La venganza de los Pérez, cap. 2 – «Inocencias»

II


Inocencias

Marlene nunca negó su pertenencia al gran sistema de Inteligencia que imperaba en el país. Por el contrario, relató una lacrimógena historia sobre su desgraciada vida desde niña y su sometimiento a una red de trata y tráfico de drogas que pertenecía a la Agencia de la que solo saldría muerta. Un ejército de “liquidables” en estado de disidencia esperaba la llegada de la nueva buena para servir a una causa por la que valiera hasta el sacrificio menos esperado.
“¿Y entonces?”, preguntó Bado luego de escuchar la fábula. Marlene, quien parecía cifrar alguna esperanza en promover un estado piadoso en su joven contacto, se deprimió al oír la respuesta –tal vez pensó “estoy perdida”–, y prefirió conservar el silencio y la calma.
Un coro de tragedia le repetía sus advertencias a Bado, cuando sonaba la vocecita humillada de la muchacha:
“Ten cuidado Bado. / Los lobos adquieren apariencias extrañas / En las noches oscuras / Para devorar furtivos / Se esconden en los humanos límites estrechos / de frágiles sentimientos / Porque no pueden ser el amor / Solo las muertes entregan / Luego de saborear la carne humana / Húmeda y fresca / El hombre es el lobo del hombre”.
La advertencia salía así del coro de tragedia y se elevaba al método de la razón. Cuando su pensamiento se despejaba, repudiaba esa pretensión de equiparar su logia (la de los relicarios dedicados a custodiar la esencia de la patria), con una de supuestos “liquidables” en estado de disidencia, y se desentendía de esas lágrimas que se asomaban indecisas de los ojos vacíos de la muchacha.
Los más avezados habían escuchado hablar de la divina red y de sus miembros “liquidables” que hacían correr información falsa para que el enemigo cometiera errores que lo condujeran al fracaso. Su destino era la muerte, fuera por la mano del enemigo que descubría el engaño, o por la propia, porque pasaban a ser considerados posibles traidores confabulados con los infieles. Era una artimaña siniestra del propio sistema.
La monserga de la muchachita ¿podría tratarse de un mensaje de los “liquidables” que, disconformes, amenazaran conjurados la fabulosa maquinaria de mentiras y muertes en que se había transformado ese aparato de alcahuetería alimentado a sangre humana? Era posible, aunque poco probable que ese fuera el caso. Después de todo, suponían que nadie aspiraba a ingresar a la condición de “liquidable” y morir por nada. La voluntad de no ser descartable podía ser el motor de la disidencia. La disidencia brota donde quiere, como los hongos en la humedad, casi con decisión propia; es una consecuencia inevitable en toda empresa humana. El ser humano es disidente por naturaleza y mucho más si opera su atávico instinto de conservación. Pero esos viejos conocedores sostenían que, en verdad, lo supieran o no, los autopropuestos “liquidables” en estado de disidencia, eran manipulados por los mismos jefes, que los usaban en el proceso de purificación de sus propias filas. Los canibalizaban en tareas menores, los metabolizaban, y luego de asimilar sus energías, evacuaban sus restos, dejando a la intemperie minucias de carne y hueso que alguna vez fueron razones, sentimientos, alegrías y proyectos.
La propalación de su existencia apuntaba a captar adeptos entre desprevenidos relicarios. Por eso el coro trágico repetía su advertencia a Bado. “Ten cuidado Bado con los lobos del hombre”.
Desde que aquellos dos bribones se negaron a cumplir la orden de asesinar a la bandera de las provincias unidas y validaron con sus vidas esa gran desobediencia, la muralla protectora que salvaguardaba al ilustre se osificó. No se había horadado poro alguno hasta entonces, por el que ese artilugio pudiera infiltrarse para alcanzar el núcleo de la logia, que era la perpetuación de la manifestación de la bandera altiva en todas direcciones de la geografía de la patria. Las veces que corrompió componentes de la defensa, su perjuicio quedó reducido a capas superficiales, periféricas, lejos, siempre muy lejos, del objetivo real que era el asesinato de “La Reliquia”; la Orden bicentenaria que se desesperaba de cuchillos o torrentes de antimonio, con que acallar a los demonios del infierno que propalaban independencias y libertades en todas direcciones.
¡Liquidables! Reían los más ante la mención de esos espectros que se ofrecían para acometer osadías individuales (pequeñas venganzas proporcionadas en inofensivas gotas), que no servían para cambiar el curso de los acontecimientos, e incluso ni para aliviar cierto revanchismo que se reproducía promovido por las injusticias con que los poderosos engordaban sus farisaicas riquezas a costa de las penurias de la inmensa mayoría.
Decían los mayores que por los vastos conductos de la Agencia solo circulaba jugo de cloaca y que en ninguno de sus vasos comunicantes podía correr agua bendita. No había que esperar una cálida lluvia de ácido para lavar tantas inmundicias. Las tareas del Hombre solo las puede hacer el Hombre. Hasta entonces, esos brebajes que se ofrecían embriagantes, debían ser descartados del menú de los inocentes. Así, Bado (y otros tantos), no caería en la trampa que le proponía Marlene, más allá de que ella tuviera conciencia o no de ello.
Con su simple cabezazo, Bado aprobó las recomendaciones que sus pares le hicieron. No se trataba de dejarse engatusar con espejitos de colores. Hasta donde se había llegado a consensuar, se trataba de hacerle saber a la Agencia que estaban en perfecto dominio del archivo del pervertido muerto en la mansión del norte. Y que sus anotaciones iban a ir surgiendo a la luz de manera gradual pero sistemática. Sería un interesante corrosivo dejar al descubierto las órdenes de un desquiciado que se entretenía en hacerle incisiones a su arma reglamentaria, con las que inventariaba eyaculaciones y abusos contra su propia hija.
La resolución fue clara y no se prestaba a confusión alguna. La “Orden del día N.º 5” debía ir a manos de un periodista, aunque este no fuera más que un mediocre alcahuete. Y hasta allí era correcto aceptar la relación con la muchacha que se hacía llamar Marlene. Ella prometía vincular a Bado con un periodista interesado en la historia. Todos suponían que esa oferta reclamaría en alguna oportunidad su contraparte. Nadie regala nada. Si ella daba algo, es porque esperaba su recompensa. “Quid pro quo.” ¿Qué pediría a cambio la muchacha? ¿Cuál sería el objeto de su transacción, descartada la colaboración de Bado, quien resultó inconmovible ante las lágrimas de la pequeña sabandija? “Quid pro quo”, le repetían a Bado los más viejos para que supiera ponerse a resguardo de las tentaciones, para que no se dejara seducir por las fatuas promesas de fáciles éxitos. Si las advertencias de los sabihondos no le eran suficientes, el coro de la tragedia volvería a su mente a sonar sus amonestaciones subidas a inmensos coturnos.
Desde el principio de la historia, a los de abajo nada les resulta ni fácil ni gratis. Si padecieron por siglos el combate, ¿por qué esa muchacha, apenas una niña prostituida, una adolescente cocainómana, les iba a allanar el camino a una victoria, aunque solo se tratara de una victoria modesta? Desconfiar de algunas ofertas es un arte que solo se domina con la experiencia.
Luego de un intercambio de palabras, ella se sinceró explicando que el periodista era su ocasional pareja, y que él no estaba al tanto de sus servicios para la Agencia. Mucho menos que se había incorporado a los socavones de la resistencia a la condición de “liquidable”.
Pero no solo propuso el contacto con el mediocre periodista que podría actuar como un involuntario vocero. También ofrecía vincular a Bado con “el amorcito” (así lo llamó, cínica o comprensiva, Bado no lo podía asegurar), que se encamaba con el asesino del suboficial “Pérez”. Un hijo de puta con rango de coronel, que hizo hasta despellejar al compadre como a un animal atrapado por la jauría del grupo de tareas en el tórrido norte, donde la morada centenaria ocultó al ilustre durante casi dos siglos.
¿Y cómo sabía esa niña insignificante del asesinato del suboficial? Cuando Bado se lo preguntó, ella solo se alzó de hombros y dejó escapar una impúdica sonrisita de su boca. A buen entendedor pocas palabras bastan. “Sé más de lo que te imaginás”¸ le dijo y dejó que la intriga hiciera su trabajo en el cerebro de Bado. ¿Qué más? ¿Cuánto más?
— “Al amorcito” le llaman “Dos espíritus” –le dijo Marlene, respondiendo a la pregunta que ronroneaba en su cerebro.
—¡Qué apodo raro! –con redonda carcajada Bado respondió la revelación.
—No es un apodo –lo corrigió la muchacha–, es una condición. Cuando vos quieras, o cuando tus jefes te lo permitan, te lo puedo presentar. Contá con ello, remató sugerente. Hace más tiempo que se sumó a la disidencia. Es de temer, ya vas a conocer su verdadera historia. No le teme a nada porque dice que siempre fue descartable, es “liquidable” por naturaleza.
—¿Y qué interés tendríamos en conocer a la novia de ese hijo de puta? –Marlene sonrió delicada al escuchar las exactas palabras de la pregunta de Bado. El engreimiento no deja atender a las sutilezas del lenguaje. Sus pupilas saltaron a las de Bado y las revisaron hasta en sus menudencias. Luego suspiró aliviada. Reconoció un sentimiento en el fondo de ellas.
—¿Sabés cómo se llama el tipo? –Bado quiso ahondar en la propuesta. Marlene no respondió. Solo movió la cabeza de un lado al otro, negativamente. No lo sabía. Se atenía al libreto que en la base le dieron. No incluía el nombre del supuesto asesino.
“La venganza de los Pérez”, murmuró Marlene como quien no desea que sus palabras sean realmente oídas. “La venganza de los Pérez”, al alcance de la mano, agregó mirando al pocillo de café, mientras revolvía una resaca de borra estacionada al fondo de la tacita. Esas palabras sonaron agudas en el cerebro de Bado. ¿La muchacha habrá captado que rozó una fibra que se estremecía al estímulo del recuerdo del muerto? ¡Hasta le dio título a la provocativa propuesta! “¿Ella podría tener algún verdadero interés en esa venganza?” Bado erraba la pregunta. Ella no tenía ningún interés en esa venganza. Lo promovía en él, y de ser posible, en muchos otros que aún lloraban al difunto atormentado.

Nadie, en la logia, había considerado con seriedad esa posibilidad hasta ese momento. La venganza nunca fue buena consejera en la lucha. Impone pasiones difíciles de controlar, pasiones que acarrean desvaríos, desaciertos, enigmas que se consolidan con la propia muerte. No figuraba en los objetivos de los relicarios.
Bado reflexionó un momento sobre las ofertas. Del enemigo el consejo, se dijo, y dio por terminado el asunto. Hasta la reunión con el periodista tenía permiso de avanzar. La otra proposición, la que lo ponía a tiro del asesino, ni siquiera había sido considerada. Cuando comentó el diálogo, cada uno de los escuchas dio por sentado que era una trampa. Un ida y vuelta desventajoso. “Quid pro quo”. Hoy por mí, mañana por ti. No era negocio. No. Para nada.
Acudió puntualmente a la cita con el amante de su contacto. Hombre entrado en años, lejos estaba de parecer su concubino. Hasta podría ser su padre. Si lo hubiese dicho, se hubiese marchado enfurecido. Detestaba que lo trataran de viejo. Así de estúpido era. Marlene le había dicho que quien sí lo insultaba sin miramientos era su jefe y con él nunca reaccionaba. Le debía mucho más que plata. Le decían Cacho. Marlene hacia revelaciones intrascendentes, pero que alimentaban la intimidad. Un juego calculado.
No sabía por qué Cacho soportaba a su amante si tanta fobia le causaba el solo oír su nombre. Bado especuló con que hay amistades que son así, se soportan por cariños extraños. Los hay y de muy diversos tipos. No hay reglas que regulen esas relaciones. La explicación convenció a Marlene que el muchacho iba cediendo a la confianza.
Se conocieron en un bar. El propio Bado fijó el lugar. “Acacia Negra”, Ceretti al 2700. “Recordá, no anotés”, le exigió a Marlene. El nombre, “Acacia Negra”, suscitó una sombra de palabras al deletrearlo. “Amorcito” desesperaba cuando se mencionaba la palabra acacia. Y veía rodar una cabeza, apartándose del cuello, luego de un desmesurado tajo de lascivia.
Bado reparó en la sonrisa y se disgustó por la liviandad con que la otra se tomaba el asunto del encuentro. “Nada de anotaciones”, ordenó terminante. ¿Por qué le impuso esa condición? Marlene no se animó a preguntar. Fue de jodido nomás. Su jefe le dijo claramente en la reunión que iba a ingresar a la cueva del lobo y de allí era difícil salir sin ser comido. Al terminar lo abrazó y lo besó paternalmente. A Bado esos gestos le dieron miedo.
Pensó que, si esos lobos lo harían cagar a mordiscos o comérselo a pedazos, algún gustito se tenía que dar. Por eso no la dejó anotar. Para joderle en algo la celada. Aunque fuera una huevada.
Llegó temprano a la cita. Repitió como un estribillo las referencias que Marlene le adelantó de su macho. Apellido: Sousse. Nombre: Juan Antonio. ¿Más datos? La Logia lo informó hasta donde pudo. De unos cincuenta años de edad, alto y entrecano, de labios finos, nariz aguileña y ojos claros; malhumorado, díscolo y desprolijo; divorciado en tres oportunidades; padre de una hija que casi no atendía sus llamados.
Sousse se sintió halagado por Dios cuando Marlene le propuso entrevistarse con ese desconocido. Por su iniciativa, le llegaba una historia que bien podía cambiar el curso de su vida para siempre. La besó varias veces salivando sus labios. Cuando Marlene sintió la lengua del hombre dentro de su boca, deseo vomitar, pero se había entrenado en el control de sus reacciones y evitó un incidente repugnante.
De boca del muchacho, Sousse oyó por primera vez hablar de “La Reliquia”. Exageró la fortuna del encuentro fortuito entre su muchacha y el joven aquel de los secretos, quien le llegó con un tesoro al que debía darle forma periodística. Bado sabía que no había nada de mágico en el primer encuentro. No tenía dudas que fue provocado; resultó forzado, casi teatral. Ella tuvo que impedirle el paso para que reparara en su persona y así, mirándolo desde abajo desde su pequeña altura, le pudo decir unas pocas palabras que le indicaron a Bado que no estaba ante un suceso cualquiera. Marlene le tomó sus manos rudas con sus manitas. La aspereza de esa piel tan joven y tan gastada lo distrajo por un instante, hasta que ella dijo con palabras calculadas una oración que acabó en “reliquia”. La miró fijamente y supo al instante de qué se trataba.
Los hombres se saludaron brevemente, pero con amabilidad. Bado habló con mesura, con calculada precisión. El hombre escuchó sorprendido las revelaciones. Se interesó en la narración. Hacía demasiado tiempo que buscaba una historia increíble. Y esa resultaba con todos los ingredientes como para una novela. Tal vez fuera esa la que le permitiera cambiar su destino de fracasos. Con las palabras de Bado creyó que llegaba su oportunidad.
Al terminar la conversación, Bado le entregó la “orden del día”. Le aconsejó guardarla al instante, perderla hubiera sido una insoportable torpeza. “Mirá que es la única que tengo”, le dijo para agrandar la importancia de la fotocopia. Mentira, no era el papel original, y ni siquiera la primera copia. Asustadizo, el periodista la guardó de inmediato, respetando la orden. No pudo ni leerla. Debió esperar a viajar de regreso para hacerlo. Estaba exaltado por el hallazgo.
Sousse propuso intercambiar los números de sus celulares. Bado aceptó. Le arrimó una pequeña hoja de una agenda y le ordenó escribir el suyo. Sousse, siempre esquivo a trabajar de más, devolvió la hojita y propuso dictar su número. Bado no se lo permitió. Le dijo, de mala manera, “anotá el tuyo”. Sousse accedió al pedido. Esperó que el muchacho hiciera lo propio, pero Bado no lo hizo. “Cuando tenga algo que decirte, yo te mando un mensaje de texto”, le dijo indiferente. Sousse prefirió no discutir la decisión de su joven interlocutor. Por lo menos no en esa oportunidad. Habría otras y debía saber ser paciente.
Al llegar al departamento llamó a su jefe, el director del diario en que trabajaba, el mismo de quien Marlene decía que lo salvó en demasiadas oportunidades de sus frustraciones.
Juan Antonio le relató sucinto la versión que el fulano le refirió, casi sin dejarlo pronunciar palabra. Luego, leyó el mensaje manuscrito de lo que parecía un cablegrama o un documento oficial, como una especie de carta documento interna, de una ignota repartición militar.
Cacho quedó impresionado; le supo a hiel lo que escuchó. A Sousse no le fue menos el gustito amargo en la boca que le dejaron el recuerdo del relato de Bado y la lectura de la “orden del día N.º 5”.
El amigo y jefe le previno prudente en qué asunto se estaba involucrando. Le advirtió si había reparado que se trataba de un runrún patético de aparecidos, incesto y muertos, del que poco o nada había sido expuesto a la luz pública.
—¿Estás seguro de que la historia es buena? ¿No te vendieron un buzón? Mirá que meterte con cadáveres, torturadores y milicos, aunque sea en estado de fantasmas, siempre termina en un quilombo.
—No importa Cacho, escuché al pibe y me gustó el bodrio. Verdadera o falsa, estoy convencido de que esta es LA historia que estaba buscando. “La”, con mayúsculas. Hay mucha tela para cortar. Puede haber mucho dinero si la pegamos con la trama. –Y repitió para despejar toda duda–. Esta es LA historia. Ponele mayúsculas. Ponele la firma.
—Le pongo las mayúsculas que quieras, pero ni en pedo mi firma. Ya me mandé la boludez de firmar cuando me casé y me costó mis buenos años y mis buenos pesos. La última vez que puse la firma fue para divorciarme. Desde entonces me juré que no le pongo la firma a nada. Nunca más.
—Pero en esta jugás de ganador. Y si encuentro algo podrido, ¡excelente!, un escándalo para ventilar. Siempre viene bien reventar un grano purulento, a la gente le encanta que un periodista haga reventar algo lleno de pus.
—La gente cree en cualquier boludez que le vendemos. A nadie la importa “LA gente”, con mayúscula, como te gusta decir a vos. A “LA gente”, le importa un pedo si es verdad o mentira lo que le decimos. Compra, vende, permuta hasta el amor. Solo quiere sobrevivir, y si puede agarrar unos buenos mangos, mejor que mejor. Ocupate de que no te revienten a vos, porque de ahí no vas a volver entero –razonó Cacho con tono paternal.
—Convengamos en esto: si me topo con algo turbio vamos derecho a la Justicia. ¿Qué te parece?
—Primero querés que ponga la firma no sé en qué historia y después me mandás a la “Justicia”. ¿Me viste cara de muy boludo? Te lo explico o, mejor dicho, te lo represento. Yo acá –señaló el lugar en donde estaba parado– y la Justicia allá –señaló hacia delante–, a mil kilómetros de distancia. Los jueces son todos corruptos. Los quiero tan lejos como a mi ex. Y los fiscales son peores porque quieren ser más que los jueces. Son más corruptos y traidores. A mí no me enganchás.
—Pero la Justicia es un valor y yo podría contribuir a enaltecerlo. Eso podría valerme algún respeto.
—Falta te haría. –Cacho sonrió irónico cuando Sousse pronunció la palabra respeto–. Vos sabrás en lo que te metés. Después no me vengas a pedir la escupidera como hacés siempre. Y por favor –agregó amonestándolo– aléjate de los vicios, macho, por un par de meses. No te pido una vida de abstinencia, no pretendo que te vuelvas San Francisco de Asís, solo te pido que mientras trabajás en la investigación no te fumes, no te drogues, no te empedes. En ese estado no podés hacer nada. ¿Me entendiste?
—Quedate tranquilo Cacho. No te voy a fallar. No voy a tocar un porro, ni me voy a poner en pedo. ¡Te lo juro! Empiezo una vida nueva. ¡Estoy curado!
—Si… claro. Y yo curado de espanto. No me chupo el dedo. Solo el tiempo que dura el trabajo. Después matate si querés.
—¡Te lo juro Cacho! ¡Estoy curado! Por una vez en la vida quiero hacer algo importante, algo que me dignifique como periodista, pero también como hombre.
—¿No preferís cruzar Los Andes a pie? ¿Ir en procesión de culo a Luján? ¿Cruzar nadando con un solo brazo el Río de la Plata? Yo te sponsoreo.
—Por qué no te vas a cagar Cacho.
—Porque para cagadas ya estás vos, Juan. Las mías son así de chiquititas, como las de un perrito, al lado de las tuyas. Vos, haciendo cagadas, sos como el Tiranosaurio Rex. Me corrijo por puro nacionalista que soy, como el Titanosaurio. Dos veces un Tiranosaurio. Así de grande, macho, son tus cagadas, así de grande.

Por un amigo de la infancia designado en las más altas jerarquías de los servicios de inteligencia, su jefe le consiguió una entrevista. Apenas Cacho le refirió el asunto, el jerarca se mostró interesado en designar a un agente para contactar al periodista. A cambio le reclamó un informe detallando todo lo que estaba en conocimiento del cronista.
—Juan –le dijo por teléfono luego de la entrevista con el mandamás–, te conseguí una punta. Mi amigo dice que le interesa tu historia, pero quiere un informe completo. Y quiere pruebas. Pregunta si tenés alguna prueba, algún documento.
—¿Un informe? ¿Pruebas? ¿Te parece? El informe lo escribo, no veo inconveniente. Pero tengo una prueba que prefiero reservar.
—Sin informe no hay entrevista. Sin pruebas no hay entrevista.
Sousse vaciló un instante. Entregar la única prueba que tenía lo inquietaba.
—No sé qué decirte… –dudó Sousse.
—Que sí, porque si no despedite, no contés con mi ayuda. Arreglate solo.
—Está bien –accedió apremiado–. El informe te lo mando a tu email y vos se lo reenviás. El documento te lo llevo en persona a la oficina.
Cacho comunicó la respuesta de Sousse. La réplica llegó de inmediato. “No”. “Por email, no.” “Manuscrito”. Y la prueba, “original, nada de copias”.
—¿Entregar el original de la prueba que tengo? –Se quejó Sousse a su jefe, pero sin demasiada convicción.
—“Tómalo o déjalo”, ratón paranoico. Tómalo o déjalo, vos decidís. Este tipo no es un boludo, es un capo. Nunca habla al pedo y no cambia de opinión sin una razón muy consistente. Si te pide un manuscrito y el original del documento que decís tener, es porque “ESO QUIERE”. Con mayúsculas, como te gusta a vos. Quiere eso y no otra cosa. Vos decidís.
Juan Antonio cumplió con el pedido. El informe no era demasiado largo. Incluso Cacho creyó que era insuficiente. La prueba, la “Orden del día N.º 5…”, inequívoca. Se trataba de un formulario oficial de la Institución en el que se solían indicar las órdenes diarias para cada subordinado.
El contacto respondió sin dilaciones al envío. Señaló que estaba satisfecho con el recado. Y felicitó por el documento aportado como prueba.
Pocos días después de recibir el manuscrito y la “Orden del día”, le presentaron a Cacho a un integrante de la Agencia que estaba abocado a conocer esa historia que se presentaba llena de interrogantes y perversiones. Se presentó como asistente del Dr. López Teghi. El hombre en la primera entrevista se mostró escéptico.
—¡Lopecito! ¿Cómo anda Lopecito? –Con excedida familiaridad, Cacho preguntó por el jefe del burócrata enviado para arreglar las formalidades del encuentro con Sousse.
—El Dr. López Teghi está bien y le hace llegar su saludo.
El enviado esperó unos minutos para proseguir con su encomienda.
—Cacho… –le dijo ceremonioso–, ¿te puedo llamar Cacho? ¿Te puedo tutear?
—Seguro, che. Tenemos la misma edad, año más, año menos.
—Eso que le informaste al Dr. López Teghi es un dislate. ¿De dónde sacaron esa historia? ¿Y esa “Orden del día N.º 5: Escarmiento ejemplar”? ¿Quién va a matar a golpes a la esposa y dejarlo asentado en un formulario oficial? ¿No te parece ridículo? ¿Extravagante?
—Yo qué sé… ¿Viste cómo son estas cosas? Aparece un testigo, nuestras famosas “fuentes”, dice alguna cosa interesante, muestra un papelito que jura que es verdadero, dice otras tantas boludeces. Se investiga, se descarta… En fin… A mí me parece que deberíamos dejar que Juan investigue, escriba y vamos viendo. No perdemos nada.
—Como vos quieras. A nosotros siempre nos interesan todas estas fábulas que se difunden sobre nuestro trabajo –y agregó intrigante–, ¿tu periodista es bueno?
—¡Uf! Buenísimo.

Desde que se encomendó a la investigación, Sousse se había casi obsesionado con los personajes de los que fue tomando conocimiento. Así le ocurría siempre que encaraba una investigación. Se alucinaba con ella durante un período que podía ser más o menos extenso, hasta que los vicios lo devolvían a la holgazanería.
Estaba seguro de que “La Reliquia” era una fantasía, una especie de fantasma del fondo de la historia que un prestidigitador de ideales buscaba manipular para lograr por la vía del ridículo la total defenestración de sus seguidores.
Una parte sustancial de la dirigencia política y militar pretendía descartar desde hacía dos siglos aquellos afanes independentistas a los que achacaba todas las desventuras que la nación había atravesado, desde revoluciones hasta revueltas y puebladas, todas inspiradas con el objetivo de subvertir el orden natural de la sociedad. Sin embargo, los sucesivos fracasos en los intentos de destruir esa vocación de emancipación, los convenció de que no había nada que perder si incorporaban un espanto, una especie de pelele misterioso, que les diera la oportunidad de manipular la información a su antojo, para provecho de sus necesidades sectoriales, de enriquecimiento espurio y para establecer una base ideológica adocenada y dócil. Todo podía resultar útil, si servía al objetivo de alcanzar un marco razonable de perpetuidad del orden social, económico y político establecido y concretar la vieja aspiración de transformar a la nación en una “colonia digna y próspera”, una nación con “un carácter simpático y armónico con las grandes aspiraciones del siglo”, e ingresar “de lleno en la historia contemporánea con una misión brillante”, que atrajera “hacia ella las miradas del universo civilizado”.
La estructura argumental de la maniobra bien podría inspirarse en Orwell y su magnífica sentencia: “Quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro”. Sousse no dudaba que, en última instancia, de eso se trataba. Una gran manipulación. Las finalidades últimas de esa mitología estarían por verse.
Cuántas maquinaciones vio a lo largo de su carrera profesional solo destinadas a distraer a la opinión pública (“la gente cree en cualquier boludez que le vendemos”, le repetía Cacho en cada oportunidad que se presentaba). O a espantar a aquellos que se dedicaban a hurgar los repliegues del poder, en los que suele acumularse una mugre vitalicia.
Pero ese informante, el misterioso joven que le presentó Marlene, cuyas revelaciones le habían resultado espectaculares, mencionaba oscuros protagonistas propios de un verdadero best-seller. Agentes contra agentes, espías contra espías, sicarios contra sicarios. Poder, sexo, muerte, todos ingredientes indispensables para las apetencias de audiencias, siempre dispuestas a disfrutar con las impudicias de personajes públicos, significantes o no. ¡Y ese documento! Que sorprendió hasta a Cacho, siempre escéptico (“¿Esto será cierto, che?”, le dijo asombrado cuando leyó el formulario manuscrito, de perfecta caligrafía). La “Orden del día N.º 5: Escarmiento ejemplar…”, que, de leerla nomás, le daba escalofríos. Si hasta podía sentir el crujido de huesos rompiéndose por la golpiza notariada.
Juan Antonio no soñaba con premios y distinciones. Esos estaban a una galaxia de distancia de sus virtudes. Pero una buena crónica, una historia sustanciosa, aunque más no fuera, compensaría en algo un largo período de trabajos intrascendentes y una mediocre performance laboral. Aunque siempre quiso brillar como autor de una novela. No una cualquiera, una gran novela que trascendiera por sus valores literarios a la posteridad. Pero nunca pasó del deseo. Las veces que lo intentó, el proyecto quedó varado en la segunda hoja. Cuando sus ocasionales parejas se lo reclamaban, se justificaba diciendo qué difícil que era escribir una novela sin ser un escritor profesional. Retomaría el intento una infinidad de veces, seguidas de otros tantos abandonos. Pero esa vez sería la definitiva. Se lo prometió a sí mismo con el convencimiento de una fe repentina. Dejaría los vicios. Viviría junto a Marlene (la minita que le devolvía la autoestima a fuerza de citrato de sildenafilo), y escribiría una novela a la altura de las mejores. Le prometió a la muchacha escribir una ficción en la que amores y odios, fidelidades y traiciones, grandezas y miserias, se fundirían en un relato que integraría la ficción, la historia y la novela policial. Y cuando imaginaba el éxito que alcanzaría su obra, abrazaba a Marlene con todas sus fuerzas, lleno de esperanzas en un futuro diferente. Cuando estaba eufórico, besaba a Marlene en la boca y le introducía su lengua tabacada. Marlene se retorcía de asco, contorsiones que Sousse imaginaba sensuales.
El llamado que recibió esa tarde en su casa y que lo obligó a abandonar la calidez de la cama que compartía con la joven, fue terminante. Su jefe le informó sobre la entrevista concertada.
—¿Estás sobrio, che?
—¡Qué decís boludo! ¡Claro que estoy sobrio! ¿Cuánto hace que no tomo? ¿No te lo prometí?
—“Vanas promesas, vanas promesas, que son como las hojas que el viento se llevó.” ¿Porro? ¿Nada? ¿Merca? ¿Nada? ¿Pedo? ¿Sobrio?
—Nada de nada, te lo juro por mi hija.
—¡No, por favor! ¡Pobre criatura de Dios! No jurés por tu hija. No lo soporto.
—¿Llamaste para verduguearme? –Sousse pasó a modo altavoz su celular. Marlene escuchaba entre sueños.
—Está arreglada la entrevista que pediste. Solo decí que la conversación se convino con Fausto. ¿Entendiste?
—¿Fausto? ¿Qué hiciste un pacto con el diablo? –Preguntó Sousse para parecer agudo.
—Si… boludo, con el mismísimo diablo, porque a vos Dios no te quiere ver la geta.
—¿A quién voy a entrevistar? –Preguntó disimulando su fastidio.
—Ni idea. Solo me dijeron que ahí te va a recibir una persona que va a ser tu contacto a partir de ahora. ¿OK?
—OK. ¿La dirección es la que figura en la tarjeta que me diste el otro día?
—La misma. Portate bien. No te chupés ni te porrees antes de hablar con el fulano ese. Por unas horas no metas la nariz en ningún polvo blanco. Ni harina Blancaflor, ¿entendiste? Y cuando terminás, venite urgente a verme, voy a estar en la redacción. Suerte. No hagás cagadas. –El jefe terminó la llamada abruptamente.

—Suerte… Suerte que no te mandé a cagar… – Refunfuñó Sousse, disgustado por la referencia a su alcoholismo crónico, su hábito de porrearse con regular frecuencia y otros vicios. –Me aconseja como si fuera abstemio y solo fumara cigarrillos con filtro. Pelotudo de mierda…

Hacía bastante tiempo que no sentía un entusiasmo semejante por una entrevista. Todas las últimas resultaron insulsas, predecibles, inconsistentes. Pero esta podría ser un hallazgo. La profesión de su entrevistado era inquietante, llena de acertijos. Mientras caminaba hacia el subte, las manos en los bolsillos y el cuello del sacón alto tapando el pescuezo, no podía dejar de evaluar la posibilidad de que todo resultara en un malentendido. No había faltado la oportunidad en que un excelente reportaje terminaba en un enredo de comedia, con personas que poco o nada tenían que ver con el asunto que se investigaba. Pero si la entrevista, en efecto, se concretaba con la persona correcta, tal vez podría organizar una trama apetitosa que le diera el pie para una historia vendible. Incluso para su soñada novela magistral.
En la estación Agüero tomó el subte. Combinó en 9 de julio con la “C”. El pasaje no era muy numeroso, viajó sin apretujarse hasta la asfixia, como solía ocurrir en las horas de mayor movimiento.
Llegó a Constitución en alrededor de treinta minutos. Era una tarde-noche nada apacible. El cielo se derrumbaba torpemente hacia el río. Aborregado en negro-gris al borde de una oscuridad que se reservaba algo de un rojo que sospechaba a sangres de inocentes. Lloviznaba una aguanieve que raspaba como lava maliciosamente helada. Sus agüitas se evaporaban al roce constante del viento. La ventisca agregaba sus malos modales y golpeaban sus alfilerazos con empeños de tormentos y hacían doler al tocar la piel. Sousse estaba aterido de frío. Hacía muchos años que no soportaba el esfuerzo del frío.
Desde Constitución hasta la casa de departamentos en donde debía realizarse la reunión lo separaban varias cuadras. Salió de la estación por la gran puerta que daba a la Avenida Hornos en dirección a la calle Brasil.
Bajó la escalera mirando a un lado y otro, esperando no ser sorprendido por algún punguista que lo tomara desprevenido. Llevaba un attaché pequeño de cuero negro y, dentro de él, un grabador digital Sony ICD-AX412F. También su IPad Pro, un obsequio que recibió con motivo de su cumpleaños.
Remoloneaban a esa hora todavía las pirañas que afilaban sus dientes para los próximos atracos. Era una bandada de 10 o 12 mocosos mugrientos e insolentes con los labios y las manos llenas de quemaduras por el consumo del paco que esperaban la noche definitiva para acosar a sus víctimas, en especial ancianos, y robarles dinero o el celular para venderlo luego por unos miserables pesos.
Cuando lograban esquilmar a una víctima, los purretes como zombis corrían por el amplio hall de la estación ferroviaria en dirección a la entrada de la calle Lima, del otro lado del edificio. A escasos metros de la gran arcada de la calle Brasil, donde unos hombres con el rostro cubierto por una bufanda simulaban vender chucherías, ofrecían paco a buen precio. Era la resaca de la resaca. Un narcótico que, al quemarse en una especie de pipeta calentada con finos rizos de acero que emanaba un humo tóxico que, aspirado, desintegra las neuronas como si se tratase de apenas unas telitas de cebollas.
Los policías seguían con atención tanto los movimientos de las pirañas, a las que controlaban a puro cachiporrazo, como los de los transas y los oferentes de sexo al paso, controlando que no surgiese una trifulca ente los mismos vendedores de droga, entre las prostitutas y travestis o entre los bandos. Una delgada línea dividía los territorios de cada uno.
Cuando alguna de las partes pasaba la frontera de su territorio e invadía el de otra banda, las peleas adquirían una ferocidad inusitada. A veces, esas bataholas terminaban con algún acuchillado. Las oportunidades en que lograron pactar territorios, las cosas se tornaron casi aburridas, y hasta hacían pensar a los trabajadores que apuraban el paso para poder abordar algunos de los trenes que partían hacia los suburbios de la capital, que por un tiempo la seguridad había mejorado en algo. Los comisarios se jactaban que, de su mano, la ley del mercado básica del capitalismo, la oferta y la demanda, funcionaba sin necesidad de ajustar sus mecanismos a golpes, como debieron hacer en los últimos tiempos con cierta regularidad.
Pero esa tarde-noche hacía tanto frío que nadie quería tener que estar bajo la llovizna, acomodando a garrotazos los desaguisados pecuniarios de los drogadictos, travestis, prostitutas y proveedores de droga.
Sousse se sorprendió de ver pocas prostitutas por el lugar. Las que estaban ofertándose caminaban de una esquina a otra, exhibiendo sus raquíticos cuerpos semidesnudos, atestadas de una anorexia con aspecto de mortaja. Tenían un talante deplorable y peligroso, y no invitaban a los transeúntes a meterse entre sus huesudas piernas y penetrar esa oscura cavidad velluda y onfaloidea que desinspiraba al sexo de cualquier manera. Los que pasaban a su lado, si eran impedidos de avanzar, solían responder con exabruptos. No se sabía si era por los precios que les informaban las mujerzuelas o porque solo los preocupaba volver cuanto antes a sus lejanos hogares. El intercambio, cuando no llegaba a los golpes, terminaba en diatribas violentas y amenazas de ambas partes. Las mujerzuelas harapaban las palabras que, en estado de graznido, sonaban alrededor de los proletarios abrumándolos, mientras huían al trote en dirección a algunos de los andenes donde se estacionaban los trenes con destino a los suburbios ciudadanos.
Los travestis, que habían capitalizado la mayor parte del negocio del sexo barato y rápido, iban y venían exhibiendo sus protuberancias. Algunos lucían como una ruda y oscurecida corteza barbada, sin rasurar por lo menos ese día. Voceaban el precio de un rapidito o un bucal en los baños de la terminal ferroviaria, fenomenal lupanar lumpenproletario, en el que, en más de una ocasión, se había resuelto a navajazos una reyerta sentimental entre homosexuales.
Pero esa noche la clientela era escasa y mal predispuesta; no mostraba interés en aprovechar las ofertas que los travestidos ofrecían.

A escasos metros de la Casa Cuna, unos cartoneros se disputaban un lote pequeño de cajas que un quiosco y una farmacia lindantes habían dejado para que alguno de ellos los aprovechara.
No detuvo su andar ante el reclamo de los que se le aproximaban, fuera ofertando algún servicio o solo mendigando por unas monedas para comprar una botella de alcohol puro para pasar la noche. Cuando alguno de los sin techo se aproximaba demasiado, apuraba el paso bajando la cabeza para evitar cruzar miradas con el ocasional interlocutor. Le había ocurrido en más de una oportunidad, que el intercambio de vistazos lo había obligado a reparar en la expresión de aquellos ojos que lo escrutaban. Una intensa tristeza, una evidente introspección, habían detenido su marcha e inclinado a intercambiar sus puntos de vista con su ocasional compañero.
Pero aquella no era una oportunidad para dejarse llevar por su curiosidad o por algún sentimiento de conmiseración. De ningún modo. Estaba convencido de que si había algo que no debía ocurrir era hacer esperar a su entrevistado. Esa clase de personas podían interpretar un retraso como un desplante y no volver a interesarse jamás en una entrevista como la que estaba propuesta.
Llegó a la dirección escrita en el reverso de la tarjeta que le dio Cacho. El edificio estaba ubicado casi llegando al fin de la cuadra, a metros de la esquina, a la altura del 1200 de la amplia avenida del barrio de Constitución. Repasó el piso y el departamento al que debía dirigirse. Atrás, también manuscrito, el nombre de su interlocutor. Dudó un instante que le pareció enorme. ¿Qué resultaría de toda esa investigación? ¿Era prudente seguir escarbando en los supuestos repliegues tenebrosos de quienes tienen la profesión de verdugos elevados al rango de una secretaría de Estado? Pero negarse hubiera equivalido al fin de su carrera profesional, o al despido con causa; el pretexto justo para que nunca más alguien lo considerase para otro trabajo.
Aspiró profundo el aire frío. Infló sus pulmones que se estrujaron conmovidos por una vasoconstricción que lastimó sus alvéolos más profundos. Exhaló casi con violencia. Tosió con fuerza.
Se frotó las manos amoratadas de frío a las que echó su aliento enfriado, repetidas veces, tratando de insuflar calor de alguna forma. Llamó por el portero eléctrico. Una voz redonda preguntó quién era.
—Soy Juan Antonio Sousse, el periodista que viene a realizar la entrevista como se convino con el señor Fausto.
No tenía otra referencia del fulano, de quien, por otra parte, le parecía hasta ridículo el nombre de fantasía que había escogido. Pero, después de todo, gracias a su intermediación se había concertado la reunión.
—Pase. –Se oyó por el pequeño altoparlante. Sonó la chicharra de la cerradura y con un leve empujón la puerta de hierro y bronce cedió abriéndose generosa, dando paso a un pequeño zaguán que terminaba en el ascensor principal. Un par de metros más atrás, por un pasillo angosto, estaba el ascensor de servicio. Iba al piso 4, departamento 6. Prefirió subir por las escaleras a sabiendas de que llegaría ahogado.
La arquitectura del edificio respondía a dimensiones y estilo en desuso. Paredes muy anchas, medianeras de cuarenta centímetros de grosor, molduras barrocas pletóricas de detalles, generosos plafones de vidrio tallado que iluminaban pobremente por la falta de lamparillas eléctricas.
Escaleras muy amplias de mármoles lustrosos, aunque gastados. El ascensor principal en el centro de la construcción, flanqueado por la escalera que ascendía abrazada al elevador, reptando hacia las varias terrazas que coronaban el edificio.
Escalera y ascensor separaban las dos alas del edificio, semipisos al frente, y departamentos más pequeños al contrafrente. Daban esa particular fisonomía a la construcción que parecía haber sido de gran categoría décadas atrás.
El departamento estaba indicado con una pequeña chapa ovalada, enlozada, con un número en escritura romana. Tocó el timbre.
Un hombre cincuentón, de fornida contextura, abrió la puerta e invitó a pasar a su inocente inquisidor. Una abundante cabellera para la edad, negra, entrecana, algo ensortijada, recortaba un rostro rudo, redondo, de los pómulos hacia la sien y bastante afinado hacia el mentón. Los ojos estaban inquietos y escurridizos, y evitaban que se pudiese descifrar en sus reflejos los sentimientos verdaderos que suscitaba aquella encrucijada.
—Encantado –dijo extendiendo su mano derecha al visitante con delicada cortesía. Se notaba que había aprendido a disfrazar su naturaleza esquiva y desconfiada con ese ropaje de urbanismo edulcorado. A pesar de su tono algo falso, a las personas les solía agradar su amabilidad.
Sousse respondió con parsimonia el saludo. Estaba sereno a pesar de las circunstancias que rodeaban la entrevista. Reparó en la mano aquella, la que estrechó en el saludo. Uñas pulidas, dedos largos, estilizados, con algo de fiereza y algo de finura, una mezcla entre dedos de pianista y de cirujano, capaces de ejecutar una bella melodía o cortar sin vacilar un órgano entero, como quien sesga una flor en una tarde de primavera. Manos ejercitadas en el trabajo preciso y decidido. Pulcras.
—Soy Sousse, Juan Antonio.
—¡Sé su nombre, amigo! ¡Leí su informe! Excelente. Linda caligrafía la suya. No sabe cuánto dice del carácter de una persona su caligrafía. ¡Y el formulario que nos envió! ¡Un hallazgo extraordinario! –Acompañaba sus palabras con ampulosos gestos de aprobación–. Fausto me puso al tanto de todo cuando se pactó la entrevista. En realidad, no fue Fausto el responsable de este encuentro, se lo aclaro. Él fue solo un intermediario de otro funcionario interesado en esta ¿entrevista? ¿Conversación? ¿Cómo la definiría?
—Reportaje.
—Bien. Reportaje. Quien convino este reportaje, como usted dice, sí tiene mando; a él le preocupa la relación con la prensa. Es de los que todavía creen que ustedes son el cuarto poder.
—No será Mefistófeles, ¿verdad?
—¡Ah! ¡El súbdito del diablo que pactó el alma del insatisfecho Fausto, incapaz de ser feliz! ¡La juventud hasta la muerte a cambio de una temporada en el infierno! ¿Usted no aceptaría el trato, amigo?
—Espero no tener nunca que conversar con Mefistófeles.

—“La vida te da sorpresas”, escribió don Rubén Blades. –Burlón, el anfitrión, ironizó sobre esa posibilidad. Sousse sonrió de compromiso. Algo mefistofélico tenía ese hombre con el que se había convenido la reunión.
—Le decía que a nuestro superior le interesa de modo recurrente la buena relación con la prensa. Siempre se refiere a ustedes como ¡el cuarto poder! Así, exclamativamente. Casi con devoción.
—¿No lo somos?
—No, para nada. El cuarto poder somos nosotros. Ustedes han sido absorbidos por nuestra maquinaria, y con el paso del tiempo hasta podríamos llegar a ser el verdadero poder detrás de todas las cosas.
—Vaya perspectiva la nuestra, entonces.
—Si es que ya no lo somos.
Sousse no supo cómo tomar esa afirmación. No parecía una simple fanfarronada. Estaba ante una persona que hablaba con fluidez y seguridad sobre el verdadero lugar que los aparatos de inteligencia ocupan hoy en las sociedades modernas.
—Mi nombre: Inocencio Segni. Como suena, Ese – E – Ge – Ene – I. –Deletreó exagerando la pronunciación y acompañando las sílabas con gestos enérgicos de las manos–. ¡Sea bienvenido!
Sousse hizo una modesta reverencia con la cabeza.
—¿Por qué se muestra con tanta formalidad? Estamos acá para conversar con cierta confianza. ¿No le parece? ¡Relájese! –exclamó con energía y aprovechó el desconcierto de su interlocutor para escudriñar al visitante de arriba a abajo.
—Si la informalidad y la transparencia lo incomodan, usemos “nombres de guerra”, como dirían en la orga revolucionaria. –Sonrió con evidente descaro festejando su propia ironía–. Digamos que me llamo “Pérez”, ¿le parece?
—“Pérez cualquiera” –lo chicaneó Sousse.
—O “Pérez a secas”, como dice alguien que conozco hace algunos años. ¿No viene por esa historieta?
—¿Historieta? Algo así como una historia informal y graciosa.
—Seguro. Muy graciosa. Historia de aparecidos, resucitados, inmortales. Los argentinos usamos una palabra que describe con absoluta precisión este tipo de fantasías que organizamos para pasar el rato. No la voy a usar en esta oportunidad porque no tenemos la confianza suficiente todavía.
—Bueno, me avengo a sus reservas idiomáticas –chanceó condescendiente Sousse, indiferente a la provocación–. Si a usted le parece, mientras dure la entrevista, puedo llamarlo “Pérez”. O al revés, usted me llama “Pérez” a mí. No encuentro inconveniente a ello. En definitiva, no soy Pérez, pero soy un cualquiera, visto desde el vértice extremo de la pirámide de nuestra sociedad.
—No. De ninguna manera. Era una modesta broma. No quise fastidiar su costado populista. No voy a comprometerlo vinculándolo a esa tenebrosa logia subversiva liderada por un saco de huesos y pieles resecas que ustedes inventaron para mejorar las ventas… Y sus currículums…
—¿Nosotros? ¿Quiénes? –preguntó Sousse inquieto.
—¡Ustedes! –reforzó la expresión señalando al periodista con su dedo índice–. Los periodistas, los vendedores de noticias, los canillitas del ciberespacio. Tuiteros, amantes del Facebook, los blogs, troles, y todo eso.
—Pero nosotros no hicimos circular el nombre de una Logia llamada “Los Pérez”. Personas afines a sus obligaciones nos hicieron llegar ese dato. En verdad, reconozco, no sé si existen “Los Pérez”, pero no me va a negar que existen las Logias. ¿Acaso no existen las logias en sus instituciones? –Avanzó Sousse con su interrogatorio.
—¡Seguro! En el ejército se organizan en la escuela de guerra, a nivel de capitanes. Ahí se cocinan todas las logias. Llevan nombres con significado, con historia, con pretensiones. Los del ejército son así. Formales. Circunspectos. Todos conocemos la respuesta del General cuando le preguntaron por qué los militares se levantan temprano. Planifican de acá a cien años. Y después todo sale para la mierda. ¡Perdón por mi lenguaje! –exclamó Segni risueño y provocativo.
—No hay inconveniente. Todos usamos el término “mierda” para distintas ocasiones.
—¡Exacto! Le decía de los nombres augustos de las logias militares. “Lautaro”, “GOU”, ¡“Del Dragón Verde”! ¡Ese sí que era un nombre magnífico para una logia! Un dragón. Pero un dragón verde. Se imagina que impresión doble se llevaría el pobre cristiano que se topara con un dragón, pero ¡verde! Igual no pasó nada. Quedó verde, nunca alcanzó a madurar.
Pero ¿“Logia de los Pérez”?… Una logia que se llame “Los Pérez” ¿no le suena hasta ridículo? –cuestionó–. Salvo que fuera una logia de la perrada. ¡Esos sí que podrían haberse bautizado “Los Pérez”!
En la Armada ocurre algo similar… No es lo mismo porque ellos son de sangre azul, todos masones. “El gran contramaestre… bla… bla… bla…”. Todos quieren fundar la “Logia del gran Nelson”. Admiran al almirante inglés. En fin. Usted sabe. Sabe, ¿verdad? Si no debería estudiar la historia de los masones por estas tierras.
En la aeronáutica no tengo ni idea. –Describió un círculo con su dedo índice, señalando hacia arriba–. Siempre están en las nubes… En la policía, las logias son menos refinadas y hasta hablar de “logias” suena exagerado. Van a los cafés en las esquinas de las comisarías, donde deciden los negocios. Secuestro express, entradera express, asesinato express, los muchachos son “express”, consecuencia de los muchos cafés que toman para dirimir competencias. Luego, menudencias presupuestarias, aumento patrimonial injustificado; tanto para mí, tanto para vos. Nada de estrategia, pura táctica recaudatoria.
Y en nuestra institución las logias no existen, como las brujas. Usted me comprende…
Segni tomó una larga bocanada de aire. El prolongado discurso sobre el sistema de logias lo agotó como si hubiese lidiado con un rudo contrincante. Sousse sonrió disuadido de que su interlocutor, se había preparado para la entrevista con cuidado.
El agente miró con poco disimulado desdén al investigador, y dijo con desparpajo:
—En vez de “Pérez” tal vez prefiere que lo llame con algunas letras. Como si fueran las iniciales de un nombre desconocido. ¿Le parece AB?
—AB me recuerda “AC”. No me molestan las letras, sino el resultado final.
—¡Qué tontería! Lo conmueve una fantasía… Voy a darle un dato tranquilizador: no se dé máquina, AC no existió nunca. Nadie se llamó así: “A” y “C”. Nadie murió de un tiro en la nuca, ejecutado por una suerte de bestias trastornadas que fragotearon en la oscura noche a la vera del oscuro riachuelo, como le contó una misteriosa “fuente”. Un absurdo. –Acomodándose el cabello, miró al cielo reflexivo–. ¡Absurdo! –e insistió con su filípica–. ¿Sabe cuánta pobre gente muere en nombre de otro sin siquiera saber por qué? Pobres tipos que vagan por la calle sin nombre ni apellido, ahora le dicen “en situación de calle”, sin documentos, sin nadie que los reclame. Se elige uno al azar, podría hasta llamarse “Cándido” o “Venancio”, se lo ejecuta, se lo presenta como otra persona, la que debería estar muerta, pero no lo está. Un fiscal y un juez propios cierran la investigación, se incinera el cadáver y chau picho. ¿Vio qué fácil es todo?
Se encogió de hombros sin quitar sus ojos de los de Sousse que vacilaba en sostener la fría mirada de su interlocutor.
—AC, AC, AC –jugó con las dos letras interrogándose–. Muy retorcido. Estrafalario. Dos letras seleccionadas vayan a saber cómo: una vocal y una consonante. ¿Quién podrá decirnos su significado? ¿Será arcade? ¿Asociación civil? ¿Alternanting current? ¿Adenil ciclasa? ¿Quién lo sabe? ¿Usted lo sabe?
—No, claro que no.
—Hay mucha literatura de ficción en todo esto. Es un problema propio de nuestra profesión: la verdad es infrecuente, y cuando se presenta nadie cree en ella. La mentira siempre es reina. Y, además, somos argentinos, que no es poco. Voy a decirle una cosa –señalando a Sousse agregó circunspecto–, la verdad es un problema de la moral. No hay verdad sin mentira. Y la verdad solo surge cuando a alguien se le acaban las mentiras convenientes. Usted, si quiere llegar a buen puerto, debe reflexionar sobre la sustancia de las cosas y no quedarse detenido en su apariencia.
Sousse lo miró sin poder disimular su extrañeza por las reflexiones de su anfitrión. A esos galimatías filosóficos, le adosó una virulenta insistencia en negar la existencia de uno de los personajes que habían motivado su investigación. La afirmación: “AC no existió nunca” y el barullo filosófico, fueron, sin duda, una gran iniciativa para definir la orientación de la entrevista. Lo dijo como quien sostiene trascendentes revelaciones. ¿Cómo creerle? ¿Por qué creerle?
El anfitrión, apoyando su mano derecha en el hombro, lo conminó con un leve empujón a pasar a otro ambiente, seguido al vestíbulo. Más alto por varios centímetros y mucho más fornido, lo observaba desde esa altura con una mirada procaz.
Movió la cabeza en ambos sentidos, como dudando en decir lo que le sugería la dinámica de la conversación y su lengua mordaz.
—Dejemos, por un momento, de lado la historieta por la que vino y ocupa tanto de su valioso tiempo. Ni “Pérez” ni letras por nombres. Así toma una prudente distancia de esos relatos fantasiosos. Me recuerda su nombre.
—Juan Antonio Sousse.
—Juan Antonio Sousse. ¿Su apellido es de qué origen? –preguntó intrigado Segni.
—En verdad lo ignoro.
—Sousse. Sousse. Sousse. –Repitió tres veces el apellido como buscando algo inexplicable. Hizo un gesto de fastidio–. ¿Qué tal si lo llamo Truman? Lo voy a llamar Truman, por Capote. Así lo voy a agendar. ¿Usted es homosexual como Capote?
—¡No! ¡Qué dice!
—Nada importante. ¡No se altere de ese modo! Ser homosexual hoy es casi obligatorio. O por lo menos bisexual. ¡Hasta le dan un documento con otra identidad si es travesti!
—No señor, no soy homosexual ni bisexual. Pero no soy homofóbico.
—¡Qué progresista resultó usted! –Segni rio con desparpajo–. Tengo un conocido que detesta a Capote. Repite como en misa: “Capote muy gay. No me gusta. No me gusta. No me gusta.” Tiene la manía de repetir siempre tres veces las cosas.
—¡Como usted! –exclamó Juan Antonio, tratando de parecer perspicaz.
—¡Lo notó! ¡Qué sagaz, Sousse! –festejó Segni con ironía–. Mi amigo, después que repite: “Capote muy gay. No me gusta. No me gusta. No me gusta.”, agrega: “detesto las exageraciones. Hasta para ser homosexual hay que saber cómo comportarse. Capote era un escándalo.” –Segni miró con desprecio a Sousse.
Usted es de esos periodistas que hacen periodismo literario –y agregó sin dejarse interrumpir– le puedo presentar una ristra de tipos peores que Hickock y Smith. Mucho peores. Todos regulados y protegidos por el Estado. Al lado de ellos, Hickock y Smith serían niños de pecho. “Hickock y Smith”, dos nombres que a mí apenas me sugieren la marca de un laxante. –Rio a carcajadas.
—¿Se da cuenta? –reflexionó–. Aquí, en cualquier circunstancia, nunca falta el apellido “Pérez”, como el de su “logia”, y allá, “Smith”. Los Smith deben ser como nuestros “Pérez”: una peste, una verdadera desgracia.
Sousse sonrió por compromiso. La procacidad del hombre aquel lo dislocaba. No sabía a qué atenerse. Si tomaba su forma llana y hasta risueña de tratarlo, temía entrar en confianza. Si aceptaba un trato ameno con un hombre experimentado en el trabajo de inteligencia, estaba en peligro. No porque esa aproximación lo alejaría definitivamente de la verdad que procuraba establecer. Pero si se dejaba llevar por la impresión agreste que le causaba, suponía que la conversación podía naufragar en detalles intrascendentes. Atinó a preguntar para salir de la encrucijada en que se había metido por sí solo.
—Entonces, ¿cómo debo llamarlo?
—Definitivamente, Inocencio. Ahora, si a sus afanes periodísticos le resulta más remunerativo “Pérez”, llámeme “Pérez”. Acepto, acepto. Así podrá decir: “Yo conocí a un verdadero Pérez”. Después de todo, aceptemos, aunque no nos guste, siempre habrá un Pérez en cualquier lado, y a pesar de cómo usted me considera, me mide, me pesa, me evalúa con su mirada, yo seré aquí nada más que un modesto “Pérez”. Si no lo satisface llamarme solo por el apellido –siguió mordaz– puede llamarme “Juan Pérez”.
—Después del ratón Pérez, usted sería el Pérez más interesante que conocí en mi vida. Aunque para mí se trate solo de un Pérez de ocasión. –El hombre rio con energía. Soltó una gruesa carcajada que sonó por todo el apartamento con fuerza, festejando la ocurrencia de su entrevistador.
—Una ganga de Pérez, ¿no? El sentido del humor es siempre un buen vehículo para el entendimiento. Usted y yo nos vamos a llevar todo lo bien que permitan estas circunstancias.
—Nada de Pérez, entonces. Agéndeme como Inocencio Segni. Como suena: Ese – E- Ge- Ene – I. ¿No es original?
Ingresaron ambos en la sala contigua, en la que una vieja mesa ovalada encerada con cuidado ocupaba el centro del ambiente. Tenía su borde grabado con delicados detalles. Su pie, al medio del óvalo que describía la mesa, como un grueso pedestal trabajado reproduciendo imágenes de dioses griegos, aseguraba el tablado horizontal que estaba dividido en dos partes deslizables. En medio, una elegante ponchera de cristal tallado, descansaba sobre una delicada carpeta confeccionada con hilo de Holanda, finamente trabajada.
Una docena de sillas, que no se correspondían con la carpintería de la antigua mesa, estaban prolijamente distribuidas alrededor del mueble. Se trataba de una sala de reuniones amplia pero austera.
—Aquí funciona nuestro estudio de abogados –dijo el dueño de casa–. Civiles, comerciales, penalistas… Si alguna vez está en problemas, dígale a Cacho que hable con Fausto para que lo contacte con nosotros y lo salvaremos de toda contingencia. Como dice la propaganda “caros, pero los mejores”.
—Lo tendré en cuenta –respondió Sousse con cierta resignación–. Espero que nada en mi vida necesite del concurso de abogados.
—Nunca se sabe… –dijo insinuante–. Hay gente que atrae a los problemas, como si fuera un imán humano. Y otros son especialistas en crearlos al prójimo. Se lo digo por experiencia. Mejor estar a cubierto.
—¿Ustedes de qué lado del problema se ubican? ¿De los que lo solucionan o de los que los crean? –ironizó Sousse algo más relajado.
—De los dos. Estamos en esa zona del sistema estatal que nos permite ser juez y parte. Crear problemas y resolverlos, a veces no de la mejor manera, pero no tiene nada que temer.
Por un instante las miradas se cruzaron, pero sin desafío.

—Me dijo que AC nunca existió, o por lo menos nadie se llamó de ese modo. “Podestá”, ¿tampoco existió? –interrogó Sousse sacando a su interlocutor del estado de simple observador en que había caído llevado por el curso de la charla.
—En efecto. Pero antes de proseguir, ¿no quiere sentarse y compartir un café?
—Sí, le agradezco. Lo necesito. Cargado. Hace mucho frío.
—Cafeína, mucha cafeína, ¿no? Acelerar las pulsaciones y cargarse de adrenalina. Sublime, Truman, sublime. Usted es un sibarita de las emociones. ¡María! –gritó llamando. Una mujer mayor salió de la amplia cocina y preguntó en qué podía servirlos.
—Tráiganos dos cafés –ordenó casi sin mirar a la mucama–. Uno bien cargado, para el amigo. Necesita cafeína extra.
—Siéntese, por favor –invitó al visitante cortésmente–. Bueno… –suspiró melancólico–, volvamos a lo nuestro.
—Me estaba diciendo que tampoco existió “Podestá”.
—No, no existió ni existe nadie en el nomenclador con ese nombre. Por los datos que usted me envió en ese escrito, a mí, y solo a mí, –subrayó estas palabras con tono decidido– me sugiere que se refiere al coronel López Huidobro. Arancibia López Huidobro, para ser más exactos. La breve historia que usted relata en su informe contiene un dato que me propone el nombre de ese coronel. Pero se trata de solo un dato que, incluso para usted y todos esos pretendidos investigadores, pasaría ciertamente desapercibido.
—¿Ese misterioso dato remite a los años de plomo?
—No. Por el contrario. Nada más alejado de aquello. Además, de esa época no haremos ningún comentario. Es de mal gusto, estamos en democracia. ¿Para qué seguir revolviendo el pasado? Dejemos atrás el pasado. Como dice el Comandante en Jefe: “hay que mirar para adelante”. ¿Me comprende? Hay que trabajar por la unidad de todos los argentinos. Hambre cero, memoria cero, rencores cero, todo cero. Cero. La nada, como la concibieron los babilonios. Es lo más importante.
—Comprendo, pero supongo que no alterará el resultado de esta conversación un simple repaso de ese pasado, en especial si nos permite corroborar algunos datos de ese Arancibia López Huidobro.
El anfitrión calló abruptamente y posó su mirada en la libreta de blancas hojas en las que Sousse esperaba volcar algunas anotaciones para su investigación.
—Lo pasado, pisado, señor. Lo pasado, pisado. “Cero”, igual “nada”. Olvídese del pasado, siga el consejo del comandante en jefe.
—Como usted prefiera.
—Celebro su capacidad de comprenderme.
—Bien. ¿Entonces el nombre que le sugiere mi nota es…?
—López Huidobro. Arancibia era su nombre. Ese nombre me surge al leer su reducido informe.
—Si no lo incomoda lo llamaré Arancibia.
—Para nada. Tampoco al coronel López Huidobro habrá de molestarse porque está muerto. Llámelo Arancibia si le resulta más periodístico hacerlo. Suena más familiar, ¿verdad?
—Puede ser –Sousse asintió por compromiso–. Supongo sería una de las muchas identidades que los hombres de su condición acreditan. Eso permite encubrir la identidad hasta hacer desaparecer la verdadera.
—Es cierto. Gajes del oficio. Se comprende. Pero al menos le puedo afirmar que ese nombre es el que figura en su partida de nacimiento y en su acta de defunción. Sin embargo, internamente, se lo conocía por otro, la nomenclatura tiene sus vueltas y revueltas. Ese nombre no se lo voy a revelar. Ni ese, ni ningún otro. No estoy autorizado.
La mujer que oficiaba de mucama entró portando una pequeña bandeja con dos pocillos de café humeante.
—¿Azúcar o edulcorante? –Preguntó. Sousse ni la observó.
—Amargo está bien.
—¡Amarga es la vida, amigo! –Comentó con ironía el entrevistado.
Sousse retomó el diálogo.
—¿Se lo conocía por un apodo o por un nombre de guerra? –Preguntó procurando aproximarse a alguna revelación sobre ese coronel de nombre poco frecuente.
—¡Apodo! ¡Apodo! Nunca nombre de guerra. Acá no usamos nombres de guerra. Eso déjelo para los subversivos.
El apodo: “Vasco”, como no podía ser de otra manera. No faltaron quienes le agregaban algún epíteto. ¿Me comprende? Mala gente hay en todos lados. Solo lo llamaban “vasco”, sus pares, los más próximos y que gozaban de cierta confianza; “coronel”, incluido el posesivo “mi”, costumbre militar de subordinado a superior, como corresponde a los de grado inferior, como es mi caso. O simplemente, “señor”. “Sí, señor”, “no señor”, “bla, bla, bla, señor”… Usted sabe, puro protocolo. Por su nombre, Arancibia, era raro que se lo llamase, salvo quienes gozaban de su confianza y que eran muy pocos, se lo aseguro. Muy pocos. Era un hombre de carácter severo, disciplinado, muy apegado a los reglamentos.

Al coronel López Huidobro nunca se lo llamó “Podestá”. Le repito, nunca. A usted que le gusta usar mayúsculas para jerarquizar alguna palabra o dato, hágalo en este caso. NUNCA, se lo llamó “Podestá”. Nadie de rango portó ese apellido en los últimos veinte años. Más aún, no existió en ninguna de las reparticiones que integran el sistema al que pertenecemos, alguien que se haya apellidado de ese modo en el tiempo que le señalé, aunque a usted le parezca extraño. Ahora bien, si insiste, podríamos considerar, a partir de ahora, incluirlo en nuestra nomenclatura. Sus propuestas siempre serán bien recibidas.
Sousse quedó pasmado al escuchar en boca de Segni la referencia a su hábito de proponer mayúsculas para alguna palabra o expresión que para él resultaba relevante. Prefirió no preguntar cómo el hombre sabía de aquel hábito suyo. Lo atribuyó a una infidencia de Cacho.
—Pero el nombre de “Podestá” surge de varias fuentes. Todas insisten en que AC, el sicario, así lo llamaba.
—¿Y quiénes son esas misteriosas “fuentes”? –preguntó exagerando la palabra “fuentes”–. ¿Hombres? ¿Mujeres? ¿Fantasmas? ¿Quiénes? ¿O tiene otro documento que no nos quiso mostrar?
—Usted sabe que un periodista nunca revela sus fuentes.
—Eso de que un periodista “nunca revela sus fuentes”, le aseguro que no es correcto. Yo conocí a varios de sus colegas que no trepidaron en brindar jugosas informaciones. Claro que fueron convenientemente ayudados a prestar sus valiosas colaboraciones.
—Prefiero no imaginar las circunstancias en que se logró esa colaboración.
—Lo bien que hace… –remató su discurso de modo amenazador–. Pero debo insistir, ¡sus fuentes están mal informadas! Parten de supuestos falsos: AC (quien nunca existió), bautizó “Podestá” a alguien que tampoco existió, para unos hechos que nunca se produjeron. El misterioso sicario “AC”, el misterioso “Podestá”… Una misteriosa operación clandestina… Absurdo por completo. Y aquello de “La Reliquia”… –pronunció esas palabras con marcado cinismo, ¡esa sí que es una baratija literaria! ¡Qué fantasía tienen ustedes!
Amigo… –expresó ablandando su voz hasta dulcificarla–, se ha dejado influir por la literatura fantástica y una papeleta ¿muy bien falsificada? ¿O un comprometedor documento original? ¿Usted qué cree?
Sin permitir que Sousse respondiera, continuó su discurso.
—Como en muchas otras cosas, a los periodistas les han llenado la cabeza de estas tonterías. Seguramente ha tenido posibilidades de escuchar las boludeces que se repiten a diario en los informativos. Increíble. Son maestros en desinformación. Aprendemos de ellos, como de ningún otro. Nosotros, que deberíamos ser expertos en esas lides, resultamos aprendices de los grandes multimedios. Inventan una noticia sobre un fulano, en general, falsa. Como diría un amigo, “falsa de toda falsedad”. La difunden a su audiencia, usan el potencial como ni Maradona usaba su maravillosa izquierda, y el pobre tipo quedó escrachado como si fuera un asesino serial y violador indescriptible. No encuentra forma de sacarse el San Benito que le pusieron. Maravilloso. Después que lo desahuciaron lo mandan llamar a un programa de espectáculos, de esos que emiten por la tarde, para las amas de casa. El tipo llora, explica, se lamenta, se justifica. Las amas de casa, mientras humedecen sus clítoris, se enternecen con el pobre tipo. Le creen, desean consolarlo, si hasta lo llevarían hasta sus vaginas para aminorar su pena.
El tipo, a la noche, es convocado al noticiero central. Y empieza la contracampaña. La gente se conmueve, duda, lo defiende. Ergo, llegó a la audiencia como un gusano, termina transformado en un héroe. Y cuando todo el mundo está convencido que al final (el tipo) era un buen tipo, y hasta él cree que todo ha terminado, publican otra noticia, falsa, obviamente, que sostiene que es un truhan, y lo vuelven a defenestrar. Una vez y otra vez. El tipo, al final del asunto, no sirve para nada. Una maravilla. Impresionante. Un consejo: cuídese de las falsas noticias, no sabe cuánto pueden llegar a perjudicarlo.
Sousse, tomó unas notas breves que subrayó con una doble línea, procurando distraerse de las afirmaciones que Segni le hacía con cinismo sincero. Mirando a su entrevistado a los ojos preguntó sin darle respiro.
—En algún momento, otros investigadores, creyeron que no se trataba de una sola persona, sino que en el nombre “Podestá” estaban representadas muchas. Una fantasía, como sostiene usted.
—Qué interesante especulación. Si usted fuerza la realidad, puede encontrar elementos concomitantes que lo induzcan a considerar esa posibilidad. Pero son sucesos muy circunstanciales. Si usted afirma, por dar un ejemplo, que fulano hizo una operación, la mención sola de “operación” no solo lo llevaría a ese fulano, sino a mengano, zutano, perengano, etc., etc., etc. Si usted dice “fulano viajó al norte”, es muy probable que además de su fulano, le aparezca una larga lista de menganos, zutanos, perenganos, etc., que viajaron al norte. Debe recurrir a arbitrios manifiestos, impostaciones difíciles de sostener para validar sus suposiciones, tanto se trate de la persona que usted busca investigar de nombre “Podestá”, o de otras personas que se emboscan en un nombre de fantasía para ocultar su existencia. Muy rebuscado.
—Pero, a pesar de sus impugnaciones, tenemos sí un dato análogo con mis fuentes, el mencionado coronel Arancibia, murió, así como me dicen esas fuentes que el que usted define como inexistente “Podestá”, también murió –afirmó Sousse.
—En efecto, como le dije al principio de nuestra conversación. No hace tanto que falleció el coronel López Huidobro.
—Mis fuentes también me dicen que “Podestá” murió no hace mucho tiempo. Por lo tanto, la fecha de la muerte del “inexistente” Podestá, como la de su Arancibia, son contemporáneas, coincidentes, diría yo. ¿Pura casualidad? –Argumentó Sousse con precisión.
—Puede ser. La casualidad existe. Algo de azar siempre hay en la vida de las personas. Pero si, hipotéticamente, ese tal “Podestá” que usted busca, y el coronel López Huidobro hubiesen muerto el mismo día y a la misma hora, eso no lo acerca ni un milímetro a sus elucubraciones.
—¿Casualidad o causalidad?
—¡Ah bueno! Vamos a filosofar un rato. Nos sobra el tiempo. Los pesquisantes siempre que fabulan se disfrazan de filósofos. Tienen tiempo para ello. En cambio, nosotros, nos basamos solo en hechos, en datos precisos; nada de suposiciones de “fuentes” misteriosas –cuando dijo la palabra “fuentes”, hizo un gesto con ambas manos como encomillando la palabra suelta en el aire.
—La muerte del coronel López Huidobro fue una gran desgracia, una enorme pérdida para la Institución. Una falla cardíaca. Un infarto. Stress, más stress, más stress, más emociones violentas, más mala comida, más poco descanso, igual a infarto. Estaba en el tramo final de su carrera, cuando el hombre estaba en condiciones de volcar su sabiduría a las próximas camadas de funcionarios. Una pena…
—¡Funcionarios! –exclamó Sousse no exento de ironía.
—Sí, funcionarios públicos. Una vocación cual apostolado. Funcionar para servir al público, al común, al soberano. Responder al bien común desde la función pública. Somos los mejores, los que arriesgamos la vida, los que arriesgamos todo. Y, en general, morimos en el más perverso anonimato. A usted le causará curiosidad cómo es eso de las múltiples identidades. Para nosotros es una desgracia. Ser distintas personas, pero no ser nadie. Nadie recordará tu nombre, porque nadie sabrá cuál fue. En nuestra lápida el epitafio debería leerse: “Funcionario público cuyo nombre es solo conocido por Dios”. Como se recuerda en el mundo al soldado desconocido. Pero como a él, pocos rinden culto a nuestros esforzados agentes; sin ese soldado desconocido, ningún general ganaría ninguna batalla. Sin nosotros, no triunfaría ningún jefe de carrera, ningún jefe político de ocasión, bajo cuyo mando, realizamos nuestras labores con absoluta abnegación. Se lo aseguro.
Sin broma, somos los mejores funcionarios públicos, y ante usted asumo la representación de todos mis pares. Somos los que garantizamos que el orden natural de la sociedad no sea degradado. Los políticos son los que arruinan nuestro paso por la función pública. Los odiamos tanto como a los que no nombro por no ensuciar mi boca.
El hombre adquirió una severidad que desconcertó a Sousse. Por primera vez el investigador sintió el hielo filoso del que es parte del poder real que, muchas veces, se manifiesta en forma confusa y poco reconocible.
Saborearon al unísono el café. La pausa distendió el momento. Sin proponerlo se hizo un impasse que le permitió a Sousse reflexionar sobre el curso de la entrevista.
Afuera el viento llevaba la llovizna en dirección al río y el frío se hacía intenso y punzante.
La conversación no se prolongó por mucho tiempo más. Solo fueron comentarios menores, intrascendentes. Segni le sugirió acordar otro día para continuar. Sousse aceptó de buen grado. Lo invadían sentimientos confusos. La mirada del hombre lo despostaba sin piedad y sentía que ninguna de sus fibras más ocultas quedaba exceptuada del examen riguroso al que estaba siendo sometido.
Salieron del departamento del cuarto piso, subieron al ascensor de servicio y descendieron hasta la planta baja. Segni lo acompañó hasta la puerta de entrada del edificio. Abrió parsimonioso el enorme portón y extendió su mano para saludar al periodista. Apenas Sousse traspasó la puerta, cuando ya tenía un pie en la vereda para dirigirse a la estación a tomar el subterráneo para regresar a su casa, oyó la clara voz de Segni murmurar a sus espaldas.
—El documento que nos entregó es una copia. Queremos el documento original. No sabe cuánta gente está intrigada por saber de dónde sacó usted la copia de ese formulario, perdido hacía un tiempo, en un confuso episodio en una base de nuestra Agencia. Nos robaron un archivo y usted, justo usted, tiene copia de uno de los formularios que nos hurtaron. ¡Qué feo es robar, Sousse! ¡Qué feo! No hay que violar los mandamientos de Dios. ¿No recuerda, Sousse? No robarás. Séptimo mandamiento. Dios castiga a los que no cumplen con sus mandamientos. ¿Por qué se expone, Sousse, al enojo de Dios? ¿Tiene otros documentos? ¿Sus “fuentes” tienen en su poder otro de esos formularios que nos robaron? Sería bueno saberlo.
Sousse quedó sumido en una profunda angustia. Entendía el valor del documento, pero ignoraba su procedencia.
—Recuerde lo que cantó don Rubén Blades. Se lo dije. Póngale sus mayúsculas.
Temeroso, Sousse trató de volver sobre sus pasos para hablar con Segni. Cuando giró para encarar al hombre aquel, pudo observar cómo se cerraba la puerta para impedirle reingresar al edificio. Tras el vidrio, Segni sonreía con desfachatez apacible. Miró fijamente a los ojos del periodista, al tiempo que, con su dedo índice de la mano derecha, moviéndolo de arriba a abajo, persistió un buen rato en un gesto amonestador. Sousse renunció a su intento. Dio la espalda a su entrevistado, giró cargado de preocupaciones y caminó velozmente, tratando de dejar atrás el viejo edificio de la desierta avenida del barrio de Constitución. Desistió de concurrir al diario, como le ordenó Cacho no bien terminara su entrevista. Decidió retornar a su departamento. Allí Marlene calmaría sus zozobras. Entre abrazos y besos y narcóticos que mordisquearían sus venas y arterias de sangre alucinada. Sangre y zumo, caldo rojo, por el que insignificantes batracios de hieráticos colores nadarían histéricos y lo alejarían a pura helada dentellada y a la velocidad de una inhalación fina como una aguja blanca, de las amenazas de ese dedo henchido en sangres de difuntos, que bajaba y subía y bajaba y subía amonestándolo severo, cargado de amenazas como un arma presta a disparar hasta la muerte.

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