Tal vez pensara en el rosario. Ese aún estaba vivo y latía con toda su sangre desde el fondo del río donde se perpetuó.
—Llevará algún tiempo completar ese estudio. –Sostuvo uno de los investigadores abocados a esa tarea.
—¿Y usted qué presume? –Preguntó suspicaz.
—Señor, debo confesar que es el asunto que menos me convence. –López Teghi celebraba esas palabras.
—¿Por qué lo dice?
—Porque es inculparse directamente. Quien lo haya hecho sabe que más tarde o más temprano, vamos a deducir qué significa ese rollo en la boca del coronel. Y, por lo tanto, vamos a saber quién o quiénes fueron sus asesinos. La lógica del homicidio nunca sugiere revelar la identidad del homicida. Siempre se trata de ocultar a el o los autores materiales e intelectuales. Salvo que se desee deliberadamente dejar establecido, sin lugar a dudas, quienes y por qué cometieron el asesinato. O establecer una competencia intelectual contra los investigadores. No creo que sea el caso, no estamos ante un asesino que desafía la inteligencia de la ley y sus investigadores.
La reflexión del experto planteó una duda legítima que solo López Teghi celebró. “Pérez y Pérez” ordenó a Diosdado informar de manera sintética sobre los resultados de los interrogatorios. El muchacho de inmediato reseñó lo sabido. El encargado del edificio fue el primero en ser convocado a brindar explicaciones. Era personal de la Agencia, y en calidad de tal integraba su planta permanente. Hacía años que se dedicaba a la seguridad del edificio.
Silverio negó conocer a la mujer, aquella que ingresó ese viernes al edificio. Él no podía ni debía inmiscuirse en ningún aspecto de la vida privada del coronel, quien era, por su grado, un superior suyo. Por lo tanto, nunca estaba pendiente de quién concurría a visitarlo. Explicó, además, con rostro adusto que nunca antes la había visto ni sola ni acompañada, e ignoraba por qué tenía una llave de la puerta de entrada. Sostuvo que él llevaba un cierto control de las llaves que disponían los propietarios. Fue política de la casa, ha pedido justamente del coronel, impedir la proliferación de llaves por seguridad.

Diosdado realizó una discreta compulsa con los vecinos, para saber si la misteriosa visitante era amistad de alguno de ellos. Se les hizo ver un pequeño fragmento de la filmación, en el que se podía apreciar de cuerpo entero a la intrusa, aunque no su rostro. Todos negaron conocer a la mujer. No se trataba del familiar de ninguno de ellos y tampoco reconocían amistad con la dama. Salvo la vecina más cercana al departamento del coronel, todos fueron interrogados. La anciana, que habitaba el departamento “A” del primer piso, estaba hospitalizada; casi llegando a los noventa años, su salud era muy precaria.
Los ansiosos vecinos preguntaron a los investigadores si el ingreso de esa mujer se vinculaba de algún modo a la inesperada muerte del hosco vecino. Diosdado, que dirigió la compulsa acompañado de otro interrogador con mayor experiencia, negó toda vinculación. La interpelación era de rutina, explicó.
Sostuvieron que, hasta donde sabían, el coronel había fallecido por una falla cardíaca inesperada, pero no extraña a hombres de su edad y agitada vida laboral. Si había ocurrido en brazos de una bella mujer, hasta se podía decir que tuvo una buena muerte. Las mujeres no encontraron muy aceptable el comentario, en cambio, los hombres, todos mayores, sí.
En verdad, la vecindad no tenía ni la más remota sospecha sobre los vicios del muerto. Las pocas veces que lo habían visto, siempre se presentaba alineado, envuelto en perfumes y en estado de lucidez. Solo su vecina del departamento “A” tenía otra percepción del propietario del departamento “B” del primer piso. Su opinión se la hizo conocer al fiscal de la causa de manera detallada.
Diosdado, en tono amable, a cada uno le preguntó si notaron algo fuera de lo común esa tarde o esa misma noche. Un movimiento. Unas palabras. Unas sombras. Todos negaron. Solo un vecino escuchó cantar en el primer piso, bien entrada la madrugada. Al oír la canción, no pudo precisar la letra, ya que la voz sonaba más a un susurro por la lejanía, y creyó sinceramente que su sentido lo engañaba. ¿Quién cantaría a la madrugada en el primer piso? Sarita estaba internada. Del huraño propietario del “B” ni le conocía la voz y por los comentarios que le llegaban de él, no parecía de aquellas personas que se pusieran a vociferar una canción en plena noche. Por eso desistió de brindar ese testimonio. No fuera que resultara cierto aquello de que “todo lo que usted diga será usado en su contra”. No quería un disgusto. No necesitaba proponerse como un solucionador de muertes dudosas. Mejor callar y callar para siempre. Eso fue lo que hizo.
“Pérez y Pérez”, antes de retirarse, dejó un interrogante.
—Hay algo que me molesta y mucho. Como son hombres de ciencia, tal vez puedan ayudar a quitarme este fastidio que me inquieta todo el tiempo.
Por lo que ustedes me dicen estamos ante un homicidio organizado. Hasta novelesco. Mujeres hermosas. Drogas cavernícolas. Heladeras mortuorias. Agujas magistrales. Un muerto en su propia casa, limpiada con esmero, cuidando con pulcritud hasta el más insignificante de los detalles. Todos los datos recolectados por ustedes durante la investigación inicial, consolidan la hipótesis de un crimen organizado, una operación llevaba a cabo por elementos experimentados habituados a seguir el protocolo de la muerte. Si no fue así, entonces señores, estos asesinos bisoños merecen mi más elogiosa alabanza, antes de ajusticiarlos, claro.
Ahora bien. Tenemos testigos y muchos que vieron entrar al edificio a una mujer. Rubia, vestida de blanco, de capelina también blanca, calzando unos zapatos de altos tacos aguja, una mujer que se presenta excitante, oronda. Una orgásmica exhibición impúdica de sensualidad. Diciendo: “¡Mírenme! ¡Aquí estoy! ¡Voy a coger con un coronel! ¡Y a drogarme con Juana de Arco! ¿Gustan? ¿Quieren? ¿Precisan?”
Pero nadie vio a tal mujer salir. ¿Cómo puede ser? Primero todos la ven llegar. Segundo nadie la ve salir. ¿Salió? ¿Realmente salió del edificio? ¿O saltó de un edificio a otro como un siamés, una langosta? ¿O desapareció como un humito? ¿Se travistió? ¿No debieron su o sus cómplices silenciarla? ¿Ahorcarla? ¡Degollarla como a una gallina para que nunca pudiera hablar! ¿Habrá sido así? ¿La mataron y está guardada en otro freezer? ¿Qué pasó con ella? ¿Hay alguien que me pueda explicar esto que me da vueltas en la cabeza todo el tiempo? Cómo pudo escapar de la escena del crimen…
Los peritos enmudecieron. López Teghi sonrió con discreción. Se mordió los labios para no hablar. El silencio bochornoso solo se interrumpió por el repique estridente de unas campanadas de WhatsApp, que irritaron como nada la sensibilidad nerviosa del jefe purificador dedicado a los cuidados del Olimpo. Al oír el rebato de campanas hizo un gesto de sorpresa.
—¡Diosdado! ¡Muchacho! –exclamó paternal.
—Acá señor. –Respondió al llamado de su nuevo jefe, levantando una mano.
—¿Qué le sugieren esos sonidos?
—A una iglesia, señor. Al llamado en mi infancia a la misa.
—No, no. Nada que ver. Deje su infancia a un lado, deje sus misas a un lado. Piense Diosdado, piense.
—Como usted diga, señor.
—Y estudie… estudie historia, estudie literatura, estudie psicología, estudie la conflictiva mente humana, su multifacética producción cultural. Todos ustedes deben estudiar más. Hay que estudiar la historia, muchachos, hay que estudiar el arte. Se los repito a todos ustedes en cada oportunidad que se presenta: deben estudiar historia, literatura, música, ciencia, arte, ¡todo! –su voz alcanzó el tono de reproche–. ¿Saben por qué? Porque el enemigo me estudia, me interpreta, repara en mis gustos, en mis miedos, en mis dudas, me disecciona como a un pajarito. Entonces yo debo estudiarlo para conocerlo y solo si lo conozco realmente podré derrotarlo. No sean holgazanes, lean a Sun Tzu. Él lo dice mejor que yo.
La cultura es un vehículo para el entendimiento del comportamiento humano. Amor, odio, venganza, castigo, nosotros manipulamos la mente, manipulamos los sentimientos, y eso no se puede lograr sin un profundo y vasto conocimiento de la producción humana. Sean profundos si no serán derrotados.
Volviendo la vista sobre Diosdado le preguntó con cierto gesto de ironía.
—¿Así que a usted le sugieren esos sonidos al llamado a la misa en una iglesia?
—Sí, señor.
—¿Sabe qué me sugiere a mí?
—No, señor.
—A Hemingway. Me corrijo, a John Donne.
—Perdón señor, conozco a Ernest Hemingway, pero no a John Donne –asumió Diosdado su desconocimiento literario.
—¿Alguno de ustedes sabe por qué cito el nombre de John Donne? –Un hombre que estaba casi al fondo del salón, levantó su mano pidiendo la palabra. “Pérez y Pérez” reparó en él y lo invitó a hablar.
—Porque justamente con el título de un poema de John Donne “Por quién doblan las campanas”, Hemingway tituló su famosa novela.
—¡Correcto! ¡Correcto! ¿Y qué les sugiere el título del poema de John Donne? –preguntó dirigiéndose a todos los presentes.
—Sugiera una recomendación, un llamado de atención, señor –afirmó sonriendo francamente el mismo hombre que conocía el poema de Donne en la novela de Hemingway.
—¿Le gustaría decirnos a todos los aquí presentes esa recomendación?
—Todos somos parte de la Humanidad. Todos y todo está vinculado por nuestra condición humana. Si un pedazo de tierra es arrancado por el mar, todo el continente sufre. Si un hombre muere, la Humanidad muere y de algún modo, como soy parte de esa Humanidad, yo también muero. Si el coronel fue asesinado de alguna manera todos y cada uno de nosotros también lo hemos sido. Por eso Donne cierra su poema afirmando “No preguntes por quién doblan las campanas, porque doblan por ti”.
—¡Maravilloso! –Exclamó “Pérez y Pérez” como si estuviera verdaderamente afectado por un estado de embelesamiento–. Y usted, Diosdado, ¿qué cree? ¿Por quién doblan las campanas?
—No lo sé señor… ¿Tal vez doblan por el coronel muerto? –Respondió timorato esperando algún signo de aprobación de parte de su jefe–. ¿Por la misteriosa mujer de la que nos habló? –No se atrevió, por ninguna razón, a decir “doblan por mí”.
—¿Cree realmente eso? ¿Suenan por todos menos por usted? –Le respondió “Pérez y Pérez” con tono inquisidor.
—No estoy seguro, señor.
—Entonces, está inseguro.
—Sí, señor.
—“Quien inseguro tiene miedo, convoca a la desgracia”. Téngalo en cuenta.
—Así lo haré, señor.
—“¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe? ¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?” –Pérez y Pérez recitó ensimismado. Con paso lento y repitiendo esos mismos versos se retiró del salón sin saludar a nadie.
El muchacho guardó sus anotaciones en su portafolio y mantuvo una discreta sonrisa nerviosa por el curioso y poético comentario de “Pérez y Pérez”. Algo más alejado, López Teghi entrecerraba los ojos, y murmuraba algo sobre el sonido de unas campanadas apenas perceptibles.

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